La experiencia de Dios no se da fuera de la realidad, evadiéndose en una burbuja espiritual mediante técnicas sólo disponibles para iniciados. Vivimos en un mundo roto por injusticias abismales, en el que los pocos que concentran los beneficios de la riqueza y la tecnología están separados de las inmensas mayorías empobrecidas por un abismo que cada día se ahonda más. La cultura que se genera hoy en los países ricos llega hasta los rincones más apartados del mundo globalizado, ofertando su cargamento de mercancías y su estilo de vida, y choca con las culturas tradicionales, provocando dinamismos desintegradores. El pluralismo religioso, presentado la mayoría de las veces a ráfagas fugaces de imágenes curiosas y exóticas en las pantallas de los televisores, no siempre genera escucha y acogida, sino recelo e inseguridad. La cultura, la religión, la ecología y la justicia son en gran medida un campo de batalla. Nuestro desafío es orar en este mundo roto, porque la ruptura no es lo último de la sociedad ni de la intimidad personal. En esta coyuntura también crece la obra de Dios como la dimensión más honda de la realidad y de toda persona. Necesitamos descubrir a este Dios personal, como Él también nos necesita a nosotros y nos busca. Tenemos que disolver con la mirada contemplativa la cáscara dura o brillante de la realidad, para encontrar a Dios y su reino como la verdad última y activa. Con él nos encontramos en la intimidad contemplativa y en la acción transformadora. Si atravesamos no sólo una época de cambios profundos y acelerados, sino un "cambio de época", necesitamos una nueva mística y una nueva ascética.