Creció en la dureza del desierto junto a su rebaño y, así, aprendió el arte de la oración y la penitencia. Poco a poco, la gente le fue queriendo como se merecía y el Obispo de Egipto le nombró sacerdote para que celebrara los sagrados misterios con los más jóvenes. Una frase que exclamaba era: «Si supieras las recompensas que se consiguen mortificando las pasiones del cuerpo, nunca te parecerían demasiadas las mortificaciones que se hacen para conservar la virtud». Fue desterrado por los herejes arrianos y murió en 390 con 90 años.