La Corona

Eres toda hermosa, y no hay en ti mancha. —Huerto cerrado eres, hermana mía, Esposa, huerto cerrado, fuente sellada. Veni: coronaberis. —Ven: serás coro­nada (Cantar de los cantares 4, 7,12 y 8).

Si tú y yo hubiéramos tenido poder la hubiéramos hecho también Reina y Señora de todo lo creado (San Josemaría Escrivá, Santo Rosario)

Oriente levantó el vuelo y comenzó a alejarse de la tie­rra. Poco a poco había ido perdiendo su larga cola in­candescente, y apenas le quedaba ya un resto, deshila­chado y sucio, de meteoritos humeantes. Se sentía como una estrella olvidada, vieja y vestida de harapos. El Arcángel San Gabriel llevaba cientos de años sin visitarla, y, aunque no tenía puntos de referencia para comprobarlo, sospechaba que su luz tampoco era la de los buenos tiempos. Quizá Yavé había decidido ahorrar energía. O se estaba apagando definitiva­mente.

Oriente ignoraba los años que llevaba en el Cos­mos, pero era testigo de su propia decadencia. Ni si­quiera sabía cuántos siglos, o quizá milenios, habían transcurrido desde su misión en Belén. ¿Qué habría sido del Mesías y de su Madre? ¿Seguiría la tierra dando vueltas alrededor de aquel pequeño sol, o ha­bría desaparecido ya todo el sistema? ¿Cuándo le lle­garía a ella el momento? Porque las estrellas, ya se sabe: en unos pocos millones de siglos se jubilan y se quedan en nada: en un carboncillo chamuscado o en un diminuto agujero negro.

Hay quien dice que los astros del cielo no su­fren, ni añoran, ni recuerdan… Pero Oriente no olvida­ría jamás a sus amigos de Belén…: a Salomé, a Zabu­lón, al Arcángel, al borrico, a los Magos… Y, sobre todo, al Niño, a María y a José.

Tenía grabadas en la memoria cada una de las palabras de sus conversaciones con Gabriel, pero es­pecialmente lo que le dijo acerca del sentido de su vida.

—Piensa que eres sólo una estrella y tu camino está va escrito en el firmamento. Vivirás miles de siglos más, pero fuiste creada sólo para un día: el de Belén.

Al recordar aquella aventura, no se ponía triste. Era consciente de que Simeón había vivido más de ochenta años a la espera de dar un solo abrazo a Je­sús, y eso le bastó para morir feliz, porque, con aquel encuentro, había realizado, en un segundo, toda su vocación. ¿Cómo podría quejarse ella, que fue la pri­mera señal de tráfico instalada por Yavé; que hizo la travesía del desierto con escolta de reyes y manto de plata; que puso en jaque a toda la jet de Jerusalén, con su monarca a la cabeza? Pero, sobre todo, había esta­do sobre la gruta donde nació el Niño, y vio lo que tantos reyes, profetas y patriarcas habían soñado ver, y no vieron. Y no sólo lo vio: fue la lámpara en la me­silla de noche de María y el farol del portal que alum­bró a los Pastores. Su larga cola de luz bailó en el cie­lo con el primer villancico de los ángeles, y todas las estrellas de la Vía Láctea se habían felicitado por el al­tísimo honor que Yavé otorgara a la más pequeña de la familia.

Con estos pensamientos se entretenía Oriente cuando, al entrar en el territorio de la Constelación del Águila, vio, a la izquierda de Altair, la inconfundi­ble figura de San Gabriel que volaba hacia ella apre­suradamente.

—¡Alto! —exclamó el Ángel—. ¿Se puede saber adónde vas tan deprisa?

—Dímelo tú. Yo soy sólo una estrella, ¿recuer­das? Mi camino está escrito en el firmamento. Seguro que lo tienes dibujado en algún cuaderno por ahí. Y apostaría que mi velocidad de crucero también está prevista. ¿O no?

—Ya veo que te aprendiste la lección…

—Tú, sin embargo, me has dejado sola media eternidad…

—¿Cómo voy a dejarte sola? Eres mi estrella, ¿es que no lo sabes?

 —¿Quieres decir que también nosotras tenemos un Ángel Custodio, como los hombres?

