Una vez escuché una historia. Se refería a un muchacho americano, hijo de una pareja que había sobrevivido a los terrores nazis. Había venido al mundo cuando el rescoldo ya se había apagado. A pesar de ello, desde el día mismo en que había empezado a entender el significado de las palabras, sus padres no habían hecho sino repetirle «no has vivido lo que hemos vivido nosotros, no conoces el horror, la deportación, el hambre, la humillación, No eres digno de existir».

Él nunca había replicado, pacientemente había aguardado mientras crecía. El día mismo en que cumplía la mayoría de edad se enroló en los marines y partió hacia Vietnam. Había vuelto al finalizar la guerra, ciego, sin brazos, y sin piernas, su padre y su madre se turnaban para empujar la silla de ruedas. Mientras iban por las calles llenas de colorido, él decía: «No sabéis qué es vivir rodeado de tinieblas. No sabéis lo que quiere decir no poder caminar, no poder arrancar una flor».”

(Susana Tamaro, «Ánima mundi»)