LOS DIEZ MANDAMIENTOS

Maestro, ¿qué he de hacer…?

EL SÉPTIMO MANDAMIENTO

No robarás (Ex 20, 15; Dt 5, 19).

No robarás (Mt 19,18).

N. 2401. El séptimo mandamiento prohíbe tomar o retener el bien del prójimo injustamente y perjudicar de cualquier manera al prójimo en sus bienes. Prescribe la justicia y la caridad en la gestión de los bienes terrenos y de los frutos del trabajo de los hombres. Con miras al bien común exige el respeto del destino universal de los bienes y del derecho de propiedad privada. La vida cristiana se esfuerza por ordenar a Dios y a la caridad fraterna los bienes de este mundo. [1807; 952]1.

I. EL DESTINO UNIVERSAL Y LA PROPIEDAD PRIVADA DE LOS BIENES

N. 2402. Al comienzo Dios confió la tierra y sus recursos a la admi­nistración común de la humanidad para que tuviera cuidado de ellos, los dominara mediante su trabajo y se beneficiara de sus fru­tos (cf Gn 1, 26 29). Los bienes de la creación están destinados a todo el género humano. Sin embargo, la tierra está repartida entre los hombres para dar seguridad a su vida, expuesta a la penuria y amenazada por la violencia. La apropia­ción de bienes es legítima para garantizar la libertad y la dignidad de las personas, para ayu­dar a cada uno a atender sus necesidades fundamentales y las nece­sidades de los que están a su cargo. Debe hacer posible que se viva una solidaridad natural entre los hombres. [226; 1939].

N. 2403. El derecho a la propiedad privada, adquirida por el traba­jo, o recibida de otro por herencia o por regalo, no anula la dona­ción original de la tierra al conjunto de la humanidad. El destino universal de los bienes continúa siendo primordial, aunque la pro­moción del bien común exija el respeto de la propiedad privada, de su derecho y de su ejercicio.

N. 2404. «El hombre, al servirse de esos bienes, debe considerar las cosas externas que posee legítimamente no sólo como suyas, sino también como comunes, en el sentido de que han de aprovechar no sólo a él, sino también a los demás» (GS 69, 1. La propiedad de un bien hace de su dueño un administrador de la providencia para hacerlo fructificar y comunicar sus beneficios a otros, ante todo a sus próximos.

N. 2405. Los bienes de producción  materiales o inmateriales  como tie­rras o fábricas, profesiones o artes, requieren los cuidados de sus posee­dores para que su fecundidad aproveche al mayor número de personas. Los poseedores de bienes de uso y consumo deben usarlos con templanza reservando la mejor parte al huésped, al enfermo, al pobre.

N. 2406. La autoridad política tiene el derecho y el deber de regular en función del bien común el ejercicio legítimo del derecho de propiedad (cf GS 71, 4; SRS 42; CA 40; 48).

II. EL RESPETO DE LAS PERSONAS Y DE SUS BIENES

N. 2407. En materia económica el respeto de la dignidad humana exige la práctica de la virtud de la templanza, para moderar el apego a los bienes de este mundo; de la justicia, para preservar los derechos del prójimo y darle lo que le es debido; y de la solidaridad, siguiendo la regla de oro y según la generosidad del Señor, que «siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecie­rais con su pobreza» (2 Co 8, 9).

El respeto de los bienes ajenos

N. 2408. El séptimo mandamiento prohíbe el robo, es decir, la usur­pación del bien ajeno contra la voluntad razonable de su dueño. No hay robo si el consentimiento puede ser presumido o si el re­chazo es contrario a la razón y al destino universal de los bienes. Es el caso de la necesidad urgente y evidente en que el único me­dio de remediar las necesidades inmediatas y esenciales (alimento, vivienda, vestido…) es disponer y usar de los bienes ajenos (cf GS 69, 1).

