Las figuras rotas

Herodes, al ver que los Magos le habían engañado, se irritó en extremo, y mandó matar a todos los ni­ños que había en Belén y en toda su comarca, de dos años para abajo, con arreglo al tiempo que cui­dadosamente había averiguado de los Magos.

Así se cumplió lo dicho por el profeta Jeremías: «Una voz se oyó en Ramá, llanto y lamento grande: Es Raquel que llora a sus hijos, y no admite con­suelo, porque ya no existen». (Mateo, 2, 16-18).

Una reflexión especial quisiera tener para vosotras, mujeres que habéis recurrido al aborto. (…) El Pa­dre de toda misericordia os espera para ofreceros su perdón y su paz en el sacramento de la reconci­liación. Os daréis cuenta de que nada está perdido, y podréis pedir perdón también a vuestro hijo, que ahora vive en el Señor. (Juan Pablo II, Enc. Evan­gelium vitae)

—Entonces el Niño, por primera vez, abrió los ojos, que eran negros como los de María, y miró al Cielo, justo a donde estaba Oriente. Y el corazón de la estrella empezó a hacer pum pum, pum pum, pum pum…, como una zambomba.

Salomé, que escuchaba embobada el relato del pastor; hizo un gesto de incredulidad.

—¡No digas cosas raras, Zabulón! ¿Se puede sa­ber de dónde te sacas esas fantasías? Las estrellas no tienen corazón.

—Eso es lo que tú te crees. Me lo ha dicho el án­gel; para que te enteres.

—Así que es otro de esos cuentos suyos. Me pa­rece que con tanta historia te está comiendo el poco seso que te queda. A ver si te has creído que las estre­llas son personas. No, hijo, no: son sólo luces, y nada más.

—Las otras sí; pero Oriente es distinta. Es como tú y como yo, sólo que en estrella. Gabriel me ha ex­plicado que es la luz más importante del firmamento. Lo que pasa es que no debemos decírselo ni comen­tarlo en voz muy alta, no sea que nos escuche y se ponga vanidosa. 

—¡Gabriel, Gabriel…! Menuda perra has cogido tú con ese ángel. Hala, déjame trabajar, que me vas a contagiar y acabaré viendo visiones yo también.

El pastor se aleja cantando y lanza piedras al río, según él para sacar chispas sobre el espejo del agua. Salomé, entre tanto, pone a secar los pañales sobre una roca, y sonríe por dentro con las cosas de Za­bulón.

—Zabulón…

—¿Qué quieres ahora?

—Mira, hijo, no sé si tienes razón o no; pero lo mejor es que no cuentes a nadie estas cosas, ¿me com­prendes?

—¡Claro!, ¿te crees que soy tonto, o qué?

—Pues, la verdad…


Tan encantada estaba la estrella con el Niño y con su Madre que ni siquiera tenía tiempo para espiar las conversaciones de los que rondaban el Portal. 

Anochecía una jornada más en Belén. 

Oriente volvió a reducir la intensidad de su luz para no des­lumbrar a la Señora. Y, justo en aquel momento, el más hermoso de los recién nacidos abrió los ojos, y Dios empezó a mirar el mundo desde aquí abajo, a través de la pupila asombrada de un Niño. 

Primero vio otros ojos iguales a los suyos, que parecieron llenarse de rocío, mientras unos labios le sonreían. Luego, poco a poco, fue descubriendo cada rincón de la gruta: la barba de San José, las orejas pi­cudas del borrico, las paredes de arcilla empapadas de humedad, el heno tibio del pesebre, y la golondrina, que entraba y salía del nido como un relámpago aba­nicando el techo con sus alas. 

Enseguida, a través del ventanuco, vio las nubes en el horizonte, que se de­sangraban sobre el perfil violeta de las montañas; y millones de luces en el firmamento, cada una con su nombre recibido de Yavé al comienzo de todo.

María y Jesús levantaron la vista a la vez hacia lo alto cuando el Niño pareció señalar con su manita derecha.

—¿Te has fijado, José? Es como si quisiera ense­ñarnos la estrella…

Todas las luces del universo se estremecieron.

Y Oriente, al notar que los ojos de Jesús la miraban, pen­só que había llegado su hora e iba a morir sin reme­dio. Y es que, en el centro mismo de su pecho, un co­razón de fuego le latía como un volcán, o, como dijo Zabulón, como una zambomba.

Acostumbrada a contar los milenios como si fueran segundos, Oriente nunca supo cuánto duró aquel inesperado terremoto. Pero ¡qué breve le pare­ció la casi eternidad de donde venía, comparada con el
instante en que abrió los ojos Jesús!

