Hasta de un pedazo de palo puedes hallar tu suerte…

Había una vez un pobre hombre que nació pobre, creció pobre y era aún pobre cuando se casó.

Era tornero de oficio. Esto es, hacía mangos y anillos para los paraguas y sombrillas. Ponía un pedazo de madera en el torno y salía suave y redondito como él deseaba. Ustedes, de seguro, han visto en los paraguas muchos de los mangos que él hacía.

Pero el pobre hombre ganaba muy poco con este trabajo. Tenía lo absolutamente necesario para vivir de manos a boca, como dicen vulgarmente.  ¡Pobre hombre! 

 – Nunca encontraré mi suerte. ¿Dónde estará mi buena estrella? -, se decía cuando pensaba en sus hijos y cavilaba en lo mucho que tenía que trabajar para vivir tan mal. 

Y les advierto que ésta es una historia verídica. 

Podría decirse el país y el pueblo donde el hombre vivía. Pero eso no viene al caso. Alrededor de la casa de este hombre florecían los serbales y sus moras agrias y rojas se maduraban como si fueran la mejor de las frutas; más no eran buenas para comer. En su jardín también crecía un peral, pero nunca había dado fruta. Ni una pera habían probado los niños. Sin embargo, en aquel árbol estaba su suerte. 

Un día, mientras los niños jugaban en el jardín, vieron una pera muy pequeña y corrieron a dar la buena noticia a sus padres. Estos, al examinarla, hallaron que era una pera deforme, dura y seca. 

Aquella noche hubo un fuerte temporal. El viento soplaba con furor. Se oía el silbido entre las ramas de los árboles. Las casas parecían temblar, las ramas de los árboles y hasta árboles enteros caían al suelo arrancados de raíz o hechos pedazos

A la mañana siguiente daba pena ver las huertas y las calles cubiertas de hojas y ramas. Los niños salieron al jardín para limpiarlo y allí entre las ramas estaba un gancho con la raquítica pera.  Lo recogieron y lo llevaron al taller del padre.

Este, en broma y para distraer a los niños, se puso a hacer peras de madera del tronco de la rama. ¡Y qué bonitas salían! Suaves y torneadas. Una grande, otra grande, otra mediana y otra más y muchas más pequeñas.  ¡Cuánto se divirtieron los niños!  El árbol estaba dando peras, por fin, aunque eran de madera.

Los niños jugaban con ellas y las hacían dar vueltas como si fueran trompos. Entonces vino la estación de las lluvias y, como es natural se necesitaban paraguas para salir a la calle. Esta familia de quien les estoy contando, tenía solamente un paraguas muy viejo.

Cuando el viento soplaba con fuerza el paraguas se volvía del revés. Dos o tres veces se rompió, pero nuestro hombre siempre lo arreglaba sin demora, porque ése era su oficio. Pero, por bien que él lo arreglaba, cuando alguien trataba de cerrarlo, la tirilla y el botón, con que el paraguas se conservaba enrollado, se rompían.

Ya el padre no sabía de qué manera arreglarlo cuando un día el botón se rompió otra vez. Mientras lo buscaba por el piso, dio por casualidad, contra una de las peritas de madera que él había torneado para los niños y con las cuales todavía jugaban de cuando en cuando.

-«No puedo hallar el botón pero esto servirá lo mismo»-, dijo tomando la pera.

Hizo un agujero de extremo a extremo en el centro de la pera, pasó un cordón por el agujero y vio con sorpresa y alegría que el pedazo de palo en forma de pera desempeñaba a las mil maravillas las veces del botón. Además era más curioso y más bonito esta clase de botón.

Al año siguiente cuando el hombre envió mangos para paraguas a la ciudad, también mandó algunos de estos broches originales que él curiosamente había inventado de un pedazo de la rama de un peral, que el viento había derrumbado. El no sabía el resultado que iba a tener; lo cierto es que al poco tiempo empezó a recibir pedidos de miles y más miles de las curiosas peras de madera.

En la fábrica de paraguas de la ciudad habían hecho algunos paraguas con broches de estas peras y los habían enviado a América. Las gentes habían notado que estas peritas eran el mejor cierre para los paraguas.

Los comerciantes pidieron que todos los paraguas se fabricaran con tales broches. Y nuestro hombre torneaba peras y más peras! El árbol entero se convirtió en peras. Todas las vendía y esto le trajo dinero, mucho dinero.

Poco a poco fue aumentando su negocio hasta que llegó a tener un gran taller con muchos trabajadores que le ayudaron. Ya no tenía que sufrir. Sus hijos y su esposa tenían todo lo que les hacía falta y él se sentía feliz. A menudo, muy a menudo, decía:

-«¡Aquel peral que parecía tan estéril fue mi salvación! ¡Allí está mi felicidad! La suerte puede hallarse hasta en un pedazo de palo».

– Y ahora les digo: ¿Dónde está vuestra suerte? «Búscala y la encontrarás».-