Tina llevaba quince días surcando el Mar de China con su familia. Quince días que habían transcurrido casi en un suspiro. Entre otras cosas, porque la joven amaba el mar. Lo llevaba inyectado en la sangre. Su abuelo había sido un gran navegante y sus padres también lo eran. Aquel amanecer era precioso y tranquilo, y Tina se encargaba de la guardia al frente del timón. De pronto, una tremenda detonación a su espalda interrumpió en seco sus pensamientos. No le dio tiempo a volverse. Un proyectil silbó por encima de su cabeza y cayó a doscientos metros ante su proa, levantando una gran columna de agua. El grupo de gaviotas salió de estampida llenando el cielo de estridentes graznidos y ella permaneció atónita contemplando el círculo de espuma producido por el disparo. Y así comenzó la pesadilla: porque, irremediablemente, el lujoso velero cayó en manos de los piratas, que asaltaron el barco y los llevaron prisioneros a una pequeña isla perdida que escondía más de un secreto