“Las semanas, las estaciones y los años se suceden en Nazaret con aparente monotonía. Cada jornada trae su propio afán, muy al del día anterior o al del siguiente: caminatas hasta la fuente del pueblo para llenar el cántaro de agua fresca; moler la harina y preparar el horno para hacer el pan de la semana; disponer la comida de Jesús y de José, arreglar la casa, recoser la ropa, hilar la lana o el lino …

( … ) Un día murió José, el cabeza de familia. El Señor quiso darle el premio a su vida fiel. Jesús había crecido y podía atender a la Virgen y cuidar de la casa. Debió de llorar María, y debió de llorar Jesús.

¡Tantos años compartiendo penas y alegrías, sobre todo alegrías! Y en la paz de aquel hogar, la Virgen continuó su tarea de siempre: cocinar y lavar cacharros, coser, moler, amasar la harina, ir por agua a la fuente, velar el reposo de Jesús y cuidarle: cada día con más amor. Luego, cuando , una vez cumplidos los treinta años, se aleja camino del Jordán, la Virgen continúa su vida de siempre, ahora con el atento -como todas las madres- al regreso de su Hijo, después de una intensa actividad , para brindarle descanso y rodearle de atenciones.

Así vivió María de Nazaret: sin llamar la de transeúntes ni de vecinos. Ni su dulzura y su delicadeza extrañaron; era como el rocío, que da frescura y color a los campos, y no se echa de ver”.