Alba siempre había vivido en el orfanato en el que la abandonaron sus padres. Allí convivía con otras niñas, aunque no tenía ninguna amiga. Por eso nadie la llamaba por su nombre, sino que se dirigían a ella como «Pata-alambre». También la culpaban de todo lo malo que sucedía en el orfanato, y acumulaba tal cantidad de castigos que ya ni se acordaba de lo que era una vida sin varazos diarios, o sin encierros en la celda del sótano, donde permanecía a pan y agua días enteros. Pero, para Alba, todo cambió el día que llegó al centro Pepón.