«El viernes pasado, 16 de abril de 1943, tuve que interrumpir a media tarde mi trabajo en el laboratorio y marcharme a casa […] Me acosté y caí en un estado de embriaguez nada desagradable, que caracterizó por una fantasía sumamente animada. En un estado de semipenumbra y con los ojos cerrados […] me penetraban sin cesar unas imágenes fantásticas de una plasticidad extraordinaria y con un juego de colores intenso. […]». Así describe Albert Hofmann el primer viaje de LSD, probablemente el hallazgo psicofármacológico más importante del siglo por sus consecuencias culturales y sociales. Ignoraba que acababa de descubrir una de las piedras fundacionales del movimiento hippie y que, sin quererlo, estaba contribuyendo a una revolución contracultural que, de las canciones de los Beatles o los Doors a la estética de Andy Warhol, removería profun-damente los cimientos de la sociedad tradicional de Occidente. Por las páginas de La historia del LSD, un clásico de la literatura sobre drogas, desfila una galería de personajes que ejemplifican el carácter convulso y caleidoscópico de los años sesenta. Entre ellos, Timothy Leary –el apóstol del LSD-, quien creía ciegamente en su poder para despertar conciencias alineadas; Ernst Jünger, un convencido defensor de su ingesta como forma de experiencia intelectual y artística para selectos grupos de iniciados; Aldous Huxley, quien consideraba el LSD como una llave de acceso a una percepción de la existencia más plena y enriquecedora que superaba los límites impuestos por la razón y la lógica, o el médico-poeta visionario Walter Vogt, que definió el ácido como «el único invento alegre del siglo XX».