«Que la obra de Eugenio Montale, uno de los mayores poetas contemporáneos, haya sido muy poco difundida en español, es uno de esos hechos inexplicables que tan a menudo sirven para denunciar el dudoso mercado de prestigios que oscurece el mundo de la literatura.» Así comenzaba el prólogo de Horacio Armani a la antología de Montale que el poeta y traductor argentino publicó en Buenos Aires en 1971. Desgraciadamente, hasta hace muy poco esas palabras mantenían toda su vigencia: la mayor parte de la obra del poeta italiano continuaba sin ser traducida al castellano. Ni siquiera el centenario de su nacimiento, en 1996, sirvió para remediar esa situación. De hecho, hasta hace escasamente un año no estaba al alcance del público español ninguno de los libros de Montale, ni siquiera la citada antología de Armani, ni tampoco las versiones del mismo traductor, publicadas pocos años después, de sus dos primeros libros: Ossi di seppia y Le Occasioni; ediciones todas que desaparecieron hace lustros de nuestras librerías. Afortunadamente, en pocos meses la situación ha variado radicalmente. En mayo de 1999 se publicó en Barcelona el Diario póstumo –último libro del poeta, editado por primera vez en Italia en 1996, coincidiendo con el centenario de Montale–, y muy poco después, la revista Poesía y Poética de México publicó en su colección de poesía Cuaderno de cuatro años, excelente edición que apenas ha tenido difusión en España. La publicación ahora de una nueva versión de Huesos de sepia en Igitur y el anuncio de la próxima aparición de Satura en la editorial Icaria, dibujan un panorama no sólo diferente sino francamente alentador. Ossi di seppia se publicó en Turín en 1925. Los poemas que lo componen fueron, pues, escritos cuando Montale era aún muy joven. Sorprende, en cambio, la madurez y el «milagro» de esta poesía. Uno tiene la sensación al leer este libro de tener el enorme privilegio de asistir al nacimiento de una voz poética personalísima, de entrar en un universo poético que impone su verdad y su presencia por vez primera con la misma naturalidad que la árida y pedregosa naturaleza de la costa ligur que le sirve de marco. Desde los primeros versos, sentimos que la palabra poética que aquí nace es necesaria en su pura materialidad; oscura y sin embargo tan cierta, luminosa y sin embargo tan oculta. Como señala Alfredo Gargiulo, en el prólogo a la edición de 1928 –que con excelente criterio se reproduce en la edición que aquí comentamos–, «en Montale no hay ni rastro de residuo literario: el residuo es todo documento, vida». Más que nunca, por tanto, la palabra poética, al ser vida, es aquí un todo, un todo verbal del que no se puede separar el concepto. Creo, por eso, que el traductor de la edición que comentamos se equivoca en esto cuando en el epílogo afirma que «para el traductor el hecho de trabajar con un material limpio de residuos literarios es una clara invitación a la fidelidad conceptual». Es obvio que el traductor ha de ser fiel al concepto en su traducción, pero no lo es menos que igualmente lo ha de ser a sus características fónicas, rítmicas y prosódicas. De hecho el misterio de esta poesía es sobre todo musical. El propio Montale era plenamente consciente de ello, y lo dijo de forma rotunda: «Ignoro que méritos tenga mi poesía, quizá muy pocos, pero creo que son específicamente musicales». Sigo pensando, además, que aunque el texto de Gargiulo sea magnífico y haya servido para que muchos después de él repitan sus inteligentes observaciones, el que mejor ha reflexionado sobre esta poesía es el propio poeta, y, al hacerlo ha insistido sobre todo en que su secreto se le impuso, casi involuntariamente, no desde la idea sino desde la música: «No; cuando escribía mi primer libro (un libro que se escribió solo) no me atuve a tales ideas [...]. Obedecí a una necesidad de expresión musical. Quería que mi palabra fuera más adherente que la de otros poetas que había conocido. ¿Más adherente a qué? Me parecía vivir bajo una campana de vidrio, y sin embargo me sentía vecino a algo esencial. Un velo sutil, un hilo apenas me separaba del quid definitivo»