Berganza: “A la fe, Cipión, mucho ha de saber y muy sobre los estribos ha de andar el que quisiere sustentar dos horas de conversación sin tocar los límites de la murmuración; porque yo veo en mí, que con ser un animal, como soy, a cuatro razones que digo, me acuden palabras a la lengua como mosquitos al vino, y todas maliciosas y murmurantes; por lo cual vuelvo a decir lo que otra vez he dicho: que el hacer y decir mal lo heredamos de nuestros primeros padres y lo mamamos en la leche. Véese claro en que apenas ha sacado el niño el brazo de las fajas, cuando levanta la mano con muestras de querer vengarse de quien, a su parecer, le ofende; y casi la primera palabra articulada que habla es llamar p… a su ama o a su madre”. (…)

A Él (a Jesús) me encomiendo en todo acontecimiento; y aunque el dejar de murmurar lo tenga por dificultoso, pienso usar de un remedio que oí decir que usaba un gran jurador, el cual, arrepentido de su mala costumbre, cada vez que después de su arrepentimiento juraba, se daba un pellizco en el brazo, o besaba la tierra, en pena de su culpa; pero, con todo esto, juraba. Así yo, cada vez que fuere contra el precepto que me has dado de que no murmure, y contra la intención que tengo de no murmurar, me morderé el pico de la lengua, de modo que me duela, y me acuerde de mi culpa, para no volver a ella.

Cipión: Tal es ese remedio, que si usas dél, espero que te has de morder tantas veces, que has de quedar sin lengua, y así, quedarás imposibilitado de murmurar”.

Berganza: A lo menos, yo haré de mi parte mis diligencias, y supla las faltas el Cielo”.

(Miguel de Cervantes, “El coloquio de los perros”)