La historia de Carlos Bom

El 11 de septiembre de 1995, en el hospital Santa Marcelina, nacía para la vida eterna Carlos Bom, fundador de la «Casa Espíritu y Vida» de Sao Paulo para portadores del SIDA. Todo comenzó a mediados de marzo de 1992.

Carlos, enfermo de sida desde hacía varios años, acababa de salir del hospital en el que los especialistas le habían «concedido» sólo seis meses de vida. Pero vivió aún tres años y los empleó para aprender a sonreír y para ser útil a los demás. (Manuel Cimitan –Sau Paulo – Brasil. ABRIL 1996 MUNDO
NEGRO 25)

Con un tumor en la cabeza y el sarcoma de Karposi por todo el cuerpo, se encontraba ya en estado terminal. Tenía 32 años. Pensó en quitarse la vida. Entonces le pedí que se ocupase de Santa, una señora que, como él, había llegado del mismo hospital también en estado terminal, a causa del SIDA.

Carlos adoptó a Santa como si fuese su hermana; hasta dormía con un hilo atado al dedo, del que ella tiraba para despertarlo en cualquier momento. Santa falleció a los dos meses.

En el funeral, que se celebró a los siete días, Carlos dijo: «En mi vida siempre busqué el amor. Creí haberlo encontrado, pero al final me di cuenta que lo había perdido todo. Quise quitarme la vida. En cambio, adopté a Santa. Ella no me decía ni gracias, ya no hablaba. Aguanté. Le di todo mi cariño.

Pensé: por lo menos, Dios no podrá decir que no hice nada bueno en esta vida. Ahora que veo a Santa en el ataúd siento que por primera vez descubrí el verdadero amor, que consiste en dar la vida sin pedir nada a cambio. Dios entró en mi vida».

Terminó su intervención con la siguiente oración: «Señor, en estos dos meses, comprendí que sé hacer algo bueno en la vida. Los médicos dicen que sólo tengo cuatro meses de vida. No me dejes morir todavía. Te pido dos, o quizá, tres años más de vida. Quiero dedicarme, un poco, a los pacientes terminales de SIDA, abandonados como Santa».

Algunos días después vino a mi casa, acompañado de Jorge, también portador del virus, con algún dinero, fruto de sus trabajos. Era buen pintor. Me pidió alquilar una casa. Empezamos con tres pacientes en estado terminal. Además, Carlos visitaba a otros enfermos de SIDA en sus casas. La gente empezó a ayudar. Traían comida para los enfermos, incluidos los 20 que estaban en sus casas. Vencer los prejuicios La salud de Carlos mejoró. Dejó de tomar medicinas. El sarcoma desapareció. En agosto de 1993 le hicieron una tomografía y una biopsia. El tumor de la cabeza permanecía enquistado, el sarcoma había desaparecido.

La ciencia no lograba explicar lo ocurrido. «Los médicos no entienden —decía un Carlos sonriente—, pero yo creo que encontré la cura del SIDA: el amor gratuito. No pienso en mí mismo. De día no paro.

Las curas, cambiar los pacientes, bañarlos, limpiar la casa… De noche pienso en los trabajos del día siguiente y rezo. Mi vida tiene un sentido. Nunca estuve tan bien. Soy feliz de verdad». Ampliamos la casa.

Acogimos a siete pacientes, abandonados y sin familia. Los enfermos atendidos en sus propias casas eran 30. Pero nos dieron un mes para desalojar la casa. Entonces compramos una casa, gracias a un préstamo.

Nos ayudó la Región de Belén y bienhechores de Europa. Católicos, espiritistas, seguidores de «Iglesias pentecostales»… todos tenían cabida en esta casa eAPTALénica, abierta a todos y apoyada por todos.

Así nació la «Casa Espíritu y Vida», una casa de portadores de virus que cuidan de otros portadores en estado grave. Viven en ella diez pacientes en estado terminal que no tienen familia y están abandonados.

Llegan de la calle, de los hospitales. Vienen en estado de shock, paralizados. Normalmente se recuperan. Los que están mejor cuidan a los que están en la cama. La finalidad de la casa «Espíritu y Vida» es «acoger a los portados de Sida en estado terminal, sin familia, haciendo con ellos una nueva familia. Acompañar a los que viven en sus casas, ayudándolos en todos los sentidos. Invitar a la población a asumir esta realidad, colaborando con la casa y, sobre todo, venciendo los prejuicios y la discriminación». Al principio todo lo hacían Carlos, Adriano y Jorge: cuidar a los pacientes, baño, enfermería, hospital, limpieza. Algunos voluntarios empezaron a ayudar. Ahora la casa es más
grande.

