Traductor: P. Ángel Custodio Vega, OSA

LIBRO PRIMERO

CAPITULO I

  1. Grande eres, Señor, y laudable sobremanera 1; grande tu poder, y tu sabiduría no tiene número 2 . ¿Y pretende alabarte el hombre, pequeña parte de tu creación, y precisamente el hombre, que, revestido de su mortalidad, lleva consigo el testimonio de su pecado y el testimonio de que resistes a los soberbios? 3 Con todo, quiere alabarte el hombre, pequeña parte de tu creación. Tú mismo le excitas a ello, haciendo que se deleite en alabarte, porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti.

Dame, Señor, a conocer y entender qué es primero, si invocarte o alabarte, o si es antes conocerte que invocarte. Mas ¿quién habrá que te invoque si antes no te conoce? Porque, no conociéndote, fácilmente podrá invocar una cosa por otra. ¿Acaso, más bien, no habrás de ser invocado para ser conocido? Pero ¿y cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Y cómo creerán si no se les predica? 4

Ciertamente, alabarán al Señor los que le buscan 5, porque los que le buscan le hallan y los que le hallan le alabarán.

Que yo, Señor, te busque invocándote y te invoque creyendo en ti, pues me has sido predicado. Invócate, Señor, mi fe, la fe que tú me diste e inspiraste por la humanidad de tu Hijo y el misterio de tu predicador.

CAPITULO II

  1. Pero ¿cómo invocaré yo a mi Dios, a mi Dios y mi Señor, puesto que al invocarle le he de llamar a mí? ¿Y qué lugar hay en mí a donde venga mi Dios a mí, a dónde Dios venga a mí, el Dios que ha hecho el cielo y la tierra? 6 ¿Es verdad, Señor, que hay algo en mí que pueda abarcarte? ¿Acaso te abarcan el cielo y la tierra, que tú has creado, y dentro de los cuales me creaste también a mí? ¿O es tal vez que, porque nada de cuanto es puede ser sin ti, te abarca todo lo que es? Pues si yo soy efectivamente, ¿por qué pido que vengas a mí, cuando yo no sería si tú no fueses en mí?

No he estado aún en el infierno, mas también allí estás tú. Pues si descendiere a los infiernos, allí estás tú 7.

Nada sería yo, Dios mío, nada sería yo en absoluto si tú no estuvieses en mí; pero, ¿no sería mejor decir que yo no sería en modo alguno si no estuviese en ti, de quien, por quien y en quien son todas las cosas? 8 Así es, Señor, así es. Pues ¿adónde te invoco estando yo en ti, o de dónde has de venir a mí, o a qué parte del cielo y de la tierra me habré de alejar para que desde allí venga mi Dios a mí, él, que ha dicho: Yo lleno el cielo y la tierra?

CAPITULO III

  1. ¿Abárcame, por ventura, el cielo y la tierra por el hecho de que los llenas? ¿O es, más bien, que los llenas y aún sobra por no poderte abrazar? ¿Y dónde habrás de echar eso que sobra de ti, una vez llenó el cielo y la tierra? ¿Pero es que tienes tú, acaso, necesidad de ser contenido en algún lugar, tú que contienes todas las cosas, puesto que las que llenas las llenas conteniéndolas? Porque no son los vasos llenos de ti los que te hacen estable, ya que, aunque se quiebren, tú no te has de derramar; y si se dice que te derramas sobre nosotros, no es cayendo tú, sino levantándonos a nosotros; ni es esparciéndote tú, sino recogiéndonos a nosotros 9.

Pero las cosas todas que llenas, ¿las llenas todas con todo tu ser o, tal vez, por no poderte contener totalmente todas, contienen una parte de ti? ¿Y esta parte tuya la contienen todas y al mismo tiempo o, más bien, cada una la suya, mayor las mayores y menor las menores? Pero ¿es que hay en ti alguna parte mayor y alguna menor? ¿Acaso no estás todo en todas partes, sin que haya cosa alguna que te contenga totalmente?

CAPITULO IV

  1. Pues ¿qué es entonces mi Dios? ¿Qué, repito, sino el Señor Dios? ¿Y qué Señor hay fuera del Señor o qué Dios fuera de nuestro Dios? 10 Sumo, óptimo, poderosísimo, omnipotentísimo, misericordiosísimo y justísimo; secretísimo y presentísimo, hermosísimo y fortísimo, estable e incomprensible, inmutable, mudando todas las cosas; nunca nuevo y nunca viejo; renueva todas las cosas y conduce a la vejez a los soberbios sin ellos saberlo; siempre obrando y siempre en reposo; siempre recogiendo y nunca necesitado; siempre sosteniendo, llenando y protegiendo; siempre creando, nutriendo y perfeccionando; siempre buscando y nunca falto de nada.

Amas y no sientes pasión; tienes celos y estás seguro; te arrepientes y no sientes dolor; te aíras y estás tranquilo; mudas de obra, pero no de consejo; recibes lo que encuentras y nunca has perdido nada; nunca estás pobre y te gozas con los lucros; no eres avaro y exiges usuras. Te ofrecemos de más para hacerte nuestro deudor; pero ¿quién es el que tiene algo que no sea tuyo, pagando tú deudas que no debes a nadie y perdonando deudas, sin perder nada con ello?

¿Y qué es cuanto hemos dicho, Dios mío, vida mía, dulzura mía santa, o qué es lo que puede decir alguien cuando habla de ti? Al contrario, ¡ay de los que se callan de ti!, porque no son más que mudos charlatanes.

CAPITULO V

  1. ¿Quién me dará descansar en ti? ¿Quién me dará que vengas a mi corazón y le embriagues, para que olvide mis maldades y me abrace contigo, único bien mío? ¿Qué es lo que eres para mí? Apiádate de mí para que te lo pueda decir. ¿Y qué soy yo para ti para que me mandes que te ame y si no lo hago te aíres contra mí y me amenaces con ingentes miserias? ¿Acaso es ya pequeña la misma de no amarte? ¡Ay de mí! Dime por tus misericordias, Señor y Dios mío, qué eres para mí. Di a mi alma: «Yo soy tu salud.» 11 Dilo de forma que yo lo oiga. Los oídos de mi corazón están ante ti, Señor; ábrelos y di a mi alma: «Yo soy tu salud». Que yo corra tras esta voz y te dé alcance. No quieras esconderme tu rostro. Muera yo para que no muera y pueda así verle.

  1. Angosta es la casa de mi alma para que vengas a ella: sea ensanchada por ti. Ruinosa está: repárala. Hay en ella cosas que ofenden tus ojos: lo confieso y lo sé; pero ¿quién la limpiará o a quién otro clamaré fuera de ti: De los pecados ocultos líbrame, Señor, y de los ajenos perdona a tu siervo? 12 Creo, por eso hablo 13. Tú lo sabes, Señor. ¿Acaso no he confesado ante ti mis delitos contra mí, ¡Oh Dios mío!, y tú has remitido la impiedad de mi corazón? 14 No quiero contender en juicio contigo, que eres la verdad, y no quiero engañarme a mí mismo, para que no se engañe a sí misma mi iniquidad 15. No quiero contender en juicio contigo, porque si miras a las iniquidades, Señor, ¿quién, Señor, subsistirá? 16

CAPÍTULO VI

  1. Con todo, permíteme que hable en presencia de tu misericordia, a mí, tierra y ceniza 17; permíteme que hable, porque es a tu misericordia, no al hombre, mi burlador, a quien hablo. Tal vez también tú te reirás de mí; mas vuelto hacia mí, tendrás compasión de mí.

Y ¿qué es lo que quiero decirte, Señor, sino que no sé de dónde he venido aquí, a esta, digo, vida mortal o muerte vital? » No lo sé. Mas recibiéronme los consuelos de tus misericordias, según tengo oído a mis padres carnales, del cual y en la cual me formaste en el tiempo, pues yo de mí nada recuerdo. Recibiéronme, digo, los consuelos de la leche humana, de la que ni mi madre ni mis nodrizas se llenaban los pechos, sino que eras tú quien, por medio de ellas, me daban el alimento aquel de la infancia, según tu ordenación y los tesoros dispuestos por ti hasta en el fondo mismo de las cosas.

Tuyo era también el que yo no quisiera más de lo que me dabas y que mis nodrizas quisieran darme lo que tú les dabas, pues era ordenado el afecto con que querían darme aquello de que abundaban en ti, ya que era un bien para ellas el recibir yo aquel bien mío de ellas, aunque, realmente, no era de ellas, sino tuyo por medio de ellas, porque de ti proceden, ciertamente, todos los bienes, ¡oh Dios!, y -de ti, Dios mío, pende toda mi salud.

Todo esto lo conocí más tarde, cuando me diste voces por medio de los mismos bienes que me concedías interior y exteriormente. Porque entonces lo único que sabía era mamar, aquietarme con los halagos, llorar las molestias de mi carne y nada más.

  1. Después empecé también a reír, primero durmiendo, luego despierto. Esto han dicho de mí, y lo creo, porque así lo vemos también en otros niños; pues yo, de estas cosas mías, no tengo el menor recuerdo.

Poco a poco comencé a darme cuenta dónde estaba y a querer dar a conocer mis deseos a quienes me los podían satisfacer, aunque realmente no podía, porqué aquéllos estaban dentro y éstos fuera, y por ningún sentido podían entrar en mi alma. Así que agitaba los miembros y daba voces, signos semejantes a mis deseos, los pocos que podía y como podía, aunque verdaderamente no se les semejaban. Mas si no era complacido, bien porque no me habían entendido, bien porque me era dañoso, me indignaba: con los mayores, porque no se me sometían, y con los libres, por no querer ser mis esclavos, y de unos y otros vengábame con llorar. Tales he conocido que son los niños que yo he podido observar; y que yo fuera tal, más me lo han dado ellos a entender sin saberlo que no los que me criaron sabiéndolo.

  1. Mas he aquí que mi infancia ha tiempo que murió, no obstante que yo vivo. Mas dime, Señor, tú que siempre vives y nada muere en ti-porque antes del comienzo de los siglos y antes de todo lo que tiene antes existes tú, y eres Dios y Señor de todas las cosas, y se hallan en ti las causas de todo lo que es inestable, y permanecen los principios inmutables de todo lo que cambia, y viven las razones sempiternas de todo lo temporal-, dime a mí, que te lo suplico, ¡oh Dios mío!, di, misericordioso, a este mísero tuyo; dime, ¿por ventura sucedió esta mi infancia a otra edad mía ya muerta? ¿Será ésta aquella que llevé en el vientre de mi madre? Porque también de ésta se me han hecho algunas indicaciones y yo mismo he visto mujeres embarazadas.

Y antes de esto, dulzura mía y Dios mío, ¿qué? ¿Fui yo algo o en alguna parte? . Dímelo, porque no tengo quien me lo diga, ni mi padre, ni mi madre, ni la experiencia de otros, ni mi memoria. ¿Acaso te ríes de mí porque deseo saber estas cosas y me mandas que te alabe y te confiese por aquello que he conocido de ti?

  1. Confiésote, Señor de cielos y tierra, alabándote por mis comienzos y mi infancia, de los que no tengo memoria, mas que diste al hombre conjeturar de sí por otros y que creyese muchas cosas, aun por la simple autoridad de mujercillas. Porque al menos era entonces, vivía, y ya al fin de la infancia buscaba signos con que dar a los demás a conocer las cosas que yo sentía.

¿De dónde podía venir, en efecto, un tal animal, sino de ti, Señor? ¿Acaso hay algún artífice de sí mismo? ¿Por ventura hay alguna otra vena por donde corra a nosotros el ser y el vivir, fuera del que tú causas en nosotros, Señor, en quien el ser y el vivir no son cosa distinta, porque eres el sumo Ser y el sumo Vivir? Sumo eres, en efecto, y no te mudas, ni camina por ti el día de hoy, no obstante que por ti camine, puesto que en ti están, ciertamente, todas estas cosas, y no tendrían camino por donde pasar si tú no las contuvieras. Y porque tus años no fenecen 18, tus años son un constante Hoy. ¡Oh, cuántos días nuestros y de nuestros padres han pasado ya por este tu Hoy y han recibido de él su modo y de alguna manera han existido, y cuántos pasarán aún y recibirán su modo y existirán de alguna manera! Mas tú eres uno mismo, y todas las cosas del mañana y más allá, y todas las cosas de ayer y más atrás, en ese Hoy las haces y en ese Hoy las has hecho.

¿Qué importa que alguien no entienda estas cosas? Gócese aún éste diciendo: ¿Qué es esto? Gócese éste aun así y desee más hallarte no indagando que indagando no hallarte.

CAPITULO VII

  1. Escúchame, ¡oh Dios! ¡Ay de los pecados de los hombres! Y esto lo dice un hombre, y tú te compadeces de él por haberlo hecho, aunque no el pecado que hay en él.

¿Quién me recordará el pecado de mi infancia, ya que nadie está delante de ti limpio de pecado, ni aun el niño cuya vida es de un solo día sobre la tierra? .¿Quién me lo recordará? ¿Acaso cualquier chiquito o párvulo de hoy, en quien veo lo que no recuerdo de mí? ¿Y qué era en lo que yo entonces pecaba? ¿Acaso en desear con ansia el pecho llorando? Porque si ahora hiciera yo esto, no con el pecho, sino con la comida propia de mis años, deseándola con tal ansia, justamente fuera mofado y reprendido. Luego dignas eran de reprensión las cosas que hacía yo entonces; mas como no podía entender a quien me reprendiera, ni la costumbre ni la razón sufrían que se me reprendiese. La prueba de ello es que, según vamos creciendo, extirpamos y arrojamos estas cosas de nosotros, y jamás he visto a un hombre cuerdo que al tratar de limpiar una cosa arroje lo bueno de ella.

¿Acaso, aun para aquel tiempo; era bueno pedir llorando lo que no se podía conceder sin daño, indignarse acremente con las personas libres que no se sometían y aun con las mayores y hasta con mis propios progenitores y con muchísimos otros, que, más prudentes, no accedían a las señales de mis caprichos, esforzándome yo por hacerles daño con mis golpes, en cuanto podía, por no obedecer a mis órdenes, a las que hubiera sido pernicioso obedecer? ¿De aquí se sigue que lo que es inocente en los niños es la debilidad de los miembros infantiles, no el alma de los mismos?

Vi yo y hube de experimentar cierta vez a un niño envidioso. Todavía no hablaba y ya miraba pálido y con cara amargada a otro niño colactáneo suyo. ¿Quién hay que ignore esto? Dicen que las madres y nodrizas pueden conjurar estas cosas con no sé qué remedios. Yo no sé que se pueda tener por inocencia no sufrir por compañero en la fuente de leche que mana copiosa y abundante al que está necesitadísimo del mismo socorro y que con sólo aquel alimento sostiene la vida. Mas tolérase indulgentemente con estas faltas, no porque sean nulas o pequeñas, sino porque se espera que con el tiempo han de desaparecer. Por lo cual, aunque lo apruebes, si tales cosas las hallamos en alguno entrado en años, apenas si las podemos llevar con paciencia.

  1. Así, pues, Señor y Dios mío, tú que de niño me diste vida y un cuerpo, al que dotaste, según vemos, de sentidos, y compaginaste de miembros y vestiste de hermosura, y adornaste de instintos animales con que atender al conjunto e incolumidad de aquél, tú me mandas que te alabe por tales dones y te confiese y cante a tu nombre altísimo 19 , porque serías Dios omnipotente y bueno aunque no hubieras creado más que estas solas cosas, que ningún otro puede hacer más que tú. Uno, de quien procede toda modalidad; Hermosísimo, que das forma a todas las cosas y con tu ley las ordenas todas.

Vergüenza me da, Señor, tener que asociar a la vida que vivo en este siglo aquella edad que no recuerdo haber vivido y sobre la cual he creído a otros y yo conjeturo haber pasado, por verlo así en otros niños, bien que esta conjetura merezca toda fe. Porque en lo referente a las tinieblas en que está envuelto mi olvido de ella corre parejas con aquella que viví en el seno de mi madre.

Ahora bien, si yo fui concebido en iniquidad y me alimentó en pecados mi madre en su seno, 20 ¿dónde, te suplico, Dios mío; dónde, Señor, yo, tu siervo, dónde o cuándo fui yo inocente? Mas ved que ya callo aquel tiempo. ¿A qué ya ocuparme de él, cuando no conservo de él vestigio alguno?

CAPITULO VIII

  1. ¿No fue, acaso, caminando de la infancia hacia aquí como llegué a la puericia. ¿O, por mejor decir, vino ésta a mí y suplantó a la infancia, sin que aquélla se retirase; porque adónde podía ir? Con todo, dejó de existir, pues ya no era yo infante que no hablase, sino niño que hablaba. Recuerdo esto; mas cómo aprendí a hablar, advertílo después. Ciertamente no me enseñaron esto los mayores, presentándome las palabras con cierto orden de método, como luego después me enseñaron las letras; sino yo mismo con el entendimiento que tú me diste, Dios mío, al querer manifestar mis sentimientos con gemidos y voces varias y diversos movimientos de los miembros, a fin de que satisficiesen mis deseos, y ver que no podía todo lo que yo quería ni a todos los que yo quería. Así, pues, cuando éstos nombraban alguna cosa, fijábala yo en la memoria, y si al pronunciar de nuevo tal palabra movían el cuerpo hacia tal objeto, entendía y colegía que aquel objeto era el denominado con la palabra que pronunciaban, cuando lo querían mostrar.

Que ésta fuese su intención deducíalo yo de los movimientos del cuerpo, que son como las palabras naturales de todas las gentes, y que se hacen con el rostro y el guiño de los ojos y cierta actitud de los miembros y tono de la voz, que indican los afectos del alma para pedir, retener, rechazar o huir alguna cosa. De este modo, de las palabras, puestas en varias frases y en sus lugares y oídas repetidas veces, iba coligiendo yo poco a poco los objetos que significaban y, vencida la dificultad de mi lengua, comencé a dar a entender mis quereres por medio de ellas.

Así fue como empecé a usar los signos comunicativos de mis deseos con aquellos entre quienes vivía y entré en el fondo del proceloso mar de la sociedad, pendiente de la autoridad de mis padres y de las indicaciones de mis mayores.

CAPITULO IX

  1. ¡Oh Dios mío, Dios mío! Y ¡qué de miserias y engaños no experimenté aquí cuando se me proponía a mí, niño, como norma de bien vivir obedecer a los que me amonestaban a brillar en este mundo y sobresalir en las artes de la lengua, con las cuales después pudiese lograr honras humanas y falsas riquezas! A este fin me pusieron a la escuela para que aprendiera las letras, en las cuales ignoraba yo, miserable, lo que había de utilidad. Con todo, si era perezoso en aprenderlas, era azotado, sistema alabado por los mayores, muchos de los cuales, que llevaron este género de vida antes que nosotros, nos trazaron caminos tan trabajosos, por los que se nos obligaba a caminar, multiplicando así el trabajo y dolor a los hijos de Adán.

Mas dimos por fortuna con hombres que te invocaban, Señor, y aprendimos de ellos a sentirte, en cuanto podíamos, como un Ser grande que podía, aun no apareciendo a los sentidos, escucharnos y venir en nuestra ayuda. De ahí que, siendo aún niño, comencé a invocarte como a mi refugio y amparo, y en tu vocación rompí los nudos de mi lengua y, aunque pequeño, te rogaba ya con no pequeño afecto que no me azotasen en la escuela. Y cuando tú no me escuchabas, lo cual era para mi instrucción 21, reíanse los mayores y aun mis mismos padres, que ciertamente no querían que me sucediese ningún mal de aquel castigo, grande y grave mal mío entonces.

  1. ¿Por ventura, Señor, hay algún alma tan grande, unida a ti con tan subido afecto; hay alguna, digo -pues también puede producir esto cierta estolidez-; hay, repito, alguna que unida a ti con piadoso afecto llegue a tal grandeza de ánimo que desprecie los potros y garfios de hierro y demás instrumentos de martirio -por huir de los cuales se te dirigen súplicas de todas las partes del mundo-y así se ría de ellos-amando a los que acerbísimamente los temen-como se reían nuestros padres de los tormentos con que de niños éramos afligidos por nuestros maestros? Porque, en verdad, ni los temíamos menos ni te rogábamos con menos fervor que nos librases de ellos.

Con todo, pecábamos escribiendo, o leyendo, estudiando menos de lo que se exigía de nosotros. Y no era ello por falta de memoria o ingenio, que para aquella edad me los diste, Señor, bastantemente, sino porque me deleitaba el jugar, aunque no otra cosa hacían los que castigaban esto en nosotros. Pero los juegos de los mayores cohonestábanse con el nombre de negocios, en tanto que los de los niños eran castigados por los mayores, sin que nadie se compadeciese de los unos ni de los otros, o más bien de ambos. A no ser que haya un buen árbitro de las cosas que. apruebe el que me azotasen porque jugaba a la pelota y con este juego impedía que aprendiera más prontamente las letras, con las cuales de mayor había de jugar más perniciosamente.

¿Acaso hacía otra cosa el mismísimo que me azotaba, quien, si en alguna cuestioncilla era vencido por algún colega suyo, era más atormentado de la cólera y envidia que yo cuando en un partido de pelota era vencido por mi compañero?

CAPITULO X

  1. Con todo pecaba, Señor mío, ordenador y creador de todas las cosas de la naturaleza, mas sólo ordenador del pecado; pecaba yo, Señor Dios mío, obrando contra las órdenes de mis padres y de aquellos mis maestros, porque podía después usar bien de las letras que querían que aprendiese, cualquiera que fuese la intención de los míos.

Porque no era yo desobediente por ocuparme en cosas mejores, sino por amor del juego, buscando en los combates soberbias victorias y halagar mis oídos con falsas fabulillas, con las cuales se irritase más la comezón, al mismo tiempo que con idéntica curiosidad se encandilaban mis ojos más y más por ver espectáculos, que son los juegos de los mayores, juegos que quien los da goza de tan gran dignidad que casi todos desean esto para sus hijos, a quienes, sin embargo, sufren de buen grado que los maltraten, si con tales espectáculos se retraen del estudio, por medio del cual desean puedan llegar algún día a darlos ellos semejantes. Mira, Señor, estas cosas misericordiosamente y líbranos de ellas a los que ya te invocamos. Mas libra también a los que aún no te invocan, a fin de que te invoquen y sean igualmente libres.

CAPITULO XI

  1. Siendo todavía niño oí ya hablar de la vida eterna, que nos está prometida por la humildad de nuestro Señor Dios, que descendió hasta nuestra soberbia; y fui signado con el signo de la cruz, y se me dio a gustar su sal desde el mismo vientre de mi madre, que esperó siempre mucho en ti.

Tú viste, Señor, cómo cierto día, siendo aún niño, fui presa repentinamente de un dolor de estómago que me abrasaba y puso en trance de muerte. Tú viste también, Dios mío, pues eras ya mi guarda, con qué fervor de espíritu y con qué fe solicité de la piedad de mi madre y de la madre de todos nosotros, tu Iglesia, el bautismo de tu Cristo, mi Dios y Señor. Turbóse mi madre carnal, porque me paría con más amor en su casto corazón en tu fe para la vida eterna; y ya había cuidado, presurosa, de que se me iniciase y purificase con los sacramentos de la salud, confesándote, ¡oh mi Señor Jesús!, en remisión de mis pecados, cuando he aquí que de repente comencé a mejorar. Difirióse, en vista de ello, mi purificación, juzgando que sería imposible que, si vivía, no me volviese a manchar y que el reato de los delitos cometidos después del bautismo es mucho mayor y más peligroso.

Por este tiempo creía yo, creía ella y creía toda la casa, excepto sólo mi padre, quien, sin embargo, no pudo vencer en mí el ascendiente de la piedad materna para que dejara de creer en Cristo, como él no creía. Porque cuidaba solícita mi madre de que tú, Dios mío, fueses para mí padre, más bien que aquél, en lo cual tú la ayudabas a triunfar de él, a quien, no obstante ser ella mejor, servía, porque en ello te servía a ti, que lo tienes así mandado.

  1. Mas quisiera saber, Dios mío, te suplico, si tú gustas también de ello, por qué razón se difirió entonces el que fuera yo bautizado; si fue para mi bien el que aflojaran, por decirlo así, las riendas del pecar o si no me las aflojaron. ¿De dónde nace ahora el que de unos y de otros llegue a nuestros oídos de todas partes: «Dejadle; que obre; que todavía no está bautizado»; sin embargo, que no digamos de la salud del cuerpo: «Dejadle; que reciba aún más heridas, que todavía no está sano»?

¡Cuánto mejor me hubiera sido recibir pronto la salud y que mis cuidados y los de los míos se hubieran empleado en poner sobre seguro bajo tu tutela la salud recibida de mi alma, que tú me hubieses dado! Mejor fuera, sin duda; pero como mi madre preveía ya cuántas y cuán grandes olas de tentaciones me amenazaban después de la niñez, quiso ofrecerles más bien la tierra, de donde había de ser formado, que no ya la misma imagen.

CAPITULO XII

  1. En esta mi niñez, en la que había menos que temer por mí que en la adolescencia, no gustaba yo de las letras y odiaba el que me urgiesen a estudiarlas. Con todo, era urgido y me hacían gran bien. Quien no hacía bien era yo, que no estudiaba sino obligado; pues nadie que obra contra su voluntad obra bien, aun siendo bueno lo que hace.

Tampoco los que me urgían obraban bien; antes todo el bien que recibía me venía de ti, Dios mío, porque ellos no veían otro fin a que yo pudiera encaminar aquellos conocimientos que me obligaban a aprender sino a saciar el insaciable apetito de una abundante escasez y de una gloria ignominiosa. Mas tú, Señor, que tienes numerados los cabellos de nuestra cabeza 22, usabas del error de todos los que me apremiaban a estudiar para mi utilidad y del mío en no querer estudiar para mi castigo, del que ciertamente no era indigno, siendo niño tan chiquito y tan gran pecador.

Así que de los que no obraban bien, tú sacabas bien para mí; y de mis pecados, mi justa retribución; porque tú has ordenado, y así es, que todo ánimo desordenado sea castigo de sí mismo.

CAPITULO XIII

  1. ¿Cuál era la causa de que yo odiara las letras griegas, en las que siendo niño era imbuido? No lo sé; y ni aun ahora mismo lo tengo bien averiguado. En cambio, gustábanme las latinas con pasión, no las que enseñan los maestros de primaria, sino las que explican los llamados gramáticos; porque aquellas primeras, en las que se aprende a leer, y escribir y contar, no me fueron menos pesadas y enojosas que las letras griegas. ¿Mas de dónde podía venir aun esto sino del pecado y de la vanidad de la vida, por ser carne y viento que camina y no vuelve? 23

Porque sin duda que aquellas letras primeras, por cuyo medio podía llegar, como de hecho ahora puedo, a leer cuanto hay escrito y a escribir lo que quiero, eran mejores, por ser más útiles, que aquellas otras en que se me obligaba a retener los errores de no sé qué Eneas, olvidado de los míos, y a llorar a Dido muerta, que se suicidó por amores, mientras yo, miserabilísimo, me sufría a mí mismo con ojos enjutos, muriendo para ti con tales cosas, ¡oh Dios, vida mía! .

  1. Porque ¿qué cosa más miserable que el que un mísero no tenga misericordia de sí mismo y, llorando la muerte de Dido, que fue por amor de Eneas, no llore su propia muerte por no amarte a ti, ¡oh Dios!, luz de mi corazón, pan interior de mi alma, virtud fecundante de mi mente y seno amoroso de mi pensamiento? No te amaba y fornicaba lejos de ti 24, y, fornicando, oía de todas partes: «¡Bien! ¡Bien!»; porque la amistad de este mundo es adulterio contra ti; y si le gritan a uno: «¡Bien! ¡Bien!», es para que tenga vergüenza de no ser así. Y no llorando esto, lloraba a Dido muerta, «que buscó su última hora en el hierro» 25, en tanto que yo buscaba tus últimas criaturas, dejándote a ti y yendo, como tierra, tras la tierra 26, hasta el punto que, si entonces me hubieran prohibido leer tales cosas, me hubieran causado dolor, por no leer lo que me dolía. No obstante, semejante demencia es tenida por cosa más noble y provechosa que las letras, en las que se aprende a leer y escribir.

  1. Mas ahora, Dios mío, grite en mi alma tu verdad y diga: no es así, no es así; antes aquella primera instrucción es absolutamente mejor que ésta, puesto que yo preferiría olvidar antes todas las aventuras de Eneas y demás fábulas por el estilo que no el saber leer y escribir. Ya sé que de las puertas de las escuelas de los gramáticos penden unos velos o cortinas, pero éstos no son tanto para velar el secreto cuanto para encubrir el error.

No den voces contra mí aquellos que ya no temo mientras te confieso a ti las cosas de que gusta mi alma y descanso en la detestación de mis malos andares, a fin de que ame tus buenos caminos. No den voces contra mí los mercaderes de gramática, porque si les propongo la cuestión de si es verdad que Eneas vino alguna vez a Cartago, como afirma el poeta, los indoctos me dirán que no lo saben, y los entendidos, que no es verdad. Pero si les pregunto con qué letras se escribe el nombre de Eneas, todos los que las han estudiado me responderán lo mismo, conforme al pacto y convenio por el que los hombres han establecido tales signos entre sí.

Igualmente, si les preguntare qué sería más perjudicial para la vida humana: olvidársele a uno saber leer y escribir o todas las ficciones de los poetas, ¿quién no ve lo que responderían, de no estar fuera de sí? Luego pecaba yo, Dios mío, en aquella edad al anteponer aquellas cosas vanas a estas provechosas, arrastrado únicamente del gusto. O por mejor decir: al amar aquéllas y odiar éstas, porque odiosa canción era para mí aquel «uno y uno son dos, dos y dos son cuatro», en tanto que era para mí espectáculo dulcísimo y entretenido la narración del caballo de madera lleno de gente armada, y el incendio de Troya, «y la sombra de Creusa» 27 .

CAPITULO XIV

  1. Pues ¿por qué odiaba yo entonces la gramática griega, en la que tales cosas se cantan? Porque también Homero es perito en tejer tales fabulillas y dulcísimamente vano, aunque para mí de niño fue bien amargo. Yo creo que igualmente les será Virgilio a los niños griegos cuando se les apremie a aprender, como a mí a Homero. Y es que la dificultad, sí, la dificultad de tener que aprender totalmente una lengua extraña era como una hiel que rociaba de amargura todas las dulzuras griegas de las narraciones fabulosas.

Porque todavía no conocía yo palabra de aquella lengua, y ya se me instaba con vehemencia, con crueles terrores y castigos, a que la aprendiera. En cambio, del latín, aunque, siendo todavía infante, no sabía tampoco ninguna, sin embargo, con un poco de atención lo aprendí entre las caricias de las nodrizas, y las chanzas de los que se reían, y las alegrías de las que jugaban, sin miedo alguno ni tormento. Aprendílo, digo, sin el grave apremio del castigo, acuciado únicamente por mi corazón, que me apremiaba a dar a luz sus conceptos, y no hallaba otro camino que aprendiendo algunas palabras, no de los que las enseñaban, sino de los que hablaban, en cuyos oídos iba yo depositando cuanto sentía.

Por aquí se ve claramente cuánta mayor fuerza tiene para aprender estas cosas una libre curiosidad que no una medrosa necesidad. Mas constríñese con ésta el flujo de aquélla según tus leyes, ¡oh Dios!, según tus leyes, que establecen desde las férulas de los maestros hasta los tormentos de los mártires; sí, según tus leyes, Señor, poderosas a acibararnos con saludables amarguras que nos vuelvan a ti del pestífero deleite por el que nos habíamos apartado de ti.

CAPITULO XV

  1. Oye, Señor, mi oración 28, a fin de que no desfallezca mi alma bajo tu disciplina ni me canse en confesar tus misericordias, con las cuales me sacaste de mis pésimos caminos, para serme dulce sobre todas las dulzuras que seguí, y así te ame fortísimamente, y estreche tu mano con todo mi corazón, y me libres de toda tentación hasta el fin. He aquí, Señor, que tú eres mi rey y mi Dios 29; pues ceda en tu servicio cuanto útil aprendí de niño y para tu servicio sea cuanto hablo, escribo, leo y cuento, pues cuando aprendía aquellas vanidades, tú eras el que me dabas la verdadera ciencia, y me has perdonado ya los pecados de deleite cometidos en tales vanidades. Muchas palabras útiles aprendí en ellas, es verdad; pero también se pueden aprender en las cosas que no son vanas, y éste es el camino seguro por el que debían caminar los niños.

CAPITULO XVI

  1. Mas ¡ay de ti, oh río de la costumbre humana! ¿Quién hay que te resista? ¿Cuándo no te secarás? ¿Hasta cuándo dejarás de arrastrar a los hijos de Eva a ese mar inmenso y espantoso que apenas logran pasar los que subieren sobre el leño? ¿Acaso no fue en ti donde yo leí la fábula de Júpiter tonante y adulterante? Cierto es que no pudo hacer ambas cosas; mas fingióse así para autorizar la imitación de un verdadero adulterio con el engaño de un falso trueno. Con todo, ¿quién es de los maestros que llevan pénula el que oye con oído sobrio al hombre de su misma profesión que clama y dice: «Fingía estas cosas Homero y trasladaba las cosas humanas a los dioses, pero yo más quisiera que hubiera pasado las divinas a nosotros»? 30 Aunque más verdadero sería decir que fingió estas cosas aquél, atribuyendo las divinas a hombres corrompidos, para que los vicios no fuesen tenidos por vicios y cualquiera que los cometiese pareciese que imitaba a dioses celestiales, no a hombres perdidos.

  1. Y, sin embargo, ¡oh río infernal!, en ti son arrojados los hijos de los hombres juntamente con los honorarios que pagan por. aprender tales cosas. Y se tiene por cosa grande poder hacer esto públicamente en el foro al amparo de las leyes, que determinan, a más de los honorarios, los salarios que se les han de dar. Y golpeas tus cantos y gritas diciendo: «Aquí se aprenden las palabras; aquí se adquiere la elocuencia, sumamente necesaria para explicar las sentencias y persuadir las cosas». Como si no pudiéramos aprender estas palabras: lluvia, dorado, regazo, templo, celeste y otras más que se hallan escritas en dicho lugar, si Terencio no nos introdujese a un joven perdido que se propone a Júpiter como modelo de estupro, al contemplar una pintura mural «en la que se representaba al mismo Júpiter en el momento en que, según dicen, envió una lluvia de oro sobre el regazo de Dánae, engañando con semejante truco a la pobre mujer» 31.

Y ved cómo se excitaba a la lujuria a vista de tan celestial maestro:

-¡Y qué dios!-dice.

-¡Nada menos que el que hace retumbar la bóveda del cielo con enorme trueno!

-Y yo, hombrecillo, ¿no iba a hacer esto? -Hícelo, sí, y con mucho gusto.

De ningún modo, de ningún modo con semejante torpeza se aprenden mejor aquellas palabras, sino que con tales palabras se perpetra más atrevidamente semejante torpeza. No condeno yo las palabras, que son como vasos selectos y preciosos, sino el vino del error que maestros ebrios nos propinaban en ellos, y del que si no bebíamos éramos azotados, sin que se nos permitiese apelar a otro juez sobrio.

Y, no obstante, Dios mío, en cuya presencia ya no ofrece peligro este mi recuerdo, confieso que aprendí estas cosas con gusto y en ellas me deleité, miserable, siendo por esto llamado «niño de grandes esperanzas».

CAPITULO XVII

  1. Permíteme, Señor, que diga también algo de mi ingenio, don tuyo, y de los delirios en que lo empleaba. Proponíaseme como asunto-cosa muy inquietante para mi alma, así por el premio de la alabanza o deshonra como por el temor a los azotes que dijese las palabras de Juno, airada y dolorida por no poder «alejar de Italia al rey de los teucros» 32, que jamás había oído yo que Juno las dijera. Pero se nos obligaba a seguir los pasos errados de las ficciones poéticas y a decir algo en prosa de lo que el poeta había dicho en verso, diciéndolo más elogiosamente aquel que, conforme a la dignidad de la persona representada, sabía pintar con más viveza y similitud y revestir con palabras más apropiadas los afectos de ira o dolor de aquélla.

Mas de qué me servía, ¡oh vida verdadera, Dios mío!, ¿de qué me servía que yo fuera aplaudido más que todos mis coetáneos y condiscípulos? ¿No era todo aquello humo y viento? ¿Acaso no había otra cosa en que ejercitar mi ingenio y mi lengua? Tus alabanzas, Señor, tus alabanzas, contenidas en tus Escrituras, debieran haber suspendido el pámpano de mi corazón, y no hubiera sido arrebatado por la vanidad de unas bagatelas, víctima de las aves. Porque no es de un solo modo como se sacrifica a los ángeles transgresores.

CAPITULO XVIII

  1. Pero ¿qué milagro que yo me dejara arrastrar de las vanidades y me alejara de ti, Dios mío, cuando me proponían como modelos que imitar a unos hombres que si, al contar alguna de sus acciones no malas, eran notados de algún barbarismo o solecismo, se llenaban de confusión, y, en cambio, cuando eran alabados por referir con palabras castizas y apropiadas, de modo elocuente y elegante, sus deshonestidades, se hinchaban de vanidad? «

Tú ves, Señor, estas cosas y callas longánime, y lleno de misericordia, y veraz 33. Pero ¿callarás para siempre? Pues saca ahora de este espantoso abismo al alma que te busca, y tiene sed de tus deleites, y te dice de corazón: Busqué, Señor, tu rostro; tu rostro, Señor, buscaré 34, pues lejos está de tu rostro quien anda en afecto tenebroso, porque no es con los pies del cuerpo ni recorriendo distancias como nos acercamos o alejamos de ti. ¿Acaso aquel tu hijo menor buscó caballos, o carros, o naves, o voló con alas visibles, o hubo de mover las tabas para irse a aquella región lejana donde disipó lo que le habías dado, oh padre dulce en dárselo y más dulce aún en recibirle andrajoso? Así, pues, estar en afecto libidinoso es lo mismo que estarlo en tenebroso y lo mismo que estar lejos de tu rostro.

  1. Mira, Señor, Dios mío, y mira paciente, como sueles mirar, de qué modo guardan diligencias los hijos de los hombres los pactos sobre las letras y las sílabas recibidos de los primeros hablistas y, en cambio, descuidan los pactos eternos de salud perpetua recibidos de ti; de tal modo que si alguno de los que saben o enseñan las reglas antiguas sobre los sonidos pronunciase, contra las leyes gramaticales, la palabra homo sin aspirar la primera letra, desagradaría más a los hombres que si, contra tus preceptos, odiase a otro hombre siendo hombre.

