«Había aceptado como su destino, destino que debía soportar pacíficamente y sin flaquear, que todo descansara sobre ella. También se había esforzado en ser paciente y aceptar sin flaquezas las condiciones de su vida todas las veces que sentía que había un nuevo hijo en sus entrañas: siempre, siempre. A cada hijo que aumentaba su grupo, experimentaba que ella iba siendo más y más responsable del bienestar y de la seguridad de la familia. (...) Y, no obstante, se daba cuenta esta noche de que era la misma Cristina de Joerundgaard que jamás había podido soportar una palabra dulce e hiriente, porque todos los días de su vida habían estado protegidos por una ternura fuerte y dulce. Entre las manos de Erlend era aún la misma. (...) Ella misma lo había elegido. Lo había elegido en una embriaguez de amor y había mantenido su elección día tras día en los años difíciles de Joerundgaard. Amor insensato por Erlend, más fuerte que el amor por su padre, que no podía sufrir ni que el aire le rozara. (...) Frailes y sacerdotes le habían indicado el camino del arrepentimiento, de la penitencia y de la paz, pero había preferido la vida insegura antes que renunciar a su precioso pecado».