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Documento indispensable en el que la Iglesia mostró su preocupación hace más de 100 años… La encíclica Rerum novarum de papa León XIII http://www.vatican.va/content/leo-xiii/es/encyclicals/documents/hf_l-xiii_enc_15051891_rerum-novarum.html

Aunque el principal objetivo de la encíclica fue determinar el correcto sentido de la vida del hombre en el mundo, y más concretamente el verdadero sentido del trabajo, la ocasión inmediata del documento papal fue la política y las propuestas socialistas encaminadas a eliminar los derechos a la propiedad, y a abrir una vía conducente al orden social totalitario. Por ello, para comprender el sentido último del debate es necesario ir a las razones antropológicas más profundas de la denominada «política económica», es decir, la teoría económica desarrollada en el primer cuarto del siglo XIX, cuya terminología es asumida por esta encíclica pontificia.

Despertando

1. Despertado el prurito revolucionario que desde hace ya tiempo agita a los pueblos, era de esperar que el afán de cambiarlo todo llegara un día a derramarse desde el campo de la política al terreno, con él colindante, de la economía. En efecto, los adelantos de la industria y de las artes, que caminan por nuevos derroteros; el cambio operado en las relaciones mutuas entre patronos y obreros; la acumulación de las riquezas en manos de unos pocos y la pobreza de la inmensa mayoría; la mayor confianza de los obreros en sí mismos y la más estrecha cohesión entre ellos, juntamente con la relajación de la moral, han determinado el planteamiento de la contienda. 

La Iglesia vela por todos los hombres

Así, pues, debiendo Nos velar por la causa de la Iglesia y por la salvación común, creemos oportuno, venerables hermanos, y por las mismas razones, hacer, respecto de la situación de los obreros, lo que hemos acostumbrado, dirigiéndoos cartas sobre el poder político, sobre la libertad humana, sobre la cristiana constitución de los Estados y otras parecidas, que estimamos oportunas para refutar los sofismas de algunas opiniones.

Pésima solución socialista

2. Para solucionar este mal, los socialistas, atizando el odio de los indigentes contra los ricos, tratan de acabar con la propiedad privada de los bienes, estimando mejor que, en su lugar, todos los bienes sean comunes y administrados por las personas que rigen el municipio o gobiernan la nación. Creen que con este traslado de los bienes de los particulares a la comunidad, distribuyendo por igual las riquezas y el bienestar entre todos los ciudadanos, se podría curar el mal presente. Pero esta medida es tan inadecuada para resolver la contienda, que incluso llega a perjudicar a las propias clases obreras; y es, además, sumamente injusta, pues ejerce violencia contra los legítimos poseedores, altera la misión de la república y agita fundamentalmente a las naciones.

El salario del trabajador ganado con su trabajo

3. Sin duda alguna, como es fácil de ver, la razón misma del trabajo que aportan los que se ocupan en algún oficio lucrativo y el fin primordial que busca el obrero es procurarse algo para sí y poseer con propio derecho una cosa como suya. Si, por consiguiente, presta sus fuerzas o su habilidad a otro, lo hará por esta razón: para conseguir lo necesario para la comida y el vestido; y por ello, merced al trabajo aportado, adquiere un verdadero y perfecto derecho no sólo a exigir el salario, sino también para emplearlo a su gusto. Luego si, reduciendo sus gastos, ahorra algo e invierte el fruto de sus ahorros en una finca, con lo que puede asegurarse más su manutención, esta finca realmente no es otra cosa que el mismo salario revestido de otra apariencia, y de ahí que la finca adquirida por el obrero de esta forma debe ser tan de su dominio como el salario ganado con su trabajo.

La privación de libertad socialista

Luego los socialistas empeoran la situación de los obreros todos, en cuanto tratan de transferir los bienes de los particulares a la comunidad, puesto que, privándolos de la libertad de colocar sus beneficios, con ello mismo los despojan de la esperanza y de la facultad de aumentar los bienes familiares y de procurarse utilidades.

Diferencia entre el hombre y el animal

4. Pero, lo que todavía es más grave, proponen un remedio en pugna abierta contra la justicia, en cuanto que el poseer algo en privado como propio es un derecho dado al hombre por la naturaleza. En efecto, también en esto es grande la diferencia entre el hombre y el género animal. 

El animal no posee, el hombre sí

La naturaleza animal, sin embargo, por elevada que sea la medida en que se la posea, dista tanto de contener y abarcar en sí la naturaleza humana, que es muy inferior a ella y nacida para servirle y obedecerle. Lo que se acusa y sobresale en nosotros, lo que da al hombre el que lo sea y se distinga de las bestias, es la razón o inteligencia. Y por esta causa de que es el único animal dotado de razón, es de necesidad conceder al hombre no sólo el uso de los bienes, cosa común a todos los animales, sino también el poseerlos con derecho estable y permanente, y tanto los bienes que se consumen con el uso cuanto los que, pese al uso que se hace de ellos, perduran.

El hombre y el futuro

5. Esto resalta todavía más claro cuando se estudia en sí misma la naturaleza del hombre. Pues el hombre, abarcando con su razón cosas innumerables, enlazando y relacionando las cosas futuras con las presentes y siendo dueño de sus actos, se gobierna a sí mismo con la previsión de su inteligencia, sometido además a la ley eterna y bajo el poder de Dios; por lo cual tiene en su mano elegir las cosas que estime más convenientes para su bienestar, no sólo en cuanto al presente, sino también para el futuro. De donde se sigue la necesidad de que se halle en el hombre el dominio no sólo de los frutos terrenales, sino también el de la tierra misma, pues ve que de la fecundidad de la tierra le son proporcionadas las cosas necesarias para el futuro.

