Se había quedado ciego

Curación total y rapidísima de una neuritis del nervio óptico (marzo-abril de 1979)

El caso que se relata a continuación se refiere a la curación inexplicable de una grave forma de neuritis del nervio óptico que, en pocas semanas, había conducido a una ceguera casi total a un muchacho de dieciséis años.

Continúa con el milagro…

Para entenderlo mejor, podemos imaginar que la retina es como la antena de un televisor —una antena muy compleja— encargada de recoger los estímulos luminosos. Por medio del nervio óptico los transmite al cerebro, donde una estructura nerviosa altamente especializada, situada en el lóbulo occipital, se encarga de interpretar e integrar la enorme cantidad de información contenida en esos estímulos. El resultado de esta compleja operación es lo que llamamos visión normal, que nos permite distinguir claramente los objetos que caen en el campo visual, percibir los colores y el relieve, tener la sensación de cercanía o lejanía, apreciarlos en sus reales dimensiones, etc.

Siguiendo con la metáfora de la televisión, el nervio óptico sería como el cable que conecta la antena (o la emisora, en el caso de la televisión vía cable) al televisor de casa. Y así como el mal funcionamiento del cable repercute en la calidad de la imagen que vemos en la pantalla, de modo análogo la disfunción del nervio óptico repercute necesariamente en la calidad y cantidad de la información que llega al cerebro y, por tanto, en el producto final, que es la visión correcta.

Entre las enfermedades que pueden afectar al nervio óptico, las neuritis ocupan un lugar importante. Con ese nombre se designa un tipo de afección, habitualmente de carácter agudo, que tiene causas muy variadas. La sintomatología es parecida: el paciente experimenta de modo repentino visión borrosa en uno o ambos ojos, con frecuencia asociada a dolor o incomodidad. La disminución de la agudeza visual se acompaña de escotoma central, es decir, una mancha oscura en la parte central del campo ocular. Una de las primeras señales de este oscurecimiento progresivo de la vista suele consistir en la pérdida de la percepción de los colores, que puede llegar hasta la visión «en blanco y negro», como la televisión de no hace muchos años y como aún hoy día sucede en nuestros televisores, cuando la emisora no está bien sintonizada o se pierde momentáneamente la calidad de la señal.

Una ceguera aguda y progresiva

Andrés era un estudiante de dieciséis años. Nacido en los Estados Unidos en 1962, a los dos años se trasladó a Venezuela, país de sus padres, donde creció con normalidad y realizó los estudios primarios y secundarios. Entre los antecedentes familiares no figuran otras enfermedades oculares que las cataratas de sus abuelos, ya de edad avanzada.

Durante el año escolar 1978-79, Andrés marchó a los Estados Unidos para realizar allí el último curso de bachillerato. Se alojó con su hermano mayor, Juan Carlos, que frecuentaba la universidad en Daytona (Florida).

El curso comenzó con toda normalidad. Andrés se adaptó bien a la vida en el nuevo país, como se manifiesta en las cartas que escribía a sus padres y hermanos. Sin embargo, en febrero de 1979, comenzó a notar una pérdida de la agudeza visual, progresiva y alarmante. Su hermano lo llevó a la consulta de un oculista, que le prescribió el uso de gafas.

En las semanas sucesivas, la capacidad visual continuó empeorando, y de modo rapidísimo. Las gafas no servían para nada y Andrés se vio obligado a utilizar una lupa para poder leer y escribir, aunque también esta precaución se demostró insuficiente. En el transcurso de cuatro semanas, se había quedado prácticamente ciego.

Al principio, ni él ni su hermano mayor concedieron mucha importancia al asunto. Con el progreso rapidísimo de la enfermedad, Juan Carlos comenzó a preocuparse por la salud de su hermano. De entrada, le prohibió el uso de una moto casi recién comprada, porque no distinguía el color de los semáforos. En las cartas que escribía a la familia, residente en Venezuela, la preocupación por la vista del hermano se fue haciendo más y más palpable. Pero lo que de verdad asustó a los padres fue recibir, a finales de marzo, una carta escrita por el mismo Andrés. Al compararla con otra recibida dos meses antes, la diferencia saltaba inmediatamente a la vista: los caracteres de la última, enormes, hacían irreconocible la caligrafía habitual del hijo. El padre, de acuerdo con la esposa, decidió partir inmediatamente hacia Florida, conocer personalmente lo que estaba sucediendo y llevar al hijo —si era necesario— a una clínica especializada.

Un diagnóstico muy alarmante

Roberto, el padre de Andrés ha puesto por escrito lo que sucedió entre el 8 y el 16 de abril de 1979, fechas claves en la evolución de la enfermedad de su hijo. Seguiremos fielmente su relato.