N. 2409. Toda forma de tomar o retener injustamente el bien ajeno, aunque no contradiga las disposiciones de la ley civil, es contraria al séptimo mandamiento. Así, retener deliberadamente bienes prestados u objetos perdidos, defraudar en el ejercicio del comercio (cf Dt 25, 13 16), pagar salarios injusto (cf Dt 24,14 15; St 5, 4), elevar los precios especulando con la ignorancia o la necesidad ajenas (cf Am 8, 4 6). [1867].

Son también moralmente ilícitos, la especulación mediante la cual se pretende hacer variar artificialmente la valoración de los bienes con el fin de obtener un beneficio en detrimento aje­no; la corrupción mediante la cual se vicia el juicio de los que deben tomar decisiones conforme a derecho; la apropiación y el uso privados de los bienes sociales de una empresa, los trabajos mal hechos, el fraude fiscal, la falsificación de cheques y factu­ras, los gastos excesivos, el despilfarro. Infligir voluntariamente un daño a las propiedades privadas o públicas es contrario a la ley moral y exige reparación.

N. 2410. Las promesas deben ser cumplidas, y los contratos riguro­samente observados en la medida en que el compromiso adquirido es moralmente justo. Una parte notable de la vida económica y so­cial depende del valor de los contratos entre personas físicas o mo­rales. Así, los contratos comerciales de venta o compra, los contra­tos de arriendo o de trabajo. Todo contrato debe ser hecho y ejecu­tado de buena fe. [2101].

N. 2411. Los contratos están sometidos a la justicia conmutativa, que regula los intercambios entre las personas en el respeto exacto de sus derechos. La justicia conmutativa obliga estricta­mente; exi­ge la salvaguardia de los derechos de propiedad, el pago de las deu­das y el cumplimiento de obligaciones libremente contraídas. Sin justicia conmutativa no es posible ninguna otra forma de justicia. [1807].

La justicia conmutativa se distingue de la justicia legal, que se refiere a lo que el ciudadano debe equitativamente a la comunidad, y de la justicia distributiva que regula lo que la comunidad debe a los ciudada­nos en proporción a sus contribucio­nes y a sus necesidades.

N. 2412. En virtud de la justicia conmutativa, la reparación de la injusticia cometida exige la restitución del bien robado a su propietario: [1459].

Jesús bendijo a Zaqueo por su resolución: “si en algo defraudé a alguien le devolveré el cuádruplo» (Lo 19, 8). Los que, de manera directa o indirecta, se han apoderado de un bien ajeno, están obligados a restituirlo o a devolver el equivalente en naturaleza o en especie si la cosa ha desaparecido, así como los frutos y beneficios que su propietario hubiera obtenido legítimamente de ese bien. Están igualmente obligados a restituir, en proporción a su responsabilidad y al beneficio obtenido, todos los que han participado de alguna manera en el robo, o que se han aprovechado de él a sabiendas; por ejemplo, quienes lo hayan ordenado o ayudado o encubierto. [2487].

N. 2413. Los juegos de azar (de cartas, etc.) o las apuestas no son en sí mismos contrarios a la justicia. No obstante, resultan moralmente inaceptables cuando privan a la persona de lo que le es necesario para atender a sus necesidades o las de los demás. La pasión del juego corre peligro de convertirse en una grave servidumbre. Apostar injustamente o hacer trampas en los juegos constituye una materia grave, a no ser que el daño infligido sea tan leve que quien lo padece no pueda razonablemente considerarlo significativo.

N. 2414. El séptimo mandamiento proscribe los actos o empresas que, por una u otra razón, egoísta o ideológica, mercantil o totalitaria, conducen a esclavizar a seres humanos, a menospre­ciar su dignidad personal, a comprarlos, a venderlos y a cambiarlos como mercancía. Es un pecado contra la dignidad de las personas y sus derechos fundamentales reducirlos por la violencia a la condición de objeto de consumo o a una fuente de beneficio. S. Pablo ordenaba a un amo cristiano que tratase a su esclavo cristiano «no como esclavo, sino… como un hermano… en el Señor» (Flm 16). [2297].