Derecho del hombre a velar por su vida y por su cuerpo

6. Y no hay por qué inmiscuir la providencia de la república, pues que el hombre es anterior a ella, y consiguientemente debió tener por naturaleza, antes de que se constituyera comunidad política alguna, el derecho de velar por su vida y por su cuerpo. El que Dios haya dado la tierra para usufructuarla y disfrutarla a la totalidad del género humano no puede oponerse en modo alguno a la propiedad privada. Pues se dice que Dios dio la tierra en común al género humano no porque quisiera que su posesión fuera indivisa para todos, sino porque no asignó a nadie la parte que habría de poseer, dejando la delimitación de las posesiones privadas a la industria de los individuos y a las instituciones de los pueblos. Por lo demás, a pesar de que se halle repartida entre los particulares, no deja por ello de servir a la común utilidad de todos, ya que no hay mortal alguno que no se alimente con lo que los campos producen. Los que carecen de propiedad, lo suplen con el trabajo; de modo que cabe afirmar con verdad que el medio universal de procurarse la comida y el vestido está en el trabajo, el cual, rendido en el fundo propio o en un oficio mecánico, recibe, finalmente, como merced no otra cosa que los múltiples frutos de la tierra o algo que se cambia por ellos.

Derecho a la posesión privada

7. Con lo que de nuevo viene a demostrarse que las posesiones privadas son conforme a la naturaleza. Pues la tierra produce con largueza las cosas que se precisan para la conservación de la vida y aun para su perfeccionamiento, pero no podría producirlas por sí sola sin el cultivo y el cuidado del hombre. Ahora bien: cuando el hombre aplica su habilidad intelectual y sus fuerzas corporales a procurarse los bienes de la naturaleza, por este mismo hecho se adjudica a sí aquella parte de la naturaleza corpórea que él mismo cultivó, en la que su persona dejó impresa una a modo de huella, de modo que sea absolutamente justo que use de esa parte como suya y que de ningún modo sea lícito que venga nadie a violar ese derecho de él mismo.

El hombre no puede ser privado de las cosas producidas con su trabajo

8. Es tan clara la fuerza de estos argumentos, que sorprende ver disentir de ellos a algunos restauradores de desusadas opiniones, los cuales conceden, es cierto, el uso del suelo y los diversos productos del campo al individuo, pero le niegan de plano la existencia del derecho a poseer como dueño el suelo sobre que ha edificado o el campo que cultivó. No ven que, al negar esto, el hombre se vería privado de cosas producidas con su trabajo. 

«No desearás la mujer de tu prójimo; ni la casa, ni el campo, ni la esclava, ni el buey, ni el asno, ni nada de lo que es suyo»

¿Y va a admitir la justicia que venga nadie a apropiarse de lo que otro regó con sus sudores? Igual que los efectos siguen a la causa que los produce, es justo que el fruto del trabajo sea de aquellos que pusieron el trabajo. Con razón, por consiguiente, la totalidad del género humano, sin preocuparse en absoluto de las opiniones de unos pocos en desacuerdo, con la mirada firme en la naturaleza, encontró en la ley de la misma naturaleza el fundamento de la división de los bienes y consagró, con la práctica de los siglos, la propiedad privada como la más conforme con la naturaleza del hombre y con la pacífica y tranquila convivencia. Y las leyes civiles, que, cuando son justas, deducen su vigor de esa misma ley natural, confirman y amparan incluso con la fuerza este derecho de que hablamos. Y lo mismo sancionó la autoridad de las leyes divinas, que prohíben gravísimamente hasta el deseo de lo ajeno: «No desearás la mujer de tu prójimo; ni la casa, ni el campo, ni la esclava, ni el buey, ni el asno, ni nada de lo que es suyo».

«Creced y multiplicaos»

9. Ahora bien: esos derechos de los individuos se estima que tienen más fuerza cuando se hallan ligados y relacionados con los deberes del hombre en la sociedad doméstica. Está fuera de duda que, en la elección del género de vida, está en la mano y en la voluntad de cada cual preferir uno de estos dos: o seguir el consejo de Jesucristo sobre la virginidad o ligarse con el vínculo matrimonial. No hay ley humana que pueda quitar al hombre el derecho natural y primario de casarse, ni limitar, de cualquier modo que sea, la finalidad principal del matrimonio, instituido en el principio por la autoridad de Dios: «Creced y multiplicaos».

Derecho de dominio

He aquí, pues, la familia o sociedad doméstica, bien pequeña, es cierto, pero verdadera sociedad y más antigua que cualquiera otra, la cual es de absoluta necesidad que tenga unos derechos y unos deberes propios, totalmente independientes de la potestad civil. Por tanto, es necesario que ese derecho de dominio atribuido por la naturaleza a cada persona, según hemos demostrado, sea transferido al hombre en cuanto cabeza de la familia; más aún, ese derecho es tanto más firme cuanto la persona abarca más en la sociedad doméstica.

Ley santísima de naturaleza que el padre de familia provea al sustento y a todas las atenciones de los que engendró

Es ley santísima de naturaleza que el padre de familia provea al sustento y a todas las atenciones de los que engendró; e igualmente se deduce de la misma naturaleza que quiera adquirir y disponer para sus hijos, que se refieren y en cierto modo prolongan la personalidad del padre, algo con que puedan defenderse honestamente, en el mudable curso de la vida, de los embates de la adversa fortuna. Y esto es lo que no puede lograrse sino mediante la posesión de cosas productivas, transmisibles por herencia a los hijos. Al igual que el Estado, según hemos dicho, la familia es una verdadera sociedad, que se rige por una potestad propia, esto es, la paterna.

