En Alfonso coinciden la figura del monarca medieval, de costumbres y aficiones caballerescas, no exentas de rasgos generosos, desconcertantes y deslumbrantes, y la del nuevo monarca renacentista, mecenas de los hombres más insignes en el mundo de las artes, que sabe premiar a cuantos le halagan en la corte, pero que entiende también que es un signo de distinción que traen consigo los nuevos tiempos. Tal es así como lo describía Beccadelli: «En todas sus expediciones y viajes siempre llevaba consigo Tito Livio y los Comentarios de Julio César, y casi no dejó un solo día de leerlos. A menudo decía de sí mismo que, en las cosas militares y en las maniobras de las guerras, le parecía que, comparado con César, era muy torpe y tosco. Tal amor tenía por el nombre de César, que hacía buscar por toda Italia las medallas y las monedas antiguas donde estaba esculpida su efigie; y las tenía como algo sagrado y religioso en un arcón adornado, diciendo que con sólo mirarlo le parecía que se inflamaba en el amor a la virtud y la gloria».