El radicalismo islamista y, más concretamente, las acciones terroristas justificadas y legitimadas desde ideologías extremistas de corte yihadista, se han convertido en una de las mayores amenazas para la seguridad mundial, especialmente después de los atentados del 11S, 11M y 7J. Aunque hay quien opina que el riesgo ha disminuido, es obvio que la amenaza de atentados letales continúa presente y, según parece, en aumento. Sirvan como ejemplos para constatar los expuesto, lo recientes ataques perpetrados por islamistas radicales en Toulouse, Montauban, Boston y Londres, las últimas acciones terroristas y movimientos de insurgencia en diversos países asiáticos y africanos, así como los numerosos planes terroristas abortados por los servicios de inteligencia y las fuerzas de seguridad de distintos países a lo largo de la última década. Todo parece indicar que este problema no tiene visos de solución a corto plazo, luego parece esencial estar atentos a la evolución de esta peligrosa lacra social. Sin embargo, actualmente la capacidad para describir, explicar y predecir científicamente los procesos psicosociales subyacentes a la radicalización islamista y al terrorismo yihadista es relativamente limitada, lo que favorece altos niveles de duda a la hora de tomar decisiones sobre cómo tratar estos fenómenos y, lo que es más importante, sobre cómo prevenirlos proactivamente.