Se dejó el sombrero y la gabardina en su despacho y eso que esa noche nevaba y hacía un frío que pelaba. Entró en casa cegado por el pesimismo y roto por la desesperación. Su mujer, al advertir sus olvidos y ver su cara desencajada, se dio cuenta de que algo no iba bien. Era el día de Nochebuena y no era normal que su marido se comportara de ese modo en una fecha tan señalada sin una causa grave.

Se dejó el sombrero y la gabardina en su despacho y eso que esa noche nevaba y hacía un frío que pelaba. Entró en casa cegado por el pesimismo y roto por la desesperación. Su mujer, al advertir sus olvidos y ver su cara desencajada, se dio cuenta de que algo no iba bien. Era el día de Nochebuena y no era normal que su marido se comportara de ese modo en una fecha tan señalada sin una causa grave.

            Actuó como una buena madre que quiere lo mejor para sus hijos y por eso le dijo a George que le acompañara a la cocina. Allí, una vez solos, le preguntó qué pasaba, qué había ocurrido para comportarse de esta forma tan arisca delante de los niños. Pero su marido no estaba dispuesto a abrir su corazón y descargar su pena. La desesperación le atenazaba y quizás pretendía no cargar sobre su familia una responsabilidad que sólo a él le correspondía.

            Se enteró de boca de su mujer y en seguida subió a ver a la pequeña de la casa que había llegado con unas décimas de fiebre de la escuela. Sonó el teléfono. La maestra de Susu llamaba para ver cómo estaba la niña y él aprovechó para descalificarla y echarle la culpa del constipado de su hija. Su mujer no daba crédito a lo que estaba viendo y oyendo. Jamás en su vida se le pasó por la cabeza que su marido pudiera comportarse de ese modo tan violento y sin entrar en razón.
            También increpó a su hija mayor que ensayaba al piano un villancico para que parase de una vez. Y allí vio, en un rincón del salón, aquellas maquetas de sueños incumplidos y todas esas revistas de países lejanos a los que jamás había ido ni nunca jamás llegaría a visitar. Todo ocurrió en cuestión de un segundo. En aquellas ilusiones vitales descargó toda su ira para no dejar títere con cabeza. Se hizo un silencio sepulcral y, al momento, sus hijos se echaron a llorar mientras su mujer le reprochaba esa violencia que tanto había asustado a los niños y a ella misma.
            Tras la ira, fue consciente de la brutalidad de sus actos y les pidió perdón. Pero, por culpa de su terca mudez, no encontró el apoyo que necesitaba y desesperado salió de allí sin abrir su corazón, sin soltar esa pena que le iba a matar.
            Gracias a Dios aquí no acabó la historia, pues su mujer, sin tardar ni un segundo, cogió el teléfono para averiguar qué había pasado y para saber qué podía hacer para ayudar a su marido.
 Y lo consiguió, pues el amor lo puede todo si nunca falta la sinceridad y las ganas de salir adelante… por muy grandes que sean las penas y las dificultades
. ¿No lo creen ustedes?