¡Como si el hombre pudiese tener enemigo más pernicioso que el mismo odio con que se irrita contra él o pudiera causar a otro mayor estrago persiguiéndole que el que causa a su corazón odiando! Y ciertamente que no nos es tan interior la ciencia de las letras como la conciencia que manda no hacer a otro lo que uno no quiere sufrir 35 .

¡Oh, cuán secreto eres tú!, que, habitando silencioso en los cielos, Dios sólo grande, esparces infatigable, conforme a- ley, cegueras vengadoras sobre las concupiscencias ilícitas, cuando el hombre, anheloso de fama de elocuente, persiguiendo a su enemigo con odio feroz ante un juez rodeado de gran multitud de hombres, se guarda muchísimo de que por un lapsus linguae no se le escape un inter hominibus y no se le da nada de que con el furor de su odio le quite de entre los hombres (ex hominibus).

CAPITULO XIX

  1. En el umbral de tales costumbres yacía yo, miserable, de niño, siendo ésta la palestra arenaria en que yo me ejercitaba, y en la que temía más cometer un barbarismo que cuidaba de no envidiar, si lo cometía, a aquellos que lo habían evitado.

Estas cosas, Dios mío, te digo y confieso, en las cuales era alabado de aquellos a quienes agradar era entonces para mí vivir honestamente, porque no veía yo el abismo de torpeza en que me había arrojado lejos de tus ojos 36. Y aun entre ellos, ¿quién más deforme que yo, que, con ser tales, todavía les desagradaba, engañando con infinidad de mentiras a mis ayos, maestros y padres por amor del juego y por el deseo de ver espectáculos frívolos e imitarlos con juguetona inquietud?

También hacía algunos hurtos de la despensa de mis padres y de la mesa, ya provocado por la gula, ya también por tener que dar a los niños que me vendían el gusto de jugar conmigo, aun cuando ellos se divirtiesen igualmente que yo. En el juego andaba frecuentemente a caza de victorias fraudulentas, vencido del vano deseo de sobresalir. Sin embargo, ¿qué cosa había que yo quisiera menos sufrir y que yo reprendiese más atrozmente en otros, si lo descubría, que aquello mismo que yo les hacía a los demás? Más aún: si por casualidad era yo cogido en la trampa y me lo echaban en cara, poníame furioso antes que ceder. ¿Y es ésta la inocencia infantil? No, Señor, no lo es, te lo confieso, Dios mío. Porque estas mismas cosas que se hacen con los ayos y maestros por causa de las nueces, pelotas y pajarillos, se hacen cuando se llega a la mayor edad con los prefectos y reyes por causa del dinero, de las fincas y siervos, del mismo modo que a las férulas se suceden suplicios mayores.

Luego cuando tú, Rey nuestro, dijiste: De tales es el reino de los cielos 37, quisiste, sin duda darnos en la pequeñez de su estatura un símbolo de humildad.

  1. Con todo, Señor, gracias te sean dadas a ti, excelentísimo y óptimo creador y gobernador del universo, Dios nuestro, aunque te hubieses contentado con hacerme sólo niño. Porque, aun entonces, era, vivía, sentía y tenía cuidado de mi integridad, vestigio de tu secretísima unidad, por la cual era.

Guardaba también con el sentido interior la integridad de los otros mis sentidos y me deleitaba con la verdad en los pequeños pensamientos que sobre cosas pequeñas formaba. No quería me engañasen, tenía buena memoria y me iba instruyendo con la conversación. Deleitábame la amistad, huía del dolor, abyección e ignorancia. ¿Qué hay en un viviente como éste que no sea digno de admiración y alabanza? Pues todas estas cosas son dones de mi Dios, que yo no me los he dado a mí mismo. Y todos son buenos y todos ellos soy yo.

Bueno es el que me hizo y aun él es mi bien; a él quiero ensalzar por todos estos bienes que integraban mi ser de niño. En lo que pecaba yo entonces era en buscar en mí mismo y en las demás criaturas, no en él, los deleites, grandezas y verdades, por lo que caía luego en dolores, confusiones y errores.

Gracias a ti, dulzura mía, gloria mía, esperanza mía y Dios mío, gracias a ti por tus dones; pero guárdamelos tú para mí. Así me guardarás también a mí y se aumentarán y perfeccionarán los que me diste, y yo seré contigo, porque tú me diste que existiera.

LIBRO SEGUNDO

CAPITULO I

  1. Quiero recordar mis pasadas fealdades y las carnales inmundicias de mi alma, no porque las ame, sino por amarte a ti. Dios mío. Por amor de tu amor hago esto, recorriendo con la memoria, llena de amargura, aquellos mis caminos perversísimos, para que tú me seas dulce, dulzura sin engaño, dichosa y eterna dulzura, y me recojas de la dispersión en que anduve dividido en partes cuando, apartado de ti, uno, me desvanecí en muchas cosas.

Porque hubo un tiempo de mi adolescencia en que ardí en deseos de hartarme de las cosas más bajas, y osé ensilvecerme con varios y sombríos amores, y se marchitó mi hermosura, y me volví podredumbre ante tus ojos por agradarme a mí y desear agradar a los ojos de los hombres.

CAPITULO II

  1. ¿Y qué era lo que me deleitaba, sino amar y ser amado? Pero no guardaba modo en ello, yendo de alma a alma, como señalan los términos luminosos de la amistad, sino que del fango de mi concupiscencia carnal y del manantial de la pubertad se levantaban como unas nieblas que obscurecían y ofuscaban mi corazón hasta no discernir la serenidad de la dirección de la tenebrosidad de la libídine. Uno y otro abrasaban y arrastraban mi flaca edad por lo abrupto de mis apetitos y me sumergían en un mar de torpezas. Tu ira había arreciado sobre mí y yo no lo sabía. Me había hecho sordo con el ruido de la cadena de mi mortalidad, justo castigo de la soberbia de mi alma, y me iba alejando cada vez más de ti, y tú lo consentías; y me agitaba, y derramaba, y esparcía, y hervía con mis fornicaciones y tú callabas, ¡oh tardo gozo mío!; tú callabas entonces, y yo me iba cada vez más lejos de ti tras muchísimas semillas estériles de dolores con una soberbia abyección y una inquieta laxitud.

  1. ¡Oh, quién hubiera regulado aquella mi miseria, y convertido en uso recto las fugaces hermosuras de las criaturas inferiores, y puesto límites a sus suavidades, a fin de que las olas de aquella mi edad rompiesen en la playa conyugal, si es que no podía haber paz en ellas, conteniéndose dentro de los límites de lo matrimonial, como prescribe tu ley, Señor, tú que formas el germen transmisor de nuestra vida mortal y con mano suave puedes templar la dureza de las espinas, que quisiste estuviesen excluidas de tu paraíso! Porque no está lejos de nosotros tu omnipotencia, aun cuando nosotros estemos lejos de ti.

Al menos debiera haber atendido con más diligencia al sonido de tus nubes: Igualmente padecerán las tribulaciones de la carne; mas yo os perdono, y Bueno es al hombre no tocar a mujer, y El que está sin mujer piensa en las cosas de Dios y en cómo le ha de agradar; pero el que está ligado con el matrimonio piensa en las cosas del mundo y en cómo ha de agradar a la mujer 1. Estas voces son las que yo debiera haber escuchado atentamente, y mútilo por el reino de Dios 2 hubiera suspirado más feliz por tus abrazos.

  1. Mas yo, miserable, pospuesto tú, me convertí en un hervidero, siguiendo el ímpetu de mi pasión, y transpasé todos tus preceptos, aunque no evadí tus castigos; y ¿quién lo logró de los mortales? Porque tú siempre estabas a mi lado, ensañándote misericordiosamente conmigo y rociando con amarguísimas contrariedades todos mis goces ilícitos para que buscara así el gozo sin pesadumbre y, cuando yo lo hallara, en modo alguno fuese fuera de ti, Señor; fuera de ti, que finges dolor en mandar 3, y hieres para sanar, y nos das muerte para que no muramos sin ti.

Pero ¿dónde estaba yo? ¡Oh, y qué lejos, desterrado de las delicias de tu casa en aquel año decimosexto de mi edad carnal, cuando empuñó su cetro sobre mí, y yo me rendí totalmente a ella, la furia de la libídine, permitida por la desvergüenza humana, pero ilícita según tus leyes!

Ni aun los míos se cuidaron de recogerme en el matrimonio al verme caer en ella; su cuidado fue solo de que aprendiera a componer discursos magníficos y a persuadir con la palabra.

CAPITULO III

  1. En este mismo año se hubieron de interrumpir mis estudios de regreso de Madaura, ciudad vecina, a la que había ido a estudiar literatura y oratoria, en tanto que se hacían los preparativos necesarios para el viaje más largo a Cartago, más por animosa resolución de mi padre que por la abundancia de sus bienes, pues era un muy modesto munícipe de Tagaste.

Pero ¿a quién cuento yo esto? No ciertamente a ti, Dios mío, sino en tu presencia cuento estas cosas a los de mi linaje, el género humano, cualquiera que sea la partecilla de él que pueda tropezar con este mi escrito. ¿Y para qué esto? Para que yo y quien lo leyere pensemos de qué abismo tan profundo hemos de clamar a ti. ¿Y qué cosa más cerca de tus oídos que el corazón que te confiesa y la vida que procede de la fe?

¿Quién había entonces que no colmase de alabanza a mi padre, quien, yendo más allá de sus haberes familiares, gastaba con el hijo cuanto era necesario para un tan largo viaje por razón de sus estudios? Porque muchos ciudadanos, y mucho más ricos que él, no se tomaban por sus hijos semejante empeño.

Sin embargo, este mismo padre nada se cuidaba entre tanto de que yo creciera ante ti o fuera casto, sino únicamente de que fuera diserto, aunque mejor dijera desierto, por carecer de tu cultivo, ¡oh Dios!, único, verdadero y buen Señor de tu campo, mi corazón.

  1. Pero en aquel decimosexto año se hubo de imponer un descanso por la falta de recursos familiares y, libre de escuela, hube de vivir con mis padres. Eleváronse entonces sobre mi cabeza las zarzas de mis lascivias, sin que hubiera mano que me las arrancara. Al contrario, cuando cierto día me vio pubescente mi padre en el baño y revestido de inquieta adolescencia, como si se gozara ya pensando en los nietos, fuese a contárselo alegre a mi madre; alegre por la embriaguez con que este mundo se olvida de ti, su criador, y ama en tu lugar a la criatura, y que nace del vino invisible de su perversa y mal inclinada voluntad a las cosas de abajo.

Mas para este tiempo habías empezado ya a levantar en el corazón de mi madre tu templo y el principio de tu morada santa, pues mi padre no era más que catecúmeno, y esto de hacía poco. De aquí el sobresaltarse ella con un santo temor y temblor, pues, aunque yo no era todavía cristiano, temió que siguiese las torcidas sendas por donde andan los que te vuelven la espalda y no el rostro 4.

  1. ¡Ay de mí! ¿Y me atrevo a decir que callabas cuando me iba alejando de ti? ¿Es verdad que tú callabas entonces conmigo? ¿Y de quién eran, sino de ti, aquellas palabras que por medio de mi madre, tu creyente, cantaste en mis oídos, aunque ninguna de ellas penetró en mi corazón para ponerlas por obra?

Quería ella-y recuerdo que me lo amonestó en secreto con grandísima solicitud -que no fornicase y, sobre todo, que no adulterase con la mujer de nadie. Pero estas reconvenciones parecíanme mujeriles, a las que me hubiera avergonzado obedecer. Mas en realidad tuyas eran, aunque yo no lo sabía, y por eso creía que tú callabas y que era ella la que me hablaba, siendo tú despreciado por mí en ella, por mí, su hijo, hijo de tu sierva y siervo tuyo, que no cesabas de hablarme por su medio.

Pero yo no lo sabía, y me precipitaba con tanta ceguera que me avergonzaba entre mis coetáneos de ser menos desvergonzado que ellos cuando les oía jactarse de sus maldades y gloriarse tanto más cuanto más torpes eran, agradando hacerlas no sólo por el deleite de las mismas, sino también por ser alabado. ¿Qué cosa hay más digna de vituperio que el vicio? Y, sin embargo, por no ser vituperado me hacía más vicioso, y cuando no había hecho nada que me igualase ton los más perdidos, fingía haber hecho lo que no había hecho, para no parecer tanto más abyecto cuanto más inocente y tanto más vil cuanto más casto.

  1. He aquí con qué compañeros recorría yo las plazas de Babilonia y me revolcaba en su cieno, como en cinamomo y ungüentos preciosos. Y en medio de él, para que me adhiriese más tenazmente, pisoteábame el enemigo invisible y me seducía, por ser yo fácil de seducir.

Ni aun mi madre carnal, que había comenzado a huir ya de en medio de Babilonia 5 , pero que en lo demás iba despacio, cuidó-como antes lo había hecho aconsejándome la pureza-de contener con los lazos del matrimonio aquello que había oído a su marido de mí-y que ya veía me era pestilencial y en adelante me había de ser más peligroso-, si es que no se podía cortar por lo sano. No cuidó de esto, digo, porque tenía miedo de que con el vínculo matrimonial se frustrase la esperanza que sobre mí tenía; no la esperanza de la vida futura, que mi madre tenía puesta en ti, sino la esperanza de las letras, que ambos a dos, padre y madre, deseaban ardientemente; el padre, porque no pensaba casi nada de ti y sí muchas cosas vanas sobre mí; la madre, porque consideraba que aquellos acostumbrados estudios de la ciencia no sólo no me habían de ser estorbo, sino de no poca ayuda para alcanzarte a ti. Así lo conjeturo yo ahora al recordar, en cuanto me es posible, las costumbres de mis padres.

Por esta razón me aflojaban también las riendas para el juego más de lo que permite una moderada severidad, dejándome ir tras la disolución de mis varios afectos, en todos los cuales había una obscuridad que me interceptaba, ¡oh Dios mío!, la claridad de tu verdad, y como de mi grosura, brotaba mi iniquidad 6.

CAPITULO IV

  1. Ciertamente, Señor, que tu ley castiga el hurto, ley de tal modo escrita en el corazón de los hombres, que ni la misma iniquidad puede borrar. ¿Qué ladrón hay que sufra con paciencia a otro ladrón? Ni aun el rico tolera esto al forzado por la indigencia. También yo quise cometer un hurto y lo cometí, no forzado por la necesidad, sino por penuria y fastidio de justicia y abundancia de iniquidad, pues robé aquello que tenía en abundancia y mucho mejor. Ni era el gozar de aquello lo que yo apetecía en el hurto, sino el mismo hurto y pecado.

Había un peral en las inmediaciones de nuestra viña cargado de peras, que ni por el aspecto ni por el sabor tenían nada de tentadoras. A hora intempestiva de la noche -pues hasta entonces habíamos estado jugando en las eras, según nuestra mala costumbre- nos encaminamos a él, con ánimo de sacudirle y vendimiarle, unos cuantos jóvenes pésimos. Y llevamos de él grandes cargas, no para regalarnos, sino más bien para tener que echárselas a los puercos, aunque algunas comimos, siendo nuestro deleite hacer aquello que nos placía por el hecho mismo de que nos estaba prohibido.

He aquí, Señor, mi corazón; he aquí mi corazón, del cual tuviste misericordia cuando estaba en lo profundo del abismo. Que este mi corazón te diga qué era lo que allí buscaba para ser malo de balde y que mi maldad no tuviese más causa que la maldad. Fea era, y yo la amé; amé el perecer, amé mi defecto, no aquello por lo que faltaba, sino mi mismo defecto. Torpe alma mía, que saltando fuera de tu base ibas al exterminio, no buscando algo en la ignominia, sino la ignominia misma.

CAPITULO V

  1. Todos los cuerpos que son hermosos, como el oro, la plata y todos los demás, tienen, en efecto, su aspecto grato. En el tacto carnal interviene por mucho la congruencia de las partes, y cada uno de los demás sentidos percibe en los cuerpos cierta modalidad propia. También el honor temporal y el poder mandar y dominar tiene su atractivo, de donde nace la avidez de venganza.

Sin embargo, para conseguir todas estas cosas no es necesario abandonarte a ti, ni desviarse un ápice de tu ley. También la vida que aquí vivimos tiene sus encantos, por cierta manera suya de belleza y por la correspondencia que tiene con las inferiores. Cara es, finalmente, la amistad de los hombres por la unión que hace de muchas almas con el dulce nudo del amor.

Por todas estas cosas y otras semejantes se peca cuando por una inclinación inmoderada a ellas-no obstante que sean bienes ínfimos-son abandonados los mejores y sumos, como eres tú, Señor, Dios nuestro; tu Verdad y tu Ley.

Cierto que también estos bienes ínfimos tienen sus deleites, pero no como los de Dios, hacedor de todas las cosas, porque en él se deleita el justo y hallan sus delicias los rectos de corazón 7.

  1. Esta es la razón por que cuando se inquiere la causa de un crimen no descansa uno hasta haber averiguado qué apetito de los bienes que hemos dicho ínfimos o qué temor de perderlos pudo moverle a cometerlo. Hermosos son, sin duda, y apetecibles, aunque comparados con los bienes superiores y beatíficos son viles y despreciables. Uno comete un homicidio; ¿por qué habrá sido? Porque amó la esposa del muerto o su finca, o porque quiso robar para tener con qué vivir, o temió sufrir de él otro tanto, o bien, herido, ardió en deseos de venganza. ¿Acaso hubiera cometido el crimen sin motivo, por sólo el gusto de matar? ¿Quién lo podrá creer?

Porque aun de cierto hombre sin entrañas y excesivamente cruel, de quien se dijo que era malo y cruel de balde, se añadió, sin embargo, el motivo: «Para que la ociosidad no embotara su mano o el sentimiento» 8.

Mas si todavía indagares por qué esto es así, te diré que para con aquel ejercicio de crímenes, tomada la ciudad, consiguiese honores, poderes y riquezas y careciese del miedo a las leyes y de los apremios de la vida, causados por la escasez de su patrimonio y de la conciencia de sus crímenes. Así, pues, ni aun el mismo Catilina amaba sus crímenes, sino otra cosa, por cuyo motivo los hacía.

CAPITULO VI

  1. ¿Pues qué fue entonces lo que yo, miserable de mí, amé en ti, oh hurto mío, oh crimen nocturno mío de mis dieciséis años? Porque no eras hermoso, siendo un hurto. Pero ¿es que eres algo para que yo hable contigo? Las hermosas eran las peras aquellas que robamos, por ser criaturas tuyas, ¡oh el más hermoso de todos, criador de todas las cosas!, Dios bueno, Dios sumo bien y verdadero bien mío: ¡hermosas eran aquellas peras! Pero no eran éstas lo que apetecía mi alma miserable. Abundancia de ellas tenía yo y mejores. Pero arranquélas del árbol por sólo el hecho de hurtar, pues apenas las cogí las tiré, gustando en ellas sólo la iniquidad, de la que me gozaba con fruición. Porque si alguna de aquéllas entró en mi boca, solo el delito la hizo sabrosa.

Y ahora pregunto yo, Dios mío: ¿Qué era lo que me deleitaba en el hurto? Porque yo no encuentro ninguna hermosura en él; no digo ya como la que brilla en la justicia y prudencia, pero ni aun siquiera como la que resplandece en la inteligencia del hombre, o en la memoria y los sentidos, o en la vida vegetativa; ni como son bellos los astros hermosos en sus cursos, y la tierra, y el mar, llenos de vivientes, que nacen para sucederse unos a otros; ni siquiera como la defectuosa y umbrátil hermosura de los engañadores vicios.

  1. Porque la soberanía imita la celsitud, mas tú eres el único sobre todas las cosas, ¡oh Dios excelso! Y la ambición, ¿qué busca, sino honores y gloria, siendo tú el único sobre todas las cosas digno de ser honrado y glorificado eternamente? La crueldad de los tiranos quiere ser temida; pero ¿quién ha de ser temido, sino el solo Dios, a cuyo poder nadie en ningún tiempo, ni lugar, ni por ningún medio puede sustraerse ni huir? Las blanduras de los lascivos provocan al amor; pero nada hay más blando que tu caridad ni que se ame con mayor provecho que tu verdad, sobre todas las cosas hermosa y resplandeciente. La curiosidad parece afectar amor a la ciencia, siendo tú quien conoce sumamente todas las cosas. Hasta la misma ignorancia y estulticia se cubren con el nombre de sencillez e inocencia, porque no hallan nada más sencillo que tú; ¿y qué mas inocente que tú, que aun el daño que reciben los malos les viene de sus malas obras? La indolencia apetece el descanso; pero ¿qué descanso cierto hay fuera del Señor? El lujo apetece ser llamado saciedad y abundancia; mas tú solo eres la plenitud y la abundancia indeficiente de eterna suavidad. La prodigalidad vístese con capa de liberalidad; pero sólo tú eres el verdadero y liberalísimo dador de todos los bienes. La avaricia quiere poseer muchas cosas; pero tú solo las posees todas. La envidia cuestiona sobre excelencias; pero ¿qué hay más excelente que tú? La ira busca la venganza; ¿y qué venganza más justa que la tuya? El temor se espanta de las cosas repentinas e insólitas, contrarias a lo que uno ama y desea tener seguro; mas ¿qué en ti de nuevo o repentino?, ¿quién hay que te arrebate lo que amas? y ¿en dónde sino en ti se encuentra la firme seguridad? La tristeza se abate con las cosas perdidas, con que solía gozarse la codicia, y no quisiera se le quitase nada, como nada se te puede quitar a ti.

  1. Así es como fornica el alma: cuando es apartada de ti y busca fuera de ti lo que no puede hallar puro y sin mezcla sino cuando vuelve a ti. Perversamente te imitan todos los que se alejan y alzan contra ti. Pero aun imitándote así indican que tú eres el criador de toda criatura y, por tanto, que no hay lugar adonde se aparte uno de modo absoluto de ti.

Pues ¿qué fue entonces lo que yo amé en aquel hurto o en qué imité, siquiera viciosa e imperfectamente, a mi Señor? ¿Acaso fue en deleitarme obrando contra la ley engañosamente, ya que no podía por fuerza, simulando cautivo una libertad manca en hacer impunemente lo que estaba prohibido, imagen tenebrosa de tu omnipotencia?

He aquí al siervo que, huyendo de su señor, consiguió la sombra 9. ¡Oh podredumbre!. ¡Oh monstruo de la vida y abismo de la muerte! ¿Es posible que me fuera grato lo que no me era lícito, y no por otra cosa sino porque no me era lícito?

CAPITULO VII

  1. ¿Qué daré en retorno al Señor 10 por poder recordar mi memoria todas estas cosas sin que tiemble ya mi alma por ellas? Te amaré, Señor, y te daré gracias y confesaré tu nombre por haberme perdonado tantas y tan nefandas acciones mías. A tu gracia y misericordia debo que hayas deshecho mis pecados como hielo y no haya caído en otros muchos. ¿Qué pecados realmente no pude yo cometer, yo, que amé gratuitamente el crimen?

Confieso que todos me han sido ya perdonados, así los cometidos voluntariamente como los que dejé de hacer por tu favor. ¿Quién hay de los hombres que, conociendo su flaqueza, atribuya a sus fuerzas su castidad y su inocencia, para por ello amarte menos, cual si hubiera necesitado menos de tu misericordia, por la que perdonas los pecados a los que se convierten a ti?

Que aquel, pues, que, llamado por ti, siguió tu voz y evitó todas estas cosas que lee de mí, y yo recuerdo y confieso, no se ría de mí por haber sido curado estando enfermo por el mismo médico que le preservó a él de caer enfermo; o más bien, de que no enfermara tanto. Antes, sí, debe amarte tanto y aún más que yo; porque el mismo que me sanó a mí de tantas y tan graves enfermedades, ése le libró a él de caer en ellas.

  1. Y ¿qué fruto saqué yo, miserable, de aquellas acciones que ahora recuerdo con rubor? ¿Sobre todo de aquel hurto en el que amé el hurto mismo, no otra cosa, siendo así que éste era nada, quedando yo más miserable con él? Sin embargo, es cierto que yo solo no lo hubiera hecho -a juzgar por la disposición de mi ánimo de entonces-; no, en modo alguno yo solo lo hubiera hecho. Luego amé también allí el consorcio de otros culpables que me acompañaran a cometerlo. Luego-tampoco es cierto que no amara en el hurto otra cosa que el hurto; aunque no otra cosa amé, por ser nada también éste.

Pero ¿qué es realmente-y quién me lo podrá enseñar, sino el que ilumina mi corazón y discierne sus sombras-, qué es lo que me viene a la mente y deseo averiguar, discutir y meditar, ya que si entonces amara aquellas peras que robé y deseara su deleite solamente, podía haber cometido solo, si yo me hubiera bastado, aquella iniquidad por la cual llegara a aquel deleite sin necesidad de excitar la picazón de mi apetito con el roce de almas cómplices? Pero como no hallaba deleite alguno en las peras, ponía éste en el mismo pecado, siendo aquél causado por el consorcio de los que juntamente pecaban.

CAPITULO IX

  1. Y ¿qué afecto era aquel del alma? Ciertamente muy torpe, y yo un desgraciado en temerle. Pero ¿qué era en realidad? Y ¿quién hay que entienda los pecados? 11 Era como una risa que nos retozaba en el cuerpo, nacida de ver que engañábamos a quienes no sospechaban de nosotros tales cosas y sabíamos que habían de llevarlas muy a mal.

Pero ¿por qué me deleitaba no pecar solo? ¿Acaso porque nadie se ríe fácilmente cuando está solo? Nadie fácilmente, es verdad; pero también lo es que a veces tienta y vence la risa a los que están solos, sin que nadie los vea, cuando se ofrece a los sentidos o al alma alguna cosa extraordinariamente ridícula. Porque la verdad es que yo solo no hubiera hecho nunca aquello, no; yo solo jamás lo hubiera hecho. Vivo tengo delante de ti, Dios mío, el recuerdo de aquel estado de mi alma, y repito que yo solo no hubiera cometido aquel hurto, en el que no me deleitaba lo que robaba, sino porque robaba; lo que solo tampoco me hubiera agradado en modo alguno, ni yo lo hubiera hecho.

¡Oh amistad enemiga en demasía, seducción inescrutable del alma, ganas de hacer mal por pasatiempo y juego, apetito del daño ajeno sin provecho alguno propio y sin pasión de vengarse! Pero basta que se diga: «Vamos. Hagamos», para que se sienta vergüenza de no ser desvergonzado.

CAPITULO X

  1. ¿Quién deshará este nudo tortuosísimo y enredadísimo? Feo es; no quiero volver los ojos a él, no quiero ni verle. Sólo a ti quiero, justicia e inocencia bella y graciosa a los ojos puros, y con insaciable saciedad. Sólo en ti se halla el descanso supremo y la vida sin perturbación. Quien entra en ti entra en el gozo de su Señor 12 y no temerá y se hallará sumamente bien en el sumo bien. Yo me alejé de ti y anduve errante, Dios mío, muy fuera del camino de tu estabilidad allá en mi adolescencia y llegué a ser para mí región de esterilidad.

LIBRO TERCERO

CAPITULO I

  1. Llegué a Cartago, y por todas partes crepitaba en torno mío un hervidero de amores impuros. Todavía no amaba, pero amaba el amar y con secreta indigencia me odiaba a mí mismo por verme menos indigente. Buscaba qué amar amando el amar y odiaba la seguridad y la senda sin peligros, porque tenía dentro de mí hambre del interior alimento, de ti mismo, ¡oh Dios mío!, aunque esta hambre no la sentía yo tal; antes estaba sin apetito alguno de los manjares incorruptibles, no porque estuviera lleno de ellos, sino porque, cuanto más vacío, tanto más hastiado me sentía.

Y por eso no se hallaba bien mi alma, y, llagada, se arrojaba fuera de sí, ávida de restregarse miserablemente con el contacto de las cosas sensibles, las cuales, si no tuvieran alma, no serían ciertamente amadas.

Amar y ser amado era la cosa más dulce para mí, sobre todo si podía gozar del cuerpo del amante. De este modo manchaba la vena de la amistad con las inmundicias de la concupiscencia y obscurecía su candor con los vapores tartáreos de la lujuria. Y con ser tan torpe y deshonesto, deseaba con afán, rebosante de vanidad, pasar por elegante y cortés.

Caí también en el amor en que deseaba ser cogido. Pero, ¡oh Dios mío, misericordia mía, con cuánta hiel no rociaste aquella mi suavidad y cuán bueno fuiste en ello! Porque al fin fui amado, y llegué secretamente al vínculo del placer, y me dejé atar alegre con ligaduras trabajosas, para ser luego azotado con las varas candentes de hierro de los celos, sospechas, temores, iras y contiendas.

CAPITULO II

  1. Arrebatábanme los espectáculos teatrales, llenos de imágenes de mis miserias y de incentivos del fuego de mi pasión. Pero ¿qué será que el hombre quiera en ellos sentir dolor cuando contempla cosas tristes y trágicas que en modo alguno quisiera padecer? Con todo, quiere el espectador sentir dolor con ellas, y aun este dolor es su deleite. ¿Qué es esto sino una incomprensible locura? Porque tanto más se conmueve uno con ellas cuanto menos libre se está de semejantes afectos, bien que cuando uno las padece se llamen miserias, y cuando se compadecen en otros, misericordia.

Pero ¿qué misericordia puede darse en cosas fingidas y escénicas? Porque allí no se provoca al espectador a que socorra a alguien, sino que se le invita a condolerse solamente, favoreciendo tanto más al autor de aquellas ficciones cuanto es mayor el sentimiento que siente con ellas. De donde nace que si tales desgracias humanas -sean tomadas de las historias antiguas, sean fingidas- se representan de forma que no causen dolor al espectador, márchase éste de allí aburrido y murmurando; pero si, al contrario, siente dolor en ellas, permanece atento y contento.

  1. Luego ¿se aman las lágrimas y el dolor? Ciertamente que todo hombre quiere gozar; mas no agradando a nadie ser miserable, y siendo grato a todos ser misericordioso; y no pudiendo ser esto sin sentir dolor, ¿no será ésta la causa verdadera por que se amen los dolores?

También esto viene de la vena de la amistad; pero ¿adónde va? ¿Hacia qué parte fluye? ¿Por qué corre el torrente de la pez hirviendo, a los ardores horribles de negras liviandades, en las que aquélla se muda y vuelve por voluntad propia, alejada y privada de su celestial serenidad?

Luego ¿habrá que rechazar la compasión? De ningún modo. Preciso será, pues, que alguna vez se amen los dolores; mas guárdate en ello de la impureza, alma mía, bajo la tutela de mi Dios, el Dios de nuestros padres, alabado y ensalzado por todos los siglos 1; guárdate de la impureza, porque ni aun al presente me hallo exento de tal compasión. Pero entonces complacíame en los teatros con los amantes cuando ellos se gozaban en sus torpezas-aun cuando éstas se ejecutasen sólo imaginariamente en juego escénico-. Y así, cuando alguno de ellos se perdía, contristábame cuasi misericordioso, y lo uno y lo otro me deleitaba.

Pero ahora tengo más compasión del que se goza en sus pecados que del que padece recias cosas por la carencia de un pernicioso deleite o la pérdida de una mísera felicidad. Esta misericordia es ciertamente más verdadera, pero, en ella el dolor no causa deleite. Porque si bien es cierto que merece aprobación quien por razón de caridad se compadece del miserable, sin embargo, quien es verdaderamente compasivo quisiera más que no hubiera de qué dolerse. Porque así como no es posible que exista una benevolencia malévola, tampoco lo es que haya alguien verdadera y sinceramente misericordioso que desee haya miserables para tener de quien compadecerse.

Hay, pues, algún dolor que merece aprobación, ninguno que merezca ser amado. Por eso tú, Dios mío, que amas las almas mucho más copiosa y elevadamente que nosotros, te compadeces de ellas de modo mucho más puro, por no sentir ningún dolor. Pero ¿quién será capaz de llegar a esto?

  1. Mas yo, desventurado, amaba entonces el dolor y buscaba motivos de tenerle cuando en aquellas desgracias ajenas, falsas y mímicas, me agradaba tanto más la acción del histrión y me tenía tanto más suspenso cuanto me hacía derramar más copiosas lágrimas.

Pero ¿qué maravilla era que yo, infeliz ovejuela descarriada de tu rebaño por no sufrir tu guarda, estuviera plagado de roña asquerosa? De aquí nacían, sin duda, los deseos de aquellos sentimientos de dolor, que, sin embargo, no quería que me penetrasen muy adentro, porque no deseaba padecer cosas como las representadas, sino que aquéllas, oídas o fingidas, como que me rascasen por encima; mas, semejantemente a los que se rascan con las uñas, solía terminar produciéndome un tumor abrasador y una horrible postema y podredumbre.

Tal era mi vida. Pero ¿era ésta vida, Dios mío?

CAPITULO III

  1. Entre tanto, tu misericordia fiel circunvolaba sobre mí a lo lejos. Mas ¡en cuántas iniquidades no me consumí, Dios mío, llevado de cierta curiosidad sacrílega, que, apartándome de ti, me conducía a los más bajos, desleales y engañosos obsequios a los demonios, a quienes sacrificaba mis malas obras, siendo en todas castigado con duro azote por ti!

Tuve también la osadía de apetecer ardientemente y negociar el modo de procurarme frutos de muerte en la celebración de una de tus solemnidades y dentro de los muros de tu iglesia. Por ello me azotaste con duras penas, aunque comparadas con mi culpa no eran nada, ¡oh tú, grandísima misericordia mía, Dios mío y refugio mío contra «los terribles malhechores», con quienes vagué con el cuello erguido, alejándome cada vez más de ti, amando mis caminos y no los tuyos, amando una libertad fugitiva!

  1. Tenían aquellos estudios que se llaman honestos o nobles por blanco y objetivo las contiendas del foro y hacer sobresalir en ellas tanto más laudablemente cuanto más engañosamente. ¡Tanta es la ceguera de los hombres, que hasta de su misma ceguera se glorían!

Y ya había llegado a ser «el mayor» de la escuela de retórica y gozábame de ello soberbiamente y me hinchaban de orgullo. Con todo, tú sabes, Señor, que era mucho más pacato que los demás y totalmente ajeno a las calaveradas de los eversores -nombre siniestro y diabólico que ha logrado convertirse en distintivo de urbanidad-, y entre los cuales vivía con impudente pudor por no ser uno de tantos. Es verdad que andaba con ellos y me gozaba a veces con sus amistades, pero siempre aborrecí sus hechos, esto es, las calaveradas con que impudentemente sorprendían y ridiculizaban la candidez de los novatos, sin otro fin que el de tener el gusto de burlarles y apacentar a costa ajena sus malévolas alegrías. Nada hay más parecido que este hecho a los hechos de los demonios, por lo que ningún nombre les cuadra mejor que el de eversores o perversores, por ser ellos antes trastornados y pervertidos totalmente por los espíritus malignos, que así los burlan y engañan, sin saberlo, en aquello mismo en que desean reírse y engañar a los demás.

CAPITULO IV

  1. Entre estos tales estudiaba yo entonces, en tan flaca edad, los libros de la elocuencia, en la que deseaba sobresalir con el fin condenable y vano de satisfacer la vanidad humana. Mas, siguiendo el orden usado en la enseñanza de tales estudios, llegué a un libro de un cierto Cicerón, cuyo lenguaje casi todos admiran, aunque no así su fondo. Este libro contiene una exhortación suya a la filosofía, y se llama el Hortensio. Semejante libro cambió mis afectos y mudó hacia ti, Señor, mis súplicas e hizo que mis votos y deseos fueran otros. De repente apareció a mis ojos vil toda esperanza vana, y con increíble ardor de mi corazón suspiraba por la inmortalidad de la sabiduría, y comencé a levantarme para volver a ti. Porque no era para pulir el estilo -que es lo que parecía debía comprar yo con los dineros maternos en aquella edad de mis diecinueve años, haciendo dos que había muerto mi padre-; no era, repito, para pulir el estilo para lo que yo empleaba la lectura de aquel libro, ni era la elocución lo que a ella me incitaba, sino lo que decía.

  1. ¡Cómo ardía, Dios mío, cómo ardía en deseos de remontar el vuelo de las cosas terrenas hacia ti, sin que yo supiera lo que entonces tú obrabas en mí! Porque en ti está la sabiduría 2. Y el amor a la sabiduría tiene un nombre en griego, que se dice filosofía, al cual me encendían aquellas páginas. No han faltado quienes han engañado sirviéndose de la filosofía, coloreando y encubriendo sus errores con nombre tan grande, tan dulce y honesto. Mas casi todos los que en su tiempo y en épocas anteriores hicieron tal están notados y descubiertos en dicho libro. También se pone allí de manifiesto aquel saludable aviso de tu Espíritu, dado por medio de tu siervo bueno y pío [Pablo]: Ved que no os engañe nadie con vanas filosofías y argucias seductoras, según la tradición de los hombres, según la tradición de los elementos de este mundo y no según Cristo, porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad 3 .

Mas entonces -tú lo sabes bien, luz de mi corazón-, como aún no conocía yo el consejo de tu Apóstol, sólo me deleitaba en aquella exhortación el que me excitaba, encendía e inflamaba con su palabra a amar, buscar, lograr, retener y abrazar fuertemente no esta o aquella secta, sino la Sabiduría misma, estuviese dondequiera. Sólo una cosa me resfriaba tan gran incendio, y era el no ver allí escrito el nombre de Cristo. Porque este nombre, Señor, este nombre de mi Salvador, tu Hijo, lo había yo por tu misericordia bebido piadosamente con la leche de mi madre y lo conservaba en lo más profundo del corazón; y así, cuanto estaba escrito sin este nombre, por muy verídico, elegante y erudito que fuese, no me arrebataba del todo.

CAPITULO V

  1. En vista de ello decidí aplicar mi ánimo a las Santas Escrituras y ver qué tal eran. Mas he aquí que veo una cosa no hecha para los soberbios ni clara para los pequeños, sino a la entrada baja y, en su interior sublime y velada de misterios, y yo no era tal que pudiera entrar por ella o doblar la cerviz a su paso por mí. Sin embargo, al fijar la atención en ellas, no pensé entonces lo que ahora digo, sino simplemente me parecieron indignas de parangonarse con la majestad de los escritos de Tulio. Mi hinchazón recusaba su estilo y mi mente no penetraba su interior. Con todo, ellas eran tales que habían de crecer con los pequeños; mas yo me desdeñaba de ser pequeño y, finchado de soberbia, me creía grande.

