Recuerdo unas Navidades en la India. Preparábamos la Navidad un grupo joven de diversos ambientes, diferentes profesiones, distintas religiones y dispares estudios. 

Recuerdo que a unos pocos se nos pidió que diéramos nuestro «mensaje de Navidad», esto es, lo que deseábamos para el mundo, lo que anhelábamos para la humanidad. Se expresaron pensamientos muy personales y bonitos, atrayentes y sinceros. 

Hasta que le tocó el turno de dar su mensaje a un joven hindú, que entre nervioso y ruborizado, se levantó y dijo: `Yo no tengo mensaje’. Me impresionó.

Me impactó vivamente su silencio. Lo sentí por aquel muchacho y me imaginaba lo mal que debía sentirse por dentro. Le miré con ojos de amigo y él se sintió aliviado. 

Cuando pude, me senté cerca de él para quitarle importancia al hecho. Aceptó complacido mi compañía. 

El cristiano, todo cristiano sea o no letrado, es portador de un mensaje eterno y único a donde quiera que va, en donde quiera que esté. 

Su mensaje son las páginas abiertas del evangelio, pues cada parábola, cada acción de Jesús, cada curación, cada controversia con los judíos, tiene insertado un mensaje del cielo a la tierra, mensaje preñado de esperanza, de vida, de fe. 

Descubrir el mensaje del evangelio, saberlo explicar a los demás, extraer sus matices más íntimos, es la labor de todo seguidor de Cristo que tiene que hacer oír en el mundo el mensaje de Jesús. 

J.M. Casasnovas, Cinco minutos con Dios. Reflexiones cristianas para gente ocupada (San Pablo; Madrid 1998) p. 211-212