Las Hermanas de Santa Marcelina nos dieron una ambulancia. Mario, el chofer, está siempre disponible a emprender el camino entre el hospital y las casas de los enfermos, que ahora son más de sesenta.

Actualmente podemos dar a todos una bolsa básica de comida, medicinas y acompañamiento médico y hospitalario. Las Hermanas de Santa Marcelina nos tratan como a príncipes, siempre atentas, acogiéndonos, orientándonos en todo lo que se necesita en el hospital: consultas, análisis, farmacia…

La casa «Espíritu y vida» es sostenida por los vecinos que la adoptaron como amigos y bienhechores.

Cada mes, las comunidades eclesiales traen alimentos y dinero, fruto de la colaboración de los pobres. Con ello pagamos los salarios de la cocinera, la lavandera, le enfermera, el teléfono y los transportes al hospital. Entran bastantes donativos y salen con el mismo ritmo. Nunca nos falta lo necesario. «Tuve que llegar a los 34 años para comprender las palabras de San Francisco: dando se recibe», comentaba Carlos la Navidad del año pasado.

Sin pedir nada a cambio Varios meses antes de morir, Carlos se quedaba en casa para atender a los enfermos y a las visitas. Por casa pasan continuamente portadores del virus. Vienen a hablar en confianza de sus sufrimientos, especialmente cuando descubren la enfermedad. Carlos siempre ayudaba, levantaba el ánimo. «Entré con el deseo de morir y salgo decidido a vivir, dando un nuevo sentido a mi vida, como Carlos», decía Marcelo. Walter, uno de los enfermos de la casa, comentaba:

«Cuando llegué aquí, quería morir. Ahora estoy encantado de vivir y no tengo miedo de la muerte». El pasado mes de marzo, Carios cargó, él solo, a Milton en los brazos. Tuvo un derrame en una pierna, una trombosis. Fue internado. Los antibióticos hicieron reaparecer el sarcoma de Karposi. Le aplicaron la quimioterapia. Su hígado no aguantó, se hinchó. Dejó el hospital en junio y se recuperó, continuando el trabajo normalmente. Pero una nueva dosis de «quimio» desencadenó una ascitis; hígado y páncreas explotaron. El sarcoma hizo el resto. Carlos, sereno y tranquilo -como confesaba la Hermana Mónica
que lo acompañó en los últimos días-, se adormeció en Dios. Habían pasado exactamente los tres años que había pedido. Era el 11 de septiembre de 1995. «Padre Daniel, prométeme que, cuando muera, no dejarás caer la casa. Mira que, si la dejas caer, vendré a arrastrarte por los pies», me decía Carlos, bromeando, en los últimos meses. De hecho, la casa «Espíritu y Vida» sigue creciendo y sirviendo a los portadores del SIDA.

Juvenal, portador asintomático, asumió la coordinación de la casa. A los 31 años, con la filosofía acabada y con el sueño de ser sacerdote, al someterse a una operación, descubrió que tenía SIDA. Quedó traumatizado. No volvió a su tierra. Lo acogió una familia. Vino a la casa de apoyo para encontrar esperanza para vivir.

Carlos lo escogió como secretario y poco a poco puso todo en sus manos. Juvenal coordina la casa y cuida de todos. Otros ayudan: Luides, Rey, Sidney. Este era un niño de 11 años, que vivía en la calle. Carlos lo acogió y lo adoptó. Es el hijo de la casa. No tiene sida. Creció bien y ahora está fuerte. Corre con los trabajos más pesados. Cuida de todos con cariño. Habla en las escuelas y comunidades sobre el SIDA. Tiene apenas 14 años. Es un milagro más de Carlos. El lema de la casa es «Dar la vida sin pedir nada a cambio». Esa es la gran experiencia que hizo Carlos. Con actitud misionera, dejó de pensar en sí mismo. Entregó su vida gratuitamente a Santa, a Dios. Y Dios le tocó el corazón, le curó las heridas del cuerpo y del espíritu.