«Comprendía cómo la Iglesia recoge la palabra de Dios, la guarda, la interpreta asistida por el Espíritu Santo, y cómo la vida humana, con sus vicisitudes a través de los años, sólo tiene grandeza en lo que lucha y avanza, consiguiendo, poco a poco, la Vida de Dios. Entendía cómo a veces nos afanamos en tonterías que nada importan al fin del hombre o lo obstaculizan. Cómo a veces el colmo de la congoja y la miseria son el camino para que, abatido el orgullo, desconfiemos de nuestras fuerzas, y nos volvamos a Dios».

(Carmen Laforet, «La mujer nueva». Consideraciones de la protagonista, Paulina, inmediatamente después de su conversión)