Cierta vez un hombre decidió consultar a un sabio sobre sus problemas. Luego de un largo viaje hasta el paraje donde aquel Maestro vivía, el hombre finalmente pudo dar con él: – «Maestro, vengo a usted porque estoy desesperado, todo me sale mal y no se que más hacer para salir adelante».

El sabio le dijo: – «Puedo ayudarte con esto… ¿sabes remar ?» Un poco confundido, el hombre contestó que sí. Entonces el maestro lo llevó hasta el borde de un lago, juntos subieron a un bote y el hombre empezó a remar hacia el centro a pedido del maestro. -«¿Va a explicarme ahora cómo mejorar mi vida?» -dijo el hombre advirtiendo que el anciano gozaba del viaje sin más preocupaciones. -«Sigue, sigue -dijo éste- que debemos llegar al centro mismo del lago».

Al llegar al centro exacto del lago, el maestro le dijo: -«Arrima tu cara todo lo que puedas al agua y dime qué ves…». El hombre, pasó casi todo su cuerpo por encima de la borda del pequeño bote y tratando de no perder el equilibrio acercó su rostro todo lo que pudo al agua, aunque sin entender mucho para qué estaba haciendo esto. De repente, el anciano le empujó y el hombre cayó al agua.

Al intentar salir, el sabio le sujetó su cabeza con ambas manos e impidió que saliera a la superficie. Desesperado, el hombre manoteó, pataleó, gritó inútilmente bajo el agua. Cuando estaba a punto de morir ahogado, el sabio lo soltó y le permitió subir a la superficie y luego al bote. Al llegar arriba el hombre, entre toses y ahogos, le gritó: -«¿Está usted loco? ¿No se da cuenta que casi me ahoga?».

Con el rostro tranquilo, el maestro le preguntó: -«¿Cuándo estabas abajo del agua, en qué pensabas, qué era lo qué más deseabas en ese momento?». -¡¡En respirar, por supuesto!! -«Bien, pues cuando pienses en triunfar con la misma vehemencia con la que pensabas en ese momento respirar, entonces estarás preparado para triunfar…». Es así de fácil (o de difícil).

A veces es bueno llegar al punto del «ahogo» para descubrir el modo en que deben enfocarse los esfuerzos para llegar a algo.