Para qué sirve una estrella

Cuando Yavé creó el mundo, puso un nombre a cada estrella. Eran millones. Millones de millones de millones; pero Dios las conocía todas, y llamaba a cada una por el nombre que le puso.

Los ángeles quisieron apren­derse de memoria la lista entera, y la escribieron en un pequeño cuaderno, que todavía debe de andar por ahí, olvidado en algún rincón del Cielo.

Como comprenderéis, yo no me sé más que unos centenares, y ninguno coincide con los que han inventado los astrónomos. Así que, para evitar confu­siones, no los pondré aquí, aunque reconozco que ga­nas no me faltan, porque los nombres que Dios inven­ta son infinitamente más sonoros y más hermosos que los nuestros.

Sólo hablaré de una estrella, de la más pequeña de todas. Nació de una esquirla insignificante des­prendida de la Gran Galaxia, y voló tan lejos por efec­to de alguna extraña fuerza, que muy pronto se encontró en el límite mismo de la Creación. Sola, sin planetas que la contemplaran como a la mayoría de sus hermanas, Oriente, que ése era su nombre, sólo existía para Yavé. Ningún astrónomo sospechó jamás que estuviera allí. Era tan pequeña, tan leve su fuerza de atracción, que apenas le llegaban diez o doce meteoritos perdidos cada año. Si un día hubiese desaparecido, el delicado equilibrio del universo no se habría alterado lo más mínimo.

Oriente no sabía si su vuelo por el espacio había terminado ya.

Al faltarle todo punto de referencia, tenía la impresión de estar clavada, como una lámpara inerte, que a nadie alumbraba. Y, aunque las estrella no acostumbran a protestar, un día empezó a preguntarse qué pintaba ella en el Cosmos.

Entonces apareció el Ángel, y Oriente oyó por primera vez que alguien la llamaba por este nombre.

—¿Es a mí? —respondió la estrella.

—¿A quién si no…? ¿Acaso no te pasas la vida quejándote de que estás sola? 

—Tampoco exageres. Sólo lo he dicho una vez, la verdad, no sé cómo has podido oírme.

—El caso es que, si no me equivoco, has puesto en duda la infinita sabiduría de Dios.

—¿Quién, yo?

(La pequeña Oriente se puso más roja que Marte al anochecer.)

—Has insinuado —continuó el Ángel— que Yavé te ha creado sin motivo alguno, que tu existencia no tie­ne sentido, que eres una especie de error de la Divina Providencia…

—¡Alto, alto…! —le interrumpió la estrella—. Tam­poco es para ponerse así. No me atribuyas palabras que no he dicho ni conceptos tan confusos que a du­ras penas puedo entender; Me tomas por un filósofo, y sólo soy una estrella aburrida, que ni siquiera sabía mi nombre… Por cierto, que tampoco sé el tuyo.

—Me llamo Gabriel, y he sido enviado por Dios a disponerlo todo para el nacimiento del Mesías…

—¿El Mesías…?

—No me interrumpas. Tú no eres capaz de en­tender estas cosas, y con tanto ajetreo, la verdad es que voy de ala.

—Claro…, para eso eres un ángel.

—Primero estuve con Zacarías, el padre de Juan. Supongo que no lo conoces: un anciano sacerdote, ca­bezota y desconfiado, que no se creyó mi mensaje, y me pidió una prueba. No le bastaba, por lo visto, con mi aparición repentina en medio del templo…

Quería un signo, y se lo di: se quedará mudo por una tempo­rada… o te preocupes. Digamos que es una pequeña broma del Altísimo. Se le pasará en cuanto nazca su hijo. Luego he hecho unas pocas visitas de incógnito. Ya sabes, sin que se note que soy yo… Tenemos que preparar un censo…

—¿Un qué?

—Un censo, un recuento… Es igual. Pero tuve que ver a un tal César, en Roma, y a Quirino, el Go­bernador de Siria… Estos papeleos burocráticos son capaces de agotar a un Arcángel.

—Así que tú también te quejas de vez en cuan­do… —interrumpió Oriente con una sonrisa.

—Ni pensarlo. Lo que pasa es que me gusta ha­blar; Por eso Dios me manda de mensajero a todas partes. Además tengo un secreto estupendo…

—¿Un secreto de los que no se pueden contar?

