El trono del Niño 

Salvarás a los hombres y a los borricos (Salmo 35, 7).

Se llamaba Moreno y nació en Belén justo dos años antes que Jesús y precisamente en la posada de Joa­quín, donde no encontraron alojamiento María y José.

Es cierto que ni el lugar ni las circunstancias de su venida a este mundo fueron especialmente confor­tables, pero a él y a su madre les importó muy poco, ya que Moreno era un borrico, y su madre, una pollina de nombre canela, propiedad de un mercader venido del Oriente llamado Hammad.

El caso es que Hammad iba camino de Siria y no podía llevarse de viaje un burro recién nacido. Así que, tras detenerse en Belén los días precisos para que Canela se recuperara del parto, decidió vender el asno a quien lo quisiera.

Y Joaquín, que estaba al quite, lo compró a precio de saldo.

—Que conste que te hago un favor —le dijo el mesonero—. ¿Quién va a querer un animal de leche? 

Yo tengo ganado en abundancia y puedo intentar criarlo; pero, si se me muere, que es lo más probable, lo pierdo todo… 

Pero Moreno no parecía dispuesto a morirse. Al contrario: crecía fuerte y saludable en el patio de la posada, donde pasó los primeros meses de su vida.

Una día, muy de mañana, Salomé, que era la en­cargada de cuidar al animal y le había tomado cariño, despertó con sus gritos a todos los huéspedes: 

—¡A Moreno le ha salido una estrella en la frente!

La cosa, a primera vista, no parecía alarmante. Todo el mundo sabe que los burros suelen tener man­chas en cualquier parte del cuerpo, y alguna puede in­cluso parecer una estrella. Lo que ocurre es que esas marcas, o son de nacimiento, o al menos tardan me­ses en formarse. Por eso se asustó tanto la empleada cuando comprobó que aquella había salido en unas pocas horas.

—¿Estás segura de que es nuestro burro? —le respondió Joaquín desde su habitación—. Fíjate bien, no sea que algún aprovechado nos haya dado el cam­biazo. 

Pero Salomé no se equivocaba. Moreno se había convertido en un señor borrico con personalidad bien definida: era fuerte, lustroso e incluso apuesto, dentro de lo que cabe. Nadie que lo conociera podía confun­dirlo con otro. 

Así que, como aseguró la lavandera, sólo cabía una explicación:

—De verdad se lo digo, señor Joaquín. Este bu­rro va a ser algo grande, porque Yavé le ha besado en la frente y le ha marcado con un lucero blanco. 

Pocos días después, sin que nadie supiera la ra­zón, Moreno se escapó de la posada y tomó el camino del Norte.

A Salomé le entró una llorera más que regular, que era su forma tradicional de defenderse de las iras del amo. Pero en esta ocasión no hacía falta: más que enojado, Joaquín se encontraba perplejo.

—Te aseguro, Susana, que no lo entiendo —expli­caba a su mujer—. 

Moreno es el borrico más mimado; se encontraba a gusto con nosotros, y para Salomé era como de la familia. ¿Por qué se habrá ido?

—Nunca te preguntes por qué hacen tal o cual cosa los animales —le respondió, sentenciosa, Susana—. Como no tienen inteligencia, Yavé piensa por ellos, les fija su destino y les va marcando su ruta. Olvídate de él. Si Dios lo tiene dispuesto, volverá a nosotros al­gún día. Si no, siempre estará en sus manos. 

Joaquín miró a su mujer como si acabara de co­nocerla:

—No sé a dónde vamos a parar —masculló por lo bajo—. Ahora hasta las mujeres hablan como si fueran profetas. A este paso, terminarán por aprender a leer y a escribir.


 —Oye, Gabriel, ¿estás seguro de que este cuen­to… es un cuento? 

El Arcángel miró a Zabulón:

—No, Zabulón. No lo es. Pero como no se me ocurre ninguno, no tengo más remedio que contarte historias que han ocurrido de verdad. ¿Quieres que lo dejemos por hoy?

—No…, por favor. Sigue… ¿Qué pasó con el bo­rrico?

—Si te parece, él mismo te lo puede decir.

—Ya te estás riendo de mí otra vez. Los borricos no hablan. ¿Crees que no lo sé?

—Tampoco hablan las estrellas —respondió San Gabriel—, y sin embargo yo me paso las horas charlan­do con una… 

Incluso hemos llegado a ser buenos amigos. ¿Y cuándo has visto que los arcángeles se de­diquen a contar cuentos a los pastores caprichosos? Lo que ocurre es que vivimos tiempos muy especiales, Zabulón: cuando el Cielo está de fiesta, puede suceder cualquier cosa en la tierra. Es posible también que tú estés soñando. Y en sueños hasta los borricos hablan.

—¿Estoy dormido yo?