Entonces las vio.

¿Qué eran? ¿Cometas perdidos? ¿Fuegos artificiales? Algo como centellas que subían desde la tierra entre un campanilleo de plata y cristales.

Oriente ya no se hacía preguntas. 

Era tan insóli­to todo lo que le ocurría… 

Tal vez, como otras veces, se lo explicara Gabriel. 

De pronto, una chispa se coló en sus dominios. 

—¡Hola!

(Otra sorpresa: aquella motita brillante hablaba).

—Hola, ¿Y tú quién eres?

—No lo sé.

—¿Cómo que no lo sabes? Todo el mundo sabe quien es.

—Pues yo no. ¿Y tú?

—Yo soy una estrella, y me llamo Oriente. ¿Te gusta mi nombre? Me lo puso el mismo Dios hace mi­llones de años… Oye, ¿tú no serás un ángel, verdad?

—¡Nooo!

La chispa parecía divertida.

—Entonces, ¿qué eres, otra estrella?

—No.

Soy sólo una figura rota del belén de Dios…

—Una… ¿qué?

—Mi sitio estaba allí abajo. No sé cómo llegué ni con qué misión. Pero Dios me había reservado un pa­pel.

—Pues, para no saber quién eres, sabes mucho.

—Sí, pero aún no conozco mi nombre. Tampoco lo saben ésos que ves subir al Cielo. Somos los niños ajusticiados de Belén. Herodes nos tenía miedo y dis­puso que muriéramos para que su reino no corriese peligro.

—¿Miedo? ¿Cómo os podía tener miedo un rey tan poderoso?

—Siempre se mata por miedo, Oriente.

Desde su primer encuentro con el Arcángel, la estrella ya sabía que lo suyo era preguntar y no en­tender las respuestas. Pero, aun así, durante un ins­tante guardó silencio como si tuviera necesidad de reflexionar.

Cuando quiso darse cuenta, la chispa había de­saparecido, y el horizonte estaba otra vez oscuro y se­reno. Cada astro ocupaba exactamente el lugar del cosmos en que Yavé lo puso. Y Oriente se sintió más
sola que nunca. Y volvió a mirar al Portal, donde el Niño dormía.

—¿Estás triste, Oriente?

El Ángel había llegado de improviso y casi le so­bresaltó con su pregunta.

—Me ha mirado el Niño —contestó la estrella—. ¿Lo sabías? 

—Claro… 

—Así que ha sido cosa tuya. 

—Fue sencillo. No me pusieron muchos incon­venientes allí arriba. Es más, supongo que Yavé lo te­nía previsto desde toda la eternidad.

—Ya…

Oriente parecía distraída, como si pensara en otra cosa. Qué extraño: tantos siglos hablando sola, y ahora no tenía ganas de conversación. 

Al fin la estrella dijo:

 —¿Y las figuras rotas?

San Gabriel la miró sorprendido.

—¿Qué ocurre con las figuras rotas?

—¿También estaban previstas desde toda la eter­nidad?

Las palabras le salieron amargas y duras como un trueno. La propia Oriente se sobresaltó al oír el so­nido de su voz. ¿Qué le estaba ocurriendo? Alguien trataba de aturdirla con mil pensamientos oscuros que jamás había tenido antes. ¿Qué día era aquél, en que una estrella podía sentir tristeza hasta las lágrimas, angustia, desesperanza, miedo…, igual que los hombres? 

¿Por qué tenía que ser ella la elegida para alumbrar el cielo en esa noche terrible tan llena de amor y de odio?

El Arcángel volvió a mirarla con ternura.

—Así que ya sabes lo de las figuras rotas… 

Oriente estaba avergonzada y confusa:

—¿Qué me pasa, Gabriel? ¿Por qué digo y pien­so estas cosas que yo misma no entiendo?

—Porque Yavé ha querido que participes de su dolor. Mira, Oriente, no creas que eres tú la única cria­tura del firmamento que ha llorado esta noche. Cada vez que muere un niño a manos de otro hombre, todo el universo padece. También los ojos de Jesús, recién abiertos, se han llenado de lágrimas para bautizar con su llanto las almas de los Inocentes. Necesitaba Yavé aliviar su pena, y se ha desahogado en su Hijo y, al mismo tiempo, en el dolor de las estrellas del Cielo, de los planetas y sus lunas, de los montes y de los gran­des océanos, de los ángeles… Hasta la última hoja de los árboles ha notado el escalofrío de este crimen. 

El Cosmos entero sufre, Oriente

—Pero yo… 

—Es cierto: jamás lo habías sentido. Y debes dar gracias a Yavé, que te ha concedido el don de saborear tu propio sufrimiento. Los demás cuerpos celestes no tienen este privilegio. 

