En el arroyo, que la lluvia había dilatado hasta la viña, nos encontramos, atascada, una vieja carretilla, toda perdida bajo su carga de hierba y de naranjas. Una niña, rota y sucia, lloraba sobre una rueda, queriendo ayudar con el empuje de su pecho en flor al borriquillo, más pequeño ¡ay!, y más flaco que Platero. Y el borriquillo se destrozaba contra el viento, intentando inútilmente arrancar del fango la carreta, al grito sollozante de la chiquilla…

Acaricié a Platero y, como pude, lo enganché a la carretilla, delante del borrico miserable. Le obligué, entonces, con un cariñoso imperio, y Platero, de un tirón, sacó carretilla y rucio del atolladero, y les subió la cuesta.

¡Qué sonreír el de la chiquilla!… Con su llorosa alegría me ofreció dos escogidas naranjas. Las tomé, agradecido, y le di una al borriquillo débil, dulce consuelo, otra a Platero, como premio áureo.

(Juan Ramón Jiménez, «Platero y yo»)