Quejarse sirve para poco.

He aquí un dilema:
– Quejarse no sirve de nada.
– Quien no llora no mama.

Es cierto que hay que aprender a quejarse ante la persona adecuada, por una razón de peso y con la insistencia imprescindible.

Hay quien toma el quejarse como bandera para llamar la atención en una segunda, dolorosa y definitiva edad del pavo.

No sabe lo que molesta a los demás, además de que es completamente inútil. Podría ponerse el cartel de «vengo venenoso«. He aquí la historia…

¡¡Qué sed tenía!!

Lentamente, el sol se había ido ocultando y la noche había caído por completo. Por la inmensa planicie de la India se deslizaba un tren como una descomunal serpiente quejumbrosa.

Varios hombres compartían un departamento y, como quedaban muchas horas para llegar al destino, decidieron apagar la luz y ponerse a dormir. El tren proseguía su marcha. Transcurrieron los minutos y los viajeros empezaron a conciliar el sueño. Llevaban ya un buen número de horas de viaje y estaban muy cansados. De repente, empezó a escucharse una voz que decía:

– ¡Ay, qué sed tengo! ¡Ay, qué sed tengo!

Así una y otra vez, insistente y monótonamente. Era uno de los viajeros que no cesaba de quejarse de su sed, impidiendo dormir al resto de sus compañeros. Ya resultaba tan molesta y repetitiva su queja, que uno de los viajeros se levantó, salió del departamento, fue al lavabo y le trajo un vaso de agua. El hombre sediento bebió con avidez el agua. Todos se echaron de nuevo. Otra vez se apagó la luz. Los viajeros, reconfortados, se dispusieron a dormir. Transcurrieron unos minutos. Y, de repente, la misma voz de antes comenzó a decir:

-¡Ay, qué sed tenía, pero qué sed tenía!

Extraído de aquí…