Los socialistas obran contra la justicia natural y destruyen la organización familiar

10. Querer, por consiguiente, que la potestad civil penetre a su arbitrio hasta la intimidad de los hogares es un error grave y pernicioso. Cierto es que, si una familia se encontrara eventualmente en una situación de extrema angustia y carente en absoluto de medios para salir de por sí de tal agobio, es justo que los poderes públicos la socorran con medios extraordinarios, porque cada familia es una parte de la sociedad. Cierto también que, si dentro del hogar se produjera una alteración grave de los derechos mutuos, la potestad civil deberá amparar el derecho de cada uno; esto no sería apropiarse los derechos de los ciudadanos, sino protegerlos y afianzarlos con una justa y debida tutela. Pero es necesario de todo punto que los gobernantes se detengan ahí; la naturaleza no tolera que se exceda de estos límites. Es tal la patria potestad, que no puede ser ni extinguida ni absorbida por el poder público, pues que tiene idéntico y común principio con la vida misma de los hombres. Los hijos son algo del padre y como una cierta ampliación de la persona paterna, y, si hemos de hablar con propiedad, no entran a formar parte de la sociedad civil sino a través de la comunidad doméstica en la que han nacido. Y por esta misma razón, porque los hijos son «naturalmente algo del padre…, antes de que tengan el uso del libre albedrío se hallan bajo la protección de dos padres». De ahí que cuando los socialistas, pretiriendo en absoluto la providencia de los padres, hacen intervenir a los poderes públicos, obran contra la justicia natural y destruyen la organización familiar.

La fantasía del socialismo

11. Pero, además de la injusticia, se deja ver con demasiada claridad cuál sería la perturbación y el trastorno de todos los órdenes, cuán dura y odiosa la opresión de los ciudadanos que habría de seguirse. Se abriría de par en par la puerta a las mutuas envidias, a la maledicencia y a las discordias; quitado el estímulo al ingenio y a la habilidad de los individuos, necesariamente vendrían a secarse las mismas fuentes de las riquezas, y esa igualdad con que sueñan no sería ciertamente otra cosa que una general situación, por igual miserable y abyecta, de todos los hombres sin excepción alguna. De todo lo cual se sigue claramente que debe rechazarse de plano esa fantasía del socialismo de reducir a común la propiedad privada, pues que daña a esos mismos a quienes se pretende socorrer, repugna a los derechos naturales de los individuos y perturba las funciones del Estado y la tranquilidad común. Por lo tanto, cuando se plantea el problema de mejorar la condición de las clases inferiores, se ha de tener como fundamental el principio de que la propiedad privada ha de conservarse inviolable. Sentado lo cual, explicaremos dónde debe buscarse el remedio que conviene.

La función de la Iglesia

12. Confiadamente y con pleno derecho nuestro, atacamos la cuestión, por cuanto se trata de un problema cuya solución aceptable sería verdaderamente nula si no se buscara bajo los auspicios de la religión y de la Iglesia. Y, estando principalmente en nuestras manos la defensa de la religión y la administración de aquellas cosas que están bajo la potestad de la Iglesia, Nos estimaríamos que, permaneciendo en silencio, faltábamos a nuestro deber. Sin duda que esta grave cuestión pide también la contribución y el esfuerzo de los demás; queremos decir de los gobernantes, de los señores y ricos, y, finalmente, de los mismos por quienes se lucha, de los proletarios; pero afirmamos, sin temor a equivocarnos, que serán inútiles y vanos los intentos de los hombres si se da de lado a la Iglesia. En efecto, es la Iglesia la que saca del Evangelio las enseñanzas en virtud de las cuales se puede resolver por completo el conflicto, o, limando sus asperezas, hacerlo más soportable; ella es la que trata no sólo de instruir la inteligencia, sino también de encauzar la vida y las costumbres de cada uno con sus preceptos; ella la que mejora la situación de los proletarios con muchas utilísimas instituciones; ella la que quiere y desea ardientemente que los pensamientos y las fuerzas de todos los órdenes sociales se alíen con la finalidad de mirar por el bien de la causa obrera de la mejor manera posible, y estima que a tal fin deben orientarse, si bien con justicia y moderación, las mismas leyes y la autoridad del Estado.

Entender bien la naturaleza humana

13. Establézcase, por tanto, en primer lugar, que debe ser respetada la condición humana, que no se puede igualar en la sociedad civil lo alto con lo bajo. Los socialistas lo pretenden, es verdad, pero todo es vana tentativa contra la naturaleza de las cosas. Y hay por naturaleza entre los hombres muchas y grandes diferencias; no son iguales los talentos de todos, no la habilidad, ni la salud, ni lo son las fuerzas; y de la inevitable diferencia de estas cosas brota espontáneamente la diferencia de fortuna. Todo esto en correlación perfecta con los usos y necesidades tanto de los particulares cuanto de la comunidad, pues que la vida en común precisa de aptitudes varias, de oficios diversos, al desempeño de los cuales se sienten impelidos los hombres, más que nada, por la diferente posición social de cada uno. Y por lo que hace al trabajo corporal, aun en el mismo estado de inocencia, jamás el hombre hubiera permanecido totalmente inactivo; mas lo que entonces hubiera deseado libremente la voluntad para deleite del espíritu, tuvo que soportarlo después necesariamente, y no sin molestias, para expiación de su pecado: «Maldita la tierra en tu trabajo; comerás de ellas entre fatigas todos los días de tu vida».

Las clases sociales no son enemigas

14. Es mal capital, en la cuestión que estamos tratando, suponer que una clase social sea espontáneamente enemiga de la otra, como si la naturaleza hubiera dispuesto a los ricos y a los pobres para combatirse mutuamente en un perpetuo duelo. Es esto tan ajeno a la razón y a la verdad, que, por el contrario, es lo más cierto que como en el cuerpo se ensamblan entre sí miembros diversos, de donde surge aquella proporcionada disposición que justamente podríase llamar armonía, así ha dispuesto la naturaleza que, en la sociedad humana, dichas clases gemelas concuerden armónicamente y se ajusten para lograr el equilibrio. Ambas se necesitan en absoluto: ni el capital puede subsistir sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital. El acuerdo engendra la belleza y el orden de las cosas; por el contrario, de la persistencia de la lucha tiene que derivarse necesariamente la confusión juntamente con un bárbaro salvajismo.