El respeto de la integridad de la creación

N. 2415. El séptimo mandamiento exige el respeto de la integridad de la creación. Los animales, como las plantas y los seres inanimados, están naturalmente destinados al bien común de la humanidad pasada, presente y futura (cf Gn 1, 28 31). El uso de los recursos minerales, vegetales y animales del universo no puede ser separado del respeto a las exigencias morales. El dominio concedido por el Creador al hombre sobre los seres inanimados y los seres vivos no es absoluto; está regulado por el cuidado de la calidad de la vida del prójimo incluyendo la de las generaciones venideras; exige un respeto religioso de la integridad de la creación (cf CA 37 38). [226;358; 373; 378].

N. 2416. Los animales son criaturas de Dios, que los rodea de su solicitud providencial (cf Mt 6, 16). Por su simple existencia, lo bendicen y le dan gloria (cf Dn 3, 57 58). También los hombres les deben aprecio. Recuérdese con qué delicadeza trataban a los animales S. Francisco de Asís o S. Felipe Neri.

N. 2417. Dios confió los animales a la administración del que fue creado por él a su imagen (cf Gn 2, 19 20; 9, 1 4). Por tanto, es le­gítimo servirse de los animales para el alimento y la confección de vestidos. Se los puede domesticar para que ayuden al hombre en sus trabajos y en sus ocios. Los experimentos médicos y científicos en animales, si se mantienen en límites razonables, son prácticas moralmente aceptables, pues contribuyen a cuidar o salvar vidas humanas.

N. 2418. Es contrario a la dignidad humana hacer sufrir inútil­mente a los animales y sacrificar sin necesidad sus vidas. Es también indigno invertir en ellos sumas que deberían remediar más bien la miseria de los hombres. Se puede amar a los animales; pero no se puede des­viar hacia ellos el afecto debido únicamente a los seres humanos.

III. LA DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA

N. 2419. «La revelación cristiana… nos conduce a una compren­sión más profunda de las leyes de la vida social» (GS 23, 1). La Iglesia recibe del Evangelio la plena revelación de la verdad del hombre. Cuando cumple su misión de anunciar el Evangelio, enseña al hombre, en nombre de Cristo, su dignidad propia y su vocación a la comunión de las personas; y le descubre las exigencias de la jus­ticia y de la paz, conformes a la sabiduría divina. [1960; 359].

N. 2420. La Iglesia expresa un juicio moral, en materia económica y social, «cuando lo exigen los derechos fundamentales de la per­sona o la salvación de las almas» (GS 76, 5). En el orden de la mo­ralidad, la Iglesia ejerce una misión distinta de la que ejercen las autoridades políticas: ella se ocupa de los aspectos temporales del bien común a causa de su ordenación al supremo Bien, nuestro fin último. Se esfuerza por inspirar las actitudes justas en el uso de los bienes terrenos y en las relaciones socio-económicas. [2032; 2246].

N. 2421. La doctrina social de la Iglesia se desarrolló en el siglo XIX, cuando se produce el encuentro entre el Evangelio y la sociedad indus­trial moderna, sus nuevas estructuras para producción de bienes de con­sumo, su nueva concepción de la sociedad, del Estado y de la autoridad, sus nuevas formas de trabajo y de propiedad. El desarrollo de la doctrina de la Iglesia, en materia económica y social, da testimonio del valor permanente de las enseñanzas de la Iglesia y del sentiod de su Tradición, siempre viva.

N. 2422. La enseñanza social de la Iglesia contiene un cuerpo de doctrina que se articula a medida que la Iglesia va interpretando los acontecimientos de la historia a la luz del consjunto de la palabra revelada por Jesucristo con la asistencia del Espíritu Santo. Esta enseñanza llega a ser más aceptable para los hombres de buena voluntad cuanto más inspira la conducta de los fieles.