—No lo sé… Por si acaso es mejor que te calles. Así no corres el riesgo de despertarte. Y escucha lo que te cuente Moreno.


Todas las noches me gustaba ir a beber agua a la cisterna que hay en el centro del patio. Primero me hacía el dormido para que Salomé se retirase. Luego esperaba un poco más, y cuando estaba seguro de que todos descansaban, me ponía en pie y, paso a paso, como de puntillas, me dirigía hacia el estanque.

Yo procuraba beber haciendo el menor ruido po­sible. Me encantaba ver el agua en calma como si fue­ra un espejo negro. Era mi única diversión asomarme a aquel pozo lleno de estrellas.

Un día, de pequeño, vi la luna reflejada en el fondo, y traté de comérmela de un bocado. ¡Cómo se reía Salomé cuando vio que metía mi cabezota en el agua! Naturalmente me dio un ataque de tos y por poco me ahogo.

Pero Salomé, que es muy buena, me explicó que la luna, en realidad, está en el firmamento, y que esas luces diminutas que parecen llenar el agua de burbu­jas de oro, son astros enormes que Yavé enciende du­rante la noche para que los hombres no se olviden de mirar hacia el cielo.

Sin embargo un día apareció la estrella nueva. Era tan diferente de las otras que estaba seguro de no haberla visto jamás. Y me olvidé de que no estaba en el agua, sino en el cielo, y volví a meter mi cabezota para buscarla, y cuando la saqué chorreando, com­prendí que algo grande me había ocurrido: la estrella me había marcado la frente y yo tenía otro dueño.

Me marché en cuanto vi la primera oportunidad. No voy a decir que me daba pena —los borricos somos por lo general poco afectuosos—, pero sí que me costó dejar a Salomé.

Enseguida me encontré con Rafael. Estaba sen­tado junto al camino, y cuando llegué a su altura, me tomó del ronzal y me dijo:

—Hola, Moreno. Te estaba esperando. ¿Me lle­vas?

Se me montó encima. Era la primera vez que llevaba a alguien sobre mis lomos, y me gustó. Ensegui­da se puso a hablar:

—Ya sé que te estás preguntando quién soy yo, por qué conozco tu nombre y a dónde vamos. Tienes derecho a saberlo.

Yo, que en efecto me había hecho esas tres pre­guntas, estiré las orejas para escuchar con más aten­ción.

—Soy el Arcángel San Rafael, patrono de los via­jeros y de los borricos jóvenes. Te he parado en el ca­mino porque tienes por delante un largo trayecto y Dios quiere que lo recorras sin incidentes. Y te conoz­co, porque yo mismo te diseñé hace miles de siglos en el Cielo cuando Yavé nos explicó que necesitaba un trono para su hijo y un vehículo utilitario para su fa­milia de la tierra.

Naturalmente él podría haber re­suelto el problema por sí solo, ya que es infinitamente sabio y único Creador de todo lo que existe; pero, como le gusta darnos trabajo, convocó entre los ánge­les un concurso de diseño…

Estuvo reñida la prueba: hubo proyectos fantásticos que fueron desechados quizá por excesivamente aparatosos. 

A la final sólo llegaron dos: un ave prodigiosa, ideada por Galbadiel, de largos zancos y ojos saltones, capaz de correr a gran velocidad incluso sobre las arenas del desierto, y tú, mi borrico. Con tu retrato gané el primer premio del concurso.

Y Dios creó toda tu larga estirpe con el único fin de que nacieras tú, ya que has sido elegido para ser trono del Altísimo. 

Al ave finalista la llamó avestruz y la destinó a las estepas africanas. 

Quedé tan sorprendido con el discurso de Ra­fael, que me detuve un momento, volví la cabeza ha­cia el Ángel y le dije:

—¿Estás seguro de que no te equivocas? Yo soy sólo un burro, y en la posada donde vivo he visto montones de animales mucho más fuertes y grandes, pero sobre todo más hermosos que yo. ¡Si vieras los caballos que vienen de Arabia…! Ellos sí que cumpli­rían esa misión con dignidad.

—No te engañes, Moreno —me respondió el Ar­cángel—. Para llevar a Dios y a su Madre nadie está su­ficientemente preparado. Tú tampoco. 

