Había una vez un hombre llamado Juan el Bautista, que vivía en el desierto y tenía una misión muy especial. Juan era un profeta enviado por Dios para preparar el camino del Mesías, el Salvador del mundo.

Un día, muchas personas de diferentes lugares se acercaron al desierto para escuchar las palabras de Juan. Él les enseñaba sobre el amor de Dios y los animaba a arrepentirse de sus pecados.

Entre la multitud que acudió a escuchar a Juan se encontraba Jesús, quien aún no había comenzado su misión pública. Jesús era el Hijo de Dios, y también había venido al mundo para salvar a las personas.

Cuando llegó su turno, Jesús se acercó a Juan y le pidió que lo bautizara en el río Jordán. El bautismo era un acto simbólico que representaba el perdón de los pecados y el inicio de una nueva vida en Dios.

Juan estaba asombrado y se sintió humilde al bautizar a Jesús, ya que sabía que Jesús era alguien muy especial. Mientras Jesús estaba en el agua, algo maravilloso sucedió: el cielo se abrió y el Espíritu Santo descendió sobre él en forma de una paloma, y se escuchó la voz de Dios diciendo: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia».

El bautismo de Jesús en el río Jordán fue un momento importante en su vida. A partir de ese momento, Jesús comenzó su ministerio público, predicando el amor de Dios, sanando a los enfermos y enseñando a las personas cómo vivir una vida conforme a la voluntad de Dios.