—¡Al contrario!: es tan secreto, tan secreto, que no tengo más remedio que decírselo a todo el mundo; eso sí, en voz muy baja para que no se enteren los de al lado, y así poder contarlo otra vez.

—¿Y a quién se lo cuentas?

—¿No te digo que a todo el mundo?: a los ángeles, a los hombres, a los borricos, a los pájaros, a las estrellas…

Oriente volvió a sonreír; y el Arcángel Gabriel la envolvió con sus alas, para contarle muy bajito, de forma que no le oyeran las estrellas vecinas, su visita, de parte de Dios, a la Reina de los Ángeles y de los lu­ceros.

Al terminar; la estrella tiritaba, y Gabriel, a su modo, también. Imposible saber cuánto tiempo per­manecieron en silencio. 

Al fin, Oriente dijo:

—¿Y qué mensaje tienes para esta estrella? 

El tono del Arcángel se hizo entonces más so­lemne:

—Vengo a decirte, de parte de Dios, que, sin sa­berlo, has estado navegando por el espacio durante millones de años con una meta bien precisa. Eres la más pequeña de las estrellas del firmamento. No tie­nes planetas, ni lunas. ¿Sabías que, hasta ahora, nadie te ha visto jamás? Pues bien, alégrate, Oriente, que el Señor también está contigo. Dentro de poco te mira­rán los ojos de la Reina, y tú detendrás tu vuelo unos instantes encima de su palacio en Belén. Detrás de ti, caminará la caravana de unos Magos. Ellos saben también tu nombre, el que Yavé te puso desde toda la eternidad.

La estrella permaneció en silencio.

La mayor parte del mensaje del Ángel le resultaba tan misterio­so…: la Reina, los Magos, el Niño…

—¿Qué puedo contestar? —dijo al fin—.

—Lo mejor es que no hables. Dios te ha asigna­do un papel en su Navidad, aunque no lo entiendas del todo. No puedes aceptarlo ni rechazarlo: eres sólo una estrella y tu camino está ya escrito en el firmamento. Vivirás aún miles de siglos más, pero fuiste creada só­lo para un día, el de Belén. 

Ahora ya sabes que, desde la galaxia más grande hasta la última luna, nada hay inútil en el
universo.

A Oriente, sin embargo, se le habían pasado las ganas de hablar.

Debería estar alegre; pero, por un momento, pareció apagarse de tristeza.

—En el fondo tienes suerte —trató de animarla Gabriel—. Fíjate: en ese Nacimiento que se prepara, hay millones de figuras: montañas, castillos, palme­ras, ríos, estrellas… Pero hay otras mucho más peque­ñas: los hombres, las mujeres, los niños..

Cada uno tiene también un nombre, recibido de Yavé antes de que tú existieras; pero deben descubrirlo, y aceptarlo. A ti te basta con dejarte llevar: ellos necesitan tener el oído atento, porque Dios les hablará en voz muy baja, casi como la brisa, y les dirá cuál es su sitio en este mundo que gira alrededor del Portal: conocerán su vocación.

Pero su responsabilidad es enorme, porque pueden engañarse, o taparse los oídos, o contestar que no, o rebelarse…

¿Comprendes, Oriente? Y si lo hicie­ran, su vida se convertiría en un sinsentido, se ha­brían escapado del belén; serían corno astros perdi­dos, sin rumbo, como piezas inútiles y desgraciadas… 

Oriente tardó en responder. Le habría gustado decir, como su Reina: yo soy la esclava del Señor; hága­se en mí…; pero, claro, a las estrellas no se les consul­ta. ¿Era una suerte?

—No, Gabriel. No trates de consolarme. Sé lo que soy, y me conformo. Pero el Niño que va a nacer prefiere un sí enamorado y libre de una sola de aque­llas figurillas a todas las luces del firmamento.

El Arcángel guardó silencio. Por primera vez en una eternidad, no se le ocurría nada.

—¿Y el Niño? —preguntó Oriente—. ¿Me mirará el Niño?

—¿Por qué lo preguntas?… No lo sé. Los niños recién nacidos tienen los ojos cerrados. Sólo se atre­ven a mirar a sus madres. Pero Jesús…, no sé. 

Quizá pueda conseguirte algo…

ENRIQUE MONASTERIO, EL BELÉN QUE PUSO DIOS.