CAPITULO VI

  1. De este modo vine a dar con unos hombres que deliraban soberbiamente, carnales y habladores en demasía, en cuya boca hay lazos diabólicos y una liga viscosa hecha con las sílabas de tu nombre, del de nuestro Señor Jesucristo y del de nuestro Paráclito y Consolador, el Espíritu Santo. Estos nombres no se apartaban de sus bocas, pero sólo en el sonido y ruido de la boca, pues en lo demás su corazón estaba vacío de toda verdad.

Decían: «¡Verdad! ¡Verdad!», y me lo decían muchas veces, pero jamás se hallaba en ellos; antes decían muchas cosas falsas, no sólo de ti, que eres verdad por esencia, sino también de los elementos de este mundo, creación tuya, sobre los cuales, aun diciendo verdad los filósofos, debí haberme remontado por amor de ti, ¡oh padre mío sumamente bueno y hermosura de todas las hermosuras!

¡Oh verdad, verdad!, cuán íntimamente suspiraba entonces por ti desde los meollos de mi alma, cuando aquéllos te hacían resonar en torno mío frecuentemente y de muchos modos, bien que sólo de palabras y en sus muchos y voluminosos libros. Estos eran las bandejas en las que, estando yo hambriento de ti, me servían en tu lugar el sol y la luna, obras tuyas hermosas, pero al fin obras tuyas, no tú, y ni aun siquiera de las principales. Porque más excelentes son tus obras espirituales que estas corporales, siquiera lucidas y celestes. Pero yo tenía hambre y sed no de aquellas primeras, sino de ti misma, ¡oh verdad, en quien no hay mudanza alguna ni obscuridad momentánea! 4

Y continuaban aquéllos sirviéndome en dichas bandejas espléndidos fantasmas, en orden a los cuales hubiera sido mejor amar este sol, al menos verdadero a la vista, que no aquellas falsedades que por los ojos del cuerpo engañaban al alma.

Mas como las tomaba por ti, comía de ellas, no ciertamente con avidez, porque no me sabían a ti-que no eras aquellos vanos fantasmas-ni me nutría con ellas, antes me sentía cada vez más extenuado. Y es que, el manjar que se toma en sueños, no obstante ser muy semejante al que se toma despierto, no alimenta a los que duermen, porque están dormidos. Pero aquéllos no eran semejantes a ti en ningún aspecto, como ahora me lo ha manifestado la verdad, porque eran fantasmas corpóreos o falsos cuerpos, en cuya comparación son más ciertos estos cuerpos verdaderos que vemos con los ojos de la carne -sean celestes o terrenos- al par que los brutos y aves.

Vemos estas cosas y son más ciertas que cuando las imaginamos, y a su vez, cuando las imaginamos, más ciertas que cuando por medio de ellas conjeturamos otras mayores e infinitas, que en modo alguno existen. Con tales quimeras me apacentaba yo entonces y por eso no me nutría.

Mas tú, amor mío, en quien desfallezco para ser fuerte, ni eres estos cuerpos que vemos, aunque sea en el cielo, ni los otros que no vemos allí, porque tú eres el Criador de todos éstos, sin que los tengas por las más altas creaciones de tu mano.

¡Oh, cuán lejos estabas de aquellos mis fantasmas imaginarios, fantasmas de cuerpos que no han existido jamás, en cuya comparación son más reales las imágenes de los cuerpos existentes; y más aun que aquéllas, éstos, los cuales, sin embargo, no eres tú! Pero ni siquiera eres el alma que da vida a los cuerpos -y como vida de los cuerpos, mejor y más cierta que los cuerpos-, sino que tú eres la vida de las almas, la vida de las vidas que vives por ti misma y no te cambias: la vida de mi alma.

  1. Pero ¿dónde estabas entonces para mí? ¡Oh, y qué lejos, sí, y qué lejos peregrinaba fuera de ti, privado hasta de las bellotas de los puercos que yo apacentaba con ellas! ¡Cuánto mejores eran las fábulas de los gramáticos y poetas que todos aquellos engaños! Porque los versos, y la poesía, y la fábula de Medea volando por el aire son cosas ciertamente más útiles que los cinco elementos diversamente disfrazados, conforme a los cinco antros o cuevas tenebrosas, que no son nada real, pero que dan muerte al que los cree. Porque los versos y la poesía los puedo yo convertir en vianda; y en cuanto al vuelo de Medea, si bien lo recitaba, no lo afirmaba; y si gustaba de oírlo, no lo creía. Mas aquellas cosas las creí.

¡Ay, ay de mí, por, qué grados fui descendiendo hasta las profundidades del abismo, lleno de fatiga y devorado por la falta de verdad! Y todo, Dios mío- a quien me confieso por haber tenido misericordia de mí cuando aún no te confesaba–, todo por buscarte no con la inteligencia -con la que quisiste que yo aventajase a los brutos-, sino con los sentidos de la carne, porque tú estabas dentro de mí, más interior que lo más íntimo mío y más elevado que lo más sumo mío.

Así vine a dar con aquella mujer procaz y escasa de prudencia -enigma de Salomón- que, sentada a la puerta de su casa sobre una silla, dice a los que pasan: Comed gustosos los panes escondidos y bebed del agua dulce hurtada 5, la cual me sedujo por hallarme vagando fuera de mí, bajo el imperio del sentido carnal de la vista, rumiando dentro de mí tales cosas cuales por él devoraba.

CAPITULO VII

  1. No conocía yo otra cosa -en realidad de verdad lo que es- y sentíame como agudamente movido a asentir a aquellos necios engañadores cuando me preguntaban de dónde procedía el mal, y si Dios estaba limitado por una forma corpórea, y si tenía cabellos y uñas, y si habían de ser tenidos por justos los que tenían varias mujeres a un tiempo, y los que causaban la muerte a otros y sacrificaban animales.

Yo, ignorante de estas cosas, perturbábame con ellas y, alejándome de la verdad, me parecía que iba hacia ella, porque no sabía que el mal no es más que privación del bien hasta llegar a la misma nada. Y ¿cómo la había yo de saber, si con la vista de los ojos no alcanzaba a ver más que cuerpos y con la del alma no iba más allá de los fantasmas?

Tampoco sabía que Dios fuera espíritu y que no tenía miembros a lo largo ni a lo ancho, ni cantidad material alguna, porque la cantidad o masa es siempre menor en la parte que en el todo, y, aun dado que fuera infinita, siempre sería menor la contenida en el espacio de una parte que la extendida por el infinito, a más de que no puede estar en todas partes como el espíritu, como Dios.

También ignoraba totalmente qué es aquello que hay en nosotros según lo cual somos y con verdad se nos llama en la Escritura imagen de Dios 6.

  1. No conocía tampoco la verdadera justicia interior, que juzga no por la costumbre, sino por la ley rectísima de Dios omnipotente, según la cual se han de formar las costumbres de los países y épocas conforme a los mismos países y tiempos; y siendo la misma en todas las partes y tiempos, no varía según las latitudes y las épocas. Según la cual fueron justos Abraham, Isaac, Jacob y David y todos aquellos que son alabados por boca de Dios; aunque los ignorantes, juzgando las cosas por el módulo humano 7 y midiendo la conducta de los demás por la suya, los juzgan inicuos. Como si un ignorante en armaduras, que no sabe lo que es propio de cada miembro, quisiera cubrir la cabeza con las grebas y los pies con el casco y luego se quejase de que no le venían bien las piezas. O como si otro se molestase de que en determinado día, mandando guardar de fiesta desde mediodía en adelante, no se le permitiera vender la mercancía por la tarde que se le permitió por la mañana; o porque ve que en una misma casa se permite tocar a un esclavo cualquiera lo que no se consiente al que asiste a la mesa; o porque no se permite hacer ante los comensales lo que se hace tras los pesebres; o, finalmente, se indignase porque, siendo una la vivienda y una la familia, no se distribuyesen las cosas a todos por igual.

Tales son los que se indignan- cuando oyen decir que en otros siglos se permitieron a los justos cosas que no se permiten a los justos de ahora, y que mandó Dios a aquéllos una cosa y a éstos otra, según la diferencia de los tiempos, sirviendo unos y otros a la misma norma de santidad. Y no echan de ver éstos que en un mismo hombre, y en un mismo día, y en la misma hora, en la misma casa conviene una cosa a un miembro y otra a otro y que lo que poco antes fue lícito, en pasando la hora no lo es; y que lo que en una parte se concede, justamente se prohíbe y castiga en otra.

¿Diremos por esto que la justicia es varia y mudable? Lo que hay es que los tiempos que aquélla preside y rige no caminan iguales porque son tiempos. Mas los hombres, cuya vida sobre la tierra es breve, como no saben compaginar las causas de los siglos pasados y de las gentes que no han visto ni experimentado con las que ahora ven y experimentan, y, por otra parte, ven fácilmente lo que en un mismo cuerpo, y en un mismo día, y en una misma casa conviene a cada miembro, a cada tiempo, a cada parte y a cada persona, condenan las cosas de aquellos tiempos, en tanto que aprueban las de éstos.

  1. Ignoraba yo entonces estas cosas y no las advertía; y aunque por todas partes me daban en los ojos, no las veía; y aunque veía cuando declamaba algún poema que no me era lícito poner un pie cualquiera en cualquiera parte del verso, sino en una clase de metro unos y en otra otros, y en un mismo verso no siempre y en todas sus partes el mismo pie; y que el arte mismo conforme al cual declamaba, no obstante mandar cosas tan distantes, no era diverso en cada parte, sino uno en todas ellas; con todo, no veía cómo la justicia, a la que sirvieron aquellos buenos y santos varones, podía contener simultáneamente de modo mucho más excelente y sublime preceptos tan diversos sin variar en ninguna parte, no obstante que no manda y distribuye a los diferentes tiempos todas las cosas simultáneamente, sino a cada uno las que le son propias. Y, ciego, reprendía a aquellos piadosos patriarcas, que no sólo usaron del presente como se lo mandaba e inspiraba Dios, sino que también anunciaban lo por venir conforme Dios se lo revelaba.

CAPITULO VIII

  1. ¿Acaso ha sido alguna vez o en alguna parte cosa injusta amar a Dios de todo corazón, con toda el alma y con toda la mente, y amar al prójimo como a nosotros mismos 8? Así pues, todos los pecados contra naturaleza, como fueron los de los sodomitas, han de ser detestados y castigados siempre y en todo lugar, los cuales, aunque todo el mundo los cometiera, no serían menos reos de crimen ante la ley divina, que no ha hecho a los hombres para usar tan torpemente de sí, puesto que se viola la sociedad que debemos tener con Dios cuando dicha naturaleza, de la que él es autor, se mancha con la perversidad de la libídine.

Respecto a los pecados que son contra las costumbres humanas, también se han de evitar según la diversidad de las costumbres, a fin de que el concierto mutuo entre pueblos o naciones, firmado por la costumbre o la ley, no se quebrante por ningún capricho de ciudadano o forastero, porque es indecorosa la parte que no se acomoda al todo.

Pero cuando Dios manda algo contra estas costumbres o pactos, sean cuales fueren, deberá hacerse, aunque no se haya hecho nunca; y si se dejó de hacer, ha de instaurarse, y si no estaba establecido, se ha de establecer. Porque si es lícito a un rey mandar en la ciudad que gobierna cosas que ninguno antes de él ni aun él mismo había mandado y no es contra el bien de la sociedad obedecerle, antes lo sería el no obedecerle -por ser ley primordial de toda sociedad humana obedecer a sus reyes-, ¿cuánto más deberá ser Dios obedecido sin titubeos en todo cuanto ordenare, como rey del universo? Porque así como entre los poderes humanos la mayor potestad es antepuesta a la menor en orden a la obediencia, así Dios lo ha de ser de todos.

  1. Lo mismo ha de decirse de los delitos cometidos por deseo de hacer daño, sea por contumelia o sea por injuria; y ambas cosas, o por deseo de venganza, como ocurre entre enemigos; o por alcanzar algún bien sin trabajar, como el ladrón que roba al viajero; o por evitar algún mal, como el que teme; o por envidia, como acontece al desgraciado con el que es más dichoso, o al que ha prosperado y teme se le iguale o se duele de haberlo sido ya; o por el solo deleite, como el espectador de juegos gladiatorios o el que se ríe y burla de los demás.

Estas son las cabezas o fuentes de iniquidad que brotan de la concupiscencia de mandar, ver o sentir, ya sea de una sola, ya de dos, ya de todas juntas, y por las cuales se vive mal, ¡oh Dios altísimo y dulcísimo!, contra los tres y siete, el salterio de diez cuerdas, tu decálogo.

Pero ¿qué pecados puede haber en ti, que no sufres corrupción? ¿O qué crímenes pueden cometerse contra ti, a quien nadie puede hacer daño? Pero lo que tú vengas es lo que los hombres perpetran contra sí, porque hasta cuando pecan contra ti obran impíamente contra sus almas y se engaña a sí misma su iniquidad, ya corrompiendo y pervirtiendo su naturaleza -la cual has hecho y ordenado tú-, ya usando inmoderadamente de las cosas permitidas, ya deseando ardientemente las no permitidas, según el uso que es contra naturaleza 9.

También se hacen reos del mismo crimen quienes de pensamiento y de palabra se enfurecen contra ti y dan coces contra el aguijón, o cuando, rotos los frenos de la humana sociedad, se alegran, audaces, con privadas conciliaciones o desuniones, según que fuere de su agrado o disgusto. Y todo esto se hace cuando eres abandonado tú, fuente de vida, único y verdadero criador y rector del universo, y con privada soberbia se ama en la parte una falsa unidad.

Así, pues, sólo con humilde piedad se vuelve uno a ti, y es como tú nos purificas de las malas costumbres, y te muestras propicio con los pecados de los que te confiesan, y escuchas los gemidos de los cautivos, y nos libras de los vínculos que nosotros mismos nos forjamos, con tal que no levantemos contra ti los cuernos de una falsa libertad, sea arrastrados por el ansia de poseer más, sea por el temor de perderlo todo, amando más nuestro propio interés que a ti, Bien de todos.

CAPITULO IX

  1. Pero entre las maldades, delitos y tanta muchedumbre de iniquidades están los pecados de los proficientes, que los hombres de buen juicio vituperan, según la regla de perfección, y alaban por la esperanza del fruto, como ocurre con el trigo en ciernes.

Otras cosas hay semejantes a los pecados o delitos y que no lo son, porque ni te ofenden a ti, Señor Dios nuestro, ni son tampoco contra la sociedad humana, como acontece cuando se procuran algunas cosas convenientes para el uso de la vida y las circunstancias y no se sabe si ello nace o no del apetito de poseer, o cuando se castiga a algunos con deseo de que se corrijan, en uso de la potestad ordinaria, y no se sabe si es o no por el gusto de mortificar.

De aquí sucede que muchas cosas que parecen a los hombres vituperables son aprobadas por tu testimonio, y muchas alabadas por los hombres son condenadas por ti, su testigo, por ser con frecuencia una cosa las apariencias del hecho y otra el ánimo del que obra y las circunstancias secretas del tiempo.

Mas cuando tú mandas de repente algo inusitado e imprevisto, aun cuando lo hayas prohibido alguna vez, aun cuando ocultes por algún tiempo la causa de tu mandato, aun cuando sea contra el pacto de algunos hombres de la sociedad, ¿quién dudará de que se ha de hacer, siendo justa la sociedad humana que te sirve? Pero felices los que saben que tú lo has mandado, porque los que te sirven lo hacen todo o porque así lo requiere el tiempo presente o para significar lo por venir.

CAPITULO X

  1. Desconocedor yo de estas cosas, reíame de aquellos tus santos siervos y profetas. Pero ¿qué hacía yo cuando me reía de ellos, sino hacer que tú te rieses de mí, dejándome caer insensiblemente y poco a poco en tales ridiculeces que llegara a creer que el higo, cuando se le arranca, juntamente con su madre el árbol llora lágrimas de leche, y que si algún santo de la secta comía dicho higo, arrancado no por delito propio, sino ajeno, y lo mezclaba con sus entrañas, exhalaba después, gimiendo y eructando, en la oración ángeles y aun partículas de Dios, las cuales partículas del sumo y verdadero Dios hubieren estado ligadas siempre en aquel fruto de no ser libertadas por el diente y vientre del santo Electo?

También creí, miserable, que se debía tener más misericordia con los frutos de la tierra que con los hombres, por los que han sido creados; porque si alguno estando hambriento, que no fuese maniqueo, me los hubiera pedido, me parecía que el dárselos era como condenar a pena de muerte aquel bocado.

CAPITULO XI

  1. Pero enviaste tu mano de lo alto y sacaste mi alma de este abismo de tinieblas. Entre tanto, mi madre, fiel sierva tuya, llorábame ante ti mucho más que las demás madres suelen llorar la muerte corporal de sus hijos, porque veía ella mi muerte con la fe y espíritu que había recibido de ti. Y tú la escuchaste, Señor; tú la escuchaste y no despreciaste sus lágrimas, que, corriendo abundantes, regaban el suelo debajo de sus ojos allí donde hacía oración; sí, tú la escuchaste, Señor. Porque ¿de dónde si no aquel sueño con que la consolaste, viniendo por ello a admitirme en su compañía y mesa, que había comenzado a negarme por su adversión y detestación a las blasfemias de mi error?

Viose, en efecto, estar de pie sobre una regla de madera y a un joven resplandeciente, alegre y risueño que venía hacia ella, toda triste y afligida. Este, como la preguntase la causa de su tristeza y de sus lágrimas diarias, no por saberla, como ocurre ordinariamente, sino para instruirla, y ella a su vez le respondiese que era mi perdición lo que lloraba, le mandó y amonestó para su tranquilidad que atendiese y viera cómo donde ella estaba allí estaba yo también. Lo cual, como ella observase, me vio junto a ella de pie sobre la misma regla.

¿De dónde esto sino de que tú tenías tus oídos aplicados a su corazón, oh tú, omnipotente y bueno, que así cuidas de cada uno de nosotros, como si no tuvieras más que cuidar, y así de todos como de cada uno?

  1. ¿Y de dónde también le vino que, contándome mi madre esta visión y queriéndola yo persuadir de que significaba lo contrario y que no debía desesperar de que algún día sería ella también lo que yo era al presente, al punto, sin vacilación alguna, me respondió: «No me dijo: donde él está, allí estás tú, sino donde tú estás, allí está él»?

Confieso, Señor, y muchas veces lo he dicho, que, a lo que yo me acuerdo, me movió más esta respuesta de mi avispada madre, por no haberse turbado con una explicación errónea tan verosímil y haber visto lo que debía verse -y que yo ciertamente no había visto antes que ella me lo dijese-, que el mismo sueño con el cual anunciaste a esta piadosa mujer con mucho tiempo de antelación, a fin de consolarla en su inquietud presente, un gozo que no había de realizarse sino mucho tiempo después.

Porque todavía hubieron de seguirse casi nueve años; durante los cuales continué revolcándome en aquel abismo de cieno 10 y tinieblas de error, hundiéndome tanto más cuanto más conatos hacía por salir de él. Entre tanto, aquella piadosa viuda, casta y sobria como las que tú amas, ya un poco más alegre con la esperanza que tenía, pero no menos solícita en sus lágrimas y gemidos, no cesaba de llorar por mí en tu presencia en todas las horas de sus oraciones, las cuales no obstante ser aceptadas por ti, me dejabas, sin embargo, que me revolcara y fuera envuelto por aquella oscuridad.

CAPITULO XII

  1. También por este mismo tiempo le diste otra respuesta, a lo que yo recuerdo -pues paso en silencio muchas cosas por la prisa que tengo de llegar a aquellas otras que me urgen más te confiese y otras muchas porque no las recuerdo -; diste, digo, otra respuesta a mi madre por medio de un sacerdote tuyo, cierto Obispo, educado en tu Iglesia y ejercitado en tus Escrituras, a quien como ella rogase que se dignara hablar conmigo, refutar mis errores, desengañarme de mis malas doctrinas y enseñarme las buenas -hacía esto con cuantos hallaba idóneos-, negóse él con mucha prudencia, a lo que he podido ver después, contestándole que estaba incapacitado para recibir ninguna enseñanza por estar muy fiero con la novedad de la herejía maniquea y por haber puesto en apuros a muchos ignorantes con algunas cuestioncillas, como ella misma le había indicado: «Dejadle estar-dijo-y rogad únicamente por él al Señor; él mismo leyendo los libros de ellos descubrirá el error y conocerá su gran impiedad.» Y al mismo tiempo le contó cómo siendo él niño había sido entregado por su seducida madre a los maniqueos, llegando no sólo a leer, sino a copiar casi todos sus escritos; y cómo él mismo, sin necesidad de nadie que le arguyera ni convenciese, llegó a conocer cuán digna de desprecio era aquella secta y cómo al fin la había abandonado .

Mas como dicho esto no se aquietara, sino que instase con mayores ruegos y más abundantes lágrimas a que se viera conmigo y disputase sobre dicho asunto, él, cansado ya de su importunidad, le dijo: «Vete en paz, mujer; ¡así Dios te dé vida! que no es posible que perezca el hijo de tantas lágrimas,» Respuesta que ella recibió, según me recordaba muchas veces en sus coloquios conmigo, como venida del cielo.

LIBRO CUARTO

CAPITULO I

  1. Durante este espacio de tiempo de nueve años -desde los diecinueve de mi edad hasta los veintiocho-fuimos seducidos y seductores, engañados y engañadores (Tim 2,3-13), según la diversidad de nuestros apetitos; públicamente, por medio de aquellas doctrinas que llaman liberales; ocultamente, con el falso nombre de religión, siendo aquí soberbios, y allí supersticiosos, en todas partes vanos: en aquéllas, persiguiendo el aura de la gloria popular hasta los aplausos del teatro, los certámenes de poesía, las contiendas de coronas de heno, los juegos de espectáculos y la intemperancia de la concupiscencia ; en ésta, deseando mucho purificarme de semejantes inmundicias, con llevar alimentos a los llamados elegidos y santos, para que en la oficina de su estómago nos fabricasen ángeles y dioses que nos librasen. Tales cosas seguía yo y practicaba con mis amigos, engañados conmigo y por mí.

Ríanse de mí los arrogantes, y que aún no han sido postrados y abatidos saludablemente por ti, Dios mío; mas yo, por el contrario, confiese delante de ti mis torpezas en alabanza tuya. Permíteme, te suplico, y concédeme recorrer al presente con la memoria los pasados rodeos de mi error y que yo te sacrifique una hostia de jubilación 1.

Porque ¿qué soy yo sin ti sino un guía que lleva al precipio? ¿O qué soy yo cuando me va bien sino un niño que mama tu leche o que paladea el alimento incorruptible que eres tú? ¿Y qué hombre hay, cualquiera que sea, que se las pueda echar de tal siendo hombre?

Ríanse de nosotros los fuertes y poderosos, que nosotros, débiles y pobres, confesaremos tu santo nombre.

CAPITULO II

  1. En aquellos años enseñaba yo el arte de la retórica y, vencido de la codicia, vendía una victoriosa locuacidad. Sin embargo, tú bien sabes, Señor, que quería más tener buenos discípulos, lo que se dice buenos, a quienes enseñaba sin engaño el arte de engañar, no para que usasen de él contra la vida del inocente, sino para defender alguna vez al culpado. Mas, ¡oh Dios!, tú viste de lejos aquella fe mía que yo exhibía en aquel magisterio con los que amaban la vanidad y buscaban la mentira 2, siendo yo uno de ellos, que vacilaba y centelleaba sobre un suelo resbaladizo y entre mucho humo.

Por estos mismos años tuve yo una mujer no conocida por lo que se dice legítimo matrimonio, sino buscada por el vago ardor de mi pasión, falto de prudencia; pero una sola, a la que guardaba la fe del tálamo en la cual hube de experimentar por mí mismo la distancia que hay entre el amor conyugal pactado con el fin de la procreación de los hijos y el amor lascivo, en el que la prole nace contra el deseo de los padres, bien que, una vez nacida, les obligue a quererla.

  1. Recuerdo también que, habiendo tenido el capricho de tomar parte en un certamen de poesía, me envió a decir no sé qué arúspice a ver qué merced querría darle para salir vencedor. Yo, que abominaba de aquellos nefandos sortilegios, le contesté que no quería, así fuera la corona de oro imperecedero, se sacrificase por mi triunfo ni una mosca siquiera, porque había él de matar en tales sacrificios animales y con tales honores había de invocar en favor mío los votos de los demonios.

Mas confieso, Dios de mi corazón, que el haber rechazado semejante maldad no fue por amor puro hacia ti, porque aún no te sabía amar, yo, que no sabía pensar sino resplandores corpóreos. Porque un alma que suspira por tales ficciones, ¿no fornica lejos de ti 3, y se apoya en la falsedad, y se apacienta de viento 4? Mas he aquí que, no queriendo que se ofreciesen por mí sacrificios a los demonios, yo mismo me sacrificaba a ellos con aquella superstición. Porque ¿qué otra cosa es apacentar vientos que apacentar a aquéllos, esto es, servirles de placer y mofa con nuestros errores?

CAPITULO III

  1. Así, pues, no cesaba de consultar a aquellos impostores llamados matemáticos, porque no usaban en sus adivinaciones casi ningún sacrificio ni dirigían conjuro alguno a ningún espíritu, lo que también, sin embargo, condena y rechaza con razón la piedad cristiana y verdadera. Porque lo bueno es confesarte a ti, Señor, y decirte: Ten misericordia de mí y sana mi alma, porque ha pecado contra ti 5, y no abusar de tu indulgencia para pecar más libremente, sino tener presente la sentencia del Señor: He aquí que has sido ya sanado; no quieras más pecar, no sea que te suceda algo peor 6. Palabras cuya eficacia pretenden destruir los astrólogos diciendo: «De los cielos viene la necesidad de pecar», y «esto lo hizo Venus, Saturno o Marte», y todo para que el hombre, que es carne y sangre y soberbia podredumbre, quede sin culpa y sea atribuida al criador y ordenador del cielo y las estrellas. ¿Y quién es éste, sino tú, Dios nuestro, suavidad y fuente de justicia, que das a cada uno según sus obras 7 y no desprecias al corazón contrito y humillado 8?

  1. Había por aquel tiempo un sabio varón, peritísimo en el arte médica y muy celebrado en ella, quien, siendo procónsul, puso con su propia mano sobre mi cabeza insana aquella corona agonística, aunque no como médico, pues de aquella enfermedad mía sólo podías sanarme tú, que resistes a los soberbios y das gracias a los humildes 9.

No obstante, ¿dejaste por ventura de mirar por mí por medio de aquel anciano o desististe tal vez de curar mi alma? Lo digo porque, habiéndome familiarizado mucho con él y asistiendo asiduo y como colgado de sus discursos, que eran agradables y graves no por la elegancia de su lenguaje, sino por la vivacidad de sus sentencias, como coligiese de mi conversación que estaba dado a los libros de los genetlíacos o astrólogos, me amonestó benigna y paternalmente que los dejase y no gastara inútilmente en tal vanidad mis cuidados y trabajo, que debía emplear en cosas útiles, añadiendo que también él se había aprendido aquel arte, hasta el punto de querer tomarla en los primeros años de su edad como una profesión para ganarse la vida, puesto que, si había entendido a Hipócrates, lo mismo podía entender aquellos libros; pero que al fin había dejado aquellos estudios por los de la medicina, no por otra causa que por haberlos descubierto falsísimos y no querer, a fuer de hombre serio, buscar su sustento engañando a los demás. «Pero tú-me decía-, que tienes de qué vivir entre los hombres con tu clase de retórica, sigues este engaño no por apremios de dinero sino por libre curiosidad. Razón más para que me creas lo que te he dicho, pues cuidé de aprenderla tan perfectamente que quise vivir de su ejercicio solamente.»

Mas como yo le preguntara por qué causa muchas de las cosas que pronostica dicha ciencia resultan verdaderas, me respondió como pudo que la fuerza de la suerte está esparcida por todas las cosas de la Naturaleza. «Porque-decía él -si a veces, consultando uno las páginas de un poeta cualquiera, se encuentra con un verso que, no obstante pensar el poeta en cosas muy distintas cuando lo compuso, responde, sin embargo, de modo admirable al asunto que trae entre manos, tampoco tiene nada de extraño que el alma humana, movida de superior instinto, sin saber ella lo que pasa en sí, diga no por arte, sino por suerte, alguna cosa que responda a los hechos y negocios del que pregunta».

  1. Y esto, Señor, me lo procuró aquél, o más bien me lo procuraste tú por medio de él y delineaste en mi memoria lo que yo mismo más tarde debía buscar. Pero entonces ni éste ni mi carísimo Nebridio, joven adolescente muy bueno y muy casto, que se burlaba de todo aquel arte de adivinación, pudieron persuadirme a que desechara tales cosas, porque me movía más la autoridad de aquellos autores y no había hallado aún un argumento cierto, cual yo lo deseaba, que me demostrara sin ambigüedad que las cosas que salen verdaderas a los astrólogos les salen así por suerte o casualidad y no por arte de la observación de los astros.

CAPITULO IV

  1. En aquellos años, en el tiempo en que por vez primera abrí cátedra en mi ciudad natal, adquirí un amigo, a quien amé con exceso por ser condiscípulo mío, de mi misma edad y hallarnos ambos en la flor de la juventud. Juntos nos habíamos criado de niños, juntos habíamos ido a la escuela y juntos habíamos jugado. Mas entonces no era tan amigo como lo fue después, aunque tampoco después lo fue tanto como exige la verdadera amistad, puesto que no hay amistad verdadera sino entre aquellos a quienes tú aglutinas entre sí por medio de la caridad, derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado 10.

Con todo, era para mí aquella amistad -cocida con el calor de estudios semejantes- dulce sobremanera. Hasta había logrado apartarle de la verdadera fe, no muy bien hermanada y arraigada todavía en su adolescencia, inclinándole hacia aquellas fábulas supersticiosas y perjudiciales, por las que me lloraba mi madre. Conmigo erraba ya aquel hombre en espíritu, sin que mi alma pudiera vivir sin él.

Mas he aquí que, estando tú muy cerca de la espalda de tus siervos fugitivos, ¡oh Dios de las venganzas y fuente de las misericordias a un tiempo, que nos conviertes a ti por modos maravillosos!, he aquí que tú le arrebataste de esta vida cuando apenas había gozado un año de su amistad, más dulce para mí que todas las dulzuras de aquella mi vida.

8.¿Quién hay que pueda contar tus alabanzas, aun reducido únicamente a lo que uno ha experimentado en sí solo? ¿Qué hiciste entonces, Dios mío? ¡Oh, y cuán impenetrable es el abismo de tus juicios! Porque como fuese atacado aquél de unas calenturas y quedara mucho tiempo sin sentido bañado en sudor de muerte, como se desesperara de su vida, se le bautizó sin él conocerlo, lo que no me importó, por presumir que retendría mejor su alma lo que había recibido de mí, que no lo que había recibido en el cuerpo, sin él saberlo.

La realidad, sin embargo, fue muy otra. Porque habiendo mejorado y ya puesto a salvo, tan pronto como le pude hablar-y lo pude tan pronto como lo pudo él, pues no me separaba un momento de su lado y mutuamente pendíamos el uno del otro-, tenté de reírme en su presencia del bautismo, creyendo que también él se reiría del mismo, recibido sin conocimiento ni sentido, pero que, sin embargo, sabía que lo había recibido-. Pero él, mirándome con horror como a un enemigo, me amonestó con admirable y repentina libertad, diciéndome que, si quería ser su amigo, cesase de decir tales cosas. Yo, estupefacto y turbado, reprimí todos mis ímpetus para que convaleciera primero y, recobradas las fuerzas de la salud, estuviese en disposición de poder discutir conmigo en lo que fuera de mi gusto. Mas tú, Señor, le libraste de mi locura, a fin de ser guardado en ti para mi consuelo, pues pocos días después, estando yo ausente, le repitieron las calenturas y murió.

  1. ¡Con qué dolor se entenebreció mi corazón! Cuanto miraba era muerte para mí. La patria me era un suplicio, y la casa paterna un tormento insufrible, y cuanto había comunicado con él se me volvía sin él cruelísimo suplicio. Buscábanle por todas partes mis ojos y no parecía. Y llegué a odiar todas las cosas, porque no le tenían ni podían decirme ya como antes, cuando venía después de una ausencia: «He aquí que ya viene». Me había hecho a mí mismo un gran lío y preguntaba a mi alma por qué estaba triste y me conturbaba tanto, y no sabía qué responderme. Y si yo le decía: «Espera en Dios», ella no me hacía caso, y con razón; porque más real y mejor era aquel amigo queridísimo que yo había perdido que no aquel fantasma en que se le ordenaba que esperase. Sólo el llanto me era dulce y ocupaba el lugar de mi amigo en las delicias de mi corazón.

CAPÍTULO V

  1. Mas ahora, Señor, que ya pasaron aquellas cosas y con el tiempo se ha suavizado mi herida, ¿puedo oír de ti, que eres la misma verdad, y aplicar el oído de mi corazón a tu boca para que me digas por qué el llanto es dulce a los miserables? ¿Acaso tú, aunque presente en todas partes, has arrojado lejos de ti nuestra miseria y permaneces inmutable en ti en tanto que nos dejas a nosotros ser zarandeados por nuestras pruebas? Y, sin embargo, es cierto que, si nuestros suspiros no llegasen a tus oídos, ninguna esperanza quedara para nosotros.

Pero ¿de dónde nace que el gemir, llorar, suspirar y quejarse se recoja de lo amargo de la vida como un fruto dulce? ¿Acaso es dulce en sí esto porque esperamos ser escuchados de ti? Así es cuando se trata de las súplicas, las cuales llevan en sí siempre el deseo de llegar a ti; pero ¿podía decirse lo mismo del dolor de la cosa perdida o del llanto en que estaba yo entonces inundado? Porque no esperaba yo que resucitara él ni pedía esto con mis lágrimas, sino que me contentaba con dolerme y llorar, porque era miserable y había perdido mi gozo.

¿Acaso también el llanto, cosa amarga de suyo, nos es deleitoso cuando por el hastío aborrecemos aquellas cosas que antes nos eran gratas?

CAPITULO VI

  1. Pero ¿a qué hablo de estas cosas? Porque no es éste tiempo de plantear cuestiones, sino de confesarte a ti. Era yo miserable, como lo es toda alma prisionera del amor de las cosas temporales, que se siente despedazar cuando las pierde, sintiendo entonces su miseria, por la que es miserable aun antes de que las pierda. Así era yo en aquel tiempo, y lloraba amarguísimamente y descansaba en la amargura. Y tan miserable era que aún más que a aquel amigo carísimo amaba yo la misma vida miserable. Porque aunque quisiera trocarla, no quería, sin embargo, perderla más que al amigo, y aun no sé si quisiera perderla por él, como se dice de Orestes y Pílades -si no es cosa inventada-, que querían morir el uno por el otro o ambos al mismo tiempo, por serles más duro que la muerte no poder vivir juntos. Mas no sé qué afecto había nacido en mí, muy contrario a éste, porque sentía un grandísimo tedio de vivir y al mismo tiempo tenía miedo de morir. Creo que cuanto más amaba yo al amigo, tanto más odiaba y temía a la muerte, como a un cruelísimo enemigo que me lo había arrebatado, y pensaba que ella acabaría de repente con todos los hombres, pues había podido acabar con aquél. Tal era yo entonces, según recuerdo.

He aquí mi corazón, Dios mío; helo aquí por dentro. Ve, porque tengo presente, esperanza mía, que tú eres quien me limpia de la inmundicia de tales afectos, atrayendo hacia ti mis ojos y librando mis pies de los lazos que me aprisionaban 11. Maravillábame que viviesen los demás mortales por haber muerto aquel a quien yo había amado, como si nunca hubiera de morir; y más me maravillaba aún de que, habiendo muerto él, viviera yo, que era otro él. Bien dijo uno de su amigo que «era la mitad de su alma» 12. Porque yo sentí que «mi alma y la suya no eran más que una en dos cuerpos», y por eso me causaba horror la vida, porque no quería vivir a medias, y al mismo tiempo temía mucho morir, por que no muriese del todo aquel a quien había amado tanto.

CAPITULO VII

  1. ¡Oh locura, que no sabe amar humanamente a los hombres! ¡Oh necio del hombre que sufre inmoderadamente por las cosas humanas! Todo esto era yo entonces, y así me abrasaba, suspiraba, lloraba, turbaba y no hallaba descanso ni consejo. Llevaba el alma rota y ensangrentada, impaciente de ser llevada por mí, y no hallaba dónde ponerla. Ni descansaba en los bosques amenos, ni en los juegos y cantos, ni en los lugares olorosos, ni en los banquetes espléndidos, ni en los deleites del lecho y del hogar, ni, finalmente, en los libros ni en los versos. Todo me causaba horror, hasta la misma luz; y cuanto no era lo que él era me resultaba insoportable y odioso, fuera de gemir y llorar, pues sólo en esto hallaba algún descanso. Y si apartaba de esto a mi alma, luego me abrumaba la pesada carga de mi miseria.

A ti, Señor, debía ser elevada para ser curada. Lo sabía, pero ni quería ni podía. Tanto más cuanto que lo que pensaba de ti no era algo sólido y firme, sino un fantasma, siendo mi error mi Dios. Y si me esforzaba por poner sobre él mi alma por ver si descansaba, luego resbalaba como quien pisa en falso y caía de nuevo sobre mí, siendo para mí mismo una infeliz morada, en donde ni podía estar ni me era dado salir. ¿Y adónde podía huir mi corazón que huyese de mi corazón? ¿Adónde huir de mí mismo? ¿Adónde no me seguiría yo a mí mismo?

Con todo, huí de mi patria, porque mis ojos le habían de buscar menos donde no solían verle. Y así me fui de Tagaste a Cartago.

CAPITULO VIII

  1. No en balde corren los tiempos ni pasan inútilmente sobre nuestros sentidos, antes causan en el alma efectos maravillosos. He aquí que venían y pasaban unos días tras otros, y viniendo y pasando dejaban en mí nuevas esperanzas y nuevos recuerdos y poco a poco me restituían a mis pasados placeres, a los que cedía aquel dolor mío, no ciertamente para ser sustituido por otros dolores, pero sí por causas de nuevos dolores. Porque ¿de dónde venía que aquel dolor me penetrara tan facilísimamente y hasta lo más íntimo, sino de que había derramado mi alma en la arena, amando a un mortal, como si no fuera mortal? Pero lo que más me reparaba y recreaba eran los solaces con los otros amigos, con quienes amaba aquello que amaba en tu lugar, esto es, una enorme fábula y una larga mentira, con cuyo roce adulterino se corrompía nuestra mente, que sentía prurito por oírlas, fábula que no moría para mí, aunque muriese alguno de mis amigos.

