Dos acorazados asignados a la escuadra de entrenamiento habían estado de maniobras en el mar con tempestad durante varios días.

Yo servía en el buque insignia y estaba de guardia en el puente cuando caía la noche.

La visibilidad era pobre; había niebla, de modo que el capitán permanecía sobre el puente supervisando todas las actividades.

Poco después de que oscureciera, el vigía que estaba en el extremo del puente informó: Luz a estribor ¿Rumbo directo o se desvía hacia popa?, gritó el capitán.

El vigía respondió “Directo, capitán”, lo que significaba que nuestro propio curso nos estaba conduciendo a una colisión con aquel buque.

El capitán llamó al encargado de emitir señales. Envía este mensaje: Estamos a punto de chocar; aconsejamos cambiar 20 grados su rumbo.

Llegó otra señal de respuesta: Aconsejamos que ustedes cambien 20 grados su rumbo.

El capitán dijo: Contéstelo: Soy capitán; cambie su rumbo 20 grados.

“Soy marinero de segunda clase -nos respondieron-. Mejor cambie su rumbo 20 grados”.

El capitán ya estaba hecho una furia. Espetó: Conteste: Soy un acorazado. Cambie su rumbo 20 grados.

La linterna del interlocutor envió su último mensaje: Yo soy un faro.

Cambiamos nuestro rumbo…


La ética del carácter se basa en la idea fundamental de que hay principios que gobiernan la efectividad humana, leyes naturales de la dimensión humana que son tan reales, tan constantes y que indiscutiblemente están tan allí como las leyes de la gravitación universal en la dimensión física.

Una idea de la realidad de estos principios y de sus efectos puede captarse en otra experiencia de cambio de paradigma tal como la narra Frank Koch en Proceedings, la revista del Instituto Naval.

Los principios son como faros. Son leyes naturales que no se pueden quebrantar. Como observó Cecil B. de Mille acerca de principios contenidos en su monumental película Los diez mandamientos: Nosotros no podemos quebrantar la ley. Sólo podemos quebrantarnos a nosotros mismos y en contra de la ley.