N. 2423. La doctrina social de la Iglesia propone principios de re­flexión, extrae criterios de juicio, da orientaciones para la acción:

Todo sistema según el cual las relaciones sociales deben estar determinadas enteramente por los factores económicos, resulta contrario a la naturaleza de la persona humana y de sus actos (cf CA 24).

N. 2424. Una teoría que hace del lucro la norma exclusiva y el fin último de la actividad económica es moralmente inaceptable. El apetito desorde­nado de dinero no deja de producir efectos perniciosos. Es una de las cláusulas de los numerosos conflictos que perturban el orden social (cf GS 63,3; LE 7; CA 35). [2317].

Un sistema que «sacrifica los derechos fundamentales de la per­sona y de los grupos en aras de la organización colectiva de la produc­ción» es contrario a la dignidad del hombre (cf GS 65). Toda práctica que reduce a las personas a no ser más que medios con vistas al lucro esclavi­za al hombre, conduce a la idolatría del dinero y contribuye a difundir el ateísmo. «No podéis servir a Dios y al dinero» (Mt 6, 24; Lc 16, 13).

N. 2425. La Iglesia ha rechazado las ideologías totalitarias y ateas asocia­das en los tiempos modernos al «comunismo» o «socialismo». Por otra parte, ha rechazado en la práctica del «capitalismo» el individualismo y la primacía absoluta de la ley de mercado sobre el trabajo humano (cf CA 10;13;44). La regulación de la economía por la sola planificación centra­lizada pervierte en su base los vínculos sociales; su regulación únicamen­te por la ley de mercado quebranta la justicia social, porque «existen nu­merosas necesidades humanas que no pueden ser satisfechas por el mer­cado» (CA 34). Es preciso promover una regulación razonable del merca­do y de las iniciativas económicas, según una justa jerarquía de valores y con vistas al bien común. [676; 1886].

IV. LA ACTIVIDAD ECONÓMICA Y LA JUSTICIA SOCIAL

N. 2426. El desarrollo de las actividades económicas y el creci­miento de la producción están destinados a satisfacer las necesida­des de los seres humanos. La vida económica no tiende solamente a multiplicar los bienes producidos y a aumentar el lucro o el po­der; está ordenada ante todo al servicio de las personas, del hom­bre entero y de toda la comunidad humana. La actividad económi­ca dirigida según sus propio métodos, debe moverse no obstante dentro de los límites del orden moral, según la justicia social, a fin de responder al plan de Dios sobre el hombre (cf GS 64). [1928].

N. 2427. El trabajo humano procede directamente de personas crea­das a imagen de Dios y llamadas a prolongar, unidas y para mutuo beneficio, la obra de la creación dominando la tierra (cf Gen 1, 28; GS 34; CA 31). El trabajo es, por tanto, un deber: «Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma» (2 Ts 3,10; cf. 1 Ts 4, 11). El trabajo honra los dones del Creador y los talentos recibidos. Puede ser también redentor. Soportando el peso del trabajo (cf Gn 3, 14 19), en unión con Jesús, el carpintero de Nazaret y el crucificado del Calvario, el hombre colabora en cierta manera con el Hijo de Dios en su obra redentora. Se muestra como discípulo de Cristo llevando la Cruz cada día, en la actividad que está llamado a reali­zar (cf LE 27). El trabajo puede ser un medio de santificación y de animación de las realidades terrenas en el espíritu de Cristo. [307; 378; 531].

N. 2428. En el trabajo, la persona ejerce y aplica una parte de las capacidades inscritas en su naturaleza. El valor primordial del trabajo pertenece al hombre mismo, que es su autor y su destinat­ario. El trabajo es para el hombre y no el hombre para el trabajo (cf LE 6). [2834; 2185].

Cada cual debe poder sacar del trabajo los medios para sustentar su vida y la de los suyos, y para prestar servicio a la co­munidad humana.