Otras cosas había que cautivaban más fuertemente mi alma con ellos, como era el conversar, reír, servirnos mutuamente con agrado, leer juntas libros bien escritos, chancearnos unos con otros y divertirnos en compañía; discutir a veces, pero sin animadversión, como cuando uno disiente de sí mismo, y con tales disensiones, muy raras, condimentar las muchas conformidades; enseñarnos mutuamente alguna cosa, suspirar por los ausentes con pena y recibir a los que llegaban con alegría. Con estos signos y otros semejantes, que proceden del corazón de los amantes y amados, y que se manifiestan con la boca, la lengua, los ojos y mil otros movimientos gratísimos, se derretían, como con otros tantos incentivos, nuestras almas y de muchas se hacía una sola.

CAPITULO IX

  1. Esto es lo que se ama en los amigos; y de tal modo se ama, que la conciencia humana se considera rea de culpa si no ama al que le ama o no corresponde al que le amó primero, sin buscar de él otra cosa exterior que tales signos de benevolencia. De aquí el llanto cuando muere alguno, y las tinieblas de dolores, y el afligirse el corazón, trocada la dulzura en amargura; y de aquí la muerte de los vivos, por la pérdida de la vida de los que mueren.

Bienaventurado el que te ama a ti, Señor; y al amigo en ti, y al enemigo por ti, porque sólo no podrá perder al amigo quien tiene a todos por amigos en aquel que no puede perderse. ¿Y quién es éste sino nuestro Dios, el Dios que ha hecho el cielo y la tierra y los llena, porque llenándoles los ha hecho? Nadie, Señor, te pierde, sino el que te deja. Mas porque te deja, ¿adónde va o adónde huye, sino de ti plácido a ti airado? Pero ¿dónde no hallará tu ley para su castigo? Porque tu ley es la verdad, y la verdad, tú 13.

CAPITULO X

  1. ¡Oh Dios de las virtudes!, conviértenos y muéstranos tu faz y seremos salvos 14. Porque, adondequiera que se vuelva el alma del hombre y se apoye fuera de ti, hallará siempre dolor, aunque se apoye en las hermosuras que están fuera de ti y fuera de ellas, las cuales, sin embargo, no serían nada si no estuvieran en ti. Nacen éstas y mueren, y naciendo comienzan a ser, y crecen para llegar a perfección, y ya perfectas, comienzan a envejecer y perecen. Y aunque no todas las cosas envejecen, mas todas perecen. Luego cuando nacen y tienden a ser, cuanta más prisa se dan por ser, tanta más prisa se dan a no ser. Tal es su condición. Sólo esto les diste, porque son partes de cosas que no existen todas a un tiempo, sino que, muriendo y sucediéndose unas a otras, componen todas el conjunto cuyas partes son.

De semejante modo se forma también nuestro discurso por medio de los signos sonoros. Porque nunca sería íntegro nuestro discurso si en él una palabra no se retirase, una vez pronunciadas sus sílabas, para dar lugar a otra.

Alábate por ellas mi alma, «¡oh Dios creador de cuanto existe!»; pero no se pegue a ellas con el visco del amor por medio de los sentidos del cuerpo, porque van a donde iban para no ser y desgarran el alma con deseos pestilenciales; y ella quiere el ser y ama el descanso en las cosas que ama. Mas no halla en ellas dónde, por no permanecer. Huyen, ¿y quién podrá seguirlas con el sentido de la carne? ¿O quién hay que las comprenda, aunque estén presentes? Tardo es el sentido de la carne por ser sentido de carne, pero ésa es su condición. Es suficiente para aquello otro para que fue creado, mas no basta para esto, para detener el curso de las cosas desde el principio, que les es debido, hasta el fin que se les ha señalado. Porque en tu Verbo, por quien fueron creadas, oyen allí: «Desde aquí… y hasta aquí.»

CAPITULO XI

  1. No quieras ser vana, alma mía, ni ensordezcas el oído de tu corazón con el tumulto de tu vanidad. Oye también tú. El mismo Verbo clama que vuelvas, porque sólo hallarás lugar de descanso imperturbable donde el amor no es abandonado, si él no nos abandona. He aquí que aquellas cosas se retiran para dar lugar a otras y así se componga este bajo universo en todas sus partes. «Pero ¿acaso me retiro yo a algún lugar», dice el Verbo de Dios? Pues fija allí tu mansión, confía allí cuanto de allí tienes, alma mía, siquiera fatigada ya con tantos engaños. Encomienda a la Verdad cuanto de la verdad has recibido y no perderás nada, ante se florecerán tus partes podridas, y serán sanas todas tus dolencias y reformadas y renovadas y unidas contigo tus partes inconsistentes, y no te arrastrarán ya al lugar adonde ellas caminan, sino que permanecerán contigo para siempre donde está Dios, que nunca se muda y eternamente permanece.

  1. ¿Por qué, perversa, sigues a tu carne? Sea ésta, convertida, la que te siga a ti. Todo lo que por ella sientes es parte, mas ignoras el todo cuyas partes son, y que, sin embargo, te deleitan. Mas si el sentido de tu carne fuese idóneo para comprender el todo y en castigo tuyo no hubiera sido éste reducido a comprender una sola parte del universo en su justa medida, sin duda que tú suspirarías por que pasase todo lo que existe de presente, para mejor disfrutar del conjunto.

Porque también lo que hablamos, por el sentido de la carne lo percibes, y no quieres que las sílabas se paren, sino que vuelen, para que vengan las otras y así oigas el conjunto. Así acontece siempre con todas las cosas que componen un todo, y cuyas partes todas que lo forman no existen al mismo tiempo, las cuales más nos deleitan todas juntas que no cada una de ellas, de ser posible sentirlas todas. Pero mejor que todas ellas es el que las ha hecho, que es nuestro Dios, el cual no se retira, porque ninguna cosa le sucede.

CAPITULO XII

  1. Si te agradan los cuerpos, alaba a Dios en ellos y revierte tu amor sobre su artífice, no sea que le desagrades en las mismas cosas que te agradan.

Si te agradan las almas, ámalas en Dios, porque, si bien son mudables, fijas en él, permanecerán; de otro modo desfallecerían y perecerían. Amalas, pues, en él y arrastra contigo hacia él a cuantos puedas y diles: «A éste amemos»; él es el que ha hecho estas cosas y no está lejos de aquí. Porque no las hizo y se fue, antes de él proceden y en él están. Mas he aquí que él está donde se gusta la verdad: en lo más íntimo del corazón; pero el corazón se ha alejado de él.

Volved, pues, prevaricadores, al corazón 15 y adheríos a él, que es vuestro Hacedor. Estad con él, y permaneceréis estables; descansad en él, y estaréis tranquilos. ¿Adónde vais por ásperos caminos, adónde vais? El bien que amáis, de él proviene, mas sólo en cuanto a él se refiere es bueno y suave; pero justamente será amargo si, abandonado Dios, injustamente se amare lo que de él procede. ¿Por que andáis aún todavía por caminos difíciles y trabajosos? No está el descanso donde lo buscáis. Buscad lo que buscáis, pero sabed que no está donde lo buscáis. Buscáis la vida en la región de la muerte: no está allí. ¿Cómo hallar vida bienaventurada donde no hay vida siquiera?

  1. Nuestra Vida verdadera bajó acá y tomó nuestra muerte, y la mató con la abundancia de su vida, y dio voces como de trueno, clamando que retornemos a él en aquel retiro de donde salió para nosotros, pasando primero por el seno virginal de María, en el que se desposó con la humana naturaleza, carne mortal, para no ser siempre mortal.

De aquí como esposo que sale de su tálamo, se esforzó alegremente, como un gigante, para correr su camino 16. Porque no se retardó, sino que corrió dando voces con sus palabras, con sus obras, con su muerte, con su vida, con su descendimiento y su ascensión, clamando que nos volvamos a él, pues si partió de nuestra vista fue para que entremos en nuestro corazón y allí le hallemos; porque si partió, aún está con nosotros. No quiso estar mucho tiempo con nosotros, pero no nos abandonó. Retiróse de donde nunca se apartó, porque él hizo el mundo 17, y el mundo era, y al mundo vino a salvar a los pecadores 18. Y a él se confiesa mi alma y él la sana de las ofensas que le ha hecho 19.

Hijos de los hombres, ¿hasta cuándo seréis duros de corazón? 20 ¿Es posible que, después de haber bajado la vida a vosotros, no queráis subir y vivir? Mas ¿adónde subisteis cuando estuvisteis en alto y pusisteis en el cielo vuestra boca 21? Bajad, a fin de que podáis subir hasta Dios, ya que caísteis ascendiendo contra él.

Diles estas cosas para que lloren en este valle de lágrimas 22, y así les arrebates contigo hacia Dios, porque, si se las dices, ardiendo en llamas de caridad, con espíritu divino se las dices.

CAPITULO XIII

  1. Yo no sabía nada entonces de estas cosas; y así amaba las hermosuras inferiores, y caminaba hacia el abismo, y decía a mis amigos: «¿Amamos por ventura algo fuera de lo hermoso? ¿Y qué es lo hermoso? ¿Qué es la belleza? ¿Qué es lo que nos atrae y aficiona a las cosas que amamos? Porque ciertamente que si no hubiera en ellas alguna gracia y hermosura, de ningún modo nos atraerían hacia sí.»

Y notaba yo y veía que en los mismos cuerpos una cosa era el todo, y como tal hermoso, y otro lo que era conveniente, por acomodarse aptamente a alguna cosa, como la parte del cuerpo respecto del conjunto, el calzado respecto del pie, y otras cosas semejantes. Esta consideración brotó en mi alma de lo íntimo de mi corazón, y escribí unos libros sobre Lo hermoso y apto, creo que dos o tres -tú lo sabes, Señor-, porque lo tengo ya olvido y no los conservo por habérseme extraviado no sé cómo.

CAPITULO XIV

  1. Pero ¿qué fue lo que me movió, Señor y Dios mío, para que dedicara aquellos libros a Hierio, retórico de la ciudad de Roma, a quien no conocía de vista, sino que le amaba por la fama de su doctrina, que era grande, y por algunos dichos suyos que había oído y me agradaban? Pero principalmente me agradaba porque agradaba a los demás, que le ensalzaban con elogios estupendos, admirados de que un hombre sirio, educado en la elocuencia griega, llegase luego a ser un orador admirable en la latina y sabedor acabado en todas las materias pertinentes al estudio de la sabiduría. Era alabado aquel hombre y se le amaba aunque ausente. Pero ¿es acaso que el amor entra en el corazón del que escucha por la boca del que alaba? De ninguna manera, sino que de un amante se enciende otro. De aquí que se ame al que es alabado, pero sólo cuando se entiende que es alabado con corazón sincero o, lo que es lo mismo, cuando se le alaba con amor.

  1. De este modo amaba yo entonces a los hombres, por el juicio de los hombres y no por el tuyo, Dios mío, en quien nadie se engaña. Sin embargo, ¿por qué no le alababa como se alaba a un cochero célebre o a un cazador afamado con las aclamaciones del pueblo, sino de modo muy distinto y más serio y tal como yo quisiera ser alabado?

Porque ciertamente yo no quisiera ser alabado y amado como los histriones, aunque los ame y alabe; antes preferiría mil veces permanecer desconocido a ser alabado de esa manera, y aun ser odiado antes que ser amado así. ¿Dónde se distribuyen estos pesos, de tan varios y diversos amores, en una misma alma? ¿Cómo es que yo amo en otro lo que a su vez si yo no odiara no lo detestara en mí ni lo desechara, siendo uno y otro hombre? Porque no se ha de decir del histrión, que es de nuestra naturaleza, que es alabado como un buen caballo por quien, aun pudiendo, no querría ser caballo.

¿Luego amo en el hombre lo que yo no quiero ser, siendo, no obstante, hombre? Grande abismo es el hombre, cuyos cabellos tienes tú, Señor, contados, sin que se pierda uno sin tú saberlo; y, sin embargo, más fáciles de contar son sus cabellos que sus afectos y los movimientos de su corazón.

  1. Pero aquel orador [Hierio] era del número de los que yo amaba, deseando ser como él; mas yo erraba por mi orgullo y era arrastrado por toda clase de viento 23, aunque ocultísimamente era gobernado por ti. ¿Y de dónde sé yo y te confieso con tanta certeza que amaba más a aquél por mor de los que le loaban que por las cosas de que era loado?

Porque si no le alabaran, antes le vituperaran aquellos mismos, y vituperándole y despreciándole contasen aquellas mismas cosas, ciertamente no me encendieran en su amor ni me movieran, no obstante que las cosas no fueran distintas ni el hombre otro, sino únicamente el afecto de los que las contaban.

He aquí dónde para el alma débil que no está aún adherida a la firmeza de la verdad, la cual es llevada y traída, arrojada y rechazada, según soplaren los vientos de las lenguas emitidas por los pechos de los opinadores; y de tal suerte se le obscurece la luz, que no ve la verdad, no obstante que esté a la vista. Por gran cosa tenía yo que aquel hombre conociera mis discursos y mis estudios. Que si él los diera por buenos, me habrían de encender mucho más en su amor, mas si, al contrario, los reprobara, lastimara mi corazón vano y falto de tu solidez. Sin embargo, yo revolvía en mi mente y contemplaba con regusto aquel tratado mío sobre Lo hermoso y apto, admirándolo a mis solas en mi imaginación, sin que nadie le alabase.

CAPITULO XV

  1. Mas no acertaba aún a ver la clave de tan grande cosa en tu arte, ¡oh Dios omnipotente!, obrador único de maravillas 24, y así íbase mi alma por las formas corpóreas y definía lo hermoso diciendo que era lo que convenía consigo mismo, y apto, lo que convenía a otro, lo cual distinguía, y definía, y confirmaba con ejemplos materiales.

Pasé de aquí a la naturaleza del alma, pero la falsa opinión o concepto que tenía de las cosas espirituales no me dejaba ver la verdad. La misma fuerza de la verdad se me echaba a los ojos y tenía que apartar la mente palpitante de la cosas incorpóreas hacia las figuras, los colores y las magnitudes físicas; y como no podía ver estas cosas en el alma, juzgaba que tampoco era posible que viese mi alma.

Mas como yo amara en la virtud la paz y en el vicio aborreciese la discordia, notaba en aquélla cierta unidad y en éste una como división, pareciéndome residir en esta unidad el alma racional y la esencia de la verdad y del sumo bien, y en la división, no sé qué sustancia de vida irracional y la naturaleza del sumo mal, la cual no sólo era sustancia, sino también verdadera vida, sin proceder, sin embargo, de ti, Dios mío, de quien proceden todas las cosas. Y llamaba a aquélla mónada, como mente sin sexo; y a ésta, díada, por ser ira en los crímenes y concupiscencia en la liviandad, sin saber lo que me decía. Porque no sabía aún ni había aprendido que ninguna sustancia constituye el mal, ni que nuestra mente es el sumo e inconmutable bien .

  1. Porque así como se dan los crímenes cuando el movimiento del alma es vicioso y se precipita insolente y turbulento, y se dan los pecados cuando el afecto del alma, con que se alimentan los deleites carnales, es inmoderado, así también los errores y falsas opiniones contaminan la vida si la mente racional está viciada, cual estaba la mía entonces, que no sabía debía ser ilustrada por otra luz para participar de la verdad, por no ser ella la misma cosa que la verdad. Porque tú, Señor, iluminarás mi linterna; tú, Dios mío, iluminarás mis tinieblas 25; y de tu plenitud recibimos todos 26; porque tú eres la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo 27, y porque en ti no hay mutación ni la más instantánea obscuridad 28.

  1. Yo me esforzaba por llegar a ti, mas era repelido por ti para que gustase de la muerte, porque tú resistes a los soberbios 29. ¿Y qué mayor soberbia que afirmar con incomprensible locura que yo era lo mismo que tú en naturaleza? Porque siendo yo mudable y reconociéndome tal -pues si quería ser sabio era por hacerme de peor mejor-, prefería, sin embargo, juzgarte mudable antes que no ser yo lo que tú. He aquí por qué era yo repelido y tú resistías a mi ventosa cerviz.

Yo no sabía imaginar más que formas corporales, y carne, acusaba a la carne; y espíritu errante, no acertaba a volver a ti 30; y caminando, marchaba hacia aquellas cosas que no son nada ni en ti, ni en mí, ni en el cuerpo; ni me eran sugeridas por tu verdad, sino que eran fingidas por mi vanidad según los cuerpos; y decía a tus fieles parvulitos, mis conciudadanos, de los que yo sin saberlo andaba desterrado; decíales yo, hablador e inepto: «¿Por qué yerra el alma, hechura de Dios?»; mas no quería se me dijese: «Y ¿por qué yerra Dios?» Y porfiaba en defender que tu sustancia inconmutable obligada erraba, antes de confesar que la mía, mudable, se había desmandado espontáneamente y en castigo de ello andaba ahora en error.

  1. Sería yo de unos veintiséis o veintisiete años cuando escribí aquellos volúmenes revolviendo dentro de mí puras imágenes corporales, cuyo ruido aturdía los oídos de mi corazón, los cuales procuraba yo aplicar, ¡oh dulce verdad!, a tu interior melodía, pensando en Lo hermoso y apto y deseando estar ante ti, y oír tu voz, y gozarme con gran alegría por la voz del esposo 31; pero no podía, porque las voces de mi error me arrebataban hacia afuera y con el peso de mi soberbia caía de nuevo en el abismo. Porque todavía no dabas gozo y alegría a mis oídos ni se alegraban mis huesos, que no habían sido aún humillados 32.

CAPITULO XVI

28.¿Y qué me aprovechaba que siendo yo de edad de veinte años,. poco más o menos, y viniendo a mis manos ciertos escritos aristotélicos intitulados Las diez categorías -que mi maestro el retórico de Cartago y otros que eran tenidos por doctos citaban con gran énfasis y ponderación, haciéndome suspirar por ellos como por una cosa grande y divina-, los leyera y entendiera yo solo? Porque como yo las consultase con otros que decían de sí haberlas apenas logrado entender de maestros eruditísimos que se las habían explicado no solo con palabras, sino también con figuras pintadas en la arena, nada me supieron decir que no hubiera yo entendido a mis solas con aquella lectura.

Y aun parecíame que dichos escritos hablaban con mucha claridad de la substancia, cual es el hombre, y de las cosas que en ella se encierran, como son la figura, cualidad, altura, cantidad, raza y familia del mismo, o dónde se halla establecido y cuándo nació, y si está de pie o sentado, y si calzado o armado, o si hace algo o lo padece, y demás cosas que se contienen en estos nueve predicamentos o géneros, de los que he puesto algunos ejemplos, o en el género de substancia, que son también innumerables los que encierra.

  1. ¿De qué me aprovechaba, digo, todo esto? Antes bien me dañaba, porque, creyendo yo que en aquellos diez predicamentos se hallaban comprendidas absolutamente todas las cosas, me esforzaba por comprenderte también a ti, Dios mío, ser maravillosamente simple e inconmutable, como un cuasi sujeto de tu grandeza y hermosura, cual si estuvieran éstas en ti como en su sujeto, al modo que en los cuerpos, siendo así que tu grandeza y tu hermosura son una misma cosa contigo, al contrario de los cuerpos, que no son grandes y hermosos por ser cuerpos; puesto que, aunque fueran menos grandes y menos hermosos, no por eso dejarían de ser cuerpos.

Falsedad, pues, era lo que pensaba de ti, no verdad; ficción de miseria, no firmeza de tu beatitud. Habías ordenado, Señor, y puntualmente se cumplía en mí, que la tierra me produjese abrojos y espinas 33 y yo lograse mi sustento con trabajo.

  1. ¿De qué me aprovechaba también que leyera y comprendiera por mí mismo todos los libros que pude haber a la mano sobre las artes que llaman liberales, siendo yo entonces esclavo perversísimo de mis malas inclinaciones? Gozábame con ellos, pero no sabía de dónde venía cuanto de verdadero y cierto hallaba en ellos, porque tenía las espaldas vueltas a la luz y el rostro hacia las cosas iluminadas, por lo que mi rostro, que veía las cosas iluminadas, no era iluminado .

Tú sabes, Señor Dios mío, cómo sin ayuda de maestro entendí cuanto leí de retórica, y dialéctica, y geometría, y música, y aritmética, porque también la prontitud de entender y la agudeza en el discernir son dones tuyos. Mas no te ofrecía por ellos sacrificio alguno, y así no me servían tanto de provecho como de daño, pues tan buena parte de mi hacienda cuidé mucho de tenerla en mi poder, mas no así de guardar mi fortaleza para ti 34; antes, apartándome de ti, me marché a una región lejana 35 para disiparla entre las rameras de mis concupiscencias.

Pero ¿qué me aprovechaba cosa tan buena, si no usaba bien de ella? Porque no comprendí yo que aquellas artes fueran tan difíciles de entender aun de los estudiosos y de ingenio hasta que tuve que exponerlas, siendo entonces entre ellos el más sobresaliente el que me comprendía al explicarlas con menos tardanza.

  1. Mas ¿de qué me servía todo esto, si juzgaba que tú, Señor Dios Verdad, eras un cuerpo luminoso e infinito, y yo un pedazo de ese cuerpo? ¡Oh excesiva perversidad! Pero así era yo; ni me avergüenzo ahora, Dios mío, de confesar tus misericordias para conmigo y de invocarte, ya que no me avergoncé entonces de profesar ante los hombres mis blasfemias y ladrar contra ti. ¿Qué me aprovechaba, repito, aquel ingenio fácil para entender aquellas doctrinas y para explicar con claridad tantos y tan enredados libros, sin que ninguno me los hubiese explicado, si en la doctrina de la piedad erraba monstruosamente y con sacrílega torpeza? ¿Acaso era gran daño para tus pequeñuelos el que fuesen de ingenio mucho más tardo, si no se apartaban lejos de ti para que, seguros en el nido de tu Iglesia, echasen plumas y les creciesen -las alas de la caridad con el sano alimento de la fe?

¡Oh Dios y Señor nuestro! Esperemos al abrigo de tus alas y protégenos 36 y llévanos. Tú llevaras, sí. Tú llevarás a los pequeñuelos, y hasta que sean ancianos 37 tú los llevarás, porque nuestra firmeza, cuando eres tú, entonces es firmeza; mas cuando es nuestra, entonces es debilidad. Nuestro bien vive siempre contigo, y así, cuando nos apartamos de él, nos pervertimos. Volvamos ya, Señor, para que no nos apartemos, porque en ti vive sin ningún defecto nuestro bien, que eres tú, sin que temamos que no haya lugar adonde volar, porque de allí hemos venido y, aunque ausentes nosotros de allí, no por eso se derrumba nuestra casa, tu eternidad.

LIBRO QUINTO

CAPITULO I

  1. Recibe, Señor, el sacrificio de mis Confesiones de mano de mi lengua, que tú formaste y moviste para que confesase tu nombre, y sana todos mis huesos y digan: Señor, ¿quién semejante a ti? 1 Nada, en verdad, te enseña de lo que pasa en él quien se confiesa a ti, porque no hay corazón cerrado que pueda sustraerse a tu mirada ni hay dureza de hombre que pueda repeler tu mano, antes la abres cuando quieres, o para compadecerte o para castigar y no hay nadie que se esconda de tu calor 2. Mas alábete mi alma para que te ame, y confiese tus misericordias para que te alabe. No cesan ni callan tus alabanzas las criaturas todas del universo, ni los espíritus todos con su boca vuelta hacia ti, ni los animales y cosas corporales por boca de los que las contemplan, a fin de que, apoyándose en estas cosas que tú has hecho, se levante hacia ti nuestra alma de su laxitud y pase a ti, su hacedor admirable, donde está la hartura y verdadera fortaleza.

CAPITULO II

  1. Váyanse y huyan de ti los inquietos pecadores, que tú les ves y distingues sus sombras. Y ved que con ellos hasta son más hermosas las cosas, no obstante ser ellos feos. ¿Y en qué te pudieron dañar? ¿O en qué pudieron mancillar tu imperio justo y entero desde los cielos hasta las cosas más ínfimas? ¿Y adónde huyeron cuando huyeron de tu presencia? ¿Y dónde tú no les encontrarás? Huyeron, sí, por no verte a ti, que les estabas viendo, para, cegados, tropezar contigo, que no abandonas ninguna cosa de las que has hecho; para tropezar contigo, injustos, y así ser justamente castigados, por haberse sustraído a tu blandura, haber ofendido tu santidad y haber caído en tus rigores. Ignoran éstos, en efecto, que tú estás en todas partes, sin que ningún lugar te circunscriba, y que estás presente a todos, aun a aquellos que se alejan de ti.

Conviértanse, pues, y búsquente, porque no como ellos abandonaron a su Criador así abandonas tú a tu criatura. Conviértanse, y al punto estarás tú allí en sus corazones, en los corazones de los que te confiesan, y se arrojan en ti, y lloran en tu seno a vista de sus caminos difíciles, y tú, fácil, enjugarás sus lágrimas; y llorarán aún más y se gozarán en sus llantos, porque eres tú, Señor, y no ningún hombre, carne y sangre, eres tú, Señor, que les hiciste, quien les repara y consuela.

¿Y dónde estaba yo cuando te buscaba? Tú estabas, ciertamente, delante de mí, mas yo me había apartado de mí mismo y no me encontraba. ¿Cuánto menos a ti?

  1. Hable yo en presencia de mi Dios de aquel año veintinueve de mi edad. Ya había llegado a Cartago uno de los obispos maniqueos, por nombre Fausto, gran lazo del demonio, en el que caían muchos por el encanto seductor de su elocuencia, la cual. aunque también yo ensalzaba, sabíala, sin embargo, distinguir de la verdad de las cosas, que eran las que yo anhelaba saber. Ni me cuidaba tanto de la calidad del plato del lenguaje cuanto de las viandas de ciencia que en él me servía aquel tan renombrado Fausto.

Habíamelo presentado la fama como un hombre doctísimo en toda clase de ciencias y sumamente instruido en las artes liberales. Y como yo había leído muchas cosas de los filósofos y las conservaba en la memoria, púseme a comparar algunas de éstas con las largas fábulas del maniqueísmo, pareciéndome más probables las dichas por aquellos, que llegaron a conocer las cosas del mundo, aunque no dieron con su Criador 3; porque tú eres grande, Señor, y miras las cosas humildes, y conoces de lejos las elevadas 4, y no te acercas sino a los contritos de corazón, ni serás hallado de los soberbios, aunque con curiosa pericia cuenten las estrellas del cielo y arenas del mar y midan las regiones del cielo e investiguen el curso de los astros.

  1. Porque con sólo el entendimiento e ingenio que tú les diste han investigado estas cosas, y han descubierto muchas de ellas, y han predicho con muchos años de anticipación los eclipses del sol y de la luna en el día y hora en que han de suceder y la parte que se ha de ocultar, sin que les falle nunca el cálculo, sucediendo siempre tal y como lo tienen anunciado.

Además de esto han dejado por escrito las reglas por ellos descubiertas, las cuales se enseñan hoy día en las escuelas y conforme a ellas se predice en qué año, y en qué mes del año, y en qué día del mes, y en qué hora del día, y en qué parte de su luz se habrán de eclipsar el sol y la luna, sucediendo siempre como lo pronostican.

Admíranse de esto los ignorantes y quedan pasmados de tales cosas, y los que las saben gloríanse de ello, y se desvanecen, y con impía soberbia se apartan de tu luz, y desfallecen; y viendo con tanta antelación el defecto del sol que ha de suceder, no ven el suyo, que lo tienen presente, porque no buscan religiosamente de dónde les viene el ingenio con que investigan estas cosas, y hallando que tú les has hecho, no se te dan a sí para que tú les conserves lo que les has dado, ni te ofrecen en sacrificio cuales se han hecho a sí mismos, ni dan muerte a sus altanerías como a aves del cielo, ni a sus insaciables curiosidades, que, como los peces del mar, repasan las secretas sendas del abismo; ni a sus concupiscencias, que les asemejan a los cuadrúpedos del campo 5, a fin de que tú, ¡oh Dios, fuego devorador! 6, consumas estos sus cuidados de muerte y los recrees inmortalmente.

  1. Pero no conocieron el camino, tu Verbo, por quien hiciste las cosas que numeran, a los mismos que las numeran, el sentido con que advierten las cosas que numeran y la mente en virtud de la cual las numeran; y aunque tu sabiduría no tiene número 7, mas tu Unigénito se ha hecho para nosotros sabiduría, justicia y santificación 8, y ha sido numerado entre nosotros y ha pagado tributo al César. No conocieron este camino, por el que, descendiendo de sí, bajasen a él y por él subiesen al mismo; no conocieron, digo, este camino y se creyeron mas elevados y resplandecientes que estrellas, y así vinieron a rodar por tierra, obscureciéndose su necio corazón.

Cierto que dicen muchas cosas verdaderas de las criaturas, pero como no buscan piadosamente la Verdad, es decir, al artífice de la criatura, de ahí que no le encuentren, y si le encuentran, reconociéndole por Dios, no le honran como a Dios ni le dan gracias, antes se desvanecen con sus lucubraciones 9 y dicen de sí que son sabios, atribuyéndose a sí lo que es tuyo y, por lo mismo, atribuyéndote a ti con perversísima ceguedad sus cosas, es decir, sus mentiras; a ti, que eres la misma Verdad, trocando la gloria de un Dios incorruptible por la semejanza de imagen de un hombre corruptible, de aves, cuadrúpedos y serpientes. Y convierten tu verdad en su mentira, y adoran y sirven a la criatura más bien que al Creador 10.

  1. Retenía yo, sin embargo, en la memoria muchos dichos suyos verdaderos acerca de las criaturas, y hallaba ser tales respecto de los números, sucesión de las estaciones y visibles atestaciones de los actos, y los comparaba con los escritos de Manés, que sobre estas cosas escribió mucho, desbarrando sin tino, y no hallaba por ninguna parte la explicación de los solsticios y equinoccios, de los eclipses del sol y de la luna y otras cosas por el estilo que yo había leído y entendido en los libros de la sabiduría de este siglo.

Con todo, mandábaseme allí que creyera, aunque no me daban explicación alguna de aquellas doctrinas, que yo tenía bien averiguadas por los números y el testimonio de mis ojos; antes era muy diferente.

CAPITULO IV

¿Acaso, Señor Dios de la verdad, quienquiera que sabe estas cosas te agrada a ti ya? ¡Infeliz, en verdad, del hombre que sabiéndolas todas ellas te ignora a ti, y feliz, en cambio, quien te conoce, aunque ignore aquéllas! En cuanto a aquel que te conoce a ti y a aquéllas, no es más feliz por causa de éstas, sino únicamente es feliz por ti, si, conociéndote, te glorifica como a tal y te da gracias y no se envanece en sus pensamientos.

Porque así como es mejor el que sabe poseer un árbol y te da gracias por su utilidad, aunque ignore cuántos codos tiene de alto y cuántos de ancho, que no el que lo mide y cuenta todas sus ramas, mas no lo posee, ni conoce, ni ama a su Criador, así el hombre fiel -cuyas son todas las riquezas del mundo y que, no teniendo nada, lo posee todo, por estar unido a ti, a quien sirven todas las cosas-, aunque no sepa siquiera el curso de los septentriones, es -sería necio dudarlo- ciertamente mejor que aquel que mide los cielos, y cuenta las estrellas, y pesa los elementos, pero es negligente contigo, que has dispuesto todas las cosas en número, peso y medida 11.

CAPITULO V

  1. Pero ¿quién le pedía al tal Manés que escribiese de estas cosas, sin cuya industria se podía aprender la piedad? Porque tú has dicho al hombre: Ved que la piedad es la sabiduría 12, la cual podía ciertamente ignorar aquél aunque conociese perfectamente éstas. Mas porque no las conocía y se atrevía impudentísimamente a señalarlas, claramente indicaba que de ningún modo conocía aquélla. Porque vanidad es ciertamente alardear de estas cosas mundanas, aun sabiéndolas, y piedad, confesarte a ti. Por donde él, descaminado en esto, habló mucho sobre estas cosas, para que, convencido de ignorante por los que las conocen bien, se viera claramente el crédito que merecía en las otras más obscuras. Porque no fue que él quiso ser estimado en poco, antes tuvo empeño en persuadir a los demás de que tenía en sí personalmente y en la plenitud de su autoridad al Espíritu Santo, consolador y enriquecedor de tus fieles. Así que, sorprendido de error al hablar del cielo y de las estrellas, y del curso del sol y de la luna, aunque tales cosas no pertenezcan a la doctrina de la religión, claramente se descubre ser sacrílego su atrevimiento al decir cosas no sólo ignoradas, sino también falsas, y esto con tan vesana vanidad de soberbia que pretendiera se las tomasen como salidas de boca de una persona divina.

  1. Así, pues, cuando oigo que algún hermano cristiano, éste o aquél, ignora estas cosas y las confunde, llevo con paciencia su modo de opinar y no veo que le dañe en nada mientras no crea cosas indignas de ti, Señor, criador del universo, aunque ignore hasta el lugar y modo de estar del ser corporal. Dañaríale, en cambio, si creyese que esto pertenecía a la esencia de la piedad y con gran pertinacia se atreviese a afirmar lo que ignora. Pero aun esta flaqueza es soportada en los comienzos de la fe por la madre caridad hasta que crezca y llegue el hombre nuevo a varón perfecto 13 y no pueda ser arrebatado por cualquier viento de doctrina.

En cuanto a aquél [Manés], que se atrevió a hacerse maestro, autor, guía y cabeza de aquellos a quienes persuadía tales cosas, y en tal forma que los que le siguiesen creyeran que seguían no a un hombre cualquiera, sino a tu Espíritu Santo, ¿quién no juzgará que tan gran demencia, una vez demostrado ser todo impostura, debe ser detestada y arrojada muy lejos?

Sin embargo, no había aún claramente averiguado si lo que había leído yo en otros libros sobre los cambios de los días y las noches, unos más largos y otros más cortos, y sobre la sucesión del día y la noche, y de los eclipses del sol y de la luna, y otras cosas semejantes, podrían explicarse conforme a su doctrina, lo que, de ser posible, ya me dejaría en duda de si la cosa era así o no, en cuyo caso antepondría a mi fe la autoridad de aquél por el gran crédito de santidad en que le tenía.

CAPITULO VI

  1. En estos nueve años escasos en que les oí con ánimo vagabundo, esperé con muy prolongado deseo la llegada de aquel anunciado Fausto. Porque los demás maniqueos con quienes yo por casualidad topaba, no sabiendo responder a las cuestiones que les proponía, me remitían a él, quien a su llegada y una sencilla entrevista resolvería facilísimamente todas aquellas mis dificultades y aun otras mayores que se me ocurrieran de modo clarísimo.

Tan pronto como llegó pude experimentar que se trataba de un hombre simpático, de grata conversación y que gorjeaba más dulcemente que los otros las mismas cosas que éstos decían. Pero ¿qué prestaba a mi sed este elegantísimo servidor de copas preciosas? Ya tenía yo los oídos hartos de tales cosas, y ni me parecían mejores por estar mejor dichas, ni más verdaderas por estar mejor expuestas, ni su alma más sabia por ser más agraciado su rostro y pulido su lenguaje. No eran, no, buenos valuadores de las cosas quienes me recomendaban a Fausto como a un hombre sabio y prudente porque les deleitaba con su facundia, al revés de otra clase de hombres que más de una vez hube de experimentar, que tenían por sospechosa la verdad y se negaban a reconocerla si les era presentada con lenguaje acicalado y florido.

Mas para esta época ya había aprendido de ti, Señor, por modos ocultos y maravillosos -y creo que eras tú el que me enseñabas, porque era verdadero aquello, y nadie puede ser maestro de la verdad sino tú, sea cualquiera el lugar y modo en que ella brille-, ya había aprendido de ti que no por decirse una cosa con elegancia debía tenerse por verdadera, ni falsa porque se diga con desaliño; ni a su vez verdadero lo que se dice toscamente, ni falso lo que se dice con estilo brillante; sino que la sabiduría y necedad son como manjares, provechosos o nocivos, y las palabras elegantes o triviales, como platos preciosos o humildes, en los que se pueden servir ambos manjares.

  1. Así, pues, aquella ansia mía con que había esperado tanto tiempo a aquel hombre deleitábase de algún modo con el movimiento y afecto de sus disputas, y las palabras apropiadas que empleaba, y la facilidad con que se le venían a la boca para expresar sus ideas. Deleitábame, ciertamente, y le alababa y ensalzaba con los demás y aun mucho más que los demás.

Sin embargo, me molestaba que en las reuniones de los oyentes no se me permitiera presentarle mis dudas y departir con él el cuidado de las cuestiones que me preocupaban, confiriendo con él mis dificultades en forma de preguntas y respuestas. Cuando al fin lo pude, acompañado de mis amigos, comencé a hablarle en la ocasión y lugar más oportunos para tales discusiones, presentándole algunas objeciones de las que me hacían más fuerza; mas conocí al punto que era un hombre totalmente ayuno de las artes liberales, a excepción de la gramática, que conocía de un modo vulgar. Sin embargo, como había leído algunas oraciones de Marco Tulio, alguno que otro libro de Séneca, algunos trozos de los poetas y los escritos de la secta, compuestos en un latín limado y elegante, y, por otra parte, se estaba ejercitando todos los días en hablar, había adquirido gran facilidad de expresión, la que él hacía más grata y seductora con la agudeza de su ingenio y cierta gracia natural.

¿Es así o no como lo cuento, Señor y Dios mío, juez de mi conciencia? Delante de ti están mi corazón y mi memoria, quien entonces obraba conmigo en lo secreto de tu providencia y ponías ante mis ojos 14 mis vergonzosos errores para que los viese y los odiase.

CAPITULO VII

12.Así que cuando comprendí claramente que era un ignorante en aquellas artes en las que yo le creía muy aventajado, comencé a desesperar de que me pudiese aclarar y resolver las dificultades que me tenían preocupado. Cierto que podía ignorar tales cosas y poseer la verdad de la religión; pero esto a condición de no ser maniqueo, porque sus libros están llenos de larguísimas fábulas acerca del cielo y de las estrellas, del sol y de la luna, las cuales no juzgaba yo ya que me las pudiera explicar sutilmente como lo deseaba, cotejándolas con los cálculos de los números que había leído en otras partes, para ver si era así como se contenía en los libros de Manés y si daban buena razón de las cosas o al menos era igual que la de aquéllos.

Mas él, cuando presenté a su consideración y discusión dichas cuestiones, no se atrevió, con gran modestia, a tomar sobre sí semejante carga, pues conocía ciertamente que ignoraba tales cosas y no se avergonzaba de confesar. No era él del número de aquella caterva de charlatanes que había tenido yo que sufrir, empeñados en enseñarme tales cosas, para luego no decirme nada. Este, en cambio, tenía un corazón, si no dirigido a ti, al menos no demasiado incauto en orden a sí. No era tan ignorante que ignorase su ignorancia, por lo que no quiso meterse disputando en un callejón de donde no pudiese salir o le fuese muy difícil la retirada. Aun por esto me agradó mucho más, por ser la modestia de un alma que se conoce más hermosa que las mismas cosas que deseaba conocer. Y en todas las cuestiones dificultosas y sutiles le hallé siempre igual.