Evitar la lucha y llamar a la cooperación entre clases sociales

15. Ahora bien: para acabar con la lucha y cortar hasta sus mismas raíces, es admirable y varia la fuerza de las doctrinas cristianas. En primer lugar, toda la doctrina de la religión cristiana, de la cual es intérprete y custodio la Iglesia, puede grandemente arreglar entre sí y unir a los ricos con los proletarios, es decir, llamando a ambas clases al cumplimiento de sus deberes respectivos y, ante todo, a los deberes de justicia. De esos deberes, los que corresponden a los proletarios y obreros son: cumplir íntegra y fielmente lo que por propia libertad y con arreglo a justicia se haya estipulado sobre el trabajo; no dañar en modo alguno al capital; no ofender a la persona de los patronos; abstenerse de toda violencia al defender sus derechos y no promover sediciones; no mezclarse con hombres depravados, que alientan pretensiones inmoderadas y se prometen artificiosamente grandes cosas, lo que lleva consigo arrepentimientos estériles y las consiguientes pérdidas de fortuna.

Respeto para los obreros

Y éstos, los deberes de los ricos y patronos: no considerar a los obreros como esclavos; respetar en ellos, como es justo, la dignidad de la persona, sobre todo ennoblecida por lo que se llama el carácter cristiano. Que los trabajos remunerados, si se atiende a la naturaleza y a la filosofa cristiana, no son vergonzosos para el hombre, sino de mucha honra, en cuanto dan honesta posibilidad de ganarse la vida. Que lo realmente vergonzoso e inhumano es abusar de los hombres como de cosas de lucro y no estimarlos en más que cuanto sus nervios y músculos pueden dar de sí. E igualmente se manda que se tengan en cuenta las exigencias de la religión y los bienes de las almas de los proletarios. Por lo cual es obligación de los patronos disponer que el obrero tenga un espacio de tiempo idóneo para atender a la piedad, no exponer al hombre a los halagos de la corrupción y a las ocasiones de pecar y no apartarlo en modo alguno de sus atenciones domésticas y de la afición al ahorro. Tampoco debe imponérseles más trabajo del que puedan soportar sus fuerzas, ni de una clase que no esté conforme con su edad y su sexo. Pero entre los primordiales deberes de los patronos se destaca el de dar a cada uno lo que sea justo.

Salario con justicia

Cierto es que para establecer la medida del salario con justicia hay que considerar muchas razones; pero, generalmente, tengan presente los ricos y los patronos que oprimir para su lucro a los necesitados y a los desvalidos y buscar su ganancia en la pobreza ajena no lo permiten ni las leyes divinas ni las humanas. Y defraudar a alguien en el salario debido es un gran crimen, que llama a voces las iras vengadoras del cielo. «He aquí que el salario de los obreros… que fue defraudado por vosotras, clama; y el clamor de ellos ha llegado a los oídos del Dios de los ejércitos».

Evitar perjudicar los intereses de los proletarios

Por último, han de evitar cuidadosamente los ricos perjudicar en lo más mínimo los intereses de los proletarios ni con violencias, ni con engaños, ni con artilugios usurarios; tanto más cuanto que no están suficientemente preparados contra la injusticia y el atropello, y, por eso mismo, mientras más débil sea su economía, tanto más debe considerarse sagrada.

¿No bastaría por sí solo el sometimiento a estas leyes para atenuar la violencia y los motivos de discordia?

16. ¿No bastaría por sí solo el sometimiento a estas leyes para atenuar la violencia y los motivos de discordia? Pero la Iglesia, con Cristo por maestro y guía, persigue una meta más alta: o sea, preceptuando algo más perfecto, trata de unir una clase con la otra por la aproximación y la amistad. No podemos, indudablemente, comprender y estimar en su valor las cosas caducas si no es fijando el alma sus ojos en la vida inmortal de ultratumba, quitada la cual se vendría inmediatamente abajo toda especie y verdadera noción de lo honesto; más aún, todo este universo de cosas se convertiría en un misterio impenetrable a toda investigación humana. 

Dios no creó al hombre para estas cosas frágiles y perecederas

Pues que Dios no creó al hombre para estas cosas frágiles y perecederas, sino para las celestiales y eternas, dándonos la tierra como lugar de exilio y no de residencia permanente. Y, ya nades en la abundancia, ya carezcas de riquezas y de todo lo demás que llamamos bienes, nada importa eso para la felicidad eterna; lo verdaderamente importante es el modo como se usa de ellos.

Jesucristo no suprimió en modo alguno con su copiosa redención las tribulaciones diversas de que está tejida casi por completo la vida mortal, sino que hizo de ellas estímulo de virtudes y materia de merecimientos, hasta el punto de que ningún mortal podrá alcanzar los premios eternos si no sigue las huellas ensangrentadas de Cristo. Si «sufrimos, también reinaremos con Él».

Las riquezas no aportan consigo la exención del dolor, ni aprovechan nada para la felicidad eterna

17. Así, pues, quedan avisados los ricos de que las riquezas no aportan consigo la exención del dolor, ni aprovechan nada para la felicidad eterna, sino que más bien la obstaculizan; de que deben imponer temor a los ricos las tremendas amenazas de Jesucristo y de que pronto o tarde se habrá de dar cuenta severísima al divino juez del uso de las riquezas.