—Bueno, no es exactamente igual. A ti no nece­sito protegerte; pero digamos que te tengo en propie­dad. De vez en cuando cargo tus baterías, reviso tu cuaderno de ruta o simplemente vengo a echar una ojeada para comprobar que todo está en orden.

—¿Y lo está?

Iba a responder al Arcángel, cuando Oriente le interrumpió:

—No me ocultes nada, Gabriel. Voy a morir, ¿verdad?

San Gabriel carraspeó levemente.

—El caso es que, en efecto, eso era lo previsto por Yavé. Eres una estrella prestigiosa, pero anciana, y, contando todos los festejos de la Navidad, has con­sumido una energía diecisiete punto dos por ciento superior a la de tu hermana gemela Duyatalac ¡Y si vieras lo estropeada que está la pobre…!

—¿Y cuándo…?

—Te decía que eso era lo previsto hasta ahora.

Pero Dios ha cambiado de planes. Aún debemos cumplir otra misión.

Oriente había aprendido en su trato con el Ar­cángel que, en casos así, lo mejor era no hacer pre­guntas y limitarse a escuchar aparentando indiferen­cia. Pero, a estas alturas de su vida, no era capaz de fingir, y del respingo que dio se le escaparon docena y media de meteoritos.

—El caso es —continuó San Gabriel— que, desde el día de Belén han ocurrido muchas cosas en el Cielo y en la tierra. Los hombres fueron redimidos, y la Creación entera ha sido liberada del poder del Ma­ligno.

—¿Yo también?

—Toda la Creación. Esto significa que el Cielo se nos ha llenado de hombres, de mujeres y de niños. Es una experiencia nueva, y, por cierto, estupenda.

—¿Y están…?

—Están todos tus amigos: Zabulón, Juana, Sa­lomé, Simeón, los Magos…

Y, naturalmente, con Je­sús, están María y José. Pero lo más importante es que, dentro de nada, el universo entero va a participar en un espectáculo como no se ha visto otro igual des­de el big-bang. Te preguntarás si puede haber algo en este mundo que se asemeje siquiera a aquel instante. Pues sí. El Hijo de Dios va a volver a la tierra con todo su poder y Majestad. Llegará sobre las nubes del Cielo para concluir su obra. Serán juzgados los hombres y las naciones. Y, cuando sean arrojados definitivamen­te el Maligno y sus seguidores, nacerán unos nuevos cielos y una nueva tierra. El universo entero será transformado. Las estrellas brillaréis con una luz tan limpia como jamás ninguna criatura se ha atrevido a sonar…

—¿Y cuándo será eso?

—Hasta hoy nadie lo sabía en el Cielo. Era un secreto de Yavé que ni siquiera compartía con los án­geles. Incluso ahora desconocemos muchos detalles; pero sabemos que dentro de pocos días será la gran fiesta de la Creación: terminará la etapa más triste de vuestro mundo material, y participaréis de la gloria del Resucitado. No me preguntes más…

—¿Y esa misión nueva de que me hablabas?

—Vayamos por partes. Resulta que, hace algún tiempo, fuimos convocados a la presencia de Yavé los siete arcángeles del Consejo y, al fin, nos reveló el día, la hora y el programa de actos. Te aseguro, Oriente, que va a ser maravilloso. Aún no puedo contarte casi nada, porque Dios quiere mantener la emoción hasta el último instante, pero hay algo que debes saber, por­que te atañe muy de cerca: eres una de las doce ele­gidas.

Al Arcángel, en sus conversaciones con la estre­lla, le gustaba darle las noticias así, poco a poco, tra­tando de despertar su curiosidad. Por eso, al llegar a este punto, hizo una pausa, carraspeó (es un decir), y esperó a que Oriente preguntara «¿elegidas, para qué?». Pero su interlocutora conocía el truco y se limi­taba a parpadear con aire ausente.

—No te veo muy interesada —le dijo Gabriel un poco disgustado—. Cualquiera diría que no te alegra ni te importa haber sido elegida de nuevo por Yavé.

—Al contrario: me importa muchísimo. Si no hablo es para que puedas terminar tu mensaje sin in­terrupciones. Pero dime, ¿para qué me ha elegido Dios?

