Un día en 1862, estaba Don Bosco recomendando a los sacerdotes confesores que le pidieran mucho a Dios la gracia de sabes confesar bien y de obtener la eficacia de la palabra y la virtud de la prudencia, y les recordaba que muchos hacen malas confesiones por temor. Y les narró lo siguiente:“Una noche soñé que veía a un joven con el corazón podrido y lleno de gusanos. No le hice caso al sueño, pero a la noche siguiente soñé que veía a un perro que le mordía el corazón a ese pobre joven.

Entonces me convencí de que Nuestro Señor quería ayudar a ese muchacho quitándole de la conciencia algún pecado que tenía sin perdonar.

Y un día me lo encontré y le dije: “¿Me quiere hacer un favor?”.

– Sí, claro, por supuesto, ¿Qué será? – ¿Quiere decirme si tiene algún pecado en su conciencia sin haberlo confesado? El quiso negarlo, pero yo le dije: “¿Y aquel pecado?, ¿y aquel otro?, ¿por qué no los ha confesado? Entonces me miró al rostro y comenzó a llorar, y me dijo: – Tiene razón. Hace dos años que tengo esos pecados en mi conciencia y nunca he sido capaz de confesarlos.

Y aquel muchacho se puso en paz con Dios.