Anécdota contada por el arzobispo François Xavier Nguyên Van Thuân a Juan Pablo II durante sus Ejercicios Espirituales.

Como peregrino divino, -dice el predicador del Papa- Jesús ha implantado en nuestro corazón su arte de amar.

Donde éste florece, los hombres advierten el perfume de la Buena Nueva. Recuerdo ciertos momentos de mi vida.

Cuando estuve en aislamiento, me confiaron a un grupo de cinco guardias: por turnos, dos estaban siempre conmigo.

El jefe les dijo: -Os sustituiremos cada dos semanas por otro grupo, para que no os contaminéis con este peligroso obispo.

Pero enseguida decidieron: -No, os cambiaremos más, si no, este peligroso obispo contaminará a todos los vigilantes. Al principio los guardias no hablaban conmigo. Contestaban sólo sí o no. Era verdaderamente triste.

Quería ser atento y cortés con ellos, pero era imposible. Evitaban hablar conmigo. Una noche me vino un pensamiento: «François, tu eres todavía muy rico, tienes el amor de Cristo en tu corazón; ámales como Jesús te ha amado».

Al día siguiente empecé a amarles, a amar a Jesús en ellos, sonriendo, intercambiando con ellos palabras amables.

Comencé a contarles historias de mis viajes al extranjero, sobre cómo vive la gente en América, en Canadá, en Japón, en Filipinas…, sobre la economía, la libertad, la tecnología. Ello estimuló su curiosidad y les empujó a hacerme muchísimas preguntas. Poco a poco nos hicimos amigos.

Quisieron aprender las lenguas extranjeras: francés, inglés… Así que improvisamos una escuela de idiomas. ¡Mis guardias se convirtieron en mis estudiantes!.

«En la montaña de Vinh Phú, -sigue contando Van Thuân- en la prisión de Vinh Quang, un día de lluvia tuve que cortar leña. Pregunté al guardia: -¿Puedo pedirle un favor?» -Dígame, le ayudaré. -Quisiera cortar un trozo de madera en forma de cruz. -¿No sabe que está terminantemente prohibido tener cualquier símbolo religioso?»

-Lo sé -repuse- pero somos amigos, y prometo esconderla.

-Resultaría extremadamente peligroso para los dos.

-Cierre los ojos, lo haré ahora, y seré muy cauto.»

El se retiró y me dejó solo. Corté la cruz y la tuve oculta en un trozo de jabón hasta mi liberación. Con una moldura de metal, éste trozo de madera se convirtió en mi cruz pectoral.

En otra prisión, pedí un tramo de cable eléctrico a mi guardia, que ya era amigo mío. Asustado, me dijo: -He estudiado en materia de seguridad que si alguien quiere cable significa que quiere suicidarse.

Le expliqué: -Los sacerdotes católicos no cometen el suicidio. -¿Y qué quiere hacer con un cable?.

«Quisiera hacer una cadena para llevar mi cruz», le respondí. -¿Cómo puede hacer una cadena con un cable eléctrico? ¡Es imposible!. -Si me trae dos pequeñas tenazas se lo mostraré. -¡Es demasiado peligroso!. -¡Pero somos amigos! «

Vaciló -continúa explicando monseñor Van Thuân, sin embargo a los tres días me dijo: -Es difícil negarle algo a usted. Y actuando de manera que nadie nos descubriese, con dos pequeñas tenazas cortamos el cable en trozos de la dimensión de una cerilla, los trabajamos… hicimos esta labor de 7 a 11 de la noche, antes de que llegase el relevo de guardia.

Esta cruz y esta cadena la llevo conmigo cada día, no porque sean recuerdos de la prisión, sino porque indican una convicción profunda, una llamada constante para mí: sólo el amor cristiano puede cambiar los corazones, no las armas ni las amenazas. El amor lo vence todo.

Es el amor el que prepara el camino al anuncio del Evangelio. Es el amor la primera evangelización».