San Román nació en los primeros años del siglo III. Era soldado de la guardia del Emperador Valeriano (253-260) y, por su condición militar, estuvo presente en muchos interrogatorios y suplicios de los cristianos durante la persecución del año 257 en Roma. Precisamente al ser testigo del martirio del Diácono Lorenzo fue el motivo que la providencia presentó en su vida para su conversión

Cuando san Lorenzo fue apresado, el Emperador encargó su custodia a los soldados Román e Hipólito. Román, hombre capaz, fue testigo de todo lo que pasó en el martirio del santo Diácono. Interrogado San Lorenzo por Cornelio, Prefecto de Roma, acerca de su fe y de los tesoros de la Iglesia, que tenía a su cargo para las limosnas a los pobres, Román comprendió mejor que otros la verdad y la fuerza de sus razones, y sentía cómo la gracia iba alumbrando su entendimiento y su corazón.

La prudencia de San Lorenzo y la constancia heroica que manifestaba éste en todos y cada uno de los tormentos que sufrió hicieron que Román entendiese que, con las solas fuerzas naturales, era imposible soportar esa situación, y que sin una virtud divina no era posible hablar ni padecer con aquella grandeza de alma. 

Mientras Román se hacía estas reflexiones quiso el Señor descubrirle el particular cuidado que tenía de los que padecían por la gloria de su nombre y la bondad con que los fortalecía en los tormentos.

Sucedió que. cuando acababan de extender a Lorenzo en el potro y los verdugos empezaron a azotarle con una especie de correas o ramales de hierro, el santo Diácono se mantuvo sereno sin desprender un grito de queja. Román quedó horrorizado de esa flagelación pero más asombro le produjo la serenidad y la constancia de Lorenzo. 

No comprendía cómo un hombre podía soportar alegre aquel suplicio. De repente vio un ángel, en figura de un joven, que con un paño enjugaba el sudor y la sangre del santo mártir. Román no podía creer lo que estaba viendo. Por eso preguntaba a sus compañeros si no veían también a ese joven limpiar la sangre de San Lorenzo 

Desengañado de que ninguno le veis y ayudado por la gracia De Dios decidió, firmemente, hacerse cristiano.

Román se acercó a San Lorenzo y, con lágrimas en los ojos, le confesó lo que estaba viendo y le suplico que no le abandonase. El santo Diácono, lleno de gozo por aquella victoria de Jesucristo, exhortó y alentó con breves palabras a Román. Pero la dificultad era bautizarlo. San Lorenzo seguía fuertemente amarrado de manos y pies al potro de la tortuga, sin apariencia de que le desatasen hasta haber expirado; no había agua, ni aun cuando la hubiese, parecía poco prudente administrarle el sacramento en presencia de tantos gentiles encendidos contra los cristianos. 

El Emperador, informado de la constancia de Lorenzo y de la tranquila alegría con la que aguantaba los sufrimientos mandó que lo desatasen y que lo devolvieran a la cárcel. No se puede explicar el gozo de Román al oír esta orden imperial. Pidió personalmente encargarse del reo y se ofreció para llevar al santo mártir al calabozo. Una vez allí tomó en sus manos una jarra llena de agua y suplicó a Lorenzo que no tardase ni un minuto más en bautizarlo. El Diácono le preguntó si era consciente del peligro al que se exponía y si era capaz de padecer cualquier tormento por confesar su fe en Cristo. A todo ello Román respondió con tanta seguridad que Lorenzo no dudó en reconocer en el nuevo soldado de Cristo los milagros que la gracia puede obrar. Viendo que estaba muy bien dispuesto le bautizó, y abrazándole le animó a que se dispusiese para abrazar el martirio.

Román no pudo ocultar su gozo de ser cristiano ni tampoco disimular el beneficio que acababa de recibir de la mano de Dios al ser bautizado. Muy pronto todos sus compañeros de milicia conocieron la conversión de Román. Sus palabras, su comportamiento, sus modales le delataban. Informaron de ello al Emperador Valeriano, quien se llenó de cólera y rabia al ver que el diácono Lorenzo no sólo no le quitaron su alegría y sosiego sino que su fortaleza servía de simiente de nuevos cristianos.

Para verificar personalmente que su soldado se había convertido a la fe cristiana mandó que se presentase ante su Tribunal con la resolución de hacer en él un escarmiento. Apenas entró en la sala nuestro Santo y, sin esperar que empezase el interrogatorio, comenzó a gritar: soy cristiano soy cristiano y tengo a gran gloria el serlo.

El Emperador Valeriano, al oír aquella confesión, mandó que, después de azotarlo, le cortasen la cabeza. Inmediatamente se ejecutó la sentencia. Román, degradado de los honores de soldado romano, durante el tormento rebosaba de gozo y no cesaba de gritar: soy cristiano, soy cristiano, y es una gran dicha mía dar la sangre por la gloria de mi divino Salvador, que antes dio su vida por mi salvación. Después le cortaron la cabeza. Era el día 9 de agosto del año 258. El generoso soldado de Jesucristo tuvo la dicha de merecer La Corona del martirio. Su cuerpo, que secretamente recogió un santo presbítero llamado Justino, fue enterrado en una nueva del Campo de Verano en Roma.

Oración a San Román, soldado y mártir

Señor, Dios nuestro, encendido en tu amor San Román se mantuvo fiel a tu servicio y alcanzó la gloria del martirio. Dígnate infundir en nuestro corazón aquel valor intrépido que tuvo durante su martirio, gritando con gozo su condición de Cristiano y discípulo de Cristo. Concédenos, por su intercesión, amar lo que él amó y practicar sinceramente lo que vivió. Te lo pedimos por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.