El hombre debe ser siempre pa­ciente como Hillel, y no irritable co­mo Sammay. 

 
En cierta ocasión dos amigos se apostaron lo siguiente: 
 
«El que consiga impacientar a Hillel re­cibirá del otro cuatrocientos dena­rios.» 
 
Uno dijo: «Yo lo conseguiré.» 

CONTINÚA LA ANÉCDOTA DE PACIENCIA DEL RABÍ…

Era aquel día víspera de sábado y Rabí Hillel se estaba lavando la cabeza cuando el hombre de la apuesta se detuvo a la puerta de su casa y empezó a gritar: 

 
«¿Dónde está Hillel? ¿Dónde está Hillel?»
 
Rabí Hillel se envolvió en un manto y salió a su encuentro, diciendo: 
 
«Hijo mío, ¿qué deseas?» 
 
«Tengo que preguntarte una cosa ‑  respondió el otro, y tengo prisa por que me respondas.» 
 
«Pregunta, hijo mío, pregunta.» 
 
«¿Por qué los habitantes de Babilonía no tienen la cabeza redonda?» 
 
Hillel le respondió: «Hijo mío, has hecho una pregunta muy importante: es porque no tienen comadronas hábiles.»
 
Pasó un rato y volvió aquel hombre, gritando: 
 
«¿Dónde está Hillel? ¿Dónde está Hillel?» 
 
Rabí  Hillel se puso el manto y salió a su encuentro, diciendo:
«Hijo mío, ¿qué deseas?» 
 
El hombre respondió: «Tengo que preguntarte una cosa, y tengo prisa por que me respondas.» 
 
«Pregunta, hijo mío, pregunta.»
 
«¿Por qué los habitantes de Palmira tienen los ojos legañosos?» 
 
Hillel le respondió: «Hijo mío, has hecho una pregunta muy importante: es porque viven en luga res arenosos.»
 
Al cabo de un rato volvió aquel hombre, gritando: 
 
«¿Dónde está Hillel? ¿Dónde está Hillel?»
 
Rabí Hillel se puso el manto y salió a su encuentro, diciendo: 
«Hijo mío, ¿qué deseas?» 
 
El otro le dijo: 
 
«Tengo que pre guntarte una cosa, y tengo prisa por que me respondas».
 
«Pregunta, hijo mío, pregunta».
 
«¿Por qué los africanos tienen los pies anchos?» 
 
Hillel le respondió: «Hijo mío, has hecho una pregunta muy importante: es porque viven en lugares pantanosos.»
 
Entonces el hombre dijo: 
«¿Eres tú Hillel?» 
 
«Sí», respondió el rabino. «Pues, ¡ojalá no haya muchos como tú en Israel!» 
 
Hillel preguntó: «¿Por qué dices eso?» 
 
«¡Porque me has hecho perder cuatrocientos denarios en una apuesta!»
 
Híllel le dijo: 
 
«Cuidado con lo que dices, hijo mío. Mejor es que hayas perdido cuatrocientos denarios por culpa de Hillel, que el que Hillel se hubiera enfadado.»