Uso de las riquezas

Sobre el uso de las riquezas hay una doctrina excelente y de gran importancia, que, si bien fue iniciada por la filosofía, la Iglesia la ha enseñado también perfeccionada por completo y ha hecho que no se quede en puro conocimiento, sino que informe de hecho las costumbres. El fundamento de dicha doctrina consiste en distinguir entre la recta posesión del dinero y el recto uso del mismo. Poseer bienes en privado, según hemos dicho poco antes, es derecho natural del hombre, y usar de este derecho, sobre todo en la sociedad de la vida, no sólo es lícito, sino incluso necesario en absoluto. «Es lícito que el hombre posea cosas propias. Y es necesario también para la vida humana»

«Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis».

A nadie se manda socorrer a los demás con lo necesario para sus usos personales o de los suyos; ni siquiera a dar a otro lo que él mismo necesita para conservar lo que convenga a la persona, a su decoro: «Nadie debe vivir de una manera inconveniente». Pero cuando se ha atendido suficientemente a la necesidad y al decoro, es un deber socorrer a los indigentes con lo que sobra. «Lo que sobra, dadlo de limosna». No son éstos, sin embargo, deberes de justicia, salvo en los casos de necesidad extrema, sino de caridad cristiana, la cual, ciertamente, no hay derecho de exigirla por la ley. Pero antes que la ley y el juicio de los hombres están la ley y el juicio de Cristo Dios, que de modos diversos y suavemente aconseja la práctica de dar: «Es mejor dar que recibir», y que juzgará la caridad hecha o negada a los pobres como hecha o negada a El en persona: «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis».

«¿No es acaso éste el artesano, el hijo de María?»

18. Los que, por el contrario, carezcan de bienes de fortuna, aprendan de la Iglesia que la pobreza no es considerada como una deshonra ante el juicio de Dios y que no han de avergonzarse por el hecho de ganarse el sustento con su trabajo. Y esto lo confirmó realmente y de hecho Cristo, Señor nuestro, que por la salvación de los hombres se hizo pobre siendo rico; y, siendo Hijo de Dios y Dios él mismo, quiso, con todo, aparecer y ser tenido por hijo de un artesano, ni rehusó pasar la mayor parte de su vida en el trabajo manual. «¿No es acaso éste el artesano, el hijo de María?»

Felices los pobres

19. Contemplando lo divino de este ejemplo, se comprende más fácilmente que la verdadera dignidad y excelencia del hombre radica en lo moral, es decir, en la virtud; que la virtud es patrimonio común de todos los mortales, asequible por igual a altos y bajos, a ricos y pobres; y que el premio de la felicidad eterna no puede ser consecuencia de otra cosa que de las virtudes y de los méritos, sean éstos de quienes fueren. Más aún, la misma voluntad de Dios parece más inclinada del lado de los afligidos, pues Jesucristo llama felices a los pobres, invita amantísimamente a que se acerquen a El, fuente de consolación, todos los que sufren y lloran, y abraza con particular claridad a los más bajos y vejados por la injuria.

Solo Dios puede dar la felicidad perfecta

20. Para los cuales, sin embargo, si siguen los preceptos de Cristo, resultará poco la amistad y se unirán por el amor fraterno. Pues verán y comprenderán que todos los hombres han sido creados por el mismo Dios, Padre común; que todos tienden al mismo fin, que es el mismo Dios, el único que puede dar la felicidad perfecta y absoluta a los hombres y a los ángeles; que, además, todos han sido igualmente redimidos por el beneficio de Jesucristo y elevados a la dignidad de hijos de Dios, de modo que se sientan unidos, por parentesco fraternal, tanto entre sí como con Cristo, primogénito entre muchos hermanos. De igual manera que los bienes naturales, los dones de la gracia divina pertenecen en común y generalmente a todo el linaje humano, y nadie, a no ser que se haga indigno, será desheredado de los bienes celestiales: «Si hijos, pues, también herederos; herederos ciertamente de Dios y coherederos de Cristo».

La Iglesia no solo indica el camino, también es la medicina

21. Finalmente, la Iglesia no considera bastante con indicar el camino para llegar a la curación, sino que aplica ella misma por su mano la medicina, pues que está dedicada por entero a instruir y enseñar a los hombres su doctrina, cuyos saludables raudales procura que se extiendan, con la mayor amplitud posible, por la obra de los obispos y del clero. Trata, además de influir sobre los espíritus y de doblegar las voluntades, a fin de que se dejen regir y gobernar por la enseñanza de los preceptos divinos. Y en este aspecto, que es el principal y de gran importancia, pues que en él se halla la suma y la causa total de todos los bienes, es la Iglesia la única que tiene verdadero poder, ya que los instrumentos de que se sirve para mover los ánimos le fueron dados por Jesucristo y tienen en sí eficacia infundida por Dios. 

Virtudes cristianas

22. No se ha de pensar, sin embargo, que todos los desvelos de la Iglesia estén tan fijos en el cuidado de las almas, que se olvide de lo que atañe a la vida mortal y terrena. En relación con los proletarios concretamente, quiere y se esfuerza en que salgan de su misérrimo estado y logren una mejor situación. Y a ello contribuye con su aportación, no pequeña, llamando y guiando a los hombres hacia la virtud. Dado que, dondequiera que se observen íntegramente, las virtudes cristianas aportan una parte de la prosperidad a las cosas externas, en cuanto que aproximan a Dios, principio y fuente de todos los bienes; reprime esas dos plagas de la vida que hacen sumamente miserable al hombre incluso cuando nada en la abundancia, como son el exceso de ambición y la sed de placeres.