—¡No puedo decírtelo! Lo sabrás muy pronto. Pero no cabe duda de que eres muy afortunada. Fíja­te: hicimos una selección de doscientas cincuenta mil millones de estrellas como tú, cuatrocientos billones de lunas y una incontable cantidad de cometas que se destruirán en los fuegos artificiales. Entre las estrellas había auténticas maravillas de la Creación: como Ayalde, la más grande del Cosmos; o Castel, que cam­bia de colores constantemente y emite unos rayos im­posibles de imitar por ningún otro astro… ¡Qué voy a contarte! Cada Arcángel presentó al Altísimo sus can­didatos.

Yo te confieso que tenía pocas esperanzas, porque, aunque no eres una mala estrella, apenas das la talla si se te compara con las demás. Eres casi enana…

—No sé qué necesidad tienes de ofenderme —le interrumpió Oriente.

—Enana no es un insulto, sino un concepto in­ventado por los astrónomos para definir a un tipo
de estrellas… Ya se ve que, de unos siglos a esta parte, te has vuelto un poco susceptible… Pero, en cualquier caso, enana o gigante, has tenido una misión: la más hermosa que se ha confiado jamás a un cuerpo celes­te…

En resumen: que como era previsible, termina­mos la reunión con Yavé, y tú no estabas entre las doce elegidas. Incluso alguien comenté, después de efectuar algunos elementales cálculos matemáticos, que te quedaban sólo quince milenios de vida. Pero entonces llegó la Reina y dijo: ¡Cómo!, ¿no está Orien­te? Aquellas cuatro palabras bastaron para cambiar todos los planes.


Os voy a contar cómo fue. No sé si me conocéis: me llamo Zabulón, y creo que ya he salido antes en esta historia. Estaba yo en el Cielo tan tranquilo, jugando con el Niño y con María, como siempre, porque es lo que más me gusta…

(Ahora tendría que explicaros —o a lo mejor ya lo sabéis— que en el Cielo también hay un be­lén, como en Belén y como en vuestra casa)

Bueno, pues allí estaba yo y también mi perro, cuando apare­cieron dos ángeles y me vistieron de catedrático, con birrete, muceta, toga y todo lo demás. A ellos les gusta hacer estas cosas, así que no le di demasiada impor­tancia. Pero entonces me dijeron que les acompañara, y yo naturalmente me fui volando.

De camino coincidimos con Salomé, que, desde que está en el Cielo, va siempre vestida con delantal y cofia. A ella le gusta ir así; dice que es el uniforme de su oficio, y a todos nos parece estupendo, entre otras cosas porque está guapísima. Sin embargo esta vez resplandecía de forma particular: la cofia, sin dejar de serlo, se había convertido en una diadema de pie­dras preciosas, y, como Yavé siempre dice que Salomé es su Ángel Custodio, se le va poniendo un aire de ar­cángel, que ya lo veréis cuando os toque venir por esta zona del Paraíso.

Nos asomamos al Cosmos: la noche estaba pre­ciosa. No sé si adivinaban las estrellas lo que iba a ocurrir. Es posible, porque incluso yo, que fui tonto mientras vivía en la tierra, me quedé con los ojos muy abiertos para que me entrara por ellos el firmamento entero. Toda la Creación esperaba en silencio. Hasta los pájaros (que aquí hay millones) parecían contener la respiración. Los bienaventurados —hombres, muje­res, niños y ángeles— venían desde todas las direccio­nes y ocupaban sus asientos en las tribunas.

—Tú espera aquí —me dijo San Rafael—, que tie­nes una tarea especial que cumplir.

Enseguida se encendieron las estrellas. No es que antes estuvieran apagadas, pero tampoco se me ocurre forma mejor de decirlo.

Fue como una nueva explosión creadora, parecida, según cuentan, a la que hubo al comienzo del universo material.

La luz lo llenó todo y (no me preguntéis cómo) se convirtió en sonido, en acordes de una música im­posible, llena de color, que no venía de ninguna parte, porque nacía en cada criatura, en cada uno de los co­metas que surcaban el espacio, en cada galaxia y en cada mota de polvo. De pronto me di cuenta de que toda la Creación cantaba: todos los seres vivos, desde los ángeles hasta los borricos, entonábamos la misma melodía. Era un himno que sólo Yavé podía entender, porque él lo ponía en nuestros labios.

Las estrellas comenzaron una danza frenética llena de belleza. Se diría que el orden del Cosmos sal­taba en pedazos, pero era una fiesta y no el caos lo que veíamos delante de nuestros ojos.

