En los inicios del siglo XXI la integración no es ya una opción ideológica sino una auténtica necesidad objetiva si se pretende mantener un cierto grado de autonomía, de presencia y de influencia en la gobernanza global en cualquiera de los ámbitos materiales a los que la Globalización afecta –que, no lo olvidemos, son todos-. América del Sur cuenta con los mimbres para construir un proceso de integración real y efectivo: coherencia geográfica, de valores y principios compartidos, de historia y cultura común, de necesidades e intereses convergentes cuando no complementarios. Y aunque la historia latinoamericana de los procesos de integración es pródiga en fracasos –lo que muestra con claridad que los obstáculos eran, y siguen siendo también hoy, formidables-, en la actualidad hay una diferencia que, paradójicamente si se quiere, puede, y debe, inclinar hacia el éxito el actual proceso integrador sudamericano iniciado en 2000: ésta ya no es una opción, sino una necesidad. La cuestión se plantea, de este modo, ya no en términos de oportunidad política, sino de eficacia o de construcción de los mejores instrumentos de integración posibles. Así las cosas, la cuestión es si UNASUR es el instrumento adecuado para llevar a buen fin la integración necesaria, también, o quizás, sobre todo, desde la perspectiva de su dimensión exterior en el doble sentido de alcanzar una capacidad de presencia y decisión en los foros internacionales acorde con la importancia objetiva de la región, sí; pero también –y esto no se puede olvidar, sobre todo y especialmente, en el caso que nos ocupa en el que el peso de la Historia es en este sentido tan abrumador- de mantener la recién adquirida autonomía de decisión, ad intra y ad extra, respecto a la tradicionalmente poderosísima influencia externa en la región.