Ante la puerta de una agencia de transportes de Hamburgo (Alemania), dos hombres acababan de cargar un camión, cuya mercancía deberían llevar aquella misma tarde a un almacén de Harburg. La población enclavada al otro lado del río Elba. Konrad Wolnik conducía el camión. De anchas espaldas, alto y robusto, con un genio endiablado y una fuerza de toro, aquel chofer alemán contrastaba enormemente con el físico de su ayudante. Frank, delgaducho y de carácter pacífico. El semáforo rojo les obligó a detenerse; entre los peatones que cruzaban la calle, iba una chiquilla rubia de unos 8 años. Frank pensó en su hijita y la emoción se tradujo en palabras.

Hablando de la niña Frank era otro hombre; animoso. optimista. Es maravilloso tener una hija como Jacqueline! Nunca creí llegar a ser tan feliz.

Konrad soltó una carcajada. Tonterías. A él siempre le habían causado risa los hombres sentimentales. El matrimonio y los hijos sólo eran motivo para obligarle a uno a sacrificios y privaciones. A mí me basta con mis propias necesidades.

Ahora me gustaría tormarme una cerveza. En las afueras de Hamburgo se detuvieron y entraron en un bar. Sobre el mostrador, los vasos rebosantes de espuma eran tentadores. Bebieron; el fresco líquido refrescaba el cuerpo pero no conseguía apagar por completo la sed. Konrad pidió otro vaso, mientras entablaba conversación con un vecino de mesa. Empezaron hablando de fútbol… las frases perdían su tono medio, discreto; ya eran varios hombres los que discutían.

¡Un vaso de cerveza! Lo que se creyó cuestión de diez minutos se había convertido en dos horas.

Cansado de insistir en su deseo de marchar, Frank se metió en la cabina del camión donde le encontró Konrad cuando al fin se decidió a salir.

Reanudaron la marcha. Frank estaba visiblemente disgustado. Consciente de que había hecho mal descuidando su obligación. Ahora era Konrad quien miraba también el reloj, inquieto, deseoso de ganar tiempo, por miedo a llegar tarde a su puesto de destino. Con la mirada puesta en la carretera, apretó el acelerador para intentar cruzar la vía férrea antes que la barrera se bajara impidiendo el paso ante el tren que se acercaba…

Podemos imaginar lo que ocurrió. Un espectador del accidente, lo narró así: «Estaba bajando la valla de madera y la señal luminosa era ya roja. Yo vi el camión que cruzaba, sin tocarla pero demasiado forzado: en seguida se oyó estruendo, igual que el estallido de una bomba.

El choque debió ser horrendo. El pobre Frank quedó trágicamente preso en la aplastada cabina del camión. Las heridas de Konrad fueron menos graves aunque seguía inconsciente: con el choque había abierto venturosamente la portezuela, lo que le libró del aplastamiento que padecía su compañero. Tras las curas de urgencia trasladaron a los dos heridos al hospital de Harburg.

Todos creían que ambos se repondrían. aunque lentamente; pero el sensible corazón de Frank no pudo resistir y dejó de latir para siempre. Las diligencias judiciales prosiguieron cuando Konrad abandonó el hospital.

Todo venía demostrar que se trataba de un accidente, uno los muchos que se producen en las carreteras de todo el mundo.

Pero en la conciencia de un hombre la verdad pugnaba por salir; él se sentía culpable de la muerte de su amigo. Sabía que una niña se había quedado sin padre por un capricho suyo. ¡Un vaso de cerveza! Una conversación estúpida alargada excesivamente, robando tiempo al deber.. -y luego, aquella marcha vertiginosa…

Es maravilloso tener una hija, había dicho Frank. Angustiado y triste, completamente transformado, Konrad se dirigió a la casa del desaparecido compañero… Procuraría reparar su culpa no sabía aún cómo, pero sí sabía que necesita pedirle perdón a Dios y ayudar a la viuda y a pequeña del infortunado Frank, para recobrar paz de su conciencia.