“Los domingos, en efecto, para ir a misa mayor, la gente dejaba encargada a la señora Esperanza de atizar y mantener bien entonadas las lumbres de todo el pueblo con el fin de que la comida estuviese hecha y en su punto, porque Mosén Pascual era muy largo en sus predicaciones, en especial porque era muy detallista. Una vez, concretamente, salieron de misa casi a las dos de la tarde, habiendo entrado a las once, porque cuando Mosén Pascual se puso a contar los animales que entraron en el Arca de Noé, para salvarse del diluvio, siempre se le olvidaba alguno o muchos, e iba añadiéndolos, o dudaba si algunos habían entrado allí, como las ratas, las culebras, las moscas, las cucarachas y, en general, los animales dañinos.

–A lo mejor sí entraron, pero sólo un poco –firmaba Mosén Pascual.

Idro, que era monaguillo, le preguntó luego a éste porqué no había metido en el arca a la oropéndola, ni al ñu, o al erizo que era tan manso y tan bonito. Y Mosén Pascual apuntó en un papel esos nombres y otros cien más para otro sermón más adelante sobre el mismo tema, porque casi siempre predicaba de Job o de Noé, y siempre con nuevos datos y detalles. Así que, si no fuera por la señora Esperanza ¡de qué iba a comer caliente la gente del pueblo los domingos! Por lo menos los que iban a esa misa mayor, pero incluso los que no iban a la iglesia por sus convicciones científicas como don Asclepíades, porque sí iba su mujer, y ¿qué sería de su régimen y dieta si no fuera por la señora Esperanza? (…) Pero un día ya se jubiló, y entonces Mosén Pascual tuvo que predicar ya más cortito, y fue cuando comenzó a hacer los sermones de los etcéteras y etcéteras”.

(José Jiménez Lozano, «Maestro Huidobro»)