N. 2429. Cada uno tiene el derecho de iniciativa económica, y po­drá usar legítimamente de sus talentos para contribuir a una abun­dancia provechosa para todos, y para recoger los justos frutos de sus esfuerzos. Deberá ajustarse a las reglamentaciones dictadas por las autoridades legítimas con miras al bien común (cf CA 32; 34).

N. 2430. La vida económica se ve afectada por intereses diversos, con frecuencia opuestos entre sí. Así se explica el surgimiento de conflictos que la caracterizan (cf LE 11). Será preciso esforzarse pa­ra reducir estos últimos mediante la negociación, que respete los de­rechos y los deberes de cada parte: los responsables de las empresas, los representantes de los trabaja­dores, por ejemplo, de las organiza­ciones sindicales y, en caso necesario, los poderes públicos.

N. 2431. La responsabilidad del Estado. «La actividad económica, en particular la economía de mercado, no puede desenvolverse en me­dio de un vacío institucional, jurídico y político. Por el contrario su­pone una seguridad que garantiza la libertad individual y la propie­dad, además de un sistema monetario estable y servicios públicos eficientes. La primera incumbencia del Estado es, pues, la de garantizar esa seguridad, de manera que quien trabaja y produce pueda gozar de los frutos de su trabajo y, por tanto, se sienta estimulado a realizarlo eficiente y honestamente… Otra incumbencia del Estado es la de vigilar y encauzar el ejercicio de los derechos humanos en el sector económico; pero en este campo la primera responsabilidad no es del Estado, sino de cada persona y de los diversos grupos y aso­ciaciones en que se articula la sociedad» (CA 48). [1908; 1883].

N. 2432. A los responsables de las empresas les corresponde ante la sociedad la responsabilidad económica y ecológica de sus operaciones (CA 37). Están obligados a considerar el bien de las perso­nas y no solamente el aumento de las ganancias. Sin embargo, és­tas son necesarias; permiten realizar las inversiones que aseguran el porvenir de las empresas, y garantizan los puestos de trabajo. [2415].

N. 2433. El acceso al trabajo y a la profesión debe estar abierto a to­dos sin discriminación injusta, a hombres y mujeres, sanos y dismi­nuidos, autóctonos e inmigrados (cf LE 19; 22 23). Habida consi­deración de las circunstancias, la sociedad debe por su parte ayudar a los ciudadanos a procurarse un trabajo y un empleo (cf CA 48).

N. 2434. El salario justo es el fruto legítimo del trabajo. Negarlo o retenerlo puede constituir una grave injusticia (cf Lv 19, 13; Dt 24,14 15; St 5, 4). Para determinar la justa remunera­ción se han de tener en cuenta a la vez las necesidades y las contribuciones de cada uno. «El trabajo debe ser remunerado de tal modo que se den al hombre posibilidades de que él y los suyos vivan dignamente su vida material, social, cultural y espiritual, teniendo en cuenta la tarea y la productividad de cada uno, así como las condiciones de la empresa y el bien común» (GS 67, 2). El acuerdo de las partes no basta para justificar moralmente la cuantía del salario. [1867].

N. 2435. La huelga es moralmente legítima cuando constituye un recurso inevitable, si no necesario para obtener un beneficio proporcionado. Resulta moralmente inaceptable cuando va acompaña­da de violencias o también cuando se lleva a cabo en función de objetivos no directamente vinculados con las condiciones del tra­bajo o contrarios al bien común.

N. 2436. Es injusto no pagar a los organismos de seguridad social las cotizaciones establecidas por las autoridades legítimas.

La privación de empleo a causa de la huelga es casi siem­pre para su víctima un atentado contra su dignidad y una amenaza para el equilibrio de la vida. Además del daño personal padecido, de esa privación se derivan riesgos numerosos para su hogar (cf LE 18).

V. JUSTICIA Y SOLIDARIDAD ENTRE LAS NACIONES

N. 2437. En el plano internacional la desigualdad de los recursos y de los medios económicos es tal que crea entre las naciones un verdadero «abismo» (SRS 14). Por un lado están los que poseen y desarrollan los medios de crecimiento, y por otro, los que acumulan deudas. [1938].