El 8 de abril de 1979, Domingo de Ramos, Roberto salió rumbo a Florida. Inmediatamente se presentó en la clínica Bascom Palmer de Miami, una de las más acreditadas de la región sur de los Estados Unidos. Tuvo que sortear muchas dificultades, porque normalmente hay que pedir cita con varios meses de antelación. Insistió, dada la gravedad del caso, y el Miércoles Santo, 11 de abril, Andrés ingresó en el hospital para que le hicieran numerosos y complejos exámenes oculares. Su padre, que usa lentes correctoras desde niño, atestigua: «Nunca había visto, con anterioridad a aquel triste día, tantos aparatos oftalmológicos y tantos especialistas juntos. A mi hijo estuvieron examinándolo, con toda minuciosidad, durante ocho horas seguidas, sin interrupción (y digo estuvieron porque lo vi pasar por manos de por lo menos cinco especialistas)».

El último examen del día consistió en un test de visión cromática. En el resguardo que les dieron para dirigirse al servicio correspondiente figuraba esta indicación: «Probable Leber». Luego, los oculistas le dijeron: «Llévese a su hijo. De momento, no podemos prescribirle nada. Quedará en observación. Tráigalo en mayo para hacer nuevos exámenes. Lo que tiene parece ser un Leber».

Era la primera vez que Roberto oía el nombre de esa enfermedad, pero pronto le informaron de que la «enfermedad de Leber» es una atrofia hereditaria del nervio óptico, «una forma devastadora y poco comprendida de neuritis óptica que se presenta predominantemente en los hombres después de la pubertad». Así la describe un conocido manual de Oftalmología, que continúa: «La visión declina rápidamente o de una manera muy brusca en un tiempo relativamente breve. Con frecuencia, la pérdida es asimétrica al principio, primero en un ojo, después en el otro. En casi todos los casos, la visión central queda atacada de una manera selectiva». Esta enfermedad difiere de otras neuritis ópticas porque «es bilateral, familiar, no recurrente, y no sufre remisiones. Cuando se presenta, los escotomas (manchas negras) centrales no desaparecen y la visión queda permanentemente deficiente».

Se comprende la angustia de Roberto, al conocer que la probable enfermedad de su hijo no tenía tratamiento y que llegaría a quedar irremediablemente ciego.

La misma tarde en que conoció el presunto diagnóstico, llamó por teléfono a Nueva York, a una amiga de la familia que tiene un hijo oftalmólogo. Gracias a sus buenos oficios, consiguió una cita en una de las más renombradas clínicas oftalmológicas de los Estados Unidos, el «New York Eyes and Ears Institute». La cita quedó concordada para el martes, 17 de abril.

Una movilización de oraciones

En el curso de la conversación telefónica con la amiga de Nueva York, Roberto escuchó unas palabras de ánimo que necesitaba mucho:

—No desesperes, le dijo esa amiga de familia. Encomiéndaselo a Mons. Escrivá. Verás que por su intercesión Dios te lo va a sanar.

«Todo lo que yo sabía entonces de Monseñor Escrivá —reconoce Roberto—, es que era el Fundador del Opus Dei, y había leído, muy salteado, su libro «Camino». Pero le encomendé a mi hijo de todo corazón».

Enseguida llamó por teléfono a Caracas, para comunicar a su mujer la opinión de los médicos de Miami y recomendarle que rezara a Dios por la intercesión de Mons. Escrivá. Esa petición puso «en pie de guerra» a toda la familia, que se movilizó para rezar por la salud de Andrés. La madre llamó por teléfono a una amiga suya del Opus Dei, que la consoló y le prometió que rezaría y haría rezar por la misma intención. También esta persona la invitó a recurrir con mucha fe a la intercesión del entonces Siervo de Dios, cosa que efectivamente hizo. Se había puesto en marcha una auténtica movilización de oraciones.

Pasó el Domingo de Pascua y, en la tarde del día siguiente, 16 de abril, Roberto llegó con Andrés a Nueva York. El muchacho no podía entretenerse con la televisión, porque no distinguía ni los colores ni las imágenes.

Cenaron con los amigos que les habían facilitado la cita en la nueva clínica. A los postres, la dueña de la casa les facilitó una estampa con la oración para la devoción privada al Fundador del Opus Dei. Roberto escribe: «La recé al volver al hotel con toda la fe de que pude ser capaz en aquel momento».

