La figura y personalidad de Isabel la Católica no han dejado indiferentes a nadie, ni en su época ni a lo largo de la historia. Tan denostada por unos como alabada por otros, en algo están todos de acuerdo: en que se trata de un personaje crucial de la historia de España y en la firmeza de sus convicciones, que siempre defendió con energía: desde sus derechos al trono castellano frente a su sobrina Juana hasta la conveniencia de su matrimonio con Fernando de Aragón. De ese modo llegó a ser la reina que restauró el orden en la Corona de Castilla tras las banderías nobiliarias de los reinados anteriores y que sentó las bases del Estado moderno en sus reinos. Pero sobre todo fue quien, cuando su marido se convirtió en rey de la Corona de Aragón, puso en pie el entramado político que llegaría a ser el reino de España, al que sumó el reino nazarí de Granada y las posesiones, recién descubiertas, de América y cuya presencia europea inició con la conquista de Nápoles. Pero fue también la cristiana ferviente que consideraba que su deber era hacer prevalecer la fe católica y que por ello tomó decisiones, como imponer la Inquisición y expulsar a los judíos, que, si bien son comprensibles desde sus convicciones, forman hoy parte de su legado más discutible. Isabel fue una mujer del Renacimiento, amante de las letras y las artes, preocupada por la educación y la cultura y, en el plano personal, una esposa profundamente enamorada y la desafortunada madre de cinco hijos, que perdió a su heredero y a su primogénita, y que murió con el desencanto de ver cómo su gran obra iba a parar a manos de su hija Juana, gravemente perturbada. Apoyándose en documentos de la época, la autora traza con maestría el perfil público y privado de la reina, y con ello logra la más certera aproximación a una figura de la que, sin exageración, cabría decir que con ella «comenzó todo».