N. 2438. Diversas causas, de naturaleza religiosa, política, económica y financiera, confieren hoy a la cuestión social «una dimensión mundial» (SRS 9). Es necesaria la solidaridad entre las naciones cuyas políticas son ya interdependientes. Es todavía más indispensable cuando se trata de acabar con los «mecanismos perversos» que obstaculizan el desarrollo de los países menos avanzados (cf SRS 17; 45). Es preciso sustituir los sistemas financieros abusivos, si no usurarios (cf CA 35), las relaciones comerciales inicuas entre las naciones, la carrera de armamentos, por un esfuerzo común para movilizar los recursos hacia objetivos de desarrollo moral, cultural y económico «redefiniendo las prioridades y las escalas de valores» (CA 28). [1911; 2315].

N. 2439. Las naciones ricas tienen una responsabilidad moral grave respecto a las que no pueden por sí mismas asegurar los medios de su desarrollo, o han sido impedidas de realizarlo por trágicos acontecimientos históricos. Es un deber de solidaridad y de caridad, es también una obligación de justicia si el bienestar de las naciones ricas procede de recursos que no han sido pagados con justicia.

N. 2440. La ayuda directa constituye una respuesta apropiada a necesidades inmediatas, extraordinarias, causadas por ejemplo por catástrofes naturales, epidemias, etc. Pero no basta para reparar los graves daños que resultan de situaciones de indigencia ni para remediar de forma duradera las necesidades. Es preciso también reformar las instituciones económicas y financieras internacionales para que promuevan y potencien relaciones equitativas con los países menos desarrollados (cf SRS 16). Es preciso sostener el esfuerzo de los países pobres que trabajan por su crecimiento y su liberación (cf CA 26). Esta doctrina exige ser aplicada de manera muy particular en el ámbito del trabajo agrícola. Los campesinos, sobre todo en el Tercer Mundo, forran la masa mayoritaria de los pobres.

N. 2441. Acrecentar el sentido de Dios y el conocimiento de sí mismo constituye la base de todo desarrollo completo de la sociedad humana. Este multiplica los bienes materiales y los pone al servicio de la persona y de su libertad. Disminuye la miseria y la explotación económicos. Hace crecer el respeto de las identidades culturales y la apertura a la trascendencia (cf SRS 32; CA 51). [1908].

N. 2442. No corresponde a los pastores de la Iglesia intervenir di­rectamente en la actividad política y en la organización de la vida social. Esta tarea forma parte de la vocación de los fieles laicos, que actúan por su propia iniciativa con sus conciuda­danos. La ac­ción social puede implicar una pluralidad de vías concretas. Debe­rá atender siempre al bien común y ajustarse al mensaje evangélico y a la enseñanza de la Iglesia. Pertenece a los fieles laicos «animar, con su compromiso cristiano, las realidades y, en ellas, procurar ser testigos y operadores de paz y de justicia» (SRS 47; cf 42). [899].

VI. EL AMOR DE LOS POBRES [2544-2547].

N. 2443. Dios bendice a los que ayudan a los pobres y reprueba a los que se niegan a hacerlo: «A quien te pide da, al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda» (Mt 5, 42). «Gratis lo recibisteis, dadlo gratis» (Mt 10, 8). Jesucristo reconocerá a sus elegidos en lo que hayan hecho por los pobres (cf Mt 25, 31 36). La buena nueva «anunciada a los pobres» (Mt 11, 5; Lc 4, 18) es el signo de la presencia de Cristo. [786; 525; 544; 853].

N. 2444. «El amor de la Iglesia por los pobres… pertenece a su constante tradición» (CA 57). Está inspirado en el Evangelio de las bienaventuranzas (cf Lc 6, 20 22), en la pobreza de Jesús (cf Mt 8, 20), y en su atención a los pobres (cf Mc 12, 41 44). El amor a los pobres es también uno de los motivos del deber de trabajar, con el fin de «hacer partícipe al que se halle en necesidad» (Ef 4, 28). No abarca sólo la pobreza material, sino también las numerosas for­mas de pobreza cultural y religiosa (cf CA 57). [1716].

