Sean tres despreocupados personajes actuales A, B y C, embarcados en la aventura de descubrir los secretos de su juventud recién estrenada. Por necesidad, aunque con inicial desgana, intentan descifrar los mensajes codificados que el dominante padre de uno de ellos les envía, porque de los significados depende su subsistencia. Supongamos que esta tarea les induce a redescubrir las olvidadas matemáticas del bachillerato y a releer las obras de Julio Verne y otras creaciones literarias hasta encontrar sus relaciones con la criptografía. Imaginemos que una tarea tan excitante aflora las limitaciones de los protagonistas y crea vínculos y dependencias entre ellos, y una fascinación capaz de desbordarse en forma de pasión amorosa. Si este planteamiento impusiese un acercamiento paulatino, pero inexorable, de nuestros personajes a las matemáticas, a unas matemáticas inauditas y sorprendentes, y el resultado de la ecuación fuese un desenlace imprevisto, dramático e increíble, entonces estaríamos ante la verdadera historia de Cristina, Beatriz y Alejandro, los protagonistas de Lee a Julio Verne, una obra inclasificable, llena de amor y criptografía, donde las mujeres aprenden a jugar mientras maduran entre la ignorancia de los hombres y el (re)conocimiento de las matemáticas.