Este relato también tienen infinidad de variantes, pero el principio es el mismo: un hombre se deja seducir por una mujer hermosa –o tiene sexo con una meretriz–. A la mañana siguiente, se despierta sin recuerdo alguno de la noche anterior, y descubre una sospechosa cicatriz a la altura del riñón, víscera que estará entonces a merced del mejor postor el mercado negro. La moraleja no puede ser más clara, ¿verdad? A veces en lugar de despertarse sin un riñón se despierta con un mensaje: «Bienvenido al club del sida». Y casi siempre ha desaparecido también la cartera, con su documentación y dinero.

Esta leyenda del tráfico de órganos en ocasiones se da sin ni siquiera intercambio carnal. Hubo una época en que se decía que perdías un riñón si te atrevías a acceder al probador de según qué tiendas, y no por el precio de la ropa, sino que lo del riñón era literal. Alguien te contaba de alguien que había entrando en una tienda y su pareja, al ver que no salía, se asoma y le dicen que allí no hay nadie. El marido, o la amiga, o mujer o novia en cuestión acude a la policía que, al llegar, encuentra a la víctima atada y amordazada y a punto de extraerle un riñón para el tráfico de órganos.

El tráfico de órganos es un elemento básico de la ficción de terror; de Nunca me abandones de Kazuo Ishiguro a Desconexión, la novela juvenil de Neal Shusterman. Por desgracia este tipo de intercambio sucede, pero no en estas latitudes, y no mediante un secuestro (espero).