  1. Quebrantado, pues, el entusiasmo que había puesto en los libros de Manés y desconfiando mucho más de los otros doctores maniqueos, cuando éste tan renombrado se me había mostrado tan ignorante en muchas de las cuestiones que me inquietaban, comencé a tratar con él, para su instrucción, de las letras o artes que yo enseñaba a los jóvenes de Cartago, y en cuyo amor ardía él mismo, leyéndole, ya lo que él deseaba, ya lo que a mí me parecía más conforme con su ingenio.

Por lo demás, todo aquel empeño mío que había puesto en progresar en la secta se me acabó totalmente apenas conocí a aquel hombre, mas no hasta el punto de separarme definitivamente de ella, pues no hallando de momento cosa mejor determiné permanecer provisionalmente en ella, en la que al fin había venido a dar, hasta tanto que apareciera por fortuna algo mejor, preferible. De este modo, aquel Fausto, que había sido para muchos lazo de muerte, fue, sin saberlo ni quererlo, quien comenzó a aflojar el que a mí me tenía preso. Y es que tus manos, Dios mío, no abandonaban mi alma en el secreto de tu providencia, y que mi madre no cesaba día y noche de ofrecerte en sacrificio por mí la sangre de su corazón que corría por sus lágrimas.

Y tú, Señor, obraste conmigo por modos admirables, pues obra tuya fue aquélla, Dios mío. Porque el Señor es quien dirige los pasos del hombre y quien escoge su camino 15. Y ¿quién podrá procurarnos la salud, sino tu mano, que rehace lo que ha hecho?

CAPITULO VIII

  1. También fue obra tuya para conmigo el que me persuadiesen irme a Roma y allí enseñar lo que enseñaba en Cartago. Mas no dejaré de confesarte el motivo que me movió, porque aun en estas cosas se descubre la profundidad de tu designio y merece ser meditada y ensalzada tu presentísima misericordia para con nosotros. Porque mi determinación de ir a Roma no fue por ganar más ni alcanzar mayor gloria, como me prometían los amigos que me aconsejaban tal cosa -aunque también estas cosas pesaban en mi ánimo entonces-, sino la causa máxima y casi única era haber oído que los jóvenes de Roma eran más sosegados en las clases, merced a la rigurosa disciplina a que estaban sujetos, y según la cual no les era lícito entrar a menudo y turbulentamente en las aulas de los maestros que no eran los suyos, ni siquiera entrar en ellas sin su permiso; todo lo contrario de lo que sucedía en Cartago, donde es tan torpe e intemperante la licencia de los escolares que entran desvergonzada y furiosamente en las aulas y trastornan el orden establecido por los maestros para provecho de los discípulos. Cometen además con increíble estupidez multitud de insolencias, que deberían ser castigadas por las leyes, de no patrocinarles la costumbre, la cual los muestra tanto más miserables cuanto cometen ya como lícito lo que no lo será nunca por tu ley eterna, y creen hacer impunemente tales cosas, cuando la ceguedad con que las hacen es su mayor castigo, padeciendo ellos incomparablemente mayores males de los que hacen.

Así, pues, vime obligado a sufrir de maestro en los demás aquellas costumbres que siendo estudiante no quise adoptar como mías; y por eso me agradaba ir allí, donde los que lo sabían aseguraban que no se daban tales cosas. Mas tú, Señor, esperanza mía y porción mía en la tierra de los vivientes 16, a fin de que cambiase de lugar para la salud de mi alma, me ponías espinas en Cartago para arrancarme de allí y deleites en Roma para atraerme allá, por medio de unos hombres que amaban una vida muerta unos haciendo locuras aquí, otros prometiendo cosas vanas allí, usando tú para corregir mis pasos ocultamente de la perversidad de aquéllos y de la mía. Porque los que perturbaban mi ocio can gran rabia eran ciegos, y los que me invitaban a lo otro sabían a tierra, y yo, que detestaba en Cartago una verdadera miseria, buscaba en Roma una falsa felicidad.

  1. Pero el verdadero porqué de salir yo de aquí e irme allí sólo tú lo sabías, oh Dios, sin indicármelo a mí ni a mi madre que lloró atrozmente mi partida y me siguió hasta el mar.

Mas hube de engañarla, porque me retenía por fuerza, obligándome o a desistir de mi propósito o a llevarla conmigo, por lo que fingí tener que despedir a un amigo al que no quería abandonar hasta que, soplando el viento, se hiciese a la vela. Así engañé a mi madre, y a tal madre, y me escapé, y tú perdonaste este mi pecado misericordiosamente, guardándome, lleno de execrables inmundicias, de las aguas del mar para llegar a las aguas de tu gracia, con las cuales lavado, se secasen los ríos de los ojos de mi madre, con los que ante ti regaba por mí todos los días la tierra que caía bajo su rostro.

Sin embargo, como rehusase volver sin mí, apenas pude persuadirla a que permaneciera aquella noche en lugar próximo a nuestra nave, la Memoria de San Cipriano. Mas aquella misma noche me partí a hurtadillas sin ella, dejándola orando y llorando. ¿Y qué era lo que te pedía, Dios mío, con tantas lágrimas, sino que no me dejases navegar? Pero tú, mirando las cosas desde un punto más alto y escuchando en el fondo su deseo, no cuidaste de lo que entonces te pedía para hacerme tal como siempre te pedía.

Sopló el viento, hinchó nuestras velas y desapareció de nuestra vista la playa, en la que mi madre, a la mañana siguiente, enloquecía de dolor, llenando de quejas y gemidos tus oídos, que no los atendían, antes bien me dejabas correr tras mis pasiones para dar fin a mis concupiscencias y castigar en ella con el justo azote del dolor su deseo carnal. Porque también como las demás madres, y aún mucho más que la mayoría de ellas, deseaba tenerme junto a sí, sin saber los grandes gozos que tú la preparabas con mi ausencia. No lo sabía, y por eso lloraba y se lamentaba, acusando con tales lamentos el fondo que había en ella de Eva al buscar con gemidos lo que con gemidos había parido.

Por fin, después de haberme acusado de mentiroso y mal hijo y haberte rogado de nuevo por mí, se volvió a su vida ordinaria y yo a Roma.

CAPITULO IX

  1. Aquí fui yo recibido con el azote de una enfermedad corporal, que estuvo a punto de mandarme al sepulcro, cargado con todas las maldades que había cometido contra ti, contra mí y contra el prójimo, a más del pecado original, en el que todos morimos en Adán 17. Porque todavía no me habías perdonado ninguno de ellos en Cristo, ni éste había deshecho en su cruz las enemistades 18 que había contraído contigo con mis pecados. ¿Y cómo los había de deshacer en aquella cruz fantástica que yo creía de él? Porque tan verdadera era la muerte de mi alma como falsa me parecía a mí la muerte de su carne, y tan verdadera la muerte de su carne como falsa la vida de mi alma, que no creía esto. Y agravándose las fiebres, ya casi estaba a punto de irme y perecer. Pero ¿adónde hubiera ido, si entonces hubiera tenido que salir de este mundo, sino al fuego y tormentos que merecían mis acciones, según la verdad de tu ordenación? No sabía esto mi madre, pero oraba por mí ausente, escuchándola tú, presente en todas partes allí donde ella estaba, y ejerciendo tu misericordia conmigo donde yo estaba, a fin de que recuperara la salud del cuerpo, todavía enfermo y con un corazón sacrílego. Porque estando en tan gran peligro no deseaba bautismo, siendo mejor de niño, cuando lo supliqué de la piedad de mi madre, como ya tengo recordado y confesado. Mas había crecido, para vergüenza mía, y, necio, burlábame de los consejos de tu medicina.

Con todo, no permitiste que en tal estado muriese yo doblemente, y con cuya herida, de haber sido traspasado el corazón de mi madre, nunca hubiera sanado. Porque no puedo decir bastantemente el gran amor que me tenía y con cuánto mayor cuidado me paría en el espíritu que me había parido en la carne.

  1. Así que no veo cómo hubiese podido sanar si mi muerte en tal estado hubiese traspasado las entrañas de su amor. ¿Y qué hubiese sido de tantas y tan continuas oraciones como por mí te hacía sin cesar? ¿Acaso tú, Dios de las misericordias, despreciarías el corazón contrito y humillado 19 de aquella viuda casta y sobria, que hacía frecuentes limosnas y servía obsequios a tus santos? ¿Que ningún día dejaba de llevar su oblación al altar? ¿Que iba dos veces al día -mañana y tarde- a tu iglesia, sin faltar jamás, y esto no para entretenerse en vanas conversaciones y chismorreos de viejas, sino para oírte a ti en los sermones y que tú la oyeses a ella en sus oraciones? ¿Habías tú de despreciar las lágrimas con que ella te pedía no oro, ni plata, ni bien alguno frágil y mudable, sino la salud de su hijo? ¿Habrías tú, digo, por cuyo favor era ella tal, de despreciarla y negarle tu auxilio? De ningún modo, Señor; antes estabas presente a ella, y la escuchabas, y hacías lo que te pedía, mas por el modo señalado por tu providencia.

No era posible, no, que tú la engañaras en aquellas visiones y respuestas que le habías dado, de alguna de las cuales hemos hablado ya, y otras que paso en silencio, las cuales conservaba ella fielmente en su pecho y te las recordaba en sus oraciones como firmas de tu mano, que debías cumplir. Porque aunque tu misericordia es infinita 20, tienes a bien hacerte deudor con promesas de aquellos mismos a quienes tú perdonas todas sus deudas.

CAPITULO X

  1. Restablecísteme, pues, de aquella enfermedad y salvaste al hijo de tu sierva por entonces, en cuanto al cuerpo, para tener a quién dar después una mejor y más segura salud. En Roma juntábame yo con los que se decían santos, engañados y engañadores; porque no sólo trataba con los oyentes, de cuyo número era el huésped de la casa en que yo había caído enfermo y convalecido, sino también con los que llaman electos.

Todavía me parecía a mí que no éramos nosotros los que pecábamos, sino que era no sé qué naturaleza extraña la que pecaba en nosotros, por lo que se deleitaba mi soberbia en considerarme exento de culpa y no tener que confesar, cuando había obrado mal, mi pecado para que tú sanases mi alma, porque contra ti era contra quien yo pecaba 21. Antes gustaba de excusarme y acusar a no sé qué ser extraño que estaba conmigo, pero que no era yo. Mas, a la verdad, yo era todo aquello, y mi impiedad me había dividido contra mí mismo. Y lo más incurable de mi pecado era que no me tenía por pecador, deseando más mi execrable iniquidad que tú fueras vencido por mí en mí para mi perdición, que no serlo yo por ti para mi salvación. Porque todavía no habías puesto guardia a mi boca ni puerta que cerrase mis labios para que mi corazón no declinase a las malas palabras ni buscase excusa a mis pecados entre los hombres que obran la iniquidad, y ésta era la razón por que alternaba con los electos 22 de los maniqueos. Mas, desesperando ya de poder hacer algún progreso en aquella falsa doctrina, y aun las mismas cosas que había determinado conservar hasta no hallar algo mejor, profesábalas ya con tibieza y negligencia.

  1. Por este tiempo se me vino también a la mente la idea de que los filósofos que llaman académicos habían sido los más prudentes, por tener como principio que se debe dudar de todas las cosas y que ninguna verdad puede ser comprendida por el hombre. Así me pareció entonces que habían claramente sentido, según se cree vulgarmente, por no haber todavía entendido su intención.

En cuanto a mi huésped, no me recaté de llamarle la atención sobre la excesiva credulidad que vi tenía en aquellas cosas fabulosas de que estaban llenos los libros maniqueos. Con todo, usaba más familiarmente de la amistad de los que eran de la secta que de los otros hombres que no pertenecían a ella. No defendía ya ésta, es verdad, con el entusiasmo primitivo; mas su familiaridad -en Roma había muchos de ellos ocultos- me hacía extraordinariamente perezoso para buscar otra cosa, sobre todo desesperando de hallar la verdad en tu Iglesia, ¡oh Señor de cielos y tierra y creador de todas las cosas visibles e invisibles!, de la cual aquéllos me apartaban, por parecerme cosa muy torpe creer que tenías figura de carne humana y que estabas limitado por los contornos corporales de nuestros miembros. Y porque cuando yo quería pensar en mi Dios no sabía imaginar sino masas corpóreas, pues no me parecía que pudiera existir lo que no fuese tal, de ahí la causa principal y casi única de mi inevitable error.

  1. De aquí nacía también mi creencia de que la sustancia del mal era propiamente tal [corpórea] y de que era una mole negra y deforme; ya crasa, a la que llamaban tierra; ya tenue y sutil, como el cuerpo del aire, la cual imaginaban como una mente maligna que reptaba sobre la tierra. Y como la piedad, por poca que fuese, me obligaba a creer que un Dios bueno no podía crear naturaleza alguna mala, imaginábalas como dos moles entre sí contrarias, ambas infinitas, aunque menor la mala y mayor la buena; y de este principio pestilencial se me seguían los otros sacrilegios. Porque intentando mi alma recurrir a la fe católica, era rechazado, porque no era fe católica aquella que yo imaginaba. Y parecíame ser más piadoso, ¡oh Dios!, a quien alaban en mí tus misericordias, en creerte infinito por todas partes, a excepción de aquella por que se te oponía la masa del mal, que no juzgarte limitado por todas partes por las formas del cuerpo humano.

También me parecía ser mejor creer que no habías creado ningún mal -el cual aparecía a mi ignorancia no sólo como sustancia, sino como una sustancia corpórea, por no poder imaginar al espíritu sino como un cuerpo sutil que se difunde por los espacios- que creer que la naturaleza del mal, tal como yo la imaginaba, procedía de ti.

Al mismo Salvador nuestro, tu Unigénito, de tal modo le juzgaba salido de aquella masa lucidísima de tu mole para salud nuestra, que no creía de El sino lo que mi vanidad me sugería.

Y así juzgaba que una tal naturaleza como la suya no podía nacer de la Virgen María sin mezclarse con la carne, ni veía cómo podía mezclarse sin mancharse lo que yo imaginaba tal, y así temía creerle nacido en la carne, por no verme obligado a creerle manchado con la carne.

Sin duda que tus espirituales se reirán ahora blanda y amorosamente al leer estas mis Confesiones; pero, realmente, así era yo.

CAPITULO XI

  1. Por otra parte, no creía ya que las cosas que reprendían aquéllos [los maniqueos] en tus Escrituras podían sostenerse. Con todo, de cuando en cuando deseaba sinceramente consultar cada uno de dichos lugares con algún varón doctísimo en tales libros y ver lo que él realmente sentía sobre ellos. Porque ya estando en Cartago habían empezado a moverme los discursos de un tal Elpidio, que públicamente habló y disertó contra los maniqueos, alegando tales cosas de la Sagrada Escritura, que no era fácil refutarle.

En cambio, la respuesta que aquéllos dieron me pareció muy débil, y aun ésta no la daban fácilmente en público, sino a nosotros muy en secreto, diciendo que las Escrituras del Nuevo Testamento habían sido falseadas por no sé quiénes, que habían querido mezclar la ley de los judíos con la fe cristiana, bien que ellos no podían presentar ningún ejemplo incorrupto.

Pero lo que principalmente me tenía cogido y ahogado eran las corporeidades que yo imaginaba cuando pensaba en aquellas dos grandes moles, que parecían oprimirme, y bajo cuyo peso, anhelante, me era imposible respirar el aura pura y sencilla de tu verdad.

CAPITULO XII

  1. Con toda diligencia había empezado a poner por obra el designio que me había llevado a Roma, y que era enseñar el arte retórico, comenzando por reunir al principio a algunos estudiantes en casa para darme a conocer a ellos y por su medio a los demás.

Mas al punto advertí con sorpresa que los estudiantes de Roma hacían otras travesuras que no había experimentado con los de Cartago. Porque si era verdad, como me habían asegurado, que aquí {Roma} no se practicaban aquellas trastadas de los jóvenes perdidos de allí {Cartago}, también me aseguraban que aquí los estudiantes se concertaban mutuamente para dejar de repente de asistir a las clases y pasarse a otro maestro, con el fin de no pagar el salario debido, faltando así a su fe y teniendo en nada la justicia por amor del dinero.

Odiaba también a éstos mi corazón, aunque no con odio perfecto 23, porque realmente más les aborrecía por el perjuicio que me causaban que por la injusticia en sí que cometían. Infames son, sin duda, los que así obran y andan divorciados 24 de ti, amando unas burlas y engaños pasajeros y un interés de lodo que no se puede coger con la mano sin mancharse, agarrándose.al mundo efímero que huye, y despreciándote a ti, que permaneces eternamente y llamas y perdonas al alma humana pecadora que se vuelve a ti. Aun ahora mismo siento aborrecimiento a gente tan depravada y descompuesta, si bien deseo que se enmienden, a fin de que prefieran la doctrina que aprenden al dinero, y antes que aquélla, a ti, Dios, verdad y abundancia de bien verdadero y paz castísima del alma. Pero entonces -lo confieso- más deseaba que no fuesen malos por mi bien, que no buenos por tu amor.

CAPITULO XIII

  1. Así que cuando la ciudad de Milán escribió al prefecto de Roma para que la proveyera de maestro de retórica, con facultad de usar la posta pública, yo mismo solicité presuroso, por medio de aquellos embriagados con las vanidades maniqueas -de los que iba con ello a separarme, sin saberlo ellos ni yo-, que, mediante la presentación de un discurso de prueba, me enviase a mí el prefecto a la sazón, Símaco.

Llegué a Milán y visité al obispo, Ambrosio, famoso entre los mejores de la tierra, piadoso siervo tuyo, cuyos discursos suministraban celosamente a tu pueblo «la flor de tu trigo», «la alegría del óleo» y «la sobria embriaguez de tu vino». A él era yo conducido por ti sin saberlo, para ser por él conducido a ti sabiéndolo.

Aquel hombre de Dios me recibió paternalmente y se interesó mucho por mi viaje como obispo. Yo comencé a amarle; al principio, no ciertamente como a doctor de la verdad, la que desesperaba de hallar en tu Iglesia, sino como a un hombre afable conmigo. Oíale con todo cuidado cuando predicaba al pueblo, no con la intención que debía, sino como queriendo explorar su facundia y ver si correspondía a su fama o si era mayor o menor que la que se pregonaba, quedándome colgado de sus palabras, pero sin cuidar de lo que decía, que más bien despreciaba. Deleitábame con la suavidad de sus sermones, los cuales, aunque más eruditos que los de Fausto, eran, sin embargo, menos festivos y dulces que los de éste en cuanto al modo de decir; porque, en cuanto al fondo de los mismos, no había comparación, pues mientras Fausto erraba por entre las fábulas maniqueas, éste enseñaba saludablemente la salud eterna. Porque lejos de los pecadores anda la salud 25, y yo lo era entonces. Sin embargo, a ella me acercaba insensiblemente y sin saberlo.

CAPITULO XIV

  1. Y aun cuando no me cuidaba de aprender lo que decía, sino únicamente de oír cómo lo decía -era este vano cuidado lo único que había quedado en mí, desesperado ya de que hubiese para el hombre algún camino que le condujera a ti-, veníanse a mi mente, juntamente con las palabras que me agradaban las cosas que despreciaba, por no poder separar unas de otras, y así, al abrir mi corazón para recibir lo que decía elocuentemente, entraba en él al mismo tiempo lo que decía de verdadero; mas esto por grados.

Porque primeramente empezaron a parecerme defendibles aquellas cosas y que la fe católica -en pro de la cual creía yo que no podía decirse nada ante los ataques de los maniqueos- podía afirmarse y sin temeridad alguna, máxime habiendo sido explicados y resueltos una, dos y más veces los enigmas de las Escrituras del Viejo Testamento, que, interpretados por mí a la letra, me daban muerte. Así, pues, declarados en sentido espiritual muchos de los lugares de aquellos libros, comencé a reprender aquella mi desesperación, que me había hecho creer que no se podía resistir a los que detestaban y se reían de la ley y los profetas.

Mas no por eso me parecía que debía seguir el partido de los católicos, porque también el catolicismo podía tener sus defensores doctos, quienes elocuentemente, y no de modo absurdo, refutasen las objeciones, ni tampoco por esto me parecía que debía condenar lo que antes tenía porque las defensas fuesen iguales. Y así, si por una parte la católica no me parecía vencida, todavía aún no me parecía vencedora.

  1. Entonces dirigí todas las fuerzas de mi espíritu para ver si podía de algún modo, con algunos argumentos ciertos, convencer de falsedad a los maniqueos. La verdad es que si yo entonces hubiera podido concebir una sustancia espiritual, al punto se hubieran deshecho aquellos artilugios y los hubiera arrojado de mi alma; pero no podía.

Sin embargo, considerando y comparando más y más lo que los filósofos habían sentido acerca del ser físico de este mundo y de toda la Naturaleza, que es objeto del sentido de la carne, juzgaba que eran mucho más probables las doctrinas de éstos que no las de aquéllos {maniqueos}. Así que, dudando de todas las cosas y fluctuando entre todas, según costumbre de los académicos, como se cree, determiné abandonar a los maniqueos, juzgando que durante el tiempo de mi duda no debía permanecer en aquella secta, a la que anteponía ya ‘algunos filósofos, a quienes, sin embargo, no quería encomendar de ningún modo la curación de las lacerías de mi alma por no hallarse en ellos el nombre saludable de Cristo.

En consecuencia, determiné permanecer catecúmeno en la Iglesia católica, que me había sido recomendada por mis padres, hasta tanto que brillase algo cierto a donde dirigir mis pasos.

LIBRO SEXTO

CAPITULO I

  1. ¡Esperanza mía desde la juventud! 1 ¿Dónde estabas para mí o a qué lugar te habías retirado? ¿Acaso no eras tú quien me había creado y diferenciado de los cuadrúpedos y hecho más sabio que las aves del cielo? Mas yo caminaba por tinieblas y resbaladeros y te buscaba fuera de mí, y no te hallaba, ¡oh Dios de mi corazón!, y había venido a dar en lo profundo del mar 2, y desconfiaba y desesperaba de hallar la verdad.

Ya había venido a mi lado la madre, fuerte por su piedad, siguiéndome por mar y tierra, segura de ti en todos los peligros; tanto, que hasta en las tormentas que padecieron en el mar era ella quien animaba a los marineros -siendo así que suelen ser éstos quienes animan a los navegantes desconocedores del mar cuando se turban-, prometiéndoles que llegarían con felicidad al término de su viaje, porque así se lo habías prometido tú en una visión.

Hallóme en grave peligro por mi desesperación de encontrar la verdad. Sin embargo, cuando le indiqué que ya no era maniqueo, aunque tampoco cristiano católico, no saltó de alegría como quien oye algo inesperado, por estar ya segura de aquella parte de mi miseria, en la que me lloraba delante de ti como a un muerto que había de ser resucitado, y me presentaba continuamente en las andas de tu pensamiento para que tú dijeses al hijo de la viuda: Joven, a ti te digo: levántate 3, y reviviese y comenzase a hablar y tú lo entregases a su madre.

Ni se turbó su corazón con inmoderada alegría al oír cuánto se había cumplido ya de lo que con tantas lágrimas te suplicaba todos los días le concedieras, viéndome, si no en posesión de la verdad, sí alejado de la falsedad. Antes bien, porque estaba cierta de que le habías de dar lo que restaba -pues le habías prometido concedérselo todo-, me respondió con mucho sosiego y con el corazón lleno de confianza, que ella creía en Cristo que antes de salir de esta vida me había de ver católico fiel.

Esto en cuanto a mí, que en cuanto a ti, ¡oh fuente de las misericordias!, redoblaba sus oraciones y lágrimas para que acelerases tu auxilio y esclarecieras mis tinieblas, y acudía con mayor solicitud a la iglesia para quedar suspensa de los labios de Ambrosio, como de la fuente de agua viva que salta hasta la vida eterna 4. Porque amaba ella a este varón como a un ángel de Dios, pues conocía que por él había venido yo en aquel intermedio a dar en aquella fluctuante indecisión, por la que presumía segura que había de pasar de la enfermedad a la salud, salvado que hubiese aquel peligro agudo que, por su mayor gravedad, llaman los médicos «crítico».

CAPÍTULO II

  1. Así, pues, como llevase, según solía en Africa, puches, pan y vino a las Memorias de los mártires y se lo prohibiese el portero, cuando conoció que lo había vedado el Obispo, se resignó tan piadosa y obedientemente que yo mismo me admiré de que tan fácilmente se declarase condenadora de aquella costumbre, más bien que criticadora de semejante prohibición.

Y es que no era la vinolencia la que dominaba su espíritu, ni el amor del vino la encendía en odio de la verdad como sucedía a muchos hombres y mujeres, que sentían náuseas ante el cántico de la sobriedad, como los beodos ante la bebida aguada, Antes ella, trayendo el canastillo con las acostumbradas viandas, que habían de ser probadas y repartidas, no ponía más que un vasito de vino aguado, según su gusto harto sobrio, de donde tomara lo suficiente para hacer aquel honor. Y si eran muchos los sepulcros que debían ser honrados de este modo, traía el vasito por todos no sólo muy aguado, sino también templado, el cual repartía con los suyos presentes, dándoles pequeños sorbos, porque buscaba en ello la piedad y no el deleite.

Así que tan pronto como supo que este esclarecido predicador y maestro de la verdad había prohibido se hiciera esto -aun por los que lo hacían sobriamente, para no dar con ello ocasión de emborracharse a los ebrios y porque éstas, a modo de parentales, ofrecían muchísima semejanza con la superstición de los gentiles-, se abstuvo muy conforme, y en lugar del canastillo lleno de frutos terrenos aprendió a llevar a los sepulcros de los mártires el pecho lleno de santos deseos y a dar lo que podía a los pobres, y de este modo celebrar la comunión con el cuerpo del Señor allí, a imitación de cuya pasión fueron inmolados y coronados los mártires.

Mas tengo para mí, Señor y Dios mío-y así lo cree en tu presencia mi corazón-, que tal vez mi madre no hubiera cedido tan fácilmente de aquella costumbre -que era, sin embargo, necesario cortar- si la hubiese prohibido otro a quien no amase tanto como a Ambrosio; porque realmente le amaba sobremanera por mi salvación, así como él a ella por la religiosidad y fervor con que frecuentaba la iglesia con toda clase de obras buenas; de tal modo que cuando me encontraba con él solía muchas veces prorrumpir en alabanzas de ella, felicitándome por tener tal madre, ignorando él qué hijo tenía ella en mí, que dudaba de todas aquellas cosas y creía era imposible hallar la verdadera senda de la vida.

CAPITULO III

  1. Ni siquiera gemía orando para que me socorrieras, sino que mi espíritu se hallaba ocupado en investigar e inquieto en discutir, teniendo al mismo Ambrosio por hombre feliz según el mundo, viéndole tan honrado de tan altas potestades. Sólo su celibato me parecía trabajoso. Mas yo no podía sospechar, por no haberlo experimentado nunca, las esperanzas que abrigaba, ni las luchas que tenía que sostener contra las tentaciones de su propia excelencia, ni los consuelos de que gozaba en las adversidades, ni los sabrosos deleites que gustaba con la boca interior de su corazón cuando rumiaba tu pan; ni él, a su vez, conocía mis inquietudes, ni la profundidad de mi peligro, por no poderle yo preguntar lo que quería y como quería, y de cuyos oídos y boca me apartaba la multitud de hombres de negocios, a cuyas flaquezas él servía.

Cuando éstos le dejaban libre, que era muy poco tiempo, dedicábase o a reparar las fuerzas del cuerpo con el alimento necesario o las de su espíritu con la lectura. Cuando leía, hacíalo pasando la vista por encima de las páginas, penetrando su alma en el sentido sin decir palabra ni mover la lengua.

Muchas veces, estando yo presente-pues a nadie se le prohibía entrar ni había costumbre de avisarle quién venía-, le vi leer calladamente, y nunca de otro modo; y estando largo rato sentado en silencio -porque ¿quién se atrevía a molestar a un hombre tan atento?-, me largaba, conjeturando que aquel poco tiempo que se le concedía para reparar su espíritu, libre del tumulto de los negocios ajenos, no quería se lo ocupasen en otra cosa, leyendo mentalmente, quizá por si. alguno de los oyentes, suspenso y atento a la lectura, hallara algún pasaje obscuro en el autor que leía y exigiese se lo explicara o le obligase a disertar sobre cuestiones difíciles, gastando el tiempo en tales cosas, con lo que no pudiera leer tantos volúmenes como deseaba, aunque más bien creo que lo hiciera así por conservar la voz, que se le tomaba con facilidad.

En todo caso, cualquiera que fuese la intención con que aquel varón lo hacía, ciertamente era buena.

  1. Lo cierto es que a mí no se me daba tiempo para Interrogar a tan santo oráculo tuyo, su pecho, sobre las cosas que yo deseaba, sino cuando sólo podía darme una respuesta breve, y mis inquietudes perdían mucho tiempo y vagar en aquel con quien las había de conferir, cosa que nunca hallaba. Oíale, es verdad, predicar al pueblo rectamente la palabra de la verdad 5 todos los domingos, confirmándome más y más en que podían ser sueltos los nudos todos de las maliciosas calumnias que aquellos engañadores nuestros levantaban contra los libros sagrados.

Así que, cuando averigüé que los hijos espirituales, a quienes has regenerado en el seno de la madre Católica con tu gracia, no entendían aquellas palabras: Hiciste al hombre a tu imagen 6, de tal suerte que creyesen o pensasen que estabas dotado de forma de cuerpo humano -aunque no acertara yo entonces a imaginar, pero ni aun siquiera a sospechar de lejos, el ser de una sustancia espiritual-, me alegré de ello, avergonzándome de haber ladrado tantos años no contra la fe católica, sino contra los engendros de mi inteligencia carnal, siendo impío y temerario por haber dicho reprendiendo lo que debía haber aprendido preguntando. Porque ciertamente tú – ¡oh altísimo y próximo, secretísimo y presentísimo, en quien no hay miembros mayores ni menores, sino que estás todo en todas partes, sin que te reduzcas a ningún lugar!- no tienes ciertamente tal figura corporal, no obstante que hayas hecho al hombre a tu imagen y desde la cabeza a los pies ocupe éste un lugar.

CAPITULO IV

  1. No sabiendo, pues, cómo pudiera subsistir esta tu imagen [en el hombre], debí proponer llamando el modo como se debía creer, no oponerme insultando como si realmente fuera aquello que yo creía. Y así, tanto más agudamente me roía el corazón el cuidado de alcanzar algo cierto, cuanto más me confundía el haber vivido tanto tiempo engañado y burlado con la promesa de cosas ciertas y haber sostenido con pueril empeño y animosidad tantas cosas dudosas como ciertas.

Sin embargo, ya era cierto para mí que eran dudosas no obstante que en algún tiempo las creí ciertas, es decir, cuando con mis ciegas disputas combatía a tu Católica, a la cual, aunque entonces no conocía por maestra de la verdad, al menos sabía que no enseñaba aquellas cosas de que gravemente la acusaba.

Por esta razón me llenaba de confusión, y volvía contra mí, y me alegraba, Dios mío, de que tu Iglesia única -cuerpo de tu Único, y en la cual siendo niño se me había inculcado el nombre de Cristo- no gustase de tan pueriles engaños ni tuviera como doctrina sana el que tú, Creador de todas las cosas, estuvieses confinado en un lugar, aunque sumo y amplio, pero al fin limitado por la figura de los miembros humanos.

  1. También me alegraba de que las Antiguas Escrituras de la ley y los profetas ya no se me propusiesen en aquel aspecto de antes, en que me parecían absurdas, reprendiéndolas como si tal hubieran sentido tus santos, cuando en realidad nunca habían sentido de ese modo; y así oía con gusto decir muchas veces a Ambrosio en sus sermones al pueblo recomendando con mucho encarecimiento como una regla segura que la letra mata y el espíritu vivifica 7 al exponer aquellos pasajes, que, tomados a la letra, parecían enseñar la perversidad, pero que, interpretados en un sentido espiritual, roto el velo místico que les envolvía, no decían nada que pudiera ofenderme, aunque todavía ignorase si las cosas que decía eran o no verdaderas.

Por eso retenía a mi corazón de todo asentimiento, temiendo dar en un precipicio; mas con esta suspensión matábame yo mucho más, porque quería estar tan cierto de las cosas que no veía como lo estaba de que dos y tres son cinco, pues no estaba entonces tan demente que creyese que ni aun esto se podía comprender. Sino que así como entendía esto, así quería entender las demás cosas, ya fuesen las corporales, ausentes de mis sentidos, ya las espirituales, de las que no sabía pensar más que corporalmente.

Es verdad que podía sanar creyendo; y de este modo, purificada más la vista de mi mente, poder dirigirme de algún modo hacia tu verdad, eternamente estable y bajo ningún aspecto defectible. Mas como suele acontecer al que cayó en manos de un mal médico, que después recela de entregarse en manos del bueno, así me sucedía a mí en lo tocante a la salud de mi alma; porque no pudiendo sanar sino creyendo, por temor de dar en una falsedad, rehusaba ser curado, resistiéndome a tu tratamiento, tú que has confeccionado la medicina de la fe y la has esparcido sobre las enfermedades del orbe, dándole tanta autoridad y eficacia.

CAPITULO V

  1. Sin embargo, desde esta época empecé ya a dar preferencia a la doctrina católica, porque me parecía que aquí se mandaba con más modestia, y de ningún modo falazmente, creer lo que no se demostraba -fuese porque, aunque existiesen las pruebas, no había sujeto capaz de ellas; fuese porque no existiesen-, que no allí, en donde se despreciaba la fe y se prometía con temeraria arrogancia la ciencia y luego se obligaba a creer una infinidad de fábulas absurdísimas que no podían demostrar.

Después, con mano blandísima y misericordiosísima, comenzaste, Señor, a tratar y componer poco a poco mi corazón y me persuadiste-al considerar cuántas cosas creía que no había visto ni a cuya formación había asistido, como son muchas de las que cuentan los libros de los gentiles; cuántas relativas a los lugares y ciudades que no había visto; cuántas referentes a los amigos, a los médicos y a otras clases de hombres que, si no las creyéramos, no podríamos dar un paso en la vida, y, sobre todo, cuán inconcusamente creía ser hijo de tales padres, cosa que no podría saber sin dar fe a 1o que me habían dicho -de que más que los que creen en tus libros, que has revestido de tanta autoridad en casi todos los pueblos del mundo, deberían ser culpados los que no creyesen en ellos; y que así no debía dar oídos a los que tal vez me dijeren: «¿De dónde sabes tú que aquellos libros han sido dados a los hombres por el Espíritu de Dios, único y veracísimo?» Porque precisamente esto era lo que mayormente debía creer, por no haber podido persuadirme ningún ataque de las opiniones calumniosas, que yo había leído en los muchos escritos contradictorios de los filósofos, a que no creyera alguna vez que tú no existías -aunque yo ignorase lo que eras- y que no tienes cuidado de las cosas humanas.

  1. Esto lo creía unas veces más fuertemente y otras más débilmente; pero que existías y tenías cuidado del género humano, siempre creí, si bien ignoraba lo que debía sentir de tu sustancia y qué vía era la que nos conducía o reducía a ti. Por lo cual, reconociéndonos enfermos para hallar la verdad por la razón pura y comprendiendo que por esto nos es necesaria la autoridad de las sagradas letras, comencé a entender que de ningún modo habrías dado tan soberana autoridad a aquellas Escrituras en todo el mundo, si no quisieras que por ellas te creyésemos y buscásemos.

Y en cuanto a los absurdos en que antes solía tropezar, habiendo oído explicar en un sentido aceptable muchos de sus lugares, atribuíalo ya a la profundidad de sus misterios, pareciéndome la autoridad de las Escrituras tanto más venerable y digna de la fe sacrosanta cuanto que es accesible a todos los que quieren leerlas, y reserva la dignidad de su secreto bajo un sentido más profundo, y, prestándose a todos con unas palabras clarísimas y un lenguaje humilde, da en qué entender aun a los que no son leves de corazón; por lo que, si recibe a todos en su seno popular, son pocos los que deja pasar hacia ti por sus estrechos agujeros; muchos más, sin embargo, de los que serían si el prestigio de su autoridad no fuera tan excelso o no admitiera a las turbas en el gremio de su santa humildad.

Pensaba yo en estas cosas, y tú me asistías; suspiraba, y tú me oías; vacilaba, y tú me gobernabas; marchaba por la senda ancha del siglo, y tú no me abandonabas.

CAPITULO VI

  1. Sentía vivísimos deseos de honores, riquezas y matrimonio , y tú te reías de mí. Y en estos deseos padecía amarguísimos trabajos, siéndome tú tanto más propicio cuanto menos consentías que hallase dulzura en lo que no eras tú. Ve, Señor, mi corazón, tú qué quisiste que te recordase y confesase esto. Adhiérase ahora a ti mi alma, a quien libraste de liga tan tenaz de muerte. ¡Qué desgraciada era! Y tú la punzabas, Señor, en lo más dolorido de la herida, para que, dejadas todas las cosas, se convirtiese a ti, que estás sobre todas ellas y sin quien no existiría absolutamente ninguna; se convirtiese a ti, digo, y fuese curada.

¡Qué miserable era yo entonces y cómo obraste conmigo para que sintiese mi miseria en aquel día en que -como me preparase a recitar las alabanzas del emperador, en las que había de mentir mucho, y mintiendo había de ser favorecido de quienes lo sabían- respiraba anheloso mi corazón con tales preocupaciones y se consumía con fiebres de pensamientos insanos, cuando al pasar por una de las calles de Milán advertí a un mendigo que ya harto, a lo que creo, se chanceaba y divertía! Yo gemí entonces y hablé con los amigos que me acompañaban sobre los muchos dolores que nos acarreaban nuestras locuras, porque con todos nuestros empeños, cuales eran los que entonces me afligían, no hacía más que arrastrar la carga de mi infelicidad, aguijoneado por mis apetitos, aumentarla al arrastrarla, para al fin no conseguir otra cosa que una tranquila alegría, en la que ya nos había adelantado aquel mendigo y a la que tal vez no llegaríamos nosotros. Porque lo que éste había conseguido con unas cuantas monedillas de limosna era exactamente a lo que aspiraba yo por tan trabajosos caminos y rodeos; es a saber: la alegría de una felicidad temporal.