N. 2445. El amor a los pobres es incompatible con el amor desordenado de las riquezas o su uso egoísta:

Ahora bien, vosotros, ricos, llorad y dad alaridos por las desgracias que están para caer sobre vosotros. Vuestra riqueza está podrida y vuestros vestidos están apolillados; vuestro oro y vuestra plata están tomados de herrumbre y su herrumbre será testimonio contra vosotros y devorará vuestras carnes como fuego. Habéis acumulado riquezas en estos días que son los últimos. Mirad: el salario que no habéis pagado a los obreros que segaron vuestros campos está gritando; y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos. Habéis vivido so­bre la tierra regaladamente y os habéis entregado a los place­res; habéis hartado vuestros corazones en el día de la matanza. Con­denasteis y matasteis al justo; él no os resiste (St 5, 1 6). [2536; 2547].

N. 2446. S. Juan Crisóstomo lo recuerda vigorosamente: «No hacer participar a los pobres de los propios bienes es robarles y quitarles la vida. Lo que poseemos no son bienes nuestros, sino los suyos» (Laz. 1, 6). Es preciso «satisfacer ante todo las exigencias de la justicia, de modo que no se ofrezca como ayuda de caridad lo que ya se debe a título de justicia» (AA 8): [2402].

Cuando damos a los pobres las cosas indispensables no les hacemos liberalidades personales, sino que les devolve­mos lo que es suyo. Más que realizar un avío de caridad, lo que ha­cemos es cumplir un deber de justicia (S. Gregorio Magno, past. 3, 2 1 ).

N. 2447. Las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales (cf Is 58, 6 7; Hb 13, 3). Instruir, aconsejar, consolar, confortar, son obra de misericordia espiritual, como también lo son perdonar y sufrir con paciencia. Las obras de misericordia corporales consisten especialmente en dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos (cf Mt 25, 31-46). Entre estas obras, la limosna hecha a los pobres (cf Tb 4, 5 11; Si 17, 22) es uno de los principales testimonios de la caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios (cf Mt 6, 2 4):

El que tenga dos túnicas que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer que haga lo mismo (Lo 3, 11). Dad más bien en limosna lo que tenéis, y así todas las cosas serán puras para vosotros (Lc 11, 41). Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les dice: «id en paz, calentaos o hartaos», pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? (St 2, 15 16; cf 1 Jn 3, 17). [1460; 1038; 1969; 1004].

N. 2448. «Bajo sus múltiples formas  indigencia material, opresión injusta, enfermedades tísicas o psíquicas y, por último, la muerte- la miseria humana es el signo manifiesto de la debilidad congénita en que se encuentra el hombre tras el primer pecado y de la necesi­dad que tiene de salvación. Por ello, la miseria humana atrae la compasión de Cristo Salvador, que la ha querido cargar sobre sí e identificarse con los ‘más pequeños de sus hermanos’. También por ello, los oprimidos por la miseria son objeto de un amor de preferencia por parte de la Iglesia, que, desde los orígenes, y a pesar de los fallos de muchos de sus miembros no ha cesado de trabajar para aliviarlos, defenderlos y liberarlos. Lo ha hecho median­te innumerables obras de ben eficiencia, que siempre y en todo lu­gar continúan siendo indispensables» (CDF, instr. «Libertatis cons­ciencia» 68). [596; 1586].