La función del Estado

23. Queda ahora por investigar qué parte de ayuda puede esperarse del Estado. Entendemos aquí por Estado no el que de hecho tiene tal o cual pueblo, sino el que pide la recta razón de conformidad con la naturaleza, por un lado, y aprueban, por otro, las enseñanzas de la sabiduría divina, que Nos mismo hemos expuesto concretamente en la encíclica sobre la constitución cristiana de las naciones. Así, pues, los que gobiernan deber cooperar, primeramente y en términos generales, con toda la fuerza de las leyes e instituciones, esto es, haciendo que de la ordenación y administración misma del Estado brote espontáneamente la prosperidad tanto de la sociedad como de los individuos, ya que éste es el cometido de la política y el deber inexcusable de los gobernantes. Ahora bien: lo que más contribuye a la prosperidad de las naciones es la probidad de las costumbres, la recta y ordenada constitución de las familias, la observancia de la religión y de la justicia, las moderadas cargas públicas y su equitativa distribución, los progresos de la industria y del comercio, la floreciente agricultura y otros factores de esta índole, si quedan, los cuales, cuanto con mayor afán son impulsados, tanto mejor y más felizmente permitirán vivir a los ciudadanos. A través de estas cosas queda al alcance de los gobernantes beneficiar a los demás órdenes sociales y aliviar grandemente la situación de los proletarios, y esto en virtud del mejor derecho y sin la más leve sospecha de injerencia, ya que el Estado debe velar por el bien común como propia misión suya. Y cuanto mayor fuere la abundancia de medios procedentes de esta general providencia, tanto menor será la necesidad de probar caminos nuevos para el bienestar de los obreros.

La sociedad es común a los de arriba y a los de abajo

24. Pero también ha de tenerse presente, punto que atañe más profundamente a la cuestión, que la naturaleza única de la sociedad es común a los de arriba y a los de abajo. Los proletarios, sin duda alguna, son por naturaleza tan ciudadanos como los ricos, es decir, partes verdaderas y vivientes que, a través de la familia, integran el cuerpo de la nación, sin añadir que en toda nación son inmensa mayoría. Por consiguiente, siendo absurdo en grado sumo atender a una parte de los ciudadanos y abandonar a la otra, se sigue que los desvelos públicos han de prestar los debidos cuidados a la salvación y al bienestar de la clase proletaria; y si tal no hace, violará la justicia, que manda dar a cada uno lo que es suyo. Sobre lo cual escribe sabiamente Santo Tomás: «Así como la parte y el todo son, en cierto modo, la misma cosa, así lo que es del todo, en cierto modo, lo es de la parte».

Todos los ciudadanos deben contribuir a la totalidad del bien común

25. Mas, aunque todos los ciudadanos, sin excepción alguna, deban contribuir necesariamente a la totalidad del bien común, del cual deriva una parte no pequeña a los individuos, no todos, sin embargo, pueden aportar lo mismo ni en igual cantidad. Cualesquiera que sean las vicisitudes en las distintas formas de gobierno, siempre existirá en el estado de los ciudadanos aquella diferencia sin la cual no puede existir ni concebirse sociedad alguna.

Ni el individuo ni la familia pueden ser absorbidos por el Estado

26. No es justo, según hemos dicho, que ni el individuo ni la familia sean absorbidos por el Estado; lo justo es dejar a cada uno la facultad de obrar con libertad hasta donde sea posible, sin daño del bien común y sin injuria de nadie. No obstante, los que gobiernan deberán atender a la defensa de la comunidad y de sus miembros. 

Cosas en paz

Ahora bien: interesa tanto a la salud pública cuanto a la privada que las cosas estén en paz y en orden; e igualmente que la totalidad del orden doméstico se rija conforme a los mandatos de Dios y a los preceptos de la naturaleza; que se respete y practique la religión; que florezca la integridad de las costumbres privadas y públicas; que se mantenga inviolada la justicia y que no atenten impunemente unos contra otros; que los ciudadanos crezcan robustos y aptos, si fuera preciso, para ayudar y defender a la patria.

Derechos siempre respetarse

27. Los derechos, sean de quien fueren, habrán de respetarse inviolablemente; y para que cada uno disfrute del suyo deberá proveer el poder civil, impidiendo o castigando las injurias. Sólo que en la protección de los derechos individuales se habrá de mirar principalmente por los débiles y los pobres. La gente rica, protegida por sus propios recursos, necesita menos de la tutela pública; la clase humilde, por el contrario, carente de todo recurso, se confía principalmente al patrocinio del Estado. Este deberá, por consiguiente, rodear de singulares cuidados y providencia a los asalariados, que se cuentan entre la muchedumbre desvalida.

Se deben asegurar las posesiones privadas con el imperio y fuerza de las leyes

28. Pero quedan por tratar todavía detalladamente algunos puntos de mayor importancia. El principal es que debe asegurar las posesiones privadas con el imperio y fuerza de las leyes. Y principalísimamente deberá mantenerse a la plebe dentro de los límites del deber, en medio de un ya tal desenfreno de ambiciones; porque, si bien se concede la aspiración a mejorar, sin que oponga reparos la justicia, sí veda ésta, y tampoco autoriza la propia razón del bien común, quitar a otro lo que es suyo o, bajo capa de una pretendida igualdad, caer sobre las fortunas ajenas. Ciertamente, la mayor parte de los obreros prefieren mejorar mediante el trabajo honrado sin perjuicio de nadie; se cuenta, sin embargo, no pocos, imbuidos de perversas doctrinas y deseosos de revolución, que pretenden por todos los medios concitar a las turbas y lanzar a los demás a la violencia. Intervenga, por tanto, la autoridad del Estado y, frenando a los agitadores, aleje la corrupción de las costumbres de los obreros y el peligro de las rapiñas de los legítimos dueños.