La estrella escuchaba el discurso del Ángel, y aunque le parecía cada vez más profundo, también se le hacía más claro y luminoso. 

Tanto que empezó a preguntarse si, en verdad, ella misma no sería algo más que una simple luz del cielo. 

La voz del Arcángel volvió a sacarla de sus refle­xiones:

—¿Sabes cuántos universos existen, Oriente?

—No sé —respondió la estrella—. Haces unas pre­guntas muy extrañas…

—Hay un universo que a los hombres impresiona mucho: éste del que tú formas parte y que Dios creó como decorado de su belén. En el fondo, como ves, no es gran cosa, a pesar de que allí abajo se queden fascinados por su tamaño y por las distancias entre los astros. Como si la grandeza se midiera en le­guas o en años luz. No ven que hay otros miles de millones de universos, mínimos en apariencia, pero mucho más importantes… 

—Los hombres, ¿verdad?

—Sí. Y, sobre todo, los niños. Ellos son más pre­ciosos que todos los soles del firmamento, porque ca­da uno es capaz de contener al Infinito.

—¿Cómo es eso?

Gabriel reflexionó un instante.

Luego, en voz muy baja, como quien revela un secreto, contestó:

—Cierra los ojos, Oriente, e imagínate que hu­biese un espejo capaz de reflejar por completo el ros­tro de Yavé con toda su belleza, su bondad, su omni­potencia, su inmensidad…?

—¿Un espejo?

—Sí. Dios lo ha creado ya. Te hablo del espíritu humano, esa chispa divina que Él pone en cada niño cuando se forma en el seno de su madre. Parece poca cosa, pero es un cristal limpísimo donde Dios puede mirarse; un espejo que irradia la imagen de Creador y al mismo tiempo la retiene y conserva. 

Allí Yavé se asoma y, al reconocerse, deja esculpida su propia mi­rada y toda la inefable belleza de su semblante. En­tonces el propio espejo se transforma, se endiosa, y endiosa el marco, el cuerpo en el que habita. Eso es lo que los hombres llaman Gracia. ¿Lo entiendes?

—¿Puedo entenderlo?

—No, Oriente; me temo que no puedes, aunque hayas aprendido mucho en estos últimos siglos. Pero sí comprenderás una cosa: que, cuando alguien mata a un niño, rompe ese espejo y la imagen de Dios salta hecha añicos… 

Es terrible; peor que si todo el universo material se desintegrara. 

Por eso el dolor de Yavé se expande como un eco sobrecogedor hasta llenar el cosmos; su llanto alcanza el último átomo de las gala­xias.

Oriente volvió a mirar hacia la gruta. Era media noche, y Jesús lloraba como todos los niños. María, como todas las madres, lo tomaba en brazos y trataba de calmarlo cantándole al oído una canción vieja, dul­ce e incomprensible como las palabras de un ángel. 

—Gabriel.

—Dime, Oriente.

—¿Dónde están las figuras rotas?

—Con Yavé. Ellas son las únicas que no han su­frido. Al contrario; han recibido ya el nombre que Dios les puso antes de crear este universo. Han sido bautizados en su sangre con las lágrimas de Jesús, y se han convertido en patronos y protectores de millo­nes de figuras rotas que hacen estremecerse cada día a la creación entera.

—¿Más figuras rotas?

—Tú no puedes verlas… Olvídalas.

—Sabes muy bien —respondió la estrella— que no puedo. Hasta hace bien poco ni siquiera conocía mi nombre, y ahora, que sé tantas cosas, me veo más ignorante que nunca. Dime, Gabriel, ¿dónde están esas otras figuras rotas? 

El Arcángel miró a lo alto e hizo un gesto impre­ciso:

—Por ahí… Van de la tierra al cielo a todas ho­ras… Pero es una historia triste y no querría amargarte precisamente la noche más alegre de la Creación. 

Oriente sonrío.

—Mira, Gabriel, no soy quién para darte leccio­nes, pero creo que debemos llegar hasta el final. For­mo parte del belén de Dios, y es preciso que entienda el sentido de cada una de las lágrimas del Niño. Tú mismo me has dicho que, por gracia de Yavé, hoy es­toy en condiciones de paladear mi sufrimiento. No te preocupes; aunque esta estrella sea torpe e ignorante, sabrá soportar el dolor sin que disminuya su lumino­sidad ni su belleza. Seguiré cumpliendo mi papel.

El Arcángel guardó silencio. Él, siempre tan lo­cuaz, no sabía por dónde empezar. 

