El sistema capitalista, en su actual vertiente depredadora, presenta perfiles extremadamente inquietantes. La devastación social que ha provocado toma forma en intolerables tasas de desempleo, desahucios masivos, políticas de austeridad derivadas de la ineptitud-cuando no connivencia- de una clase política maniatada por los llamados mercados. Amparado en potentes instituciones: políticas, económicas, educativas, culturales que sostienen y extienden los modelos productivos y acumulativos del capitalismo, el proceso parece estar ofreciendo evidentes síntomas de agotamiento. La demanda global es incapaz de absorber la oferta productiva al mismo ritmo que ésta va anegando el mercado. La destrucción medioambiental en aras de un mayor crecimiento económico, el poder de las compañías transnacionales, la ausencia de controles políticos y frenos a los flujos financieros internacionales, la especulación financiera sin barreras, la corrupción generalizada, la culpabilidad arrojada a la ciudadanía respecto a comportamientos en los que ninguna participación han tenido, hundimiento de las entidades financieras y, en definitiva, la mercantilización del ser humano han devenido en la llegada a un punto de no retorno. El comportamiento que ha adquirido el sistema se define, en esencia, como incontrolable. Como un virus que se transmite con dinámicas propias empieza a dibujar un escenario que se asemeja a una suerte de fase terminal. Como ha sucedido en todos los albores de cambio de sistema, el factor sorpresa ha desarbolado a sus guardianes que se sentían omnipotentes e intocables. Nos encontramos en los estertores finales de lo existente y ante el anuncio de lo que está por llegar, es decir, frente a un cambio que promete ser histórico.