Y apareció en el Cielo una grandiosa señal: una mujer vestida del sol, y bajo sus pies, la luna, y ciñendo su frente una corona de doce estrellas.

Así fue, como lo cuenta San Juan: la silueta ado­rable de María empezó a dibujarse en el firmamento. Yavé la pintaba sobre el muro transparente que es el espacio donde se expanden y respiran las galaxias: re­trataba a su Obra Maestra vestida de reina, y, al mi­rarla a los ojos, los que la contemplábamos habríamos renunciado con gusto a la Gloria con tal de quedarnos allí para siempre.

¿Cuándo comprendimos que el retrato había co­brado vida?

Era, de verdad, la Reina del Cielo, en cuerpo y alma. Tenía la luna, y como un aleteo de ángeles recién nacidos, junto a sus pies descalzos. Su manto azul, tachonado de estrellas, parecía cubrir la tierra. Sólo le faltaba la corona.

Al ver la belleza de mi Madre me quedé tan absor­to como aquella noche en Belén, cuando fui a la gruta cargado con la oca. A lo mejor hasta se me puso de nue­vo la cara de tonto. Por eso no oí al Arcángel cuando me llamó por primera vez, y tuvo que repetírmelo: 

—Vamos, Zabulón, que ahora te toca a ti.


Yo, de verdad, no sé cómo pude verlo todo si no paraba de llorar como una tonta. Porque, vamos, una nunca ha sido llorona, pero aquí en el Cielo se te po­nen unos lagrimones, que, hija, ganas te dan de mo­rirte de gusto.

La Señora estaba divina. Y yo, ya te digo, escon­didita, no de miedo, pero sí para llorar más a mis an­chas. Y eso que, cuando vi a Zabulón con aquel gorro, que según me dijeron es de doctor o de catedrático, me dio una risa muy recia que no podía parar, y hasta tuvieron que llamarme la atención

¡Qué vergüenza, pero qué bien que me lo estaba pasando! ¡Lo que no podía suponer es que me sacarían a mí también a escena! Pues eso es lo que pasó: que se me acercó el Ángel por detrás y me dijo:

—Salomé, la Señora te llama.

Y yo fui.


Oriente en esta ocasión no tuvo que cavilar mu­cho para comprender que había llegado su momento. Sintió la inercia del acelerón, y observó con alegría que su cola de plata había recobrado el vigor de los viejos tiempos y aún más. Vio la figura de María en el horizonte, y divisé un largo cortejo de gentes que ca­minaban hacia Ella. Eran los elegidos para pasar la fiesta bajo su manto azul. Allí estaban todas las figu­ras del belén que puso Dios: el pastorcillo sabio con sus vestes académicas; Salomé, la esclava
de la Esclava del Señor (así se llama ahora), coronada igual que su Dueña; Simeón, con los ojos llenos de lágrimas y de estrellas; el borrico, Moreno, que había aprendido a rebuznar sinfonías y empezaba a tararear la Novena de Beethoven; Joaquín, el dueño de la posada, siem­pre con un farol en la mano; los Magos con sus came­llos, y el ruidoso cortejo de los inocentes, que el pobre Herodes mandó al Paraíso demasiado pronto…

—Oye, Gabriel…

—Dime, Oriente.

—¿Dónde está San José?

—Donde siempre ha querido estar: en la som­bra.

Cuando llegó al Cielo, los Ángeles le rendimos el homenaje más grande que se había tributado hasta entonces a criatura alguna. Años más tarde vino Ma­ría en cuerpo y alma, y, en aquella gran fiesta, estuvo también junto a Ella. Pero hoy ha pedido a Yavé que­darse escondido:

Mi mayor felicidad —le ha dicho— con­sistirá en estar en un rincón, donde nadie me vea, para seguir contemplando desde abajo a la que me entregaste como Esposa en Nazaret. Mi vocación ha sido siempre ésa.

Todos los pintores de la tierra, al reproducir sobre sus lienzos la escena del Portal, reservaron la luz para el Niño y también para el rostro y las manos de María. A mí me dejaron la sombra, y es preciso que me quede aquí. Un cuadro necesita también pinceladas oscuras, precisamente para que las miradas se dirijan al centro de atención que el artista ha dispuesto.

—Es una extraña petición, ¿verdad? —preguntó Oriente.

—No lo creas. Después de José, otros santos han hecho a Yavé ruegos parecidos.