Cierto que la de aquél no era alegría verdadera; pero la que yo buscaba con mis ambiciones era aún mucho más falsa. Y, desde luego, él estaba alegre y yo angustiado, él seguro y yo temblando. Ciertamente que si alguno me hubiera preguntado entonces si preferiría estar alegre o estar triste, le hubiese respondido que «estar alegre»; pero si nuevamente me preguntara si quería ser como aquél o como yo era, sin duda me escogería a mí mismo lleno de cuidados y temores; mas esto lo hubiera hecho por mi perversidad; ¿cuándo jamás con verdad? Porque no debía anteponerme yo a aquél por ser más docto que él, puesto que esto no era para mí fuente de felicidad, y yo sólo buscaba con ello agradar a los hombres y nada más que agradarles, no instruirles. Por eso quebrantabas, Señor, con el báculo de tu disciplina mis huesos 8.

  1. Apártense, pues, de mi alma los que le dicen: «Importa tener en cuenta la causa de la alegría, porque el mendigo aquel se alegraba con la borrachera, tú con la gloria.» ¿Y con qué gloria, Señor? Con la que no está en ti. Porque así como aquel gozo no era verdadero gozo, así aquella gloria no era verdadera gloria, antes pervertía más mi corazón. Porque aquél digeriría aquella misma noche su embriaguez, y yo, en cambio, había dormido con la mía, y me había levantado con ella, y me volvería a dormir y a levantar con ella tú sabes por cuántos días.

Importa, es cierto, conocer los motivos del gozo de cada uno; lo sé, como sé que el gozo de la esperanza fiel dista incomparablemente de aquella vanidad. Mas también entonces había gran distancia entre nosotros, pues ciertamente él era más feliz que yo, no sólo porque rebosaba de alegría, en tanto que yo me consumía de cuidados, sino también porque él con buenos modos había adquirido el vino y yo buscaba la vanidad con mentiras.

Muchas cosas dije entonces a este propósito a mis amigos y muchas veces volvía sobre ellas para ver cómo me iba, y hallaba que me iba mal, y sentía dolor, y yo mismo me aumentaba el mal, hasta el punto que, si me acaecía algo próspero, tenía pesar de tomarlo, porque casi antes de tomarlo se me iba de las manos.

CAPITULO VII

  1. Lamentábamos estas cosas los que vivíamos juntos amigablemente, pero de modo especial y familiarísimo trataba de ellas con Alipio y Nebridio, de los cuales Ailipio era, como yo, del municipio de Tagaste, y nacido de una de las primeras familias municipales del mismo y más joven que yo, pues había sido discípulo mío cuando empecé a enseñar en nuestra ciudad y después en Cartago. El me quería a mí mucho por parecerle bueno y docto, así como yo a él por la excelente índole de virtud, que tanto mostraba en su no mucha edad.

Sin embargo, la sima de corrupción de las costumbres de los cartagineses, con las cuales se alimentan aquellos engañosos juegos, habíale absorbido, arrastrándole tras la locura de los juegos circenses. Rodaba él miserablemente por dicho abismo cuando enseñaba yo públicamente en esta ciudad retórica, mas no me oía aún como a maestro por cierto altercado que había tenido yo con su padre. Yo sabía que amaba perdidamente el circo, de lo que me afligía no poco por parecerme que iban a perderse, si es que no estaban ya perdidas las grandes esperanzas que tenía puestas en él. Pero no hallaba modo de amonestarle y con algún apremio apartarle de ellos, ni por razón de amistad ni de magisterio, pues creía que pensaría de mí como su padre, aunque en realidad no era así, pues pospuesta la voluntad del padre en esta materia, había empezado a saludarme, viniendo a mi aula, donde me oía y luego se iba.

  1. Y ya se me había ido de la memoria el tratar con él de que no malograse ingenio tan excelente con aquella ciega y apasionada afición a juegos tan vanos. Pero tú, Señor, tú, que tienes en tu mano el gobernalle de todo lo creado, no te habías olvidado de él, a quien tenías destinado para ser entre tus hijos ministro de tus sacramentos; y para que abiertamente se atribuyese a ti su corrección, la hiciste ciertamente por mí, pero sin saberlo yo.

Porque estando cierto día sentado en el lugar de costumbre y delante de mí los discípulos, vino Alipio, saludó, sentóse y púsose a atender a lo que se trataba; y por casualidad traía entre manos una lección que para mejor exponerla y hacer más clara y gustosa su explicación me había parecido oportuno traer la semejanza de los juegos circenses, burlándome hasta con sarcasmo de aquellos a quienes había esclavizado esta locura. Pero tú sabes, Señor, que entonces no pensé en curar a Alipio de tal peste; mas él tomó para sí lo que yo había dicho y creyó que sólo por él lo había dicho, y así lo que hubiera sido para otro motivo de enojo conmigo, él, joven virtuoso, lo tomó para enojarse contra sí mismo y para encenderse más en amor de mí.

Ya habías dicho tú en otro tiempo y consignado en tus letras: Corrige al sabio y te amará 9; mas no era yo quien le había corregido, sino tú, que -usando de todos, conózcanlo o no, por el orden que tú sabes, y este orden es justo- hiciste de mi corazón y de mi lengua carbones abrasadores, con los cuales cauterizaras aquella mente de tan bellas esperanzas, pero pervertida, y así la sanaras.

Calle, Señor, tus alabanzas quien no considere tus misericordias, las cuales te alaban de lo más íntimo de mi ser. Porque ello fue que después que oyó mis palabras salió de aquel hoyo tan profundo, en el que gustosamente se sumergía y con inefable deleite se cegaba, y sacudió el ánimo con una fuerte templanza, y saltaron de él todas las inmundicias de los juegos circenses y no volvió a poner allí los pies.

Después venció la resistencia del padre para tenerme a mí de maestro, el cual cedió y consintió en ello. Mas oyéndome por segunda vez, fue envuelto conmigo en la superstición de los maniqueos, amando en ellos aquella ostentación de su continencia, que él creía legítima y sincera. Mas en realidad era falsa y engañosa, cazando con ella almas preciosas que aún no saben llegar al fondo de la virtud y, por lo mismo, fáciles de engañar con la apariencia de la virtud, siquiera fingida y simulada.

CAPITULO VIII

  1. No queriendo dejar la carrera del mundo, tan decantada por sus padres, había ido delante de mí a Roma a estudiar Derecho, donde se dejó arrebatar de nuevo, de modo increíble y con increíble afición, a los espectáculos de gladiadores.

Porque aunque aborreciese y detestase semejantes juegos, cierto día, como topase por casualidad con unos amigos y condiscípulos suyos que venían de comer, no obstante negarse enérgicamente y resistirse a ello, fue arrastrado por ellos con amigable violencia al anfiteatro y en unos días en que se celebraban crueles y funestos juegos.

Decíales él: «Aunque arrastréis a aquel lugar mi cuerpo y le retengáis allí, ¿podréis acaso obligar a mi alma y a mis ojos a que mire tales espectáculos? Estaré allí como si no estuviera, y así triunfaré de ellos y de vosotros.» Mas éstos, no haciendo caso de tales palabras, lleváronle consigo, tal vez deseando averiguar si podría o no cumplir su dicho.

Cuando llegaron y se colocaron en los sitios que pudieron, todo el anfiteatro hervía ya en cruelísimos deleites. Mas Alipio, habiendo cerrado las puertas de dos ojos, prohibió a su alma salir de sí a ver tanta maldad. ¡Y pluguiera a Dios que hubiera cerrado también los oídos! Porque en un lance de la lucha fue tan grande y vehemente la gritería de la turba, que, vencido de la curiosidad y creyéndose suficientemente fuerte para despreciar y vencer lo que viera, fuese lo que fuese, abrió los ojos y fue herido en el alma con una herida más grave que la que recibió el gladiador en el cuerpo a quien había deseado ver; y cayó más miserablemente que éste, cuya caída había causado aquella gritería, la cual, entrando por sus oídos, abrió sus ojos para que hubiese por donde herir y derribar a aquella alma más presuntuosa que fuerte, y así presumiese en adelante menos de sí, debiendo sólo confiar en ti. Porque tan pronto como vio aquella sangre, bebió con ella la crueldad y no apartó la vista de ella, sino que la fijó con detención, con lo que se enfurecía sin saberlo, y se deleitaba con el crimen de la lucha, y se embriagaba con tan sangriento.placer.

Ya no era el mismo que había venido, sino uno de tantos de la turba, con los que se había mezclado, y verdadero compañero de los que le habían llevado allí.

¿Qué más? Contempló el espectáculo, voceó y se enardeció, y fue atacado de la locura, que había de estimularle a volver no sólo con los que primeramente le habían llevado, sino aparte y arrastrando a otros consigo. Mas tú te dignaste, Señor, sacarle de este estado con mano poderosa y misericordiosísima, enseñándole a no presumir de sí y a confiar de ti, aunque esto fue mucho tiempo después.

CAPITULO IX

  1. Sin embargo, ya se iba asentando esto en su memoria para futuro remedio suyo. También creo que lo sucedido siendo estudiante y oyente mío en Cartago, cuando estando hacia mediodía repasando en el foro lo que había de recitar, según costumbre de los escolares, fue preso como ladrón por los guardias del foro, fue, sin duda, permitido por ti, Dios nuestro, no por otra razón sino para que varón que había de ser tan grande algún día comenzara a aprender cuán difícilmente se debe dejar llevar el hombre que ha de sentenciar contra otro hombre de una temeraria credulidad en el examen de las causas.

Paseábase, en efecto, Alipio ante el tribunal sólo con las tabletas y el estilo, cuando he aquí que un joven del número de los estudiantes, pero verdadero ladrón que llevaba escondida un hacha, entró sin él sentirlo a las balaustradas de plomo que daban a la calle de los plateros y se puso a cortar plomo.

Al ruido de los golpes alborotáronse los plateros que estaban debajo y enviaron guardias que lo prendiesen, fuera quien fuera. Mas aquél, habiendo oído las voces de aquéllos, huyó a todo escape, dejando el instrumento de hierro, temiendo ser cogido con él. Alipio, que no le había visto entrar, le vio salir precipitadamente y escapar; mas deseando saber la causa, entró en el lugar y, encontrándose con el hacha, se puso, admirado, a contemplarla. Mas he aquí que estando en esto llegan los que habían sido enviados y le sorprenden a él solo con el hierro en la mano, a cuyos golpes, alarmados, habían acudido. Echan mano de él, llévanle por fuerza, gloríanse los inquilinos del foro de haber dado con el verdadero ladrón y condúcenle desde allí al juzgado.

  1. Hasta aquí era menester llegar a la lección, pues al punto saliste, Señor, en socorro de su inocencia, de la que tú solo eras testigo. Porque al tiempo que era llevado o a la cárcel o al tormento, les salió al encuentro un arquitecto que tenía el cuidado supremo de los edificios públicos. Alegróse la turba muchísimo de haber topado con él, porque siempre que faltaba alguna cosa del foro sospechaba de ellos, y así supiera, al fin, quién era el verdadero ladrón. Pero como este señor había visto muchas veces a Alipio en la casa de un senador a quien él solía ir a ver frecuentemente, tan pronto como le vio, cogiéndole de la mano, le apartó de la turba y le preguntó la causa de tamaña desgracia.

Cuando se enteró dio orden el arquitecto a toda aquella turba alborotada allí presente y enfurecida contra Alipio de que fueran con él. Cuando llegaron a la casa de aquel joven adolescente autor del delito, hallábase a la puerta un muchacho tan pequeñito que no era fácil sospechar mal alguno para su dueño, y el cual podía decirlo todo, puesto que le había acompañado al foro. Habiéndole reconocido Alipio, se lo dijo al arquitecto, quien enseñándole el hacha le dijo: «¿Sabes de quien es ésta?» A lo que contestó el muchacho sin demora: «Nuestra.» Después, interrogado, descubrió lo restante.

De este modo, trasladada la causa a aquella casa y confusas las turbas, que habían empezado a triunfar de él, salió más experimentado e instruido; él, que había de ser dispensador de tu palabra y examinador de muchas causas de tu Iglesia.

CAPITULO X

  1. Halléle yo ya en Roma, y unióseme con vínculo tan estrecho de amistad, que se partió conmigo a Milán, ya por no separarse de mí, ya por ejercitarse algo en lo que había aprendido de Derecho, aunque esto más era por- voluntad de sus padres que suya’. Tres veces había hecho ya de asesor, y su entereza había admirado a todos, admirándose más él de que ellos pospusiesen la inocencia al dinero.

También fue probada su integridad, no sólo con el cebo de la avaricia, sino también con el estímulo del temor. Hacía en Roma de asesor del conde del erario de las tropas italianas, y hallábase en este tiempo un senador poderosísimo, que tenía obligados a muchos con sus beneficios, y a otros muchos sujetos con sus amenazas. Intentó éste hacer, según la costumbre de su poderío, no sé qué cosa que estaba prohibida por las leyes, y opúsosele Alipio. Prometióle dones, y rióse de ellos. Dirigióle amenazas, y se burló de ellas, admirando todos alma tan extraordinaria, que así despreciaba a un hombre tan poderoso y tan celebrado de la fama por los mil modos que tenía de hacer bien o mal, y a quien no había nadie que no quisiera tener por amigo o le temiera de enemigo. Hasta el mismo juez, cuyo asesor era Alipio, si bien no quería que lo hiciera dicho senador, no se atrevía a negárselo abiertamente, sino que echándole a aquél la culpa, le decía que no se lo permitía éste; antes si él se lo concediese, éste se iría de él.

Sólo una cosa estuvo a punto de hacerle caer por su amor a las letras; y era mandar copiar para sí a precios pretorianos algunos códices; pero consultado a la justicia, se inclinó por lo mejor, prefiriendo la equidad, que se lo prohibía, al poder, que se lo consentía.

Poco es esto, pero el que es fiel en lo poco, también lo es en lo mucho, ni en modo alguno puede resultar vano lo salido de la boca de tu Verdad: Si en las riquezas injustas no fuisteis fieles,¿quién os confiará las verdaderas? Y si en las ajenas no fuisteis fieles, ¿quién os confiará las vuestras? 10

Así era entonces este amigo tan íntimamente unido a mí, y que juntamente conmigo vacilaba sobre el modo de vida que habríamos de seguir.

  1. También Nebridio-que había dejado su patria, vecina de Cartago, y aun la misma Cartago, donde solía vivir muy frecuentemente-, abandonada la magnífica finca rústica de su padre, y abandonada la casa y hasta su madre, que no podía seguirle, había venido a Milán no por otra causa que por vivir conmigo en el ardentísimo estudio de la verdad y de la sabiduría, por la que, igualmente que nosotros, suspiraba e igualmente fluctuaba, mostrándose investigador ardiente de la vida feliz y escrutador acérrimo de cuestiones dificilísimas.

Eran tres bocas hambrientas que mutuamente se comunicaban el hambre y esperaban de ti que les dieses comida en el tiempo oportuno. Y en toda amargura que por tu misericordia se seguía a todas nuestras acciones mundanas, queriendo nosotros averiguar la causa por que padecíamos tales cosas, nos salían al paso las tinieblas, apartándonos, gimiendo y clamando: ¿Hasta cuándo estas cosas? 11 Y esto lo decíamos muy a menudo, pero diciéndolo no dejábamos aquellas cosas, porque no veíamos nada cierto con que, abandonadas éstas, pudiéramos abrazarnos.

CAPITULO XI

  1. Pero, sobre todo, maravillábame de mí mismo, recordando con todo cuidado cuán largo espacio de tiempo había pasado desde mis diecinueve años, en que empecé a arder en deseos de la sabiduría, proponiendo, hallada ésta, abandonar todas las vanas esperanzas y engañosas locuras de las pasiones.

Ya tenía treinta años y todavía me hallaba en el mismo lodazal, ávido de gozar de los bienes presentes, que huían y me disipaban, en tanto que decía: «Mañana lo averiguaré; la verdad aparecerá clara y la abrazaré. Fausto está para venir y lo explicará todo. ¡Oh grandes varones de la Academia!; ¿es cierto que no podemos comprender ninguna cosa con certeza para la dirección de la vida?»

Pero busquemos con más diligencia y no desesperemos. He aquí que ya no me parecen absurdas en las Escrituras las cosas que antes me lo parecían, pudiendo entenderse de otro modo y razonablemente. Fijaré, pues, los pies en aquella grada en que me colocaron mis padres hasta tanto que aparezca clara la verdad.

Mas ¿dónde y cuándo buscarla? Ambrosio no tiene tiempo libre y yo tampoco lo tengo para leer. Y aunque lo tuviera, ¿dónde hallar los códices? ¿Y dónde o cuándo podré comprarlos? ¿Quién podrá prestármelos?

Con todo, es preciso destinar tiempo a esto y dedicar algunas horas a la salud del alma. Aparece una gran esperanza. La fe católica no enseña lo que pensábamos y, necios, le achacábamos. Sus doctores tienen por crimen atribuir a Dios figura humana, ¿y dudamos llamar para que se nos esclarezcan las demás cosas? Las horas de la mañana las empleamos con los discípulos, pero ¿qué hacemos de las otras? ¿Por qué no emplearlas en esto?

Pero ¿cuándo saludar a los amigos poderosos, de cuyo favor tienes necesidad? ¿Cuándo preparar las lecciones que compran los estudiantes? ¿Cuándo reparar las fuerzas del espíritu con el abandono de los cuidados?

  1. «Piérdase todo y dejemos todas estas cosas vanas y vacías y démonos por entero a la sola investigación de la verdad. La vida es miserable, y la muerte, incierta. Si ésta nos sorprende de repente, ¿en qué estado saldríamos de aquí ? ¿Y dónde aprenderíamos lo que aquí descuidamos aprender? ¿Acaso más bien no habríamos de ser castigados por esta nuestra negligencia? Pero ¿qué si la muerte misma cortase y terminase con todo cuidado y sentimiento? También esto convendría averiguarlo. Mas ¡lejos que esto sea así! No inútilmente, no en vano se difunde por todo el orbe el gran prestigio de la autoridad de la fe cristiana. Nunca hubiera hecho Dios tantas y tales cosas por nosotros si con la muerte del cuerpo se terminara también la vida del alma. ¿Por qué, pues, nos detenemos en dar de mano a las esperanzas del siglo y consagrarnos por entero a buscar a Dios y la vida feliz?

Pero vayamos despacio, que también estas cosas mundanas tienen su dulzura, y no pequeña, y no se ha de cortar con ellas a las primeras, pues sería cosa fea tener que volver de nuevo a ellas. He aquí que falta poco para que puedas obtener algún honorcillo; y ¿qué más se puede desear? Tengo abundancia de amigos poderosos, por medio de los cuales, en caso de apuro, puedo conseguir, al menos, una presidencia. Podré entonces casarme con una mujer que tenga algunos dineros, para que no sea tan gravoso el gasto para mí, con lo que pondría fin a mis deseos. Muchos grandes hombres, y muy dignos de ser imitados, se dieron al estudio no obstante estar casados.»

  1. Mientras yo decía esto, y alternaban estos vientos, y zarandeaban de aquí para allí mi corazón, se pasaba el tiempo, y tardaba en convertirme al Señor, y difería de día en día 12 vivir en ti, aunque no difería morir todos los días en mí. Amando la vida feliz temíala donde se hallaba y buscábala huyendo de ella. Pensaba que había de ser muy desgraciado si me veía privado de las caricias de la mujer y no pensaba en la medicina de tu misericordia, que sana esta enfermedad, porque no había experimentado aún y creía que la continencia se conseguía con las propias fuerzas, las cuales echaba de menos en mí, siendo tan necio que no sabía lo que está escrito de que nadie es continente si tú no se lo dieres 13. Lo cual ciertamente tú me lo dieras si llamase a tus oídos con gemidos interiores y con toda confianza «arrojase en ti mi cuidado».

CAPITULO XII

  1. Prohibíame Alipio de tomar mujer, diciéndome repetidas veces que, si venía en ello, de ningún modo podríamos dedicarnos juntos quieta y desahogadamente al amor de la sabiduría, como hacía mucho tiempo lo deseábamos. Porque él era en esta materia castísimo, de modo tal que causaba admiración; porque aunque al principio de su juventud había experimentado el deleite carnal, pero no se había pegado a él, antes se dolió mucho de ello y lo despreció, viviendo en adelante continentísimamente.

Resistíale yo con los ejemplos de aquellos que, aunque casados, se habían dado al estudio de la sabiduría y merecido a Dios, y habían tenido y amado fielmente a sus amigos. Lejos estaba yo, en verdad de ‘la grandeza de alma de éstos, y, prisionero de la enfermedad de la carne, arrastraba con letal dulzura mi cadena, temiendo ser desatado de ella y repeliendo las palabras del que me aconsejaba bien como se repele en una herida contusa la mano que quiere quitar las vendas.

Por añadidura, la serpiente infernal hablaba por mi boca a Alipio y le tejía y tendía por mi lengua dulces lazos en su camino, en los que sus pies honestos y libres se enredasen.

  1. Porque como se admirase de que yo, a quien no tenía en poco, estuviese tan apegado con el visco de aquel deleite, hasta afirmar, cuantas veces tratábamos entre nosotros de esto, que yo no podía en modo alguno llevar vida célibe, diciéndole para defenderme, al verle a él admirado, que había mucha diferencia entre lo que él había experimentado -tan arrebatada y furtivamente que ya apenas se acordaba de ello, y que, por lo mismo, podía despreciarlo sin molestia alguna- y los deleites de mi costumbre, a los que, si juntase el honesto nombre de matrimonio, no debería admirarse por qué yo no quería despreciar aquella vida, comenzó también él a desear el matrimonio, no vencido ciertamente por el apetito de tal deleite, sino de la curiosidad. Porque decía que deseaba saber qué era aquello, sin lo que mi vida-que a él agradaba tanto-no me parecía vida, sino tormento. Pasmábase, en efecto, su alma, libre de tal vínculo, de mi servidumbre, y pasmándose iba entrando en deseos de querer experimentarla, para caer tal vez después en aquella servidumbre que le extrañaba, porque quería.pactar con la muerte 14, y el que ama el peligro caerá en él 15.

Ciertamente que ni a él ni a mí nos movía sino muy débilmente aquello que hay de decoroso y honesto en el matrimonio, como es la dirección de la familia y la procreación de los hijos; sino que a mí, cautivo, me atormentaba en gran parte y con vehemencia la costumbre de saciar aquella mi insaciable concupiscencia y a él le atraía a la esclavitud la admiración. Así éramos, Señor, hasta que tú, ¡oh Altísimo!, no desamparando nuestro lodo, te dignaste socorrer, compadecido, a estos miserables por modos maravillosos y ocultos.

CAPITULO XIII

  1. Instábaseme solícitamente a que tomase esposa. Ya había hecho la petición, ya se me había concedido la demanda, sobre todo siendo mi madre la que principalmente se movía en esto, esperando que una vez casado sería regenerado por las aguas saludables del bautismo, alegrándose de verme cada día más apto para éste y que se cumplían con mi fe sus votos y tus promesas.

Sin embargo, como ella, así por ruego mío como por deseo suyo, te rogase con fuerte clamor de su corazón todos los días de que le dieses a conocer por alguna visión algo sobre mi futuro matrimonio, nunca se lo concediste. Veía, sí, algunas cosas vanas y fantásticas que formaba su espíritu, preocupado grandemente con este asunto, y me lo contaba a mí no con la seguridad con que solía cuando tú realmente le revelabas algo, sino despreciándolas. Porque decía que no sé por qué sabor, que no podía explicar con palabras, discernía la diferencia que hay entre una revelación tuya y un sueño del alma.

Con todo, insistíase en el matrimonio y habíase pedido ya la mano de una niña que aún le faltaban dos años para ser núbil; pero como era del gusto, había que esperar.

CAPITULO XIV

  1. También muchos amigos, hablando y detestando las turbulentas molestias de la vida humana, habíamos pensado, y casi ya resuelto, apartarnos de las gentes y vivir en un ocio tranquilo. Este ocio lo habíamos trazado de tal suerte que todo lo que tuviésemos o pudiésemos tener lo pondríamos en común y formaríamos con ello una hacienda familiar, de tal modo que en virtud de la amistad no hubiera cosa de éste ni de aquél, sino que de lo de todos se haría una cosa, y el conjunto sería de cada uno y todas las cosas de todos.

Seríamos como unos diez hombres los que habíamos de formar tal sociedad, algunos de ellos. muy ricos, como Romaniano, nuestro conmunícipe, a quien algunos cuidados graves de sus negocios le habían traído al Condado, muy amigo mío desde niño, y uno de los que más instaban en este asunto, teniendo su parecer mucha autoridad por ser su capital mucho mayor que el de los demás. Y habíamos convenido en que todos los años se nombrarían dos que, como magistrados, nos procurasen todo lo necesario, estando los demás quietos. Pero cuando se empezó a discutir si vendrían en ello o no las mujeres que algunos tenían ya y otros las queríamos tener, todo aquel proyecto tan bien formado se desvaneció entre las manos, se hizo pedazos y fue desechado.

De aquí vuelta otra vez a nuestros suspiros y gemidos y a caminar por las anchas y trilladas sendas del siglo 16, porque había en nuestro corazón muchos pensamientos, mas tu consejo permanece eternamente. Y por este consejo te reías tú de los nuestros y preparabas el cumplimiento de los tuyos, a fin de darnos el alimento que necesitábamos en el tiempo oportuno y, abriendo la mano, llenarnos de bendición 17.

CAPITULO XV

  1. Entre tanto multiplicábanse mis pecados, y, arrancada de mi lado, como un impedimento para el matrimonio, aquella con quien yo solía partir mi lecho, mi corazón, sajado por aquella parte que le estaba pegado, me había quedado llagado y manaba sangre. Ella, en cambio, vuelta al África, te hizo voto, Señor, de no conocer otro varón, dejando en mi compañía al hijo natural que yo había tenido con ella.

Mas yo, desgraciado, incapaz de imitar a esta mujer, y no pudiendo sufrir la dilación de dos años que habían de pasar hasta recibir por esposa a la que había pedido -porque no era yo amante del matrimonio, sino esclavo de la sensualidad-, me procuré otra mujer, no ciertamente en calidad de esposa, sino para sustentar y conducir íntegra o aumentada la enfermedad de mi alma bajo la guarda de mi ininterrumpida costumbre al estado del matrimonio.

Pero no por eso sanaba aquella herida mía que se había hecho al arrancarme de la primera mujer, sino que después de un ardor y dolor agudísimos comenzaba a corromperse, doliendo tanto más desesperadamente cuanto más se iba enfriando.

CAPITULO XVI

  1. A ti sea la alabanza, a ti la gloria, ¡oh fuente de las misericordias! Yo me hacía cada vez más miserable y tú te acercabas más a mí. Ya estaba presente tu diestra para arrancarme del cieno de mis vicios y lavarme, y yo no lo sabía. Mas nada había que me apartase del profundo abismo de los deleites carnales como el miedo de la muerte y tu juicio futuro, que jamás se apartó de mi pecho a través de las varias opiniones que seguí.

Y discutía con mis amigos Alipio y Nebridio sobre el sumo bien y el sumo mal; y fácilmente hubiera dado en mi corazón la palma a Epicuro de no estar convencido de que después de la muerte del cuerpo resta la vida del alma y la sanción de las acciones, cosa que no quiso creer Epicuro. Y preguntábales yo: «Si fuésemos inmortales y viviésemos en perpetuo deleite del cuerpo, sin temor alguno de perderlo, qué, ¿no seríamos felices? ¿O qué más podríamos desear?» °- Y no sabía yo que esto era una gran miseria, puesto que, tan hundido y ciego como estaba, no podía pensar en la luz de la virtud y de la hermosura, que por sí misma debe ser abrazada, y que no se ve con los ojos de la carne, sino con los del alma. Ni consideraba yo, miserable, de qué fuente me venía el que, siendo estas cosas feas, sintiese yo gran dulzura en tratarlas con los amigos, y que, según el modo de pensar de entonces, no podía ser bienaventurado sin ellas, por más grande que fuese la abundancia de deleites carnales. Porque amaba yo a mis amigos desinteresadamente y sentíame a la vez amado desinteresadamente de ellos.

¡Oh caminos tortuosos! ¡Mal haya al alma audaz que esperó, apartándose de ti, hallar algo mejor! Vueltas y más vueltas, de espaldas, de lado y boca abajo, todo lo halla duro, porque sólo tú eres su descanso. Mas luego te haces presente, y nos libras de nuestros miserables errores, y nos pones en tu camino, y nos consuelas, y dices: «Corred, yo os llevaré y os conduciré, y todavía allí yo os llevaré.»

LIBRO SEPTIMO

CAPITULO I

  1. Ya era muerta mi adolescencia mala y nefanda y entraba en la juventud, siendo cuanto mayor en edad tanto más torpe en vanidad, hasta el punto de no poder concebir una sustancia que no fuera tal cual la que se puede percibir por los ojos.

Cierto que no te concebía, Dios mío, en figura de cuerpo humano desde que comencé a entender algo de la sabiduría; de esto huí siempre y me alegraba de hallarlo así en la fe de nuestra Madre espiritual, tu Católica; pero no se me ocurría pensar otra cosa de ti. Y aunque hombre ¡y tal hombre!, esforzábame por concebirte como el sumo, y el único, y verdadero Dios; y con toda mi alma te creía incorruptible, inviolable e inconmutable, porque sin saber de dónde ni cómo, veía claramente y tenía por cierto que lo corruptible es peor que lo que no lo es, y que lo que puede ser violado ha de ser pospuesto sin vacilación a lo que no puede serlo, y que lo que no sufre mutación alguna es mejor que lo que puede sufrirla.

Clamaba violentamente mi corazón contra todas estas imaginaciones mías y me esforzaba por ahuyentar como con un golpe de mano aquel enjambre de inmundicia que revoloteaba en torno a mi mente, y que apenas disperso, en un abrir y cerrar de ojos, volvía a formarse de nuevo para caer en tropel sobre mi vista y anublarla, a fin de que si no imaginaba que aquel Ser incorruptible inviolable e inconmutable, que yo prefería a todo lo corruptible, violable y mudable, tuviera forma de cuerpo humano, me viera precisado al menos a concebirle como algo corpóreo que se extiende por los espacios sea infuso en el mundo, sea difuso fuera del mundo y por el infinito. Porque a cuanto privaba yo de tales espacios parecíame que era nada, absolutamente nada, ni aun siquiera el vacío, como cuando se quita un cuerpo de un lugar, que permanece el lugar vacío de todo cuerpo, sea terrestre, húmedo, aéreo o celeste, pero al fin un lugar vacío, como una nada extendida.

2.Así, pues, «encrasado mi corazón», y ni aun siquiera a mí mismo transparente, creía que cuanto no se extendiese por determinados espacios, o no se difundiese, o no se juntase, o no se hinchase, o no tuviese o no pudiese tener algo de esto, era absolutamente nada. Porque cuales eran las formas por las que solían andar mis ojos, tales eran las imágenes por las que marchaba mi espíritu. Ni veía que la misma facultad con que formaba yo tales imágenes no era algo semejante, no obstante que no pudiera formarlas si no fuera alguna cosa grande.

Y así, aun a ti, vida de mi vida, te imaginaba como un Ser grande extendido por los espacios infinitos que penetraba por todas partes toda la mole del mundo, y fuera de ellas, en todas las direcciones, la inmensidad sin término; de modo que te poseyera la tierra, te poseyera el cielo y te poseyeran todas las cosas y todas terminaran en ti, sin terminar tú en ninguna parte. Sino que, así como el cuerpo del aire-de este aire que está sobre la tierra-no impide que pase por él la luz del sol, penetrándolo, no rompiéndolo ni rasgándolo, sino llenándolo totalmente, así creía yo que no solamente el cuerpo del cielo y del aire, y del mar, sino también el de la tierra, te dejaban paso y te eran penetrables en todas partes, grandes y pequeñas, para recibir tu presencia, que con secreta inspiración gobierna interior y exteriormente todas las cosas que has creado. De este modo discurría yo por no poder pensar otra cosa; mas ello era falso. Porque si fuera de ese modo, la parte mayor de la tierra tendría mayor parte de ti, y menor la menor. Y de tal modo estarían todas las cosas llenas de ti, que el cuerpo del elefante ocuparía tanto más de tu Ser que el cuerpo del pajarillo, cuanto aquél es más grande que éste y ocupa un lugar mayor; y así, dividido en partículas, estarías presente, a las partes grandes del inundo, en partes grandes, y pequeñas a las pequeñas, lo cual no es así. Pero entonces aún no habías iluminado mis tinieblas 1.

CAPITULO II

  1. Bastábame, Señor, contra aquellos engañados engañadores y mudos charlatanes -porque no sonaba en su boca tu palabra-, bastábame, ciertamente, el argumento que desde antiguo, estando aún en Cartago, solía proponer Nebridio, y que todos los que le oímos entonces quedamos impresionados. «¿Qué podía hacer contra ti-decía-aquella no sé qué raza de tinieblas que los maniqueos suelen oponer como una masa contraria a ti, si tú no hubieras querido pelear contra ella?» Porque si respondían que te podía dañar en algo, ya era violable y corruptible; y si decían que no te podía dañar en nada no había razón para que pelearas, y pelearas de tal suerte que una porción tuya y miembro tuyo o engendro de tu misma sustancia se mezclase con las potestades adversas y naturalezas no creada por ti, y quedara corrompida y deteriorada de tal modo que su felicidad se trocase en miseria y tuviese necesidad de auxilio par ser libertada y purgada. Y que tal era el alma a la que vino a socorrer tu Verbo: el libre a la esclava, el puro a la contaminada; y el íntegro a la corrompida; mas, al fin, también él corruptible por proceder de una y misma sustancia.

Y así, si decían que tú (seas lo que seas, esto es, tu sustancia por lo que eres) eras incorruptible, falsas y execrables eran toda aquellas cosas; y si decían que eras corruptible, esto mismo era falso y desde la primera palabra abominable.

Bastábame, pues, esto contra aquéllos para arrojarlos entera mente de mi pecho angustiado, porque, sintiendo y diciendo de ti tales cosas, no tenían por donde escapar, sin un horrible sacrilegio de corazón y de lengua.

CAPITULO III

  1. Pero tampoco yo, aun cuando afirmaba y creía firmemente que tú, nuestro Señor y Dios verdadero, creador de nuestras almas y de nuestros cuerpos, y no sólo de nuestras almas y de nuestros cuerpos, sino también de todos los seres y cosas, eras incontaminable, inalterable y bajo ningún concepto mudable, tenía por averiguada y explicada la causa del mal. Sin embargo, cualquiera que ella fuese, veía que debía buscarse de modo que no me viera obligado por su causa a creer mudable a Dios inmutable, no fuera que llegara a ser yo mismo lo que buscaba.

Así, pues, buscaba aquélla, mas estando seguro y cierto de que no era verdad lo que decían aquéllos [los maniqueos], de quienes huía con toda el alma, porque los veía buscando el origen del mal repletos de malicia, a causa de la cual creían antes a tu sustancia capaz de padecer el mal, que no a la suya capaz de obrarle.

  1. Ponía atención en comprender lo que había oído de que el libre albedrío de la voluntad es la causa del mal que hacemos, y tu recto juicio, del que padecemos; pero no podía verlo con claridad. Y así, esforzándome por apartar de este abismo la mirada de mi mente, me hundía de nuevo en él, e intentando salir de él repetidas veces, otras tantas me volvía a hundir.

Porque levantábame hacia tu luz el ver tan claro que tenía voluntad como que vivía; y así, cuando quería o no quería alguna cosa, estaba certísimo de que era yo y no otro el que quería o no quería; y ya casi, casi me convencía de que allí estaba la causa del pecado; y en cuanto a lo que hacía contra voluntad, veía que más era padecer que obrar, y juzgaba que ello no era culpa, sino pena, por la cual confesaba ser justamente castigado por ti, a quien tenía por justo.

Pero de nuevo decía: «¿Quién me ha hecho a mí? ¿Acaso no ha sido Dios, que es no sólo bueno, sino la misma bondad? ¿De dónde, pues, me ha venido el querer el mal y no querer el bien? ¿Es acaso para que yo sufra las penas merecidas? ¿Quién depositó esto en mí y sembró en mi alma esta semilla de amargura, siendo hechura exclusiva de mi dulcísimo Dios? Si el diablo es el autor, ¿de dónde procede el diablo? Y si éste de ángel bueno se ha hecho diablo por su mala voluntad, ¿de dónde le viene a él la mala voluntad por la que es demonio, siendo todo él hechura de un creador bonísimo?»

Con estos pensamientos me volvía a deprimir y ahogar, si bien no era ya conducido hasta aquel infierno del error donde nadie te confiesa 2, al juzgar más fácil que padezcas tú el mal, que no sea el hombre el que lo ejecuta.

CAPITULO IV

  1. Así, pues, empeñábame por hallar las demás cosas, como ya había hallado que lo incorruptible es mejor que lo corruptible, y por eso confesaba que tú, fueses lo que fueses, debías ser incorruptible. Porque nadie ha podido ni podrá jamás concebir cosa mejor que tú, que eres el bien sumo y excelentísimo. Ahora bien: siendo certísimo y verdaderísimo que lo incorruptible debe ser antepuesto a lo corruptible, como yo entonces lo anteponía, podía ya con el pensamiento concebir algo mejor que mi Dios, si tú no fueras incorruptible.

Mas allí donde veía que lo incorruptible debe ser preferido a lo corruptible, allí decía yo haberte buscado y por allí deducir la causa del mal, esto es, el origen de la corrupción, la cual de ningún modo puede violar tu sustancia, de ningún modo en absoluto; puesto que ni por voluntad, ni por necesidad, ni por ningún caso fortuito puede la corrupción dañar a nuestro Dios, ya que él es Dios y no puede querer para sí sino lo que es bueno, y aun él es el mismo bien, y el corromperse no es ningún bien.

Tampoco puedes ser obligado a algo contra tu voluntad porque tu voluntad no es menor que tu poder, y lo sería en caso de que tú pudieras ser mayor que tú, puesto que la voluntad y el poder de Dios son el mismo Dios. ¿Y qué puede haber imprevisto para ti, que conoces todas las cosas y todas existen porque las has conocido?

Pero ¿a qué tantas palabras para demostrar que no es corruptible la sustancia de Dios, cuando si fuera corruptible no sería Dios?