Anticiparse a la huelga

29. El trabajo demasiado largo o pesado y la opinión de que el salario es poco dan pie con frecuencia a los obreros para entregarse a la huelga y al ocio voluntario. A este mal frecuente y grave se ha de poner remedio públicamente, pues esta clase de huelga perjudica no sólo a los patronos y a los mismos obreros, sino también al comercio y a los intereses públicos; y como no escasean la violencia y los tumultos, con frecuencia ponen en peligro la tranquilidad pública. En lo cual, lo más eficaz y saludable es anticiparse con la autoridad de las leyes e impedir que pueda brotar el mal, removiendo a tiempo las causas de donde parezca que habría de surgir el conflicto entre patronos y obreros.

La protección del Estado

30. De igual manera hay muchas cosas en el obrero que se han de tutelar con la protección del Estado, y, en primer lugar, los bienes del alma, puesto que la vida mortal, aunque buena y deseable, no es, con todo, el fin último para que hemos sido creados, sino tan sólo el camino y el instrumento para perfeccionarla vida del alma con el conocimiento de la verdad y el amor del bien.

«Acuérdate de santificar el sábado»

De aquí se deduce la necesidad de interrumpir las obras y trabajos durante los días festivos. Nadie, sin embargo, deberá entenderlo como el disfrute de una más larga holganza inoperante, ni menos aún como una ociosidad, como muchos desean, engendradora de vicios y fomentadora de derroches de dinero, sino justamente del descanso consagrado por la religión. Unido con la religión, el descanso aparta al hombre de los trabajos y de los problemas de la vida diaria, para atraerlo al pensamiento de las cosas celestiales y a rendir a la suprema divinidad el culto justo y debido. Este es, principalmente, el carácter y ésta la causa del descanso de los días festivos, que Dios sancionó ya en el Viejo Testamento con una ley especial: «Acuérdate de santificar el sábado».

Librar a los pobres obreros de la crueldad de los ambiciosos

31. Por lo que respecta a la tutela de los bienes del cuerpo y externos, lo primero que se ha de hacer es librar a los pobres obreros de la crueldad de los ambiciosos, que abusan de las personas sin moderación, como si fueran cosas para su medro personal. O sea, que ni la justicia ni la humanidad toleran la exigencia de un rendimiento tal, que el espíritu se embote por el exceso de trabajo y al mismo tiempo el cuerpo se rinda a la fatiga. 

El salario

32. Atacamos aquí un asunto de la mayor importancia, y que debe ser entendido rectamente para que no se peque por ninguna de las partes. A saber: que es establecida la cuantía del salario por libre consentimiento, y, según eso, pagado el salario convenido, parece que el patrono ha cumplido por su parte y que nada más debe. Que procede injustamente el patrono sólo cuando se niega a pagar el sueldo pactado, y el obrero sólo cuando no rinde el trabajo que se estipuló; que en estos casos es justo que intervenga el poder político, pero nada más que para poner a salvo el derecho de cada uno. Un juez equitativo que atienda a la realidad de las cosas no asentirá fácilmente ni en su totalidad a esta argumentación, pues no es completa en todas sus partes; le falta algo de verdadera importancia.

El patrimonio

33. Si el obrero percibe un salario lo suficientemente amplio para sustentarse a sí mismo, a su mujer y a sus hijos, dado que sea prudente, se inclinará fácilmente al ahorro y hará lo que parece aconsejar la misma naturaleza: reducir gastos, al objeto de que quede algo con que ir constituyendo un pequeño patrimonio.

Las sociedades de socorros

34. Finalmente, los mismos patronos y obreros pueden hacer mucho en esta cuestión, esto es, con esas instituciones mediante las cuales atender convenientemente a los necesitados y acercar más una clase a la otra. Entre las de su género deben citarse las sociedades de socorros mutuos; entidades diversas instituidas por la previsión de los particulares para proteger a los obreros, amparar a sus viudas e hijos en los imprevistos, enfermedades y cualquier accidente propio de las cosas humanas; los patronatos fundados para cuidar de los niños, niñas, jóvenes y ancianos. Pero el lugar preferente lo ocupan las sociedades de obreros, que comprenden en sí todas las demás. Los gremios de artesanos reportaron durante mucho tiempo grandes beneficios a nuestros antepasados. En efecto, no sólo trajeron grandes ventajas para los obreros, sino también a las artes mismas un desarrollo y esplendor atestiguado por numerosos monumentos. Es preciso que los gremios se adapten a las condiciones actuales de edad más culta, con costumbres nuevas y con más exigencias de vida cotidiana. Es grato encontrarse con que constantemente se están constituyendo asociaciones de este género, de obreros solamente o mixtas de las dos clases; es de desear que crezcan en número y eficiencia. Y, aunque hemos hablado más de una vez de ellas, Nos sentimos agrado en manifestar aquí que son muy convenientes y que las asiste pleno derecho, así como hablar sobre su reglamentación y cometido.

«El hermano, ayudado por su hermano, es como una ciudad fortificada»

35. La reconocida cortedad de las fuerzas humanas aconseja e impele al hombre a buscarse el apoyo de los demás. De las Sagradas Escrituras es esta sentencia:«Es mejor que estén dos que uno solo; tendrán la ventaja de la unión. Si el uno cae, será levantado por el otro. ¡Ay del que está solo, pues, si cae, no tendrá quien lo levante!». Y también esta otra: «El hermano, ayudado por su hermano, es como una ciudad fortificada».