Un cambio radical

El martes, 17 de abril, a las nueve de la mañana, se presentaron en la afamada clínica de Nueva York. Allí examinaron a Andrés con la misma minuciosidad que en Miami. La persona que había conseguido la cita con tan poco tiempo, que trabaja en esa clínica, informó luego a Roberto de que durante el día llamaron varias veces por teléfono a la clínica de Miami para intercambiar opiniones y discutir el diagnóstico. Era evidente que tenían apreciaciones diferentes sobre la enfermedad en curso.

Cedamos de nuevo la palabra a Roberto: «A las 3.00 de la tarde, el médico que dirigía el equipo me dijo: «Este muchacho no tiene nada en los ojos. Si el diagnóstico de Miami fuera cierto, aquí hubo un milagro. Lléveselo tranquilo y no le haga nada, porque en dos meses estará perfectamente bien».

»Nada le hicimos. Lo trajimos a Venezuela para unas largas vacaciones. Perdió su año escolar porque no pudo preparar los exámenes. Seguimos rezando a Monseñor Escrivá y a principios de septiembre volvió al colegio en Estados Unidos. Los lentes habían quedado en Miami. La lupa la dejó en casa durante las vacaciones. Por la carta que nos hizo el 30 de septiembre de 1979 y por sus notas del primer mes del curso 1979-80 (…) y por las que actualmente está obteniendo, podrá apreciarse cómo está su vista desde entonces».

Andrés se había curado completamente. Aquellas semanas de ceguera prácticamente total eran sólo un mal recuerdo, como el que se tiene al despertarse de una pesadilla. Las urgentes oraciones que se habían elevado al Cielo entre el 8 y el 16 de abril de 1979, recurriendo a la intercesión del Fundador del Opus Dei, habían conseguido lo que parecía imposible.

La opinión de los especialistas

El director del equipo médico de la clínica de Nueva York había afirmado: «Si el diagnóstico de Miami fuera cierto, aquí hubo un milagro». La «enfermedad de Leber» es, en efecto, por su misma naturaleza, incurable y progresiva. No es posible dudar de la seriedad de los exámenes oftalmológicos realizados en la clínica de Miami, que están bien documentados y en los que intervino un equipo de cinco especialistas durante ocho horas.

El único dato de la historia clínica de Andrés que no concuerda con esta enfermedad es la ausencia de antecedentes familiares: la «enfermedad de Leber», tal como se describe en los libros, es hereditaria, probablemente ligada al cromosoma X de forma recesiva. En ausencia de estos antecedentes, los oftalmólogos de Florida formularon la hipótesis de probable Leber, ya que los síntomas manifestados por Andrés correspondían a tal enfermedad, una vez descartadas otras posibles causas de neuritis del nervio óptico (intoxicaciones, enfermedades infecciosas, esclerosis múltiple o en placas, trastornos metabólicos…), por la ausencia de otros síntomas peculiares de esas enfermedades.

Posteriormente, dos expertos oftalmólogos han estudiado con profundidad este caso. Los dos concluyen que, en ausencia de los antecedentes familiares, no se puede afirmar con certeza el diagnóstico de «enfermedad de Leber», pero sí el de una afección aguda y grave del nervio óptico, de causa desconocida. Los dos hacen hincapié en que resulta inexplicable una evolución tan rápida: en el curso de una semana  (intervalo de tiempo transcurrido entre los exámenes realizados en la primera y en la segunda clínica), los resultados dan un giro de 180 grados. Y concluyen: «Tienen que haber existido causas extranaturales en la curación tan rápida de la enfermedad».

Uno de los expertos explica, además, que se pudieron dar dos posibilidades: 1) se trató realmente de una «enfermedad de Leber» (atípica por la carencia de antecedentes familiares), y en este caso la evolución lógica es hacia una atrofia del nervio óptico; 2) no fue «enfermedad de Leber», y en este caso habría que estudiar el origen de la neuritis, pues de eso depende principalmente el pronóstico. Como se ha dicho, no se llegó a saber. Por la edad, el especialista aventura, sin otros datos, un origen tóxico. «En ese caso —dice— la recuperación puede ser espontánea, aunque es realmente excepcional que ocurra en tan pocos días».

Sea lo que fuere, los que vivieron de cerca esta situación no tienen ninguna duda de que se trató de un favor muy especial del Cielo. Así concluye su relación el padre de Andrés: «Habrá incrédulos que digan que el caso sólo fue fruto de factores emocionales: es lo que está de moda. Otros, menos reticentes, podrán comentar que fue «un favor muy especial». Pero para los de mi casa y para muchos de nuestros allegados, y especialmente para mi mujer y para mí, que vivimos esos horribles días, no fue ni más ni menos que un grandísimo milagro que nos hizo Papá Dios por la intercesión de Monseñor Escrivá».