Érase una bella princesa que estaba buscando esposo… 

Entre los candidatos, se encontraba un joven plebeyo, que no tenia más riquezas que su amor y perseverancia. 

Cuando le llegó el momento de presentarse ante la princesa le dijo: 
«Princesa, te he amado siempre. 
Como soy un hombre pobre y no tengo tesoros para darte, te ofrezco mi sacrificio como prueba de amor. 

Estaré 100 días sentado bajo tu ventana sin más alimentos que la lluvia y sin más ropa que la que llevo puesta. 
Ésa es mi dote.» 
La princesa, conmovida por tal gesto de amor, aceptó complacida. 
«Tendrás tu oportunidad, si pasas la prueba, me desposarás.» 
Y así se hizo. 

El pretendiente estuvo sentado, soportando los vientos, la nieve y las noches heladas. Con la vista fija en el balcón de su amada, el valiente vasallo siguió firme en su empeño, sin desfallecer un momento. 
De vez en cuando la cortina de la ventana real dejaba traslucir la esbelta figura de la princesa, la cual, con un noble gesto y sonrisa, aprobaba la faena. Todo iba a las mil maravillas. 

Incluso algunos optimistas habían comenzado a planear los festejos. 
Al llegar el día 99, los pobladores de la zona habían salido a animar al próximo monarca. 

Todo era alegría y jolgorio, hasta que de pronto, cuando quedaba una hora para cumplirse el plazo, ante la mirada atónita de los asistentes y la perplejidad de la infanta, el joven se levantó y sin dar explicación alguna, se alejo lentamente del lugar. 

Unos días después, mientras deambulaba por un solitario camino, un niño de la comarca le alcanzó y le pregunto a quemarropa, ¿qué fue lo que te ocurrió? Estabas a un paso de lograr la meta, podrías haberte convertido en rey. ¿Por qué perdiste esa oportunidad?, ¿por qué te retiraste? » 
Con profunda consternación y dos lágrimas que se deslizaron por su rostro, contestó en voz baja: 

LA PRINCESA NO ME AHORRÓ NI UN DIA DE SUFRIMIENTO NI SIQUIERA UNA HORA, ELLA NO MERECIA MI AMOR…

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