El estado tiene que respetar las congregaciones y órdenes religiosas

36. Recordamos aquí las diversas corporaciones, congregaciones y órdenes religiosas instituidas por la autoridad de la Iglesia y la piadosa voluntad de los fieles; la historia habla muy alto de los grandes beneficios que reportaron siempre a la humanidad sociedades de esta índole, al juicio de la sola razón, puesto que, instituidas con una finalidad honesta, es evidente que se han constituido conforme a derecho natural y que en lo que tienen de religión están sometidas exclusivamente a la potestad de la Iglesia. Por consiguiente, las autoridades civiles no pueden arrogarse ningún derecho sobre ellas ni pueden en justicia alzarse con la administración de las mismas; antes bien, el Estado tiene el deber de respetarlas, conservarlas y, si se diera el caso, defenderlas de toda injuria. Lo cual, sin embargo, vemos que se hace muy al contrario especialmente en los tiempos actuales: Son muchos los lugares en que los poderes públicos han violado comunidades de esta índole, y con múltiples injurias, ya asfixiándolas con el dogal de sus leyes civiles, ya despojándolas de su legítimo derecho de personas morales o despojándolas de sus bienes. Bienes en que tenía su derecho la Iglesia, el suyo cada uno de los miembros de tales comunidades, el suyo también quienes las habían consagrado a una determinada finalidad y el suyo, finalmente, todos aquellos a cuya utilidad y consuelo habían sido destinadas. Nos no podemos menos de quejarnos, por todo ello, de estos expolios injustos y nocivos, tanto más cuanto que se prohíben las asociaciones de hombres católicos, por demás pacíficos y beneficiosos para todos los órdenes sociales, precisamente cuando se proclama la licitud ante la ley del derecho de asociación y se da, en cambio, esa facultad, ciertamente sin limitaciones, a hombres que agitan propósitos destructores juntamente de la religión y del Estado.

Asociaciones

37. Efectivamente, el número de las más diversas asociaciones, principalmente de obreros, es en la actualidad mucho mayor que en otros tiempos. No es lugar indicado éste para estudiar el origen de muchas de ellas, qué pretenden, qué camino siguen. Existe, no obstante, la opinión, confirmada por múltiples observaciones, de que en la mayor parte de los casos están dirigidas por jefes ocultos, los cuales imponen una disciplina no conforme con el nombre cristiano ni con la salud pública; acaparada la totalidad de las fuentes de producción, proceden de tal modo, que hacen pagar con la miseria a cuantos rehúsan asociarse con ellos. 

Mejoras a los obreros

38. Son dignos de encomio, ciertamente, muchos de los nuestros que, examinando concienzudamente lo que piden los tiempos, experimentan y ensayan los medios de mejorar a los obreros con oficios honestos. Tomado a pechos el patrocinio de los mismos, se afanan en aumentar su prosperidad tanto familiar como individual; de moderar igualmente, con la justicia, las relaciones entre obreros y patronos; de formar y robustecer en unos y otros la conciencia del deber y la observancia de los preceptos evangélicos, que, apartando al hombre de todo exceso, impiden que se rompan los límites de la moderación y defienden la armonía entre personas y cosas de tan distinta condición.

Libre derecho de asociación

39. Efectivamente, se necesita moderación y disciplina prudente para que se produzca el acuerdo y la unanimidad de voluntades en la acción. Por ello, si los ciudadanos tienen el libre derecho de asociarse, como así es en efecto, tienen igualmente el derecho de elegir libremente aquella organización y aquellas leyes que estimen más conducentes al fin que se han propuesto. Nos estimamos que no puede determinarse con reglas concretas y definidas cuál haya de ser en cada lugar la organización y leyes de las sociedades a que aludimos, puesto que han de establecerse conforme a la índole de cada pueblo, a la experiencia y a las costumbres, a la clase y efectividad de los trabajos, al desarrollo del comercio y a otras circunstancias de cosas y de tiempos, que se han de sopesar con toda prudencia.

Lo común debe administrarse con toda integridad

40. Puesto el fundamento de las leyes sociales en la religión, el camino queda expedito para establecer las mutuas relaciones entre los asociados, para llegar a sociedades pacíficas y a un floreciente bienestar. Los cargos en las asociaciones se otorgarán en conformidad con los intereses comunes, de tal modo que la disparidad de criterios noreste unanimidad a las resoluciones. Interesa mucho para este fin distribuir las cargas con prudencia y determinarlas con claridad para no quebrantar derechos de nadie. Lo común debe administrarse con toda integridad, de modo que la cuantía del socorro esté determinada por la necesidad de cada uno; que los derechos y deberes de los patronos se conjuguen armónicamente con los derechos y deberes de los obreros.

La Iglesia, nunca ni bajo ningún aspecto regateará su esfuerzo de ayuda

41. Tenéis, venerables hermanos, ahí quiénes y de qué manera han de laboraren esta cuestión tan difícil. Que se ciña cada cual a la parte que le corresponde, y con presteza suma, no sea que un mal de tanta magnitud se haga incurable por la demora del remedio. Apliquen la providencia de las leyes y de las instituciones los que gobiernan las naciones; recuerden sus deberes los ricos y patronos; esfuércense razonablemente los proletarios, de cuya causa se trata; y, como dijimos al principio, puesto que la religión es la única que puede curar radicalmente el mal, todos deben laborar para que se restauren las costumbres cristianas, sin las cuales aun las mismas medidas de prudencia que se estiman adecuadas servirían muy poco en orden a la solución.

Por lo que respecta a la Iglesia, nunca ni bajo ningún aspecto regateará su esfuerzo, prestando una ayuda tanto mayor cuanto mayor sea la libertad con que cuente en su acción; y tomen nota especialmente de esto los que tienen a su cargo velar por la salud pública. Canalicen hacia esto todas las fuerzas del espíritu y su competencia los ministros sagrados y, precedidos por vosotros, venerables hermanos, con vuestra autoridad y vuestro ejemplo, no cesen de inculcar en todos los hombres de cualquier clase social las máximas de vida tomadas del Evangelio; que luchen con todas las fuerzas a su alcance por la salvación de los pueblos y que, sobre todo, se afanen por conservar en sí mismos e inculcar en los demás, desde los más altos hasta los más humildes, la caridad, señora y reina de todas las virtudes.