CAPITULO V

  1. Buscaba yo el origen del mal, pero buscábale mal, y ni aun veía el mal que había en el mismo modo de buscarle. Ponía yo delante de los ojos de mi alma toda la creación -así lo que podemos ver en ella, como es la tierra y el mar, el aire y las estrellas, los árboles y los animales, como lo que no vemos en ella, cual es el firmamento del cielo, con todos los ángeles y seres espirituales, pero éstos como si fuesen cuerpos colocados en sus respectivos lugares, según mi fantasía- e hice con ella (la creación) como una masa inmensa, especificada por diversos géneros de cuerpos, ya de los que realmente eran cuerpos, ya de los que como tales fingía mi fantasía en sustitución de los espíritus.

E imaginábala yo inmensa, no cuanto ella era realmente – que esto no lo podía saber-, sino cuanto me placía, aunque limitada por todas partes; y a ti, Señor, como a un ser que la rodeaba y penetraba por todas partes, aunque infinito en todas las direcciones, como si hubiese un mar único en todas partes e infinito en todas direcciones, extendido por la inmensidad, el cual tuviese dentro de sí una gran esponja, bien que limitada, la cual estuviera llena en todas sus partes de ese mar inmenso.

De este modo imaginaba yo tu creación, finita, llena de ti, infinito, y decía: «He aquí a Dios y he aquí las cosas que ha creado Dios, y un Dios bueno, inmenso e infinitamente más excelente que sus criaturas; mas como bueno, hizo todas las cosas buenas; y ¡ved cómo las abraza y llena! Pero si esto es así, ¿dónde está el mal y de dónde y por qué parte se ha colado en el mundo? ¿Cuál es su raíz y cuál su semilla? ¿Es que no existe en modo alguno? Pues entonces, ¿por qué tememos y nos guardamos de lo que no existe? Y si tememos vanamente, el mismo temor es ya ciertamente un mal que atormenta y despedaza sin motivo nuestro corazón, y tanto más grave cuanto que, no habiendo de qué temer, tememos. Por tanto, o es un mal lo que tememos o el que temamos es ya un mal. ¿De dónde, pues, procede éste, puesto que Dios, bueno, hizo todas las cosas buenas: el Mayor y Sumo bien, los bienes menores, pero Criador y criaturas, todos buenos? ¿De dónde viene el mal? ¿Acaso la materia de donde las sacó era mala y la formó y ordenó, sí, mas dejando en ella algo que no convirtiese en bien? ¿Y por qué esto? ¿Acaso siendo omnipotente era, sin embargo, impotente para convertirla y mudarla toda, de modo que no quedase en ella nada de mal? Finalmente, ¿por qué quiso servirse de esta materia para hacer algo y no más bien usar de su omnipotencia para destruirla totalmente? ¿O podía ella existir contra su voluntad? Y si era eterna, ¿por qué la dejó por tanto tiempo estar por tan infinitos espacios de tiempo para atrás y le agradó tanto después de servirse de ella para hacer alguna cosa? O ya que repentinamente quiso hacer algo, ¿no hubiera sido mejor, siendo omnipotente, hacer que no existiera aquella, quedando él solo, bien total, verdadero, sumo e infinito? Y -si no era justo que, siendo él bueno, no fabricase ni produjese algún bien, ¿por qué, quitada de delante y aniquilada aquella materia que era mala, no creó otra buena de donde sacase todas las cosas? Porque no sería omnipotente si no pudiera crear algún bien sin ayuda de aquella materia que él no había creado».

Tales cosas revolvía yo en mi pecho, apesadumbrado con los devoradores cuidados de la muerte y de no haber hallado la verdad. Sin embargo, de modo estable se afincaba en mi corazón, en orden a la Iglesia católica, la fe de tu Cristo, Señor y Salvador nuestro; informe ciertamente en muchos puntos y como fluctuando fuera de la norma de doctrina; mas con todo, no la abandonaba ya mi alma, antes cada día se empapaba más y más en ella.

CAPITULO VI

  1. Asimismo había rechazado ya las engañosas predicciones e impíos delirios de los matemáticos.

¡Confiérete, por ello, Dios mío, tus misericordias desde lo más íntimo de mis entrañas! Porque tú y solamente tú-¿porque quién otro hay que nos aparte de la muerte del error sino la Vida que no muere y la Sabiduría que ilumina las pobres inteligencias sin necesidad de otra luz y gobierna el mundo hasta en las volanderas hojas de los árboles?-: sí, sólo tú procuraste remedio a aquella terquedad mía con que me oponía a Vindiciano, anciano sagaz, y a Nebridio, joven de un alma admirable, los cuales afirmaban -el uno con firmeza, el otro con alguna duda, pero frecuentemente- que no existía tal arte de predecir las cosas futuras y que las conjeturas de los hombres tienen muchas veces la fuerza de la suerte, y que diciendo muchas cosas acertaban a decir algunas que habían de suceder sin saberlo los mismos que las decían, acertando a fuerza de hablar mucho.

Porque tú fuiste el que me proporcionaste un amigo muy aficionado a consultar a los matemáticos, aunque no muy entendido en esta ciencia; mas consultábales, como digo, por curiosidad, y sabía una anécdota, que había oído contar a su padre, según decía, y que él ignoraba hasta qué punto era eficaz para destruir la autoridad de aquel arte de la adivinación.

Este tal, llamado Fermín, docto en las artes liberales y ejercitado en la elocuencia, vino a consultarme, como a amigo carísimo, acerca de algunos asuntos suyos sobre los que abrigaba ciertas esperanzas terrenas, a ver qué me parecía sobre el particular, según las constelaciones suyas. Yo, que en esta materia había empezado ya a inclinarme al parecer de Nebridio, aunque no me negué a hacer el horóscopo y decirle lo que, según ellos, se deducía, le añadí, sin embargo, que estaba ya casi persuadido de que todo aquello era vano y ridículo.

Entonces me contó cómo su padre había sido muy aficionado a la lectura de tales libros y que había tenido un amigo igualmente aficionado como él y al mismo tiempo que él, con lo que, platicando los dos sobre dicha materia, se encendían mutuamente más y más en el estudio de aquellas bagatelas, hasta el punto de que observaran los momentos de nacer aun de los mudos animales que nacían en casa y notaran en orden a ellos la posición del cielo para recoger algunas experiencias de aquella cuasi arte.

Y decía haber oído contar a su padre que, estando embarazada la madre del mismo Fermín, sucedió hallarse también encinta una criada de aquel amigo de su padre, la cual no pudo ocultarse al amo, que cuidaba con exquisita diligencia de conocer hasta los partos de sus perras.

Y sucedió que, contando con el mayor cuidado los días, horas y minutos, aquél los de la esposa y éste los de la esclava, vinieron las dos a parir al mismo tiempo, viéndose así obligados a hacer hasta en sus pormenores las mismas constelaciones a los dos nacidos, el uno al hijo y el otro al siervo.

Porque habiendo comenzado el parto, ambos se comunicaron lo que pasaba en la casa de cada uno y dispusieron nuncios que enviarse mutuamente para que tan pronto como terminara el parto se lo comunicase el uno al otro, lo que fácilmente habían podido ejecutar para comunicárselo al momento como reyes en su reino. Y así -decía-, los dos que habían sido enviados por cada uno vinieron a encontrarse tan igualmente equidistantes de sus respectivas casas, que ninguno de ellos podía notar diversa posición de las estrellas ni diferentes partículas de tiempo. Y, sin embargo, Fermín, nacido en un espléndido palacio entre los suyos, corría por los más felices caminos del siglo, crecía en riquezas y era ensalzado con honores, en tanto que el siervo, no habiendo podido sacudir el yugo de su condición, tenía que servir a señores, según contaba él mismo, que lo conocía.

  1. Oídas y creídas por mí estas cosas-por ser tal quien me las contaba -toda aquella mi resistencia, resquebrajada, se vino a tierra, y desde luego intenté apartar de aquella curiosidad al mismo Fermín, diciéndole que, vistas sus constelaciones, para pronosticarle conforme a verdad, debería ciertamente ver en ellas a sus padres, los principales entre los suyos; a su familia, la más noble de su ciudad; su nacimiento, ilustre; su educación, esmerada, y sus conocimientos, liberales. Y, al contrario, si el siervo aquel me consultase sobre sus constelaciones -porque de él eran también éstas-, si había de decirle verdad, debería yo asimismo ver en ellas: a su familia, abyectísima; su condición, servir, y todas las otras cosas tan diferentes y tan opuestas de las primeras.

Mas del hecho de que viendo las mismas constelaciones debía pronosticar cosas distintas, si había de decir verdad, y de que si pronosticaba las mismas había de decir cosas falsas, deduje certísimamente que aquellas cosas que, consideradas las constelaciones, se decían con verdad, no se decían por razón del arte, sino de la suerte; y a su vez, las falsas, no por impericia del arte, sino por fallo de la suerte.

  1. Pero tomando pie de aquí y rumiando dentro de mí mismo tales cosas para que ninguno de aquellos delirantes que buscan el lucro en esto, y a quienes yo deseaba refutar y ridiculizar, no me objetase que podía Fermín haberme contado cosas falsas o a él su padre, fijé la consideración en los que nacen mellizos, muchos de los cuales salen del seno materno tan seguidos que este pequeño intervalo de tiempo, por mucha influencia que tenga en las cosas de la Naturaleza, como pretenden, no puede ser apreciado por la observación humana ni consignado en modo alguno en las tablas que luego ha de usar el matemático para pronosticar las cosas verdaderas. Mas no serán verdaderas, porque, mirando los mismos signos, debería aquél decir las mismas cosas de Esaú y de Jacob, siendo así que fue muy diverso lo que a cada cual le aconteció.

Luego cosas falsas había de pronosticar, o, de decir cosas verdaderas, forzosamente no habría de decir las mismas cosas, no obstante que contemplase las mismas constelaciones; luego el que dijese cosas verdaderas no había de ser por arte, sino por suerte o casualidad. Porque tú, Señor, gobernador justísimo del universo, obras de modo oculto, sin que lo sepan los consultores ni consultados, a fin de que cuando alguno consulta oiga lo que le conviene oír, atendidos los méritos de las almas, según el abismo de tu justo juicio. Al cual no diga el hombre: ¿Qué es esto? ¿Por qué esto? 3 No lo diga, no lo diga, porque es hombre.

CAPITULO VII

  1. Ya me habías sacado, Ayudador mío, de aquellas ligaduras; y aunque buscaba el origen del mal y no hallaba su solución, mas no permitías ya que las olas de mi razonamiento me apartasen de aquella fe por la cual creía que existes, que tu sustancia es inconmutable, que tienes providencia de los hombres, que has de juzgarles a todos y que has puesto el camino de la salud humana, en orden a aquella vida que ha de sobrevenir después de la muerte, en Cristo, tu hijo y Señor nuestro, y en las Santas Escrituras, que recomiendan la autoridad de tu Iglesia católica.

Puestas, pues, a salvo estas verdades y fortificadas de modo inconcuso en mi alma, buscaba lleno de ardor de dónde venía el mal. Y ¡qué tormentos de parto eran aquellos de mi corazón!, ¡qué gemidos, Dios mío! Allí estaban tus oídos y yo no lo sabía. Y como en silencio te buscara yo fuertemente, grandes eran las voces que elevaban hacia tu misericordia las tácitas contriciones de mi alma.

Tú sabes lo que yo padecía, no ninguno de los hombres. Porque ¿cuánto era lo que mi lengua comunicaba a los oídos de mis más íntimos familiares? ¿Acaso percibían ellos todo el tumulto de mi alma, para declarar el cual no bastaban ni el tiempo ni la palabra? Sin embargo, hacia. tus oídos se encaminaban todos los rugidos de los gemidos de mi corazón y ante ti estaba mi deseo 4; pero no estaba contigo la lumbre de mis ojos, porque ella estaba dentro y yo fuera; ella no ocupaba lugar alguno y yo fijaba mi atención en las cosas que ocupan lugar, por lo que no hallaba en ellas lugar de descanso ni me acogían de modo que pudiera decir: «¡Basta! ¡Está bien!»; ni me dejaban volver adonde me hallase suficientemente bien. Porque yo era superior a estas cosas, aunque inferior a ti; y tú eras gozo verdadero para mí sometido a ti, así como tú sujetaste a mí las cosas que criaste inferiores a mí. Y éste era el justo temperamento y la región media de mi salud: que permaneciese a imagen tuya y, sirviéndote a ti, dominase mi cuerpo. Mas habiéndome yo levantado soberbiamente contra ti y corrido contra el Señor con la cerviz crasa de mi escudo 5, estas cosas débiles se pusieron también sobre mí y me oprimían y no me dejaban un momento de descanso ni de respiración.

Cuando yo las miraba salíanme al encuentro amontonada y confusamente de todas partes; mas cuando pensaba en ellas oponíanseme las mismas imágenes de los cuerpos a que me retirase, como diciéndome: «¿Adónde vas, indigno y sucio?» Mas estas cosas habían crecido en mí a causa de mi llaga, porque me humillarte como a un soberbio herido 6, y me hallaba separado de ti por mi hinchazón, y mi rostro, hinchado en extremo, no dejaba a mis ojos ver.

CAPITULO VIII

  1. Pero tú, Señor, permaneces eternamente y no te aíras eternamente contra nosotros 7, porque te compadeciste de la tierra y ceniza y fue de tu agrado reformar nuestras deformidades. Tú me aguijoneabas con estímulos interiores para que estuviese impaciente hasta que tú me fueses cierto por la mirada interior. Y bajaba mi hinchazón gracias a la mano secreta de tu medicina; y la vista de mi mente, turbada y obscurecida, iba sanando de día en día con el fuerte colirio de saludables dolores.

CAPITULO IX

  1. Y primeramente, queriendo tú mostrarme cuánto resistes a los soberbios y das tu gracia a los humildes 8 y con cuánta misericordia tuya ha sido mostrada a los hombres la senda de la humildad, por haberse hecho carne tu Verbo y haber habitado entre los hombres 9, me procuraste, por medio de un hombre hinchado con monstruosísima soberbia-, ciertos libros de los platónicos, traducidos del griego al latín.

Y en ellos leí -no ciertamente con estas palabras, pero sí sustancialmente lo mismo, apoyado con muchas y diversas razones -que en el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, Y Dios era el Verbo. Este estaba desde el principio en Dios. Todas las cosas fueron hechas por él, y sin él no se ha hecho nada. Lo que se ha hecho es vida en él; y la vida era luz de los hombres, y la luz luce en las tinieblas, mas las tinieblas no la comprendieron. Y que el alma del hombre, aunque da testimonio de la luz, no es la luz, sino el Verbo, Dios; ése es la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. Y que en este mundo estaba, y que el mundo es hechura suya, y que el mundo no le reconoció.

Mas que él vino a casa propia y los suyos no le recibieron, y que a cuantos le recibieron les dio potestad de hacerse hijos de Dios creyendo en su nombre, no lo leí allí.

  1. También leí allí que el Verbo, Dios, no nació de carne ni de sangre, ni por voluntad de varón, ni por voluntad de carne, sino de Dios. Pero que el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, no lo leí allí.

Igualmente hallé en aquellos libros, dicho de diversas y múltiples maneras, que el Hijo tiene la forma del Padre y que no fue rapiña juzgarse igual a Dios por tener la misma naturaleza que él. Pero que se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres y reconocido por tal por su modo de ser; y que se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, por lo que Dios le exaltó de entre los muertos y le dio un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús se doble toda rodilla en los cielos, en la tierra y en los infiernos y toda lengua confiese que el Señor Jesús está en la gloria de Dios Padre 10, no lo dicen aquellos libros.

Allí se dice también que antes de todos los tiempos, y por encima de todos los tiempos, permanece inconmutablemente tu Hijo unigénito, coeterno contigo, y que de su plenitud reciben las almas para ser felices y que por la participación de la sabiduría permanente en sí son renovadas para ser sabias. Pero que murió, según el tiempo, por los impíos y que no perdonaste a tu Hijo único, sino que le entregaste por todos nosotros 11, no se halla allí. Porque tú escondiste estas cosas a los sabios y las revelaste a los pequeñuelos 12, a fin de que los trabajados y cargados viniesen a él y les aliviase, porque es manso y humilde de corazón, y dirige a los mansos en justicia y enseña a los pacíficos sus caminos 13, viendo nuestra humildad y nuestro trabajo y perdonándonos todos nuestros pecados 14.

Mas aquellos que, elevándose sobre el coturno de una doctrina, digamos más sublime, no oyen al que les dice: Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas 15, aunque conozcan a Dios no le glorifican como a Dios y le dan gracias, antes desvanécense con sus pensamientos y obscuréceseles su necio corazón, y diciendo que son sabios se hacen necios 16.

  1. Y por eso leía allí también que la gloria de tu incorrupción había sido trocada en ídolos y simulacros varios, en la semejanza de imagen de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y serpientes 17, es decir, en aquel manjar de Egipto por el que Esaú perdió su primogenitura, porque el pueblo primogénito, volviendo de corazón a Egipto, honró en lugar de ti a la cabeza de un cuadrúpedo, inclinando tu imagen -su alma- ante la imagen de un becerro comiendo hierba 18.

Estas cosas hallé allí, mas no comí de ellas, porque te plugo, Señor, quitar de Jacob el oprobio de disminución, a fin de que el mayor sirviese al menor 19 , llamando a los gentiles a ser tu herencia.

También yo venía de los gentiles a ti y puse la atención en el oro que quisiste que tu pueblo transportase de Egipto 20, porque era tuyo dondequiera que se hallara; y dijiste a los atenienses por boca de tu Apóstol que en ti vivimos, nos movernos y somos, como algunos de las tuyos dijeron 21, y ciertamente de allí eran aquellos libros. Mas no puse los ojos en los ídolos de los egipcios, a quienes ofrecían tu oro los que mudaron la verdad de Dios en mentira y dieron culto y sirvieron a la criatura más bien que al creador 22.

CAPITULO X

  1. Y, amonestado de aquí a volver a mí mismo, entré en mi interior guiado por ti; y púdelo hacer porque tú te hiciste mi ayuda». Entré y vi con el ojo de mi alma, comoquiera que él fuese, sobre el mismo ojo de mi alma, sobre mi mente, una luz inconmutable, no esta vulgar y visible a toda carne ni otra cuasi del mismo género, aunque más grande, como si ésta brillase más y más claramente y lo llenase todo con su grandeza. No era esto aquella luz, sino cosa distinta, muy distinta de todas éstas.

Ni estaba sobre mi mente como está el aceite sobre el agua o el cielo sobre la tierra, sino estaba sobre mí, por haberme hecho, y yo debajo, por ser hechura suya. Quien conoce la verdad, conoce esta luz, y quien la conoce, conoce la eternidad. La Caridad es quien la conoce.

¡Oh eterna verdad, y verdadera caridad, y amada eternidad! Tú eres mi Dios; por ti suspiro día y noche, y cuando por vez primera te conocí, tú me tomaste para que viese que existía lo que había de ver y que aún no estaba en condiciones de ver. Y reverberaste la debilidad de mi vista, dirigiendo tus rayos con fuerza sobre mí; y me estremecí de amor y de horror. Y advertí que me hallaba lejos de ti en la región de la desemejanza, como si oyera tu voz de lo alto: Manjar soy de grandes: crece y me comerás. Ni tú me mudarás en ti como al manjar de tu carne, sino tú te mudarás en mí.

Y conocí que por causa de la iniquidad corregiste al hombre e hiciste que se secara mi alma como una tela de araña 23, y dije: ¿Por ventura no es nada la verdad, porque no se halla difundida por los espacios materiales finitos e infinitos? Y tú me gritaste de lejos: Al contrario. Yo soy el que soy, y lo oí como se oye interiormente en el corazón, sin quedarme lugar a duda, antes más fácilmente dudaría de que vivo, que no de que no existe la verdad, que se percibe por la inteligencia de las cosas creadas 24.

CAPITULO XI

17.Y miré las demás cosas que están por bajo de ti, y vi que ni son en absoluto ni absolutamente no son. Son ciertamente, porque proceden de ti; mas no son, porque no son lo que eres tú, y sólo es verdaderamente lo que permanece inconmutable. Mas para mí el bien está en adherirme a Dios 25, porque, si no permanezco en él, tampoco podré permanecer en mí. Mas él, permaneciendo en sí mismo, renueva todas las cosas 26; y tú eres mi Señor, porque no necesitas de mis bienes 27.

CAPITULO XII

  1. También se me dio a entender que son buenas las cosas que se corrompen, las cuales no podrían corromperse si fuesen sumamente buenas, como tampoco lo podrían si no fuesen buenas; porque si fueran sumamente buenas, serían incorruptibles, y si no fuesen buenas, no habría en ellas. qué corromperse. Porque la corrupción daña, y no podría dañar si no disminuyese lo bueno. Luego o la corrupción no daña nada, lo que no es posible, o, lo que es certísimo, todas las cosas que se corrompen son privadas de algún bien. Por donde, si fueren privadas de todo bien, no existirían absolutamente; luego si fueren y no pudieren ya corromperse, es que son mejores que antes, porque permanecen ya incorruptibles. ¿Y puede concebirse cosa más monstruosa que decir que las cosas que han perdido todo lo bueno se han hecho mejores? Luego las que fueren privadas de todo bien quedarán reducidas a la nada. Luego en tanto que son en tanto son buenas. Luego cualesquiera que ellas sean, son buenas, y el mal cuyo origen buscaba no es sustancia ninguna, porque si fuera sustancia sería un bien, y esto había de ser sustancia incorruptible -gran bien ciertamente- o sustancia corruptible, la cual, si no fuese buena, no podría corromperse.

Así vi yo y me fue manifestado que tú eras el autor de todos los bienes y que no hay en absoluto sustancia alguna que no haya sido creada por ti. Y porque no hiciste todas las cosas iguales, por eso todas ellas son, porque cada una por sí es buena y todas juntas muy buenas, porque nuestro Dios hizo todas las cosas buenas en extremo 28.

CAPITULO XIII

  1. Y ciertamente para ti, Señor, no existe absolutamente el mal; y no sólo para ti, pero ni aun para la universidad de tu creación, porque nada hay de fuera que irrumpa y corrompa el orden que tú le impusiste. Mas en cuanto a sus partes, hay algunas cosas tenidas por malas porque no convienen a otras; pero como estas mismas convienen a otras, son asimismo buenas; y ciertamente en orden a sí todas son buenas. Y aun todas las que no dicen conveniencia entre sí, la dicen con la parte inferior de las criaturas que llamamos «tierra», la cual tiene su cielo nuboso y ventoso apropiado para sí.

No quiera Dios que diga: ¡Ojalá no existieran estas cosas!, porque, aunque no contemplara más que estas solas, desearía ciertamente otras mejores; pero aun por estas solas debiera ya alabarte, porque laudable te muestran en la tierra los dragones y todos los abismos, el fuego, el granizo, la helada, el viento de la tempestad, que ejecutan tu mandato; los montes y todos los collados, los árboles frutales y todos los cedros, las bestias y todos los ganados, los reptiles y todos los volátiles alados; los reyes de la tierra y todos los pueblos, los príncipes y todos los jueces de la tierra, las jóvenes y las vírgenes, los ancianos y los jóvenes; todos alaban tu nombre 29.

Mas como también te alaban, ¡oh Dios nuestro!, en las alturas, todos tus ángeles y todas tus virtudes alaben tu nombre y el sol y la luna, todas las estrellas y la luz, y el cielo de los cielos y las aguas que están sobre los cielos 30. Así que ya no deseaba cosas mejores, porque todas las abarcaba con el pensamiento, y aunque juzgaba que las superiores eran mejores que las inferiores, pero con más sano juicio consideraba que todas juntas eran mejores que solas las superiores.

CAPITULO XIV

  1. No hay salud 31 para quienes les desagrada algo en tu criatura, como no la había para mí cuando me desagradaban muchas de las cosas hechas por ti. Pero porque mi alma no se atrevía a decir que le desplacía mi Dios, por eso no quería conocer por tuyo lo que le desagradaba.

Y de aquí también que se fuera tras la opinión de las dos sustancias, en la que no hallaba descanso, y dijese cosas extrañas. Mas retornando de aquí, se había hecho para sí un dios esparcido por los infinitos espacios de todos los lugares, y le tenía por ti y le había colocado en su corazón, haciéndose por segunda vez templo de su ídolo, cosa abominable a tus ojos.

Pero después que pusiste fomentos en la cabeza de este ignorante y cerraste mis ojos para que no viese la vanidad 32, me dejó en paz un poco y se adormeció mi locura; y cuando desperté en ti, te vi de otra manera infinito; pero esta visión no procedía de la carne.

CAPITULO XV

  1. Y miré las otras cosas y vi que te son deudoras, porque son; y que en ti están todas las finitas, aunque de diferente modo, no como en un lugar, sino por razón de sostenerlas todas tú, con la mano de la verdad, y que todas son verdaderas en cuanto son, y que la falsedad no es otra cosa que tener por ser lo que no es.

También vi que no sólo cada una de ellas dice conveniencia con sus lugares, sino también con sus tiempos, y que tú, que eres el solo eterno, no has comenzado a obrar después de infinitos espacios de tiempo, porque todos los espacios de tiempo -pasados y futuros- no podrían. pasar ni venir sino obrando y permaneciendo tú.

CAPITULO XVI

22.Y conocí por experiencia que no es maravilla sea al paladar enfermo tormento aun el pan, que es grato para el sano, y que a los ojos enfermos sea odiosa la luz, que a los puros es amable. También desagrada a los inicuos tu justicia mucho más que la víbora y el gusano, que tú criaste buenos y aptos para la parte inferior de tu creación, con la cual los mismos inicuos dicen aptitud, y tanto más cuanto más desemejantes son de ti, así como son más aptos para la superior cuanto te son más semejantes.

E indagué qué cosa era la iniquidad, y no hallé que fuera sustancia, sino la perversidad de una voluntad que se aparta de la suma sustancia, que eres tú, ¡oh Dios!, y se inclina a las cosas ínfimas, y arroja sus intimidades, y se hincha por de fuera.

CAPITULO XVII

  1. Y me admiraba de que te amara ya a ti, no a un fantasma en tu lugar; pero no me sostenía en el goce de mi Dios, sino que, arrebatado hacia ti por tu hermosura, era luego apartado de ti por mi peso, y me desplomaba sobre estas cosas con gemido, siendo mi peso la costumbre carnal. Mas conmigo era tu memoria, ni en modo alguno dudaba ya de que existía un ser a quien yo debía adherirme, pero a quien no estaba yo en condición de adherirme, porque el cuerpo que se corrompe apesga el alma y la morada terrena deprime la mente que piensa muchas cosas 33. Asimismo estaba certísimo de que tus cosas invisibles se perciben, desde la constitución del mundo, por la inteligencia de las cosas que has creado, incluso tu virtud sempiterna y tu divinidad 34.

Porque buscando yo de dónde aprobaba la hermosura de los cuerpos-ya celestes, ya terrestres-y qué era lo que había en mí para juzgar rápida y cabalmente de las cosas mudables cuando decía: «Esto debe ser así, aquello no debe ser así»; buscando,.digo, de dónde juzgaba yo cuando así juzgaba, hallé que estaba la inconmutable y verdadera eternidad de la verdad sobre mi mente mudable.

Y fui subiendo gradualmente de los cuerpos al alma, que siente por el cuerpo; y de aquí al sentido íntimo, al que comunican o anuncian los sentidos del cuerpo las cosas exteriores, y hasta el cual pueden llegar las bestias. De aquí pasé nuevamente a la potencia raciocinante, a la que pertenece juzgar de los datos de los sentidos corporales, la cual, a su vez, juzgándose a sí misma mudable, se remontó a la misma inteligencia, y apartó el pensamiento de la costumbre, y se sustrajo a la multitud de fantasmas contradictorios para ver de qué luz estaba inundada, cuando sin ninguna duda clamaba que lo inconmutable debía ser preferido a lo mudable; y de dónde conocía yo lo inconmutable, ya que si no lo conociera de algún modo, de ninguno lo antepondría a lo mudable con tanta certeza. Y, finalmente, llegué a «lo que es» en un golpe de vista trepidante.

Entonces fue cuando «vi tus cosas invisibles por la inteligencia de las cosas creadas»; pero no pude fijar en ellas mi vista, antes, herida de nuevo mi flaqueza, volví a las cosas ordinarias, no llevando conmigo sino un recuerdo amoroso y como apetito de viandas sabrosas que aún no podía comer.

CAPITULO XVIII

  1. Y buscaba yo el medio de adquirir la fortaleza que me hiciese idóneo para gozarte; ni había de hallarla sino abrazándome con el Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús 35, que es sobre todas las cosas Dios bendito por los siglos, el cual clama y dice: Yo soy el camino, la verdad y la vida 36, y el alimento mezclado con carne (que yo no tenía fuerzas para tomar), por haberse hecho el Verbo carne, a fin de que fuese amamantada nuestra infancia por la Sabiduría, por la cual creaste todas las cosas.

Pero yo, que no era humilde, no tenía a Jesús humilde por mi Dios, ni sabía de qué cosa pudiera ser maestra su flaqueza. Porque tu Verbo, verdad eterna, trascendiendo las partes superiores de tu creación, levanta hacia sí a las que le están ya sometidas, al mismo tiempo que en las partes inferiores se edificó para sí una casa humilde de nuestro barro, por cuyo medio abatiera en sí mismo a los que había de someterse y los atrajese a sí, sanándoles el tumor y fomentándoles el amor, no sea que, fiados en sí, se fuesen más lejos, sino, por el contrario, se hagan débiles viendo ante sus pies débil a la divinidad por haber participado de nuestra túnica pelícea 37, y, cansados, se arrojen en ella, para que, al levantarse, ésta los eleve.

ºCAPITULO XIX

  1. Pero yo entonces juzgaba de otra manera, sintiendo de mi Señor Jesucristo tan sólo lo que se puede sentir de un varón de extraordinaria sabiduría, a quien nadie puede igualar. Sobre todo parecíame haber merecido de la divina Providencia a favor nuestro una tan gran autoridad de magisterio por haber nacido maravillosamente de la Virgen, para darnos ejemplo de desprecio de las cosas temporales en pago de la inmortalidad.

Mas qué misterio encerraran aquellas palabras: El Verbo se hizo carne, ni sospecharlo siquiera podía. Sólo conocía, por las cosas que de él nos han dejado escritas, que comió y bebió, durmió, paseó, se alegró, se estremeció y predicó, y que la carne no se juntó a tu Verbo sino dotada de alma y razón. Conoce esto todo el que conoce la inmutabilidad de tu Verbo, la cual ya conocía yo, en cuanto podía, sin que dudara un punto siquiera en esto. Porque, en efecto, mover ahora los miembros del cuerpo a voluntad o no moverlos, estar dominado de algún afecto o no lo estar, proferir por medio de signos sabias sentencias o estar callado, indicios son de la mutabilidad de un alma y de una inteligencia. Todo lo cual, si fuese escrito falsamente de aquél, periclitaría a causa de la mentira todo lo demás y no quedaría en aquellas letras esperanza alguna de salud para el género humano. Pero como son verdaderas las cosas allí escritas , reconocía yo en Cristo al hombre entero, no cuerpo sólo de hombre o cuerpo y alma sin mente, sino al mismo hombre, el cual juzgaba debía ser preferido a todos los demás no por ser la persona de la verdad, sino por cierta extraordinaria excelencia de la naturaleza humana y una más perfecta participación de la sabiduría.

Alipio, en cambio, pensaba que los católicos de tal modo creían a Dios revestido de carne, que en Cristo, fuera de Dios y la carne, no había alma; y así no juzgaba que hubiera en él mente humana. Y como estaba bien persuadido de que todas aquellas cosas que nos han dejado escritas de él no podían ejecutarse si no es por una criatura viviente y racional, de ahí que se moviera muy perezosamente hacia la verdadera fe cristiana. Pero cuando después conoció que este error era el de los herejes apolinaristas, se congratuló y atemperóse a la fe católica.

En cuanto a mí, confieso que conocí un poco más tarde la diferencia que había, en orden a la interpretación de las palabras el Verbo se hizo carne, entre la verdad católica y la falsedad de Fotino. Porque la reprobación de los herejes hace destacar más el sentir de tu Iglesia y lo que tiene por sana doctrina: Porque conviene que haya herejías, fiara que los probados se hagan manifiestos 38 entre los débiles.

CAPITULO XX

  1. Pero entonces, leídos aquellos libros de los platónicos, después que, amonestado por ellos a buscar la verdad incorpórea, percibí tus cosas invisibles por la contemplación de las creadas y, rechazado, sentí qué era lo que no se me permitía contemplar por las tinieblas de mi alma, quedé cierto de que existías; y de que eras infinito, sin difundirte, sin embargo, por lugares finitos ni infinitos; y de que eras verdaderamente, tú que siempre eres el mismo, sin cambiar en otro ni sufrir alteración alguna por ninguna parte ni por ningún accidente; y de que todas las cosas proceden de ti por la sola razón firmísima de que eres. Cierto estaba de todas estas verdades, pero también de que me hallaba debilísimo para gozar de ti. Charlaba mucho sobre ellas, como si fuera instruido, y si no buscara el camino de la verdad en Cristo, salvador nuestro, no fuera instruido, sino destruido. Porque ya había comenzado a querer parecer sabio, lleno de mi castigo, y no lloraba, antes me hinchaba con la ciencia. Mas ¿dónde estaba aquella caridad que edifica sobre el fundamento de la humildad, que es Cristo Jesús? O ¿cuándo aquellos libros me la hubieran enseñado, con los cuales creo quisiste que tropezase antes de leer tus Escrituras, para que quedasen grabados en mi memoria los efectos que produjeron en mí, y para que, después de haberme amansado con tus libros y restañado las heridas con sus suaves dedos, discerniese y percibiese la diferencia que hay entre la presunción y la confesión, entre los que ven adónde se debe ir y no ven por dónde se va y el camino que conduce a la patria bienaventurada, no sólo para contemplarla, sino también para habitarla?

Porque si yo hubiera sido instruido en tus sagradas letras y en su trato familiar te hubiera hallado dulce para conmigo y después hubiera tropezado con aquellos libros, tal vez me apartaran del fundamento de la piedad; o si persistiera en aquel afecto saludable que había bebido en ellas, juzgase que también en aquellos libros podía adquirirlo quienquiera que no hubiese leído más que éstos.

CAPITULO XXI

  1. Así, pues, cogí avidísimamente las venerables Escrituras de tu Espíritu, y con preferencia a todos, al apóstol Pablo. Y perecieron todas aquellas cuestiones en las cuales me pareció algún tiempo que se contradecía a sí mismo y que el texto de sus discursos no concordaba con los testimonios de la Ley y de los Profetas, y apareció uno a mis ojos el rostro de los castos oráculos y aprendí a alegrarme con temblor 39.

Y comprendí y hallé que todo cuanto de verdadero había yo leído allí, se decía aquí realzado con tu gracia, para que el que ve no se gloríe, como si no hubiese recibido, no ya de lo que ve, sino también del poder ver -pues;¿qué tiene que no lo baya recibido? 40-; y para que sea no sólo exhortado a que te vea, a ti, que eres siempre el mismo, sino también sanado, para que te retenga; y que el que no puede ver de lejos camine, sin embargo, por la senda por la que llegue, y te vea, y te posea.

Porque aunque el hombre se deleite con la ley de Dios según el hombre interior 41, ¿qué hará de aquella otra ley que lucha en sus miembros contra la ley de su mente, y que le lleva cautivo bajo la ley del pecado, que existe en sus miembros? 42 Porque tú eres justo, Señor, y nosotros, en cambio, hemos pecado, hemos obrado inicuamente 43; nos hemos portado con impiedad, y tu mano se ha hecho pesada sobre nosotros 44, y justamente hemos sido entregados al pecador de antiguo, prepósito de la muerte, porque persuadió a nuestra voluntad de que se asemejara a la suya, que no quiso persistir en tu verdad 45.

¿Qué hará el hombre miserable, quién le librará del cuerpo, de esta muerte, sino tu gracia, por medio de Jesucristo, nuestro Señor 46, a quien tú engendraste coeterno y creaste en el principio de tus caminos 47; en quien no halló el Príncipe de este mundo nada digno de muerte y al que dio muerte 48, con lo que fue anulada la sentencia que había contra nosotros? 49

Nada de esto dicen aquellas Letras. Ni tienen aquellas páginas el aire de esta piedad, ni las lágrimas de la confesión , ni tu sacrificio, ni el espíritu atribulado, ni el corazón contrito y humillado 50, ni la salud del pueblo, ni la ciudad esposa, ni el arra del Espíritu Santo, ni el cáliz de nuestro rescate 51.

Nadie allí canta: ¿Acaso mi alma no estará sujeta a Dios? Porque de él procede mi salvación, puesto que él es mi Dios, y mi salvador, y mi amparo, del cual no me apartaré ya más 52.

Nadie allí oye al que llama: Venid a mí los que trabajáis. Tienen a menos aprender de él, porque es manso y humilde de corazón 53. Porque tú escondiste estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a los pequeñuelos 54.

Mas una cosa es ver desde una cima agreste la patria de la paz, y no hallar el camino que conduce a ella, y fatigarse en balde por lugares sin caminos, cercados por todas partes y rodeados de las asechanzas de los fugitivos desertores con su jefe o príncipe el león y el dragón 55, y otra poseer la senda que conduce allí, defendida por los cuidados del celestial Emperador, en donde no latrocinan los desertores de la celestial milicia, antes la evitan como un suplicio.

Todas estas cosas se me entraban por las entrañas por modos maravillosos cuando leía al menor de tus apóstoles 56 y consideraba tus obras, y me sentía espantado, fuera de mí.

LIBRO OCTAVO

CAPITULO I

  1. ¡Dios mío!, que yo te recuerde en acción de gracias y confiese tus misericordias sobre mí. Que mis huesos se empapen de tu amor y digan. Señor, ¿quién semejante a ti? 1 Rompiste mis ataduras; sacrifíquete yo un sacrificio de alabanza 2. Contaré cómo las rompiste, y todos los que te adoran dirán cuando lo oigan: Bendito sea el Señor en el cielo y en la tierra; grande y admirable es el nombre suyo.

Tus palabras, Señor, se habían pegado a mis entrañas y por todas partes me veía cercado por ti. Cierto estaba de tu vida eterna, aunque no la viera más que en enigma y como en espejo 3, y así no tenía ya la menor duda sobre la sustancia incorruptible, por proceder de ella toda sustancia; ni lo que deseaba era estar más cierto de ti, sino más estable en ti.

En cuanto a. mi vida temporal, todo eran vacilaciones, y debía purificar mi corazón de la vieja levadura, y hasta me agradaba el camino -el Salvador mismo-; pero tenía pereza de caminar por sus estrecheces.

