«En la habitación del hospital, junto a la ventana, se encuentra una niña enferma. De tarde en tarde sufre unos ahogos de muerte. Sobre la mesilla de noche, una campanilla que sirve para avisar a las enfermeras. La atienden enseguida.

En la cama de al lado está un pobre viejo que tiene paralizadas las piernas. Es un viejo oscuro y malhumorado. Ella puede moverse, asomarse y mirar por la ventana. Trata de distraer al anciano contándole lo que dice que ve por la ventana: el jardín, la gran fuente, las flores, la gente… La niña cuenta y cuenta y no para de contar lo que ve por la ventana. El viejo se muere de envidia. Imagina cosas que la niña no ve.

Una vez más, en medio de la noche, llega la angustiosa tos. La pequeña despierta bruscamente y alarga su mano hacia la campanilla. Incomprensiblemente, la mesilla está vacía. En medio de sus ahogos palpa y vuelve a buscar desesperadamente la campanilla. Pero no la encuentra. Por fin, se incorporó un poco y la ve: está ahí, en las manos del viejo. Entre los ahogos, llega a exclamar: ¡Toca, toca, me ahogo! El hombre, que está despierto, en medio de su locura, aprieta la campanilla para que no suene.

Dos días más tarde, en aquella habitación del hospital hay dos camas, una ventana y un solo enfermo, el viejo que está al lado de ella. Acaban de trasladarlo de lugar, porque se han llevado el cuerpo de la chiquilla. ¡Ese es el momento! El viejo, con gran trabajo, se incorpora. Tiene una expresión de ansiedad en su rostro. ¡Por fin podrá contemplar y distraerse mirando por la ventana!

Y esto es lo que vieron con asombro, con rabia, con dolor, los ojos del viejo enfermo: un paredón y un tejado. ¡Eso sólo! Un gran paredón, y en lo alto, un sucio tejado, con tejas viejas, rotas. No se ve nada más por la ventana.»

(Jesús Urteaga Loidi, “Siempre alegres para hacer felices a los demás”, p. 197)