Pero tienes dos ventajas sobre los demás: la primera, que eres el elegi­do por Yavé, y no vale la pena preguntarse por qué; la segunda, que bastará con que te mires al espejo para que comprendas que Dios no se ha fijado en tu belleza ni en tus dotes físicas. Esos caballos de los que me ha­blas son verdaderamente magníficos tanto que corre­rían el peligro de creerse dignos de llevar al Mesías. Tú no. Eres un borrico gracioso, pero nada mas… 

A todo esto, charlando, charlando, se nos pasa­ban las horas: habíamos llegado a la provincia de Sa­maria, y seguíamos camino de Galilea. Lo extraño es que Rafael no necesitaba descansar, y tampoco yo sentía la menor fatiga. Íbamos deprisa, sin detenernos para comer o para dormir. Yo meditaba las palabras del Ángel, y de vez en cuando le respondía…

—De acuerdo, Rafael. Tienes razón. Nunca se me ocurrirá pensar que Dios se ha fijado en mí por mis méritos. Pero podría haber buscado a un burro con más experiencia. Yo todavía no he empezado a trabajar.

¿Sabes que eres tú el primero que se me ha montado encima?

—Sí que lo sabía. Y, como yo soy un ángel, pue­de decirse que sigues aún sin estrenar. ¿Por qué crees que no sientes ningún cansancio? Pero no le des vuel­tas, borrico: Dios va a ser tu único pasajero, y lo lleva­rás siempre por los caminos de Israel. 

¡Qué gran aven­tura te espera, Moreno!

—Ya. Desde luego que es estupendo… Pero en­tonces ¿no voy a tener un establo propio, ni una tierra donde descansar?

—Yavé te dará el ciento por uno en establos, en tierras, en caminos y en estrellas a las que seguir… Es verdad que también te caerá alguna pedrada; pero no te preocupes: no te apuntan a ti, sino al que llevas en­cima.

Será un gran honor para tu piel de burro sufrir los golpes destinados a Jesús, y poder mostrar las ci­catrices de esas heridas. ¿No te parece?

Dos días más tarde llegamos a Nazaret. Yo ni si­quiera me di cuenta de que era el final del trayecto: tan embebido iba en la conversación con el Ángel. 

Ahora me parece increíble haber tardado tanto en fi­jarme en aquella niña que estaba a mi lado y me aca­riciaba la frente:

—… Es precioso —decía—. ¿No te parece, José? ¿De quién será?

Desde entonces he recorrido muchos caminos. La llena de Gracia me llevó de nuevo a Judea, a la casa de su prima, en Ayn Karim; luego regresé a Naza­ret; pero enseguida tuvimos que salir otra vez de viaje. Cuando comprendí que nuestro destino era Belén, me puse un poco nervioso, y casi me muero del susto cuando mis amos llamaron a la puerta de la posada. Quizá no me reconoció Joaquín. Ya se sabe que los hombres tienen peor memoria que los borricos. 

Ahora, ya me ves, Zabulón: aquí estoy, más cerca del Mesías que ningún otro animal. Algunos dicen que el Señor me puso en el Portal para calentar al Niño con mi aliento. No es así: a Jesús le basta con el calor del regazo de María. Yo soy sólo el trono del Rey y el primer juguete de un recién nacido, que ya ha apren­dido a tirarme de las orejas. Me ha dicho el Ángel que debo estar preparado, porque nos espera un largo viaje. Iremos a Egipto. Siempre he querido conocer las pirámides. 


Zabulón había escuchado toda la historia sin pestañear. 

El bueno de Moreno apoyó su pesada cabe­zota en el borde del pesebre y miraba al Niño casi con ternura.

—¡Que suerte tienes, borrico! —le dijo el pastor

 —Es verdad; pero tengo un complejo, Zabulón. Como ves, no soy gran cosa, y es posible que lo que pido a Yavé sea excesivo para un burro… Verás: cuan­do nació Jesús, hubo por aquí una gran concentración de ángeles. Llegaban de todos los puntos del firma­mento. Había ángeles azules como el cielo; otros eran blancos como la luna o resplandecientes corno las es­trellas. Y, aunque eran millones, todos cabían en la gruta y pudieron ver al recién nacido.

De pronto un serafín tomó una batuta plateada, acalló los murmu­llos y comenzó a dirigir el coro. Fue maravilloso. Has­ta las aves guardaron silencio para escuchar el villan­cico. Yo entonces pensé que también debía intervenir: al fin y al cabo —me dije— juego un papel importante en esta historia. Así que abrí la boca, e intenté la se­gunda voz… ¡Qué horror! Algunos ángeles escaparon volando corno aves asustadas. Rafael me miró con una cara que ni te cuento; Jesús se despertó con una llorera espantosa, y yo me puse todo lo colorado que es posible para un borrico. Desde entonces ya casi ni me atrevo a respirar… 

Escucha, Zabulón, tú que eres amigo de Jesús y de María, ¿no les pedirlas una gracia para mí?

Zabulón asintió con una sonrisa.

—Diles que quiero aprender a cantar…, no como un ángel, por supuesto. Bastaría con que me diesen un poco de oído (orejas no me faltan) y una voz algo más afinada para que no se asuste el Niño.

ENRIQUE MONASTERIO, EL BELÉN QUE PUSO DIOS.