La confianza trae de la mano la fe.

¡Qué paz cuando hay confianza!
El pecado del hombre de hoy es la desconfianza. El hombre desconfía de su Dios: de la Iglesia, del Evangelio, de las instituciones que Dios le ofrece para su salvación.

Te pongo todos los medios ¿qué más quieres, Mari-Geles?

Estaba un hombre en mitad del océano en una balsa. En medio del tremendo oleaje marítimo la balsa se hundió y el hombre quedó a la deriva. No tenía salida: comenzó a rezar y a pedir al Altísimo que le sacara de esa. En su corazón recibió una respuesta: la seguridad de que Dios le rescataría. 

Pasó por su lado un barco pesquero que le invitó a subir, pero el hombre replicó:

-No, yo confío en Dios, y sé que él me salvará.

El hombre no subió, pero al rato pasó por su lado un helicóptero de vigilancia marítima, que le invitó a subir por las escaleras de salvamento.

-No, yo confío en mi Dios, y sé que él será mi salvador.

Pasaron las horas, los días, y nunca más se supo de aquel hombre.

Cuando éste llegó a su juicio, allí en la antesala del  cielo se encuentró con Dios y le preguntó contrariado:

-Señor, yo confiaba en tí, en que tú me salvarías.

-Te dí una balsa y la hundiste, te mandé un barco pesquero a tu ayuda y lo rechazaste, y te mandé un helicóptero de salvamento y no subiste. ¿Qué esperabas?

Actualmente, muchos países, fundamentalmente del continente asiático, contemplan con estupor la degradación moral de occidente.El Papa Benedicto XVI, en el discurso de la Inmaculada de hace un año, señalaba una cosa bien interesante: El pecado consiste en que “el hombre no se fía de Dios. Tentado por las palabras de la serpiente, abriga la sospecha de que Dios, en definitiva, le quita algo de su vida, que Dios es un competidor que limita nuestra libertad, y que sólo seremos plenamente seres humanos cuando lo dejemos de lado; es decir, que sólo de este modo podemos realizar plenamente nuestra libertad”. Este es un pecado personal, pero también social, de modo que se manifiesta más acusado en algunos lugares.
El fruto manifiesto de esta sospecha entre los más jóvenes adquiere una expresión muy sencilla: “¿se puede ser joven y cristiano?”. A algunos les parece incompatible. ¿Por qué? porque se entiende a Dios como competidor y no como amistad que plenifica.

Por eso, cada creyente debe entender lo decisivo que es responder a la fe recibida, pues no sólo es el resultado de una operación intelectual privada, sino que es respuesta a las necesidades de los tiempos; más quizás ahora que nunca. Es el modo de vencer la sospecha que el hombre contemporáneo tiene sobre Dios y que le llevó a una primera ruina, en las guerras mundiales, y que puede conducirle a otro derrumbamiento