El siglo de Ubu es un homenaje a Alfred Jarry en el centenario de su nacimiento, reivindicando la importancia de su vida y su obra para el ideario artístico del siglo veinte. Incluye un texto del dramaturgo y escritor Fernando Arrabal, Sátrapa Mayor del Colegio Patafísico de Paris, dedicado a Jean Baudrillard, una exploración del escritor Ángel Olgoso donde intenta diseccionar la entidad y cualidades de la Ciencia Patafisica, así como una traducción del texto fundacional de dicha ciencia, llamada de las Soluciones imaginarias, extraído del volumen «Gestas y opiniones del Doctor Faustroll, patafísico». Prematuramente fallecido a la edad de treinta y cuatro años, Alfred Jarry, llegó a personalizar en su propia existencia muchas de las tragedias y virtudes de una época que apenas iba a conocer, pero a la que iba a legar su visión premonitoria del mundo del arte. Autor de Ubu Rey, una de las obras fundacionales del teatro moderno, y de las «Gestas y opiniones del Doctor Faustroll, patafísico», donde establece una corriente de un pensamiento que atraerá luego a intelectuales como Marcel Duchamp o Jean Baudrillard, Jarry protagonizó algunos de los escándalos que convulsionaron de forma definitiva el arte en Europa. Amigo de escritores como Mallarmé y Marcel Schwob, de pintores como Paul Gaugin o Toulusses-Lautrec, admirado por Picasso y Miró, el legado de Jarry sigue aflorando aún hoy en la producción de los pensadores y artistas más atrevidos de nuestro tiempo.
Elías Tarsis y Marc Amary son dos genios enfrentados. Ante ellos el tablero sobre el que se decidirá el campeonato del mundo de ajedrez. A sus espaldas dos complejas historias personales, marcadas por el amor, las fobias, las intrigas políticas y la casualidad. Ganadora del premio Nadal de novela y del Nabokov internacional de novela, La torre herida por el rayo recorre, al ritmo de las jugadas que se suceden sobre la mesa, las trayectorias de estos dos antagonistas, conduciendo al lector por entre los vericuetos del singular y siempre sorprendente mundo nacido de la pluma de Fernando Arrabal.
Las obras que aquí se editan en su versión definitiva pasan por ser las que conforman el núcleo fundamental de la dramaturgia de Fernando Arrabal cuya dinámica apela a la experiencia total humana mediante la ceremonia y la ritualización de la imposible comunicación humana. Si " El cementerio de automóviles " retrata a unos seres condenados que habitan esqueletos metálicos, " El Arquitecto y el Emperador de Asiria " supone el enfrentamiento mítico entre dos prototipos de gran densidad simbólica.
El presente volumen contiene dos obras de Arrabal vinculadas con Miguel de Cervantes. Por un lado, su pieza teatral Pingüinas, estrenada en Madrid, en Las Naves del Español-Matadero, sala Fernando Arrabal, el 29 de abril de 2015, bajo la dirección de Juan Carlos Pérez de la Fuente. Y, a continuación, el ensayo y biografía sobre Cervantes, entre otras cosas, titulado: Un esclavo llamado Cervantes. Una conversación entre Cervantes y Arrabal. Prólogo al ocupado lector, de Fernando Arrabal ¡Qué suerte la mía! Juicios y prejuicios ya no imponen principios ni preceptos al calor de los quemaderos. También aparece hoy Cervantes como figura «ejemplar» y «heroica» para la mayoría de los cervantistas. Pero estos ya no se dejan achicar por el cuadradillo de la intransigencia. Ruth Reichelberg, catedrática de la Universidad de Bar-Han (Tel Aviv), estudia sus orígenes en su Don Quijote o la novela de un judío enmascarado. El catedrático de la Universidad de Lyon, Louis Combet, examina la homosexualidad y el masoquismo en su Cervantes o las incertidumbre del deseo. La catedrática romana Rosa Rossi analiza su personalidad y sus raíces en Escuchar a Cervantes. ¡Y tantos otros! Sarah Leibovici, Dominique Aubier, Marthe Robert, Víctor Malka, Leandro Rodríguez, etc. Quedan, felizmente, cada vez menos universitarios decididos a entapujar ascendencias y querencias de Cervantes. Dictó un caprichoso destino ¡cuasi prodigioso! que el 8 de diciembre de 1988 clausurara yo (¡pobre de mí!) el primer Congreso Internacional de cervantistas. ¡Y en Alcalá de Henares! Endomingado por tan inmerecido honor expuse mi visión apasionada y humilde de Cervantes. Y cuando más expuesto me creía, puestos en pie, generosamente, me aplaudieron aquellos brillantes eruditos: desde Jean Canavaggio a Martín de Riquer, a quienes tanto he leído y con quienes, si me lo permiten, «tanto he querido». No trato de convencer y menos de vencer a nadie. No hay misterio en la vida de Miguel como tampoco en el deslumbramiento que me inspira. Iluminado por mi maestro he pasado ¡tantos ratos de mi vida! Incluso en un oscuro calabozo matritense… antes de escribir, en alas de modestia, este ejercicio de admiración. ¡Vale!
Un espía noruego vigila a través de cámaras ocultas a los cinco miembros que componen el Jurado del Premio Nobel de la Paz. Son tres mujeres y dos hombres, uno de ellos un depravado violador que acosa a sus compañeras de jurado hasta drogarlas y, cuando han perdido el sentido violarlas. Y mientras tanto, en los debates deciden otorgar el premio al "estravagante trounfo de Cerbantes y Shakespeare". Tras ocho años de paréntesis, Fernando Arrabal vuelve a la novela con una historia surrealista de espías que desvela el machismo social.
En 1998 Fernando Arrabal declaró que «mi vocación pánica es el periodismo». Prueba de que el artículo de prensa es un medio en el que se mueve como pez en el agua, el hispanista flamenco Jan de Leugenaar calcula que Arrabal ha escrito en los últimos 75 años no menos de doce mil artículos, mil quinientos de ellos sobre ajedrez. La obra periodística de Arrabal, casi siempre autobiográfica, analiza desde su experiencia la evolución del mundo y rebusca en su prodigiosa memoria recuerdos y datos que expresa con su creatividad habitual. Pollux Hernúñez ha seleccionado casi dos docenas de trabajos periodísticos del creador del movimiento Pánico, que se ofrecen en edición bilingüe en español y francés por expreso deseo de su autor, que también ha elegido para la imagen de cubierta un cuadro surgido de su propia inspiración: Tirso de Molina tenía razón.