El Roble Centenario

El roble crecía fuerte, imponente, en la ladera soleada. Ahí
surgían fuentes que habían sido todas probadas y apropiadas por el
árbol en su larga historia. Se sentía orgulloso, dentro de la Marca.

Junto
al Roble, algún que otro ejemplar más joven apenas le hacía sombra…
Lo que sí se arrimaba al árbol era una tupido carrascal que le protegía
de la tentadora hacha.

Ese roble podría haber durado más de mil
años, pero… cuando las cosas iban bien, cuando era una nación unida,
cuando su sombra cobijaba tanta vida, pensó que era el momento de
probar otras aguas y, primero de modo tímido, luego ya descaradamente,
optó por trasladar sus raíces a la última fuente, de la que nadie aún
bebía, porque era de agua salada.

Su voluntad había concluido
que era bueno lo que a él le apetecía, que todas las aguas eran
igualmente válidas, que la tradición del bosque no iba con tanto
poderío. Que era el orgullo del mundo y que le faltaba independizarse
de las normas antiguas.

Continúa el cuento del Roble Centenario…

Su decreto llegó a las raíces, las
raíces entraron golosas en la fuente salada. Y el veneno entró en su
savia, de su savia llegó a la última rama. Y, en un año, el roble
centenario, el orgullo del valle, se secó.

Ennegrecido, quemado
por la sal, todavía tiene apariencia. Un tronco enorme difícil de
contornear… pero no tiene ni hojas ni frutos. Seco yace en su
soberbia.

Cuando el caminante pasa por la senda que lleva hacia
la altura, siempre pasa por al lado del roble seco, hoy ya rajado, sin
saber el por qué ya no da sombra y no hay vida.

Viene descrito
todavía en los libros antiguos como un árbol singular y maravilloso.
Hay fotos en las que varios niños se abrazan en su tronco. Pero eso ya
es historia. Quien quiso crear desde su voluntad el bien y el mal, se
envenenó en las aguas que libremente había elegido porque eran malas.

Extraído de aquí…