—¿Y Dios les hace caso?

—Sólo hasta cierto punto. Ten en cuenta que, además de obedecer a su Padre de la tierra, Yavé debe escuchar también a su Madre. Y María le ha pedido casi exactamente lo contrario: que José esté siempre a su lado disfrutando de sus mismos privilegios. Y, des­de luego, todos los bienaventurados estamos de acuer­do con Ella.

—¿Entonces…?

—Entonces resulta que Dios es Omnipotente, y puede armonizarlo casi todo. Por otra parte a los hu­manos les consuela comprobar que hasta en la Sagra­da Familia se producen disensiones algunas veces.


Gaspar fue el primero en percatarse de que la estrella se estaba desplazando hacia el Este.

—¿A donde va Oriente? —preguntó.

—Me temo que esta vez no podemos seguirla—respondió Melchor.

Al mismo tiempo que ella, otras once estrellas iniciaron su marcha en la misma dirección. Primero se elevaron a lo más alto del Cosmos. Allí formaron una corona de luz, y descendieron lentamente hasta situarse sobre la cabeza de María, rozando apenas sus cabellos de niña.

Éstas fueron las 12 afortunadas que coronaron aquel día a la Reina del Firmamento:

En lo alto, Al­tair, la estrella más brillante de la constelación del Águila y la única que también se llama así entre los hombres.

A su lado, Saomar, el gran lucero azul.

Gara, Galea y Peñalara, tres gemelas que son propiedad del Arcángel San Rafael, se arracimaban debajo forman­do una espléndida diadema.

A continuación, como tres grandes esmeraldas, Bidealde, Albalat y Guadaira.

Por último, Altaviana, Alcandora y Arangoya, otras tres mellizas, de las que se ocupa especialmente Salomé.

—¿Y Oriente?

La estrella más pequeña del Cosmos, a pesar de llamarse Oriente, parecía desorientada. Se veía ense­guida que no había ensayado la ceremonia con las demás. Al principio se puso un poco nerviosa; pero ¿qué podía hacer sino dejarse llevar por el Ángel?

Al fin se acercó a la frente de María y allí se quedó, como un lunar diminuto que sigue brillando por los siglos de los siglos.


Toda la ceremonia fue transmitida en diferido, por voluntad de Yavé, al siglo I de la Era cristiana, a la Isla de Patmos, donde San Juan Evangelista pudo ver­la en un largo sueño.

El mismo lo contó después, de muchas maneras, a cuantos quisieron escucharle:

—Por un momento pensé que la tierra iba a ser aniquilada. Tan grande era el cambio…

El mundo viejo desaparecía, se nos escapaba de las manos, y con él, el dolor, el pecado, la muerte. Se cayeron las espinas de las flores, amainaron los huracanes, ya no temblaban las montañas y el cielo volvió a llenarse de aves.

Eran pája­ros de muchos colores para un cielo nuevo y una tierra nueva. No veía el mar por ningún sitio: su horizonte se había fundido para siempre con el cielo.

Vi también la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que venía desde Dios, ataviada como una novia que se engalana para su esposo. Yo, como no entendía lo que estaba soñando, pregunté: «¿qué significa todo esto?». Y una voz me explicó que, desde aquel momento, Yavé iba a vivir entre nosotros, no como en Belén, escondido entre pañales, siempre huyendo de sus enemigos, sino corno Rey: en la sala de estar de nuestras casas, en las calles de las nuevas ciudades, en el trabajo gozoso de los talleres, entre los libros de los intelectuales, en el clamor de los estadios…

«Esta es la morada de Dios entre los hombres, continuó aquella voz: ellos serán su pueblo y Yavé será su Dios. Y las lágrimas ya no servirán para el llanto, sino sólo para la risa; porque la muerte habrá muerto».

Entonces vi a Jesús, que sonreía desde su trono y me decía: ya lo ves, ahora todas las cosas son nuevas.

Naturalmente, no puedo responder que cada una de las palabras aquí escritas sean las que pronun­ció el Apóstol.

Los ángeles taquígrafos nos dieron una transcripción aproximada alegando que en el capítulo 21 del Apocalipsis se recogen más o menos las mis­mas ideas.

Os pido disculpas

Zabulón.

ENRIQUE MONASTERIO, EL BELÉN QUE PUSO DIOS