Fue una mañana temprano cuando Dios me llamó por mi nombre, «Abraham». Yo respondí, «Heme aquí». Entonces Dios me hizo una petición que me llenó de asombro y temor. Me dijo que tomara a mi hijo, mi único hijo Isaac, a quien tanto amaba, y lo llevara a la tierra de Moriah para ofrecerlo en holocausto en uno de los montes que él me indicaría.

Mi corazón se llenó de dolor y confusión. Isaac era el hijo de la promesa, el hijo que Dios me había dado en mi vejez. ¿Cómo podía Dios pedirme que lo sacrificara? ¿Cómo podía reconciliar este mandato con el amor que sentía por mi hijo? Me sentí angustiado y abrumado, luchando con emociones encontradas.

Pero a pesar de mis dudas y miedos, obedecí la voz de Dios. Temblando, enalbardé mi asno, tomé a Isaac y a dos siervos, y corté leña para el holocausto. Caminamos durante tres días hasta llegar al lugar que Dios me había indicado. Durante todo el viaje, mi mente y mi corazón estaban llenos de incertidumbre y angustia. Me preguntaba cómo podría explicarle a Isaac lo que estaba a punto de suceder.

Finalmente, llegamos al lugar designado. Construí un altar, coloqué la leña sobre él y organicé todo para el sacrificio. Isaac me preguntó sobre el cordero para el holocausto, y con lágrimas en los ojos, le respondí que Dios proveería el cordero. Me sentía débil y abrumado, pero sabía que debía seguir adelante con lo que Dios me había pedido.

Tomé el cuchillo en mi mano, preparándome para hacer lo impensable, sacrificar a mi propio hijo. Pero en ese momento, el ángel de Jehová me llamó desde el cielo y me detuvo. Me dijo que no hiciera daño a Isaac, que Dios había probado mi obediencia y que había provisto un carnero para el sacrificio en su lugar.

Fue un momento de alivio y gratitud indescriptibles. Sentí una mezcla de emociones: alegría, asombro, agradecimiento y profundo respeto por Dios. Sabía que había pasado por una prueba extremadamente difícil, pero también sabía que Dios estaba conmigo en cada paso del camino.

Después de ese encuentro con el ángel, Dios renovó su promesa de bendición y multiplicación sobre mí y mi descendencia. Me sentí abrumado por la gracia y la fidelidad de Dios. Regresamos juntos a nuestros siervos y nos fuimos de aquel lugar. Mi corazón estaba lleno de gratitud y asombro por la providencia de Dios en mi vida.

Desde aquel día, nunca olvidé el sacrificio que Dios me pidió que hiciera y la forma en que él proveyó una salida. Aprendí que la obediencia a Dios a veces implica pruebas y desafíos profundos, pero también aprendí que Dios siempre proveerá una solución y cumplirá sus promesas. Mi fe en Dios se fortaleció y mi amor por él se profundizó. Seguí viviendo mi vida confiando en su guía.