N. 2449. En el Antiguo Testamento, toda una serie de medidas jurí­dicas (año jubilar, prohibición del préstamo a interés, retención de la prenda, obligación del diezmo, pago cotidiano del jornalero, de­recho de rebusca después de la vendimia y la siega) corresponden a la exhortación del Deuteronomio: «Ciertamente nunca faltarán pobres en este país; por esto te doy yo este mandamiento: debes abrir tu mano a tu hermano, a aquél de los tuyos que es indigente y pobre en tu tierra» (Dt 15, 11). Jesús hace suyas estas palabras: «Porque pobres siempre tendréis con vosotros; pero a mí no siem­pre me tendréis» (Jo 12, 8). Con esto, no hace caduca la vehemen­cia de los oráculos antiguos: «comprando por dinero a los débiles y al pobre por un par de sandalias…» (Am 8, 6), sino que nos invita a reconocer su presencia en los pobres que son sus hermanos (cf Mt 25, 40):

El día en que su madre le reprendió por atender en la casa a pobres y enfermos, Santa Rosa de Lima le contestó: «Cuando servimos a los pobres y a los enfermos, servimos a Jesús. No debemos cansarnos de ayudar a nuestro prójimo, porque en ellos servimos a Jesús». [1397; 786].

RESUMEN

N. 2450. «No robarás» (Dt 5, 19). «Ni los ladrones, ni los avaros ni los rapaces heredarán el Reino de Dios» (1 Co 6, 10).

N. 2451. El séptimo mandamiento prescribe la práctica de la justicia y de la caridad en el uso de los bienes terrenos y de los frutos del trabajo de los hombres.

N. 2452. Los bienes de la creación están destinados a todo el genero humano. El derecho a la propiedad privada no anula el destino universal de los bienes.

N. 2453. El séptimo mandamiento prohíbe el robo. El robo es la usurpación del bien ajeno contra la voluntad razonable de su dueño.

N. 2454. Toda manera de tomar y de usar injustamente un bien ajeno es contraria al séptimo mandamiento. La injusti­cia cometida exige reparación. La justicia conmutativa impone la restitución del bien robado.

N. 2455. La ley moral prohíbe los actos que, con fines mercan­tiles o totalitarios, llevan a esclavizar a los seres humanos, a comprarlos, venderlos y cambiarlos como si fueran mer­caderías.

N. 2456. El dominio, concedido por el Creador, sobre los recursos minerales, vegetales y animales del universo, no puede ser separado del respeto de las obligaciones morales frente a todos los hombres, incluídos los de las generaciones veni­deras.

N. 2457. Los animales están confiados a la administración del hombre que les debe benevolencia. Pueden servir a la jus­ta satisfacción de las necesidades del hombre.

N. 2458. La Iglesia pronuncia un juicio en materia económica y so­cial cuando lo exigen los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas. Cuida del bien co­mún temporal de los hombres en razón de su ordena­ción al supremo Bien, nuestro fin último.

N. 2459. El hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económica y social. El punto decisivo de la cuestión so­cial estriba en que los bienes creados por Dios para todos lleguen de hecho a todos, según la justicia y con la ayuda de la caridad.

N. 2460. El valor primordial del trabajo atañe al hombre mismo que es su autor y su destinatario. Mediante su traba­jo, el hombre participa en la obra de la creación. Unido a Cris­to, el trabajo puede ser redentor.

N. 2461. El desarrollo verdadero es el del hombre en su inte­gridad Se trata de hacer crecer la capacidad de cada persona a fin de responder a su vocación y, por lo tanto, a la llama­da de Dios (cf CA 29).

N. 2462. La limosna hecha a los pobres es un testimonio de caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios.

N. 2463. En la multitud de seres humanos sin pan, sin techo, sin patria, hay que reconocer a Lázaro, el mendigo hambrien­to de la parábola (cf Lc 16, 19 31). En dicha multitud hay que oír a Jesús que dice: «Cuanto dejas­teis de hacer con uno de éstos, también conmigo dejasteis de hacerlo» (Mt 25, 45).

1 Los números entre corchetes, indican los correspondientes párrafos del texto del Catecismo con los que el pasaje tiene una correlación temática. Aparecen en relación con el punto o asunto con el que se relacionan