Al fin preguntó:

—¿Verdad que sería espantoso que un ángel cus­todio tratase de hacer daño a su ahijado?

Oriente le miró desconcertada.

—No hablas en serio, ¿verdad?

—Desde luego que sí —respondió el Arcángel—. Y la historia es todavía más triste. Tú sabes que Yavé todo lo hace bien, y por tanto, cuando designa un ángel de la guarda piensa primero en la criatura que tendrá bajo su protección, y le crea el ángel idóneo, el que podrá cumplir la tarea del modo más perfecto.

—Pero entonces, ¿no sois iguales todos los ánge­les?

—¿Iguales? ¡Qué cosas tienes, Oriente! El Cielo es mucho más variado y rico que la tierra. Somos tan distintos que apenas tenemos en común el nombre ge­nérico de ángeles, que apenas significa nada… Pero a lo que iba: cada niño recibe a su custodio un segundo después de nacer, en el mismo momento en que rom­pe a llorar, y no antes. Y esto es así porque Dios dispu­so que, mientras esté en el seno materno, no tenga más ángel que su propia madre.

¿Para qué necesitaría otro? Las madres (guárdame el secreto, Oriente, por favor) son el modelo en que Yavé se inspiró, antes de que el mundo existiese, para crear a cada uno de los custodios. Y, para formar
a las madres, pensó en Ma­ría. 

La estrella miró hacia la gruta. El Niño dormía en los brazos de la Llena de Gracia. 

Y Oriente com­prendió que era verdad todo lo que le decía Gabriel. Lo extraño es que no lo hubiese deducido ella sola al contemplar la belleza de su Señora.

Por un momento, San Gabriel pensó no decir nada más, ya que la estrella parecía haberse olvidado de las figuras rotas. 

Pero, después de una pausa, con­tinuó:

—¿Eres capaz de concebir una tarea más gran­de, más importante y noble que ésta?: ser el Ángel Custodio de un niño durante nueve meses; darle carne y sangre; alimentarlo a todas hora; unir su suerte a la propia suerte; sufrir por él y con él… Y, al final, dejar­lo en el mundo, para que otro ángel 

—más modesto, desde luego— lo lleve de la mano. Oriente no respondió. Escuchaba fascinada y temblorosa. Quizá adivinaba ya el final de la historia. 

—Lo malo es que algunas veces los Custodios no llegan a conocer a sus ahijados, porque las madres de­ciden librarse de ellos. Cuando esto ocurre, los ánge­les del Cielo se unen al llanto del Niño. 

Tantas preguntas se le ocurrían a la estrella, que no sabía cuál hacer primero. Era consciente, por otra parte, que nunca comprendería las respuestas.

—Y Yavé… —preguntó al fin— ¿puede perdonar todo esto?

El Ángel por un momento recuperó la sonrisa:

—Si conocieras la misericordia de Dios, no se­rías una estrella… 

Ya has visto la marcha al Cielo de los Inocentes: ellos han abierto el camino de las de­más figuras rotas. Y has visto también las lágrimas de Jesús, que pueden lavarlo todo: incluso los crímenes de unos ángeles ignorantes, que no saben lo que ha­cen. Pero es preciso sufrir un poco para ayudar al Ni­ño… Tú también, Oriente.

Amanecía en Belén cuando la estrella despertó sobresaltada.

—No puede ser —se dijo—. Las estrellas no duer­men. Y si duermen, no sueñan. Esto significa que en realidad no he soñado lo que soñé. Por tanto, lo más probable es que todo haya sido un sueño.

Satisfecha con su deducción, trató de repasar los detalles de su soñada conversación con el Ángel; pero la memoria de las estrellas es como la de los vie­jos, capaz de recordar con pelos y señales las más vie­jas historias y capaz de olvidar lo más reciente. 

El ca­so es que se había quedado en blanco.  Sólo le quedaba en el ánimo como una nube triste.

Estiró su cola de plata, y miró hacia el Portal. 

María, José y el Niño habían desaparecido con el borrico que los trajo. 

Sólo quedaba el buey. 

Salomé, junto al manantial, trataba de consolar a Zabulón, que lloraba a moco tendido. La posada despertaba lentamente. A lo lejos aún se veía la estela de polvo que levantaban los camellos de los Magos, en su regreso a casa.

Entonces Oriente volvió a sentirse sola, más sola incluso que cuando estaba colgada en el cielo sin co­nocer su nombre.

—Mi misión ha terminado, se dijo.

Y notó que el Ángel la llevaba hacia lo alto; que su cola de espuma se disolvía en el firmamento; que Belén estaba cada vez más lejos.

El Belén que puso Dios, Enrique Monasterio