Hay dos cosas que son ciertas aquí, ahora y siempre. La primera es que la historia –la oficial, la de mayúsculas reverenciales– la escriben los ganadores. La segunda es que esa historia no soporta el sentido del humor ni las paradojas, es decir las verdades a secas. Basta con que brinque un dato ignorado por los redactores de turno, las palabras inocentes de alguien que recuerde su infancia, un recorte amarillento, para que la Historia se convierta en caricatura de sí misma y los próceres, mártires y grandes gestas sean materia de guiñol.