Eran dos ancianos que vivían juntos desde hacía más de cuarenta años.
Él pasaba las tardes leyendo novelas antiguas en un sillón junto a la ventana.
Ella tejía bufandas y repasaba con los dedos las fotos de los nietos.
El dinero apenas les alcanzaba para el té y algo de pan.

Se acercaba su aniversario, y cada uno buscaba en secreto una manera de hacerle un regalo al otro.
Él sabía que a ella le dolía la espalda, y que la vieja mecedora donde tejía ya crujía más que descansaba.
Pensó en vender su novela preferida, aquella que había leído y releído durante décadas, con las páginas subrayadas y la tapa deshecha.
La vendió en el mercadillo de segunda mano, con el corazón encogido, y con lo que sacó encargó un cojín ortopédico para la mecedora.

Ella, por su parte, lo había visto entrecerrar los ojos al leer, cómo alejaba y acercaba el libro una y otra vez.
Sabía que sus gafas ya no le servían, así que fue a la óptica del barrio y preguntó por unas lentes de segunda mano.
Vendió la vieja mecedora a un anticuario que buscaba muebles con historia, y con lo que consiguió, compró unas gafas nuevas para su marido.

El día del aniversario, él entró al salón con el cojín entre los brazos.
Ella llegó con las gafas envueltas en un pañuelo bordado.

Él le ofreció descanso, pero ella ya no tenía dónde sentarse.
Ella le ofreció lectura, pero él ya no tenía qué leer.

Los dos se miraron, primero en silencio.
Luego rieron. Luego lloraron.
Se abrazaron como si todo lo que habían perdido se transformara en algo más grande.

Y esa noche, sin mecedora y sin libro, él le leyó un cuento inventado, con las nuevas gafas puestas, mientras ella se sentaba en el suelo, apoyada en el cojín que él le había regalado.