Tú me inspiraste entonces la idea -que me pareció excelente- de dirigirme a Simpliciano, que aparecía a mis ojos como un buen siervo tuyo y en el que brillaba tu gracia. Había oído también de él que desde su juventud vivía devotísimamente, y como entonces era ya anciano, parecíame que en edad tan larga, empleada en el estudio de tu vida, estaría muy experimentado y muy instruido en muchas cosas, y verdaderamente así era. Por eso quería yo conferir con él mis inquietudes, para que me indicase qué método de vida sería el más a propósito en aquel estado de ánimo en que yo me encontraba para caminar por tu senda.

  1. Porque veía yo llena a tu Iglesia y que uno iba por un camino y otro por otro.

En cuanto a mí, disgustábame lo que hacía en el siglo y me era ya carga pesadísima, no encendiéndome ya, como solían, los apetitos carnales, con la esperanza de honores y riquezas, a soportar servidumbre tan pesada; porque ninguna de estas cosas me deleitaba ya en comparación de tu dulzura y de la hermosura de tu casa, que ya amaba 4, mas sentíame todavía fuertemente ligado a la mujer; y como el Apóstol no me prohibía casarme, bien que me exhortara a seguir lo mejor al desear vivísimamente que todos los hombres fueran como él, yo, como más flaco, escogía el partido más fácil, y por esta causa me volvía tardo en las demás cosas y me consumía con agotadores cuidados por verme obligado a reconocer en aquellas cosas que yo no quería padecer algo inherente a la vida conyugal, a la cual entregado me sentía ligado.

Había oído de boca de la Verdad que hay eunucos que se han mutilado a sí mismos por el reino de los cielos, bien que añadió que lo haga quien pueda hacerlo 5. Vanos son ciertamente todos los hombres en quienes no existe la ciencia de Dios, y que por las cosas que se ven, no pudieron hallar al que es 6. Pero ya había salido de aquella vanidad y la había traspasado, y por el testimonio de la creación entera te había hallado a ti, Creador nuestro, y a tu Verbo, Dios en ti y contigo un solo Dios, por quien creaste todas las cosas.

Otro género de impíos hay: el de los que, conociendo a Dios, no le glorificaron como a tal o le dieron gracias 7. También había caído yo en él; mas tu diestra me recibió y sacó de él y me puso en lugar en que pudiera convalecer, porque tú has dicho al hombre: He aquí que la piedad es la sabiduría 8 y No quieras parecer sabio 9, porque los que se dicen ser sabios son vueltos necios 10.

Ya había hallado yo, finalmente, la margarita preciosa, que debía comprar con la venta de todo lo que tenía. Pero vacilaba.

CAPITULO II

  1. Me encaminé, pues, a Simpliciano, padre en la colación de la gracia bautismal del entonces obispo Ambrosio, a quien éste amaba verdaderamente como á padre. Contéle los asendereados pasos de mi error; mas cuando le dije haber leído algunos libros de los platónicos, que Victorino, retórico en otro tiempo de la ciudad de Roma -y del cual había oído decir que había muerto cristiano-, había vertido a la lengua latina, me felicitó por no haber dado con las obras de otros filósofos, llenas de falacias y engaños, según los elementos de este mundo 11, sino con éstos en los cuales se insinúa por mil modos a Dios y su Verbo.

Luego, para exhortarme a la humildad de Cristo, escondida a los sabios y revelada a los pequeñuelos, me recordó al mismo Victorino, a quien él había tratado muy familiarmente estando en Roma, y de quien me refirió lo que no quiero pasar en silencio. Porque encierra gran alabanza de tu gracia, que debe serte confesada, el modo como este doctísimo anciano -peritísimo en todas las disciplinas liberales y que había leído y juzgado tantas obras de filósofos-, maestro de tantos nobles senadores, que en premio de su preclaro magisterio había merecido y obtenido una estatua en el Foro romano (cosa que los ciudadanos de este mundo tienen por el sumo); venerador hasta aquella edad de los ídolos y partícipe de los sagrados sacrilegios, a los cuales se inclinaba entonces casi toda la hinchada nobleza romana, mirando propicios ya «a los dioses monstruos de todo género y a Anubis el ladrador», que en otro tiempo «habían estado en armas contra Neptuno y Venus y contra Minerva», y a quienes, vencidos, la misma Roma les dirigía súplicas ya, y a los cuales tantos años este mismo anciano Victorino había defendido con voz aterradora, no se avergonzó de ser siervo de tu Cristo e infante de tu fuente, sujetando su cuello al yugo de la humildad y sojuzgando su frente al oprobio de la cruz.

  1. ¡Oh Señor, Señor!, que inclinaste los cielos y descendiste tocaste los montes y humearon 12, ¿de qué modo te insinuaste en aquel corazón?

Leía -al decir de Simpliciano- la Sagrada Escritura e investigaba y escudriñaba curiosísimamente todos los escritos cristianos, y decía a Simpliciano, no en público, sino muy en secreto y familiarmente: «¿Sabes que ya soy cristiano?» A lo cual respondía aquél: «No lo creeré ni te contaré entre los cristianos mientras no te vea en la Iglesia de Cristo». A lo que éste replicaba burlándose: «Pues qué, ¿son acaso las paredes las que hacen a los cristianos?» Y esto de que «ya era cristiano» lo decía muchas veces, contestándole lo mismo otras tantas Simpliciano, oponiéndole siempre aquél «la burla de las paredes».

Y era que temía ofender a sus amigos, soberbios adoradores de los demonios, juzgando que desde la cima de su babilónica dignidad, como cedros del Líbano aún no quebrantados por el Señor, habían de caer sobre él sus terribles enemistades. Pero después que, leyendo y suplicando ardientemente, se hizo fuerte y temió ser «negado por Cristo delante de sus ángeles si él temía confesarle delante de los hombres 13 y le pareció que era hacerse reo de un gran crimen avergonzarse de «los sacramentos de humildad» de tu Verbo, no avergonzándose de «los sagrados sacrilegios» de los soberbios demonios, que él, imitador suyo y soberbio, había recibido, se avergonzó de aquella vanidad y se sonrojó ante la verdad, y de pronto e improviso dijo a Simpliciano, según éste mismo contaba: «Vamos a la iglesia; quiero hacerme cristiano.» Este, no cabiendo en sí de alegría, fuese con él, quien, una vez instruido en los primeros sacramentos de la religión, «dio su nombre para ser» -no mucho después- regenerado por el bautismo, con admiración de Roma y alegría de la Iglesia. Veíanle los soberbios y llenábanse de rabia, rechinaban sus dientes y se consumían; mas tu siervo había puesto en el Señor Dios su esperanza y no atendía a las vanidades y locuras engañosas 14.

  1. Por último, cuando llegó la hora de hacer la profesión de fe (que en Roma suele hacerse por los que van a recibir tu gracia en presencia del pueblo fiel con ciertas y determinadas palabras retenidas de memoria y desde un lugar eminente), ofrecieron los sacerdotes a Victorino -decía aquél [Simpliciano]- que la recitase en secreto, como solía concederse a los que juzgaban que habían de tropezar por la vergüenza. Mas él prefirió confesar su salud en presencia de la plebe santa. Porque ninguna salud había en la retórica que enseñaba, y, sin embargo, la había profesado públicamente. ¡Cuánto menos, pues, debía temer ante tu mansa grey pronunciar tu palabra, él que no había temido a turbas de locos en sus discursos!

Así que, tan pronto como subió para hacer la profesión, todos, unos a otros, cada cual según le iba conociendo, murmuraban su nombre con un murmullo de gratulación -y ¿quién había allí que no le conociera?- y un grito reprimido salió de la boca de todos los que con él se alegraban: «Victorino, Victorino.» Presto gritaron por la alegría de verle, mas presto callaron por el deseo de oírle. Hizo la profesión de la verdadera fe con gran entereza, y todos querían arrebatarle dentro de sus corazones, y realmente le arrebataban amándole y gozándose de él, que éstas eran las manos de los que le arrebataban.

CAPITULO III

  1. ¡Dios bueno!, ¿qué es lo que pasa en el hombre para que se alegre más de la salud de un alma desahuciada y salvada del mayor peligro que si siempre hubiera ofrecido esperanzas o no hubiera sido tanto el peligro? También tú, Padre misericordioso, te gozas más de un penitente que de noventa y nueve justos que no tienen necesidad de penitencia 15; y nosotros oímos con grande alegría el relato de la oveja descarriada, que es devuelta al redil en los alegres hombros del Buen Pastor, y el de la dracma, que es repuesta en tus tesoros después de los parabienes de las vecinas a la mujer que la halló. Y lágrimas arranca de nuestros ojos el júbilo de la solemnidad de tu casa cuando se lee en ella de tu hijo menor que era muerto y revivió, había perecido y fue hallado 16.

Y es que tú te gozas en nosotros y en tus ángeles, santos por la santa caridad, pues tú eres siempre el mismo, por conocer del mismo modo y siempre las cosas que no son siempre ni del mismo modo.

  1. Pero ¿qué ocurre en el alma para que ésta se alegre más con las cosas encontradas o recobradas, y que ella estima, que si siempre las hubiera tenido consigo? Porque esto mismo testifican las demás cosas y llenas están todas ellas de testimonios que claman: «Así es.»

Triunfa victorioso el emperador, y no venciera si no peleara; mas cuanto mayor fue el peligro de la batalla, tanto mayor es el gozo del triunfo.

Combate una tempestad a los navegantes y amenaza tragarlos, y todos palidecen ante la muerte que les espera; serénanse el cielo y la mar, y alégranse sobremanera, porque temieron sobremanera.

Enferma una persona amiga y su pulso anuncia algo fatal, y todos los que la quieren sana enferman con ella en el alma; sale del peligro, y aunque todavía no camine con las fuerzas de antes, hay, ya tal alegría entre ellos como no la hubo antes, cuando andaba sana y fuerte.

Aun los mismos deleites de la vida humana, ¿no los sacan los hombres de ciertas molestias, no impensadas y contra voluntad, sino buscadas y queridas? Ni en la comida ni en la bebida hay placer si no precede la molestia del hambre y de la sed. Y los mismos bebedores de vino, ¿no suelen comer antes alguna cosa salada que les cause cierto ardor molesto, el cual, al ser apagado con la bebida, produce deleite? Y cosa tradicional es entre nosotros que las desposadas no sean entregadas inmediatamente a sus esposos, para que no tenga a la que se le da por cosa vil, como marido, por no haberla suspirado largo tiempo como novio.

  1. Y esto mismo acontece con le deleite torpe y execrable, esto con el lícito y permitido, esto con la sincerísima honestidad de la amistad, y esto lo que sucedió con aquel que era muerto y revivió, se había perdido y fue hallado, siendo siempre la mayor alegría precedida de mayor pena.

¿Qué es esto, Señor, Dios mío? ¿En qué consiste que, siendo tú gozo eterno de ti mismo y gozando siempre de ti algunas criaturas que se hallan junto a ti, se halle esta parte inferior del mundo sujeta a alternativas de adelantos y retrocesos, de uniones y separaciones? ¿Es acaso éste su modo de ser y lo único que le concediste cuando desde lo más alto de los cielos hasta lo más profundo de la tierra, desde el principio de los tiempos hasta el fin de los siglos, desde el ángel hasta el gusanillo y desde el primer movimiento hasta el postrero, ordenaste todos los géneros de bienes y todas tus obras justas, cada una en su propio lugar y tiempo?

¡Ay de mí! ¡Cuán elevado eres en las alturas y cuán profundo en los abismos! A ninguna parte te alejas y, sin embargo, apenas si logramos volvernos a ti.

CAPITULO IV

  1. Ea, Señor, manos a la obra; despiértanos y vuelve a llamarnos, enciéndenos y arrebátanos, derrama tus fragancias y sénos dulce: amemos, corramos.

¿No es cierto que muchos se vuelven a ti de un abismo de ceguedad más profundo aún que el de Victorino, y se acercan a ti y son iluminados, recibiendo aquella luz, con la cual, quienes la reciben, juntamente reciben la potestad de hacerse hijos tuyos?

Mas si éstos son poco conocidos de los pueblos, poco se gozan de ellos aun los mismos que les conocen; pero cuando el gozo es de muchos, aun en los particulares es más abundante, por enfervorizarse y encenderse unos con otros.

A más de esto, los que son conocidos de muchos sirven a muchos de autoridad en orden a la salvación, yendo delante de muchos que los han de seguir; razón por la cual se alegran mucho de tales convertidos aun los mismos que les han precedido, por no alegrarse de ellos solos.

Lejos de mí pensar que sean en tu casa más aceptas las personas de los ricos que las de los pobres y las de los nobles más que las de los plebeyos, cuando más bien elegiste las cosas débiles para confundir las fuertes, y las innobles y despreciadas de este mundo y las que no tienen ser como si lo tuvieran, para destruir las que son 17.

No obstante esto, el mínimo de tus apóstoles, por cuya boca pronunciaste estas palabras, habiendo abatido con su predicación la soberbia del procónsul Pablo y sujetándole al suave yugo del gran Rey, quiso en señal de tan insigne victoria cambiar su nombre primitivo de Saulo en Paulo. Porque más vencido es el enemigo en aquel a quien más tiene preso y por cuyo medio tiene a otros muchos presos; porque muchos son los soberbios que tienen presos por razón de la nobleza; y de éstos, a su vez, muchos por razón de su autoridad.

Así que cuanto con más gusto se pensaba en el pecho de Victorino -que como fortaleza inexpugnable había ocupado el diablo y con cuya lengua, como un dardo grande y agudo, había dado muerte a muchos-, tanto más abundantemente convenía se alegrasen tus hijos, por haber encadenado nuestro Rey al fuerte 18 y ver que sus vasos, conquistados, eran purificados y destinados a tu honor, convirtiéndolos así en instrumentos del Señor para toda buena obra 19.

CAPITULO V

  1. Mas apenas me refirió tu siervo Simpliciano estas casas de Victorino, encendíme yo en deseos de imitarle, como que con este fin me las había también él narrado. Pero cuando después añadió que en tiempos del emperador Juliano, por una ley que se dio, se prohibió a los cristianos enseñar literatura y oratoria, y que aquél„ acatando dicha ley, prefirió más abandonar la verbosa escuela que dejar a tu Verbo, que hace elocuentes las lenguas de los niños 20 que aún no hablan, no me pareció tan valiente corno afortunado por haber hallado ocasión de consagrarse a ti, cosa por la que yo suspiraba, ligado no con hierros extraños, sino por mi férrea voluntad.

Poseía mi querer el enemigo, y de él había hecho una cadena con la que me tenía aprisionado. Porque de la voluntad perversa nace el apetito, y del apetito obedecido procede la costumbre, y de la costumbre no contradecida proviene la necesidad; y con estos a modo de anillos enlazados entre sí -por lo que antes llamé cadena- me tenía aherrojado en dura esclavitud. Porque la nueva voluntad que había empezado a nacer en mí de servirte gratuitamente y gozar de ti, ¡oh Dios mío!, único gozo cierto, todavía no era capaz de vencer la primera, que con los años se había hecho fuerte. De este modo las dos voluntades mías, la vieja y la nueva, la carnal y la espiritual, luchaban entre sí y discordando destrozaban mi alma

  1. Así vine a entender por propia experiencia lo que había leído de cómo la carne apetece contra el espíritu, y el espíritu contra la carne 21, estando yo realmente en ambos, aunque más yo en aquello que aprobaba en mí que no en aquello que en mí desaprobaba; porque en aquello más había ya de no yo, puesto que en su mayor parte más padecía contra mi voluntad que obraba queriendo.

Con todo, de mí mismo provenía la costumbre que prevalecía contra mí, porque queriendo había llegado a donde no quería. Y ¿quién hubiera podido replicar con derecho, siendo justa la pena que se sigue al que peca?

Ya no existía tampoco aquella excusa con que solía persuadirme de que si aun no te servía, despreciando el mundo, era porque no tenía una percepción clara de la verdad; porque ya la tenía y cierta; con todo, pegado todavía a la tierra, rehusaba entrar en tu milicia y temía tanto el verme libre de todos aquellos impedimentos cuanto se debe temer estar impedido de ellos.

  1. De este modo me sentía dulcemente oprimido por la carga del siglo, como acontece con el sueño, siendo semejantes los pensamientos con que pretendía elevarme a ti a los esfuerzos de los que quieren despertar, mas, vencidos de la pesadez del sueño, caen rendidos de nuevo. Porque así como no hay nadie que quiera estar siempre durmiendo -y a juicio de todos es mejor velar que dormir-, y, no obstante, difiere a veces el hombre sacudir el sueño cuando tiene sus miembros muy cargados de él, y aun desagradándole éste lo toma con más gusto aunque sea venida la hora de levantarse, así tenía yo por cierto ser mejor entregarme a tu amor que ceder a mi apetito. No obstante, aquello me agradaba y vencía, esto me deleitaba y encadenaba.

Ya no tenía yo que responderte cuando me decías: Levántate, tú que duermes, y sal de entre los muertos, y te iluminará Cristo 22; y mostrándome por todas partes ser verdad lo que decías, no tenía ya absolutamente nada que responder, convicto por la verdad, sino unas palabras lentas y soñolientas: Ahora… En seguida… Un poquito más. Pero este ahora no tenía término y este poquito más se iba prolongando.

En vano me deleitaba en tu Ley, según el hombre interior, luchando en mis miembros otra ley contra la ley de mi espíritu, y teniéndome cautivo bajo la ley del pecado existente en mis miembros 23. Porque ley del pecado es la fuerza de la costumbre, por la que es arrastrado y retenido el ánimo, aun contra su voluntad, en justo castigo de haberse dejado caer en ella voluntariamente.

¡Miserable, pues, de mí!, ¿quién habría podido librarme del cuerpo de esta muerte sino tu gracia, por Cristo nuestro Señor? 24

CAPITULO VI

  1. También narraré de qué modo me libraste del vínculo del deseo del coito, que me tenía estrechísimamente cautivo, y de la servidumbre de los negocios seculares, y confesaré tu nombre, ¡oh, Señor!, ayudador mío y redentor mío 25. Hacía las cosas de costumbre con angustia creciente y todos los días suspiraba por ti y frecuentaba tu iglesia, cuanto me dejaban libre los negocios, bajo cuyo peso gemía.

Conmigo estaba Alipio, libre de la ocupación de los jurisconsultos después de la tercera asesoración, aguardando a quién vender de nuevo sus consejos, como yo vendía la facultad de hablar, si es que alguna se puede comunicar con la enseñanza.

Nebridio, en cambio, había cedido a nuestra amistad, auxiliando en la enseñanza a nuestro íntimo y común amigo Verecundo, ciudadano y gramático de Milán, que deseaba con vehemencia y nos pedía, a título de amistad, un fiel auxiliar de entre nosotros, del que estaba muy necesitado.

No fue, pues, el interés lo que movió a ello a Nebridio -que mayor lo podría obtener si quisiera enseñar las letras-, sino que no quiso este amigo dulcísimo y mansísimo desechar nuestro ruego en obsequio a la amistad. Mas hacía esto muy prudentemente, huyendo de ser conocido de los grandes personajes del mundo, evitando con ello toda preocupación de espíritu, que él quería tener libre y lo más desocupado posible para investigar, leer u oír algo sobre la sabiduría.

  1. Mas cierto día que estaba ausente Nebridio -no sé por qué causa- vino a vernos a casa, a mí y a Alipio, un tal Ponticiano, ciudadano nuestro en cualidad de africano, que servía en un alto cargo de palacio. Yo no sé qué era lo que quería de nosotros.

Sentámonos a hablar, y por casualidad clavó la vista en un códice que había sobre la mesa de juego que estaba delante de nosotros. Tomóle, abrióle, y halló ser, muy sorprendentemente por cierto, el apóstol Pablo, porque pensaba que sería alguno de los libros cuya explicación me preocupaba. Entonces, sonriéndose y mirándome gratulatoriamente, me expresó su admiración de haber hallado por sorpresa delante de mis ojos aquellos escritos, y nada más que aquéllos, pues era cristiano y fiel, y muchas veces se postraba delante de ti, ¡oh Dios nuestro!, en la iglesia con frecuentes y largas oraciones.

Y como yo le indicara que aquellas Escrituras ocupaban mi máxima atención, tomando él entonces la palabra, comenzó a hablarnos de Antonio, monje de Egipto, cuyo nombre era celebrado entre tus fieles y nosotros ignorábamos hasta aquella hora. Lo que como él advirtiera, detúvose en la narración, dándonos a conocer a tan gran varón, que nosotros desconocíamos, admirándose de nuestra ignorancia.

Estupefactos quedamos oyendo tus probadísimas maravillas realizadas en la verdadera fe e Iglesia católica y en época tan reciente y cercana a nuestros tiempos. Todos nos admirábamos: nosotros, por ser cosas tan grandes, y él, por sernos tan desconocidas.

  1. De aquí pasó a hablarnos de las muchedumbres que viven en monasterios, y de sus costumbres, llenas de tu dulce perfume, y de los fértiles desiertos del yermo, de los que nada sabíamos. Y aun en el mismo Milán había un monasterio, extramuros de la ciudad, lleno de buenas hermanos, bajo la dirección de Ambrosio, y que también desconocíamos.

Alargábase Ponticiano y se extendía más y más, oyéndole nosotros atentos en silencio. Y de una cosa en otra vino a contarnos cómo en cierta ocasión, no sé cuando, estando en Tréveris, salió él con tres compañeros, mientras el emperador se hallaba en los juegos circenses de la tarde, a dar un paseo por los jardines contiguos a las murallas, y que allí pusiéronse a pasear juntos de dos en dos al azar, uno con él por un lado y los otros dos de igual modo por otro, distanciados.

Caminando éstos sin rumbo fijo, vinieron a dar en una cabaña en la que habitaban ciertos siervos tuyos, pobres de espíritu, de los cuales es el reino de los cielos 26. En ella hallaron un códice que contenía escrita la Vida de San Antonio, la cual comenzó uno de ellos a leer, y con ello a admirarse, encenderse y a pensar, mientras leía, en abrazar aquel género de vida y, abandonando la milicia del mundo, servirte a ti solo.

Eran estos dos cortesanos de los llamados agentes de negocios. Lleno entonces repentinamente de un amor santo y casto pudor, airado contra sí y fijos los ojos en su compañero, le dijo: «Dime, te ruego, ¿adónde pretendemos llegar con todos estos nuestros trabajos? ¿Qué es lo que buscamos? ¿Cuál es el fin de nuestra milicia? ¿Podemos aspirar a más en palacio que a amigos del César? Y aun en esto mismo, ¿qué no hay de frágil y lleno de peligros? ¿Y por cuántos peligros no hay que pasar para llegar a este peligro mayor? Y aun esto, ¿cuándo sucederá? En cambio, si quiero, ahora mismo puedo ser amigo de Dios.» Dijo esto, y turbado con el parto de la nueva vida, volvió los ojos al libro y leía y se mudaba interiormente, donde tú le veías, y desnudábase su espíritu del mundo, como luego se vio.

Porque mientras leyó y se agitaron las olas de su corazón, lanzó algún bramido que otro, y discernió y decretó lo que era mejor y, ya tuyo, dijo a su amigo: «Yo he roto ya con aquella nuestra esperanza y he resuelto dedicarme al servicio de Dios, y esto lo quiero comenzar en esta misma hora y en este mismo lugar. Tú, si no quieres imitarme, no quieras contrariarme.»

Respondió éste que «quería juntársele y ser compañero de tanta merced y tan gran milicia». Y ambos tuyos ya comenzaron a edificar la torre evangélica con las justas expensas del abandono de todas las cosas y de tu seguimiento.

Entonces Ponticiano y su compañero, que paseaban por otras partes de los jardines, buscándoles, dieron también en la misma cabaña, y hallándoles les advirtieron que retornasen, que era ya el día vencido. Entonces ellos, refiriéndoles su determinación y propósito y el modo cómo había nacido y confirmádose en ellos tal deseo, les pidieron que, si no se les querían asociar, no les fueran molestos. Mas éstos, en nada mudados de lo que antes eran, lloráronse a sí mismos según decía, y les felicitaron piadosamente y se encomendaron a sus oraciones; y poniendo su corazón en la tierra se volvieron a palacio; mas aquéllos, fijando el suyo en el cielo, se quedaron en la cabaña.

Y los dos tenían prometidas; pero cuando oyeron éstas lo sucedido, te consagraron también su virginidad.

CAPITULO VII

  1. Narraba estas cosas Ponticiano, y mientras él hablaba, tú, Señor, me trastocabas a mí mismo, quitándome de mi espalda, adonde yo me había puesto para no verme, y poniéndome delante de mi rostro para que viese cuán feo era, cuán deforme y sucio, manchado y ulceroso.

Veíame y llenábame de horror, pero no tenía adónde huir de mí mismo. Y si intentaba apartar la vista de mí, con la narración que me hacía Ponticiano, de nuevo me ponías frente a mí y me arrojabas contra mis ojos, para que descubriese mi iniquidad y la odiase. Bien la conocía, pero la disimulaba, y reprimía, y olvidaba.

  1. Pero entonces, cuanto más ardientemente amaba a aquellos de quienes oía relatar tan saludables afectos por haberse dado totalmente a ti para que los sanases, tanto más execrablemente me odiaba a mí mismo al compararme con ellos. Porque muchos años míos habían pasado sobre mí -unos doce aproximadamente- desde que en el año diecinueve de mi edad, leído el Hortensio, me había sentido excitado al estudio de la sabiduría, pero difería yo entregarme a su investigación, despreciada la felicidad terrena, cuando no ya su invención, pero aun sola su investigación debería ser antepuesta a los mayores tesoros y reinos del mundo y a la mayor abundancia de placeres.

Mas yo, joven miserable, sumamente miserable, había llegado a pedirte en los comienzos de la misma adolescencia la castidad, diciéndote: «Dame la castidad y continencia, pero no ahora», pues temía que me escucharas pronto y me sanaras presto de la enfermedad de mi concupiscencia, que entonces más quería yo saciar que extinguir. Y continué por las sendas perversas de la superstición sacrílega, no como seguro de ella, sino como dándole preferencia sobre las demás, que yo no buscaba piadosamente, sino que hostilmente combatía.

  1. Y pensaba yo que el diferir de día en día seguirte a ti solo, despreciada toda esperanza del siglo, era porque no se me descubría una cosa cierta adonde dirigir mis pasos. Pero había llegado el día en que debía aparecer desnudo ante mí, y mi conciencia increparme así: «¿Dónde está lo que decías? ¡Ah! Tú decías que por la incertidumbre de la verdad no te decidías a arrojar la carga de tu vanidad. He aquí que ya te es cierta, y, no obstante, te oprime aún aquélla, en tanto que otros, que ni se han consumido tanto en su investigación ni han meditado sobre ella diez años y más, reciben en hombros más libres alas para volar.»

Con esto me carcomía interiormente y me confundía vehementemente con un pudor horrible mientras Ponticiano refería tales cosas, el cual, terminada su plática y la causa por que había venido, se fue. Mas yo, vuelto a mí, ¿qué cosas no dije contra mí? ¿Con qué azotes de sentencias no flagelé a mi alma para que me siguiese a mí, que me esforzaba por ir tras ti? Ella se resistía Rehusaba aquello, pero no alegaba excusa alguna, estando ya agotados y rebatidos todos los argumentos. Sólo quedaba en ella un mudo temblor, y temía, a par de muerte, ser apartada de la corriente de la costumbre, con la que se consumía normalmente.

CAPITULO VIII

  1. Entonces estando en aquella gran contienda de mi casa interior, que yo mismo había excitado fuertemente en mi alma, en lo más secreto de ella, en mi corazón, turbado así en el espíritu como en el rostro, dirigiéndome a Alipio exclamé: «¿Qué es lo que nos pasa? ¿Qué es esto que has oído? Levántanse los indoctos y arrebatan el cielo, y nosotros, con todo nuestro saber, faltos de corazón, ved que nos revolcamos en la carne y en la sangre. ¿Acaso nos da vergüenza seguirles por habernos precedido y no nos la da siquiera el no seguirles?»

Dije no sé qué otras cosas y arrebatóme de su lado mi congoja, mirándome él atónito en silencio. Porque no hablaba yo como de ordinario, y mucho más que las palabras que profería declaraban el estado de mi alma la frente, las mejillas, los ojos, el color y el tono de la voz.

Tenía nuestra posada un huertecillo, del cual usábamos nosotros, así como de lo restante de la casa, por no habitarla el huésped señor de la misma. Allí me había llevado la tormenta de mi corazón, para que nadie estorbase el acalorado combate que había entablado yo conmigo mismo, hasta que se resolviese la cosa del modo que tú sabías y yo ignoraba; mas yo no hacía más que ensañarme saludablemente y morir vitalmente, conocedor de lo malo que yo estaba, pero desconocedor de lo bueno que de allí a poco iba a estar.

Retiréme, pues, al huerto, y Alipio, paso sobre paso tras mí; pues, aunque él estuviese presente, no me encontraba yo menos solo. Y ¿cuando estando así afectado me hubiera él abandonado? Sentámonos lo más alejados que pudimos de los edificios. Yo bramaba en espíritu, indignándome con una turbulentísima indignación porque no iba a un acuerdo y pacto contigo, ¡oh Dios mío!, a lo que me gritaban todos mis huesos que debía ir, ensalzándolo con alabanzas hasta el cielo, para lo que no era necesario ir con naves, ni cuadrigas, ni con pies, aunque fuera tan corto el espacio como el que distaba de la casa el lugar donde nos habíamos sentado; porque no sólo el ir, pero el mismo llegar allí, no consistía en otra cosa que en querer ir, pero fuerte y plenamente, no a medias, inclinándose ya aquí, ya allí, siempre agitado, luchando la parte que se levantaba contra la otra parte que caía.

  1. Por último, durante las angustias de la indecisión, hice muchísimas cosas con el cuerpo, cuales a veces quieren hacer los hombres y no pueden, bien por no tener miembros para hacerlas, bien por tenerlos atados, bien por tenerlos lánguidos por la debilidad o bien impedidos de cualquier otro modo. Si mesé los cabellos, si golpeé la frente, si, entrelazados los dedos, oprimí las rodillas, lo hice porque quise; mas pude quererlo y no hacerlo si la movilidad de los miembros no me hubiera obedecido. Luego hice muchas cosas en las que no era lo mismo querer que poder.

Y, sin embargo, no hacía lo que con afecto incomparable me agradaba muy mucho, y que al punto que lo hubiese querido lo hubiese podido, porque en el momento en que lo hubiese querido lo hubiese realmente podido, pues en esto el poder es lo mismo que el querer, y el querer era ya obrar.

Con todo, no obraba, y más fácilmente obedecía el cuerpo al más tenue mandato del alma de que moviese a voluntad sus miembros, que no el alma a sí misma para realizar su voluntad grande en sola la voluntad.

CAPITULO IX

  1. Pero ¿de dónde nacía este monstruo? ¿Y por qué así? Luzca tu misericordia e interrogue -si es que pueden responderme- a los abismos de las penas humanas y las tenebrosísimas contriciones de los hijos de Adán: ¿De dónde este monstruo? ¿Y por qué así?

Manda el alma al cuerpo y le obedece al punto; mándase el alma a sí misma y se resiste. Manda el alma que se mueva la mano, y tanta es la prontitud, que apenas se distingue la acción del mandato; no obstante, el alma es alma y la mano cuerpo. Manda el alma que quiera el alma, y no siendo cosa distinta de sí, no la obedece, sin embargo. ¿De dónde este monstruo? ¿Y por qué así?

Manda, digo, que quiera -y no mandara si no quisiera-, y, no obstante, no hace lo que manda. Luego no quiere totalmente; luego tampoco manda toda ella; porque en tanto manda en cuanto quiere, y en tanto no hace lo que manda en cuanto no quiere, porque la voluntad manda a la voluntad que sea, y no otra sino ella misma. Luego no manda toda ella; y ésta es la razón de que no haga lo que manda. Porque si fuese plena, no mandaría que fuese, porque ya lo sería.

No hay, por tanto, monstruosidad en querer en parte y en parte no querer, sino cierta enfermedad del alma; porque elevada por la verdad, no se levanta toda ella, oprimida por el peso de la costumbre. Hay, pues, en ella dos voluntades, porque, no siendo una de ellas total, tiene la otra lo que falta a ésta.

CAPITULO X

  1. Perezcan a tu presencia, ¡oh Dios!, como realmente perecen, los vanos habladores y seductores 27 de inteligencias, quienes, advirtiendo en la deliberación dos voluntades, afirman haber dos naturalezas, correspondientes a dos mentes, una buena y otra mala.

Verdaderamente los malos son ellos creyendo tales maldades; por lo mismo, sólo serán buenos si creyeren las cosas verdaderas y se ajustaren a ellas, para que tu Apóstol pueda decirles: Fuisteis algún tiempo tinieblas, mas ahora sois luz en el Señor 28. Porque ellos, queriendo ser luz no en el Señor, sino en sí mismos, al juzgar que la naturaleza del alma es la misma que la de Dios, se han vuelto tinieblas aún más densas, porque se alejaron con ello de ti con horrenda arrogancia; de ti, verdadera lumbre que ilumina a todo hombre que viene a este mundo 29. Mirad lo que decís, y llenaos de confusión, y acercaos a él, y seréis iluminados, y vuestros rostros no serán confundidos 30.

Cuando yo deliberaba sobre consagrarme al servicio del Señor, Dios mío, conforme hacía ya mucho tiempo lo había dispuesto, yo era el que quería, y el que no quería, yo era. Mas porque no quería plenamente ni plenamente no quería, por eso contendía conmigo y me destrozaba a mí mismo; y aunque este destrozo se hacía en verdad contra mi deseo, no mostraba, sin embargo, la naturaleza de una voluntad extraña, sino la pena de la mía. Y por eso no era yo ya el que lo obraba, sino el pecado que habitaba en mí 31, como castigo de otro pecado más libre, por ser hijo de Adán.

  1. En efecto: si son tantas las naturalezas contrarias cuantas son las voluntades que se contradicen, no han de ser dos, sino muchas. Si alguno, en efecto, delibera entre ir a sus conventículos o al teatro, al punto claman éstos: «He aquí dos naturalezas, una buena, que le lleva a aquéllos, y otra mala, que le arrastra a éste. Porque ¿de dónde puede venir esta vacilación de voluntades que se contradicen mutuamente?»

Mas yo digo que ambas son malas, la que le guía a aquéllos y la que arrastra al teatro; pero ellos no creen buena sino que le lleva a ellos.

¿Y qué en el caso de que alguno de los nuestros delibere y, altercando consigo las dos voluntades, fluctúe entre ir al teatro o a nuestra iglesia? ¿No vacilarán éstos en lo que han de responder? Porque o han de confesar, lo que no quieren, que es buena la voluntad que les, conduce a nuestra iglesia como van a ella los que han sido imbuidos en sus misterios y permanecen fieles, o han de reconocer que en un hombre mismo luchan dos naturalezas malas y dos espíritus malos, y entonces ya no es verdad lo que dicen, que la una es buena y la otra mala, o se convierten a la verdad, y en este caso no negarán que, cuando uno delibera, una sola es el alma, agitada con diversas voluntades.

  1. Luego no digan ya, cuando advierten en un mismo hombre dos voluntades que se contradicen, que hay dos mentes contrarias, una buena y otra mala, provenientes de dos sustancias y dos principios contrarios que se combaten. Porque tú, ¡oh Dios veraz!, les repruebas, arguyes y convences, como en el caso en que ambas voluntades son malas; v. gr., cuando uno duda si matar a otro con el hierro o el veneno; si invadir esta o la otra hacienda ajena, de no poder ambas; si comprar el placer derrochando o guardar el dinero por avaricia; si ir al circo o al teatro, caso de celebrarse al mismo tiempo; y aun añado un tercer término: de robar o no la casa del prójimo si se le ofrece ocasión; y aun añado un cuarto: de cometer un adulterio si tiene posibilidad para ello en el supuesto de concurrir todas estas cosas en un mismo tiempo y de ser igualmente deseadas todas, las cuales no pueden ser a un mismo tiempo ejecutadas; porque estas cuatro voluntades -y aun otras muchas que pudieran darse, dada la multitud de cosas que apetecemos-, luchando contra sí, despedazan el alma, sin que puedan decir en este caso que existen otras tantas sustancias diversas.

Lo mismo acontece con las buenas voluntades. Porque si yo les pregunto si es bueno deleitarse con la lectura del Apóstol y gozarse con el canto de algún salmo espiritual o en la explicación del Evangelio, me responderán a cada una de estas cosas que es bueno. Mas en el caso de que deleiten igualmente y al mismo tiempo, ¿no es cierto que estas diversas voluntades dividen el corazón del hombre mientras delibera qué ha de escoger con preferencia?

Y, sin embargo, todas son buenas y luchan entre sí hasta que es elegida una cosa que arrastra y une toda la voluntad, que antes andaba dividida en muchas. Esto mismo ocurre también cuando la eternidad agrada a la parte superior y el deseo del bien temporal retiene fuertemente a la inferior, que es la misma alma queriendo aquello o esto no con toda la voluntad, y por eso desgárrase a sí con gran dolor al preferir aquello por la verdad y no dejar esto por la familiaridad.

CAPITULO XI

  1. Así enfermaba yo y me atormentaba, acusándome a mí mismo más duramente que de costumbre, mucho y queriéndolo, y revolviéndome sobre mis ligaduras, para ver si rompía aquello poco que me tenía prisionero, pero que al fin me tenía. Y tú, Señor, me instabas a ello en mis entresijos y con severa misericordia redoblabas los azotes del temor y de la vergüenza, a fin de que no cejara de nuevo y no se rompiese aquello poco y débil que había quedado, y se rehiciese otra vez y me atase más fuertemente.

Y decíame a mí mismo interiormente: «¡Ea! Sea ahora, sea ahora»; y ya casi: pasaba de la palabra a la obra, ya casi lo hacía; pero no lo llegaba a hacer. Sin embargo, ya no recaía en las cosas de antes, sino que me detenía al pie de ellas y tomaba aliento y lo intentaba de nuevo; y era ya un poco menos lo que distaba, y otro poco menos, y ya casi tocaba al término y lo tenía; pero ni llegaba a él, ni lo tocaba, ni lo tenía, dudando en morir a la muerte y vivir a la vida, pudiendo más en mí lo malo inveterado que lo bueno desacostumbrado y llenándome de mayor horror a medida que me iba acercando al momento en que debía mudarme. Y aunque no me hacía volver atrás ni apartarme del fin, me retenía suspenso.

  1. Reteníanme unas bagatelas de bagatelas y vanidades de vanidades antiguas amigas mías; y tirábanme del vestido de la carne, y me decían por lo bajo: «¿Nos dejas?» Y «¿desde este momento no estaremos contigo por siempre jamás?» Y «¿desde este momento nunca más te será lícito esto y aquello?»

¡Y qué cosas, Dios mío, qué cosas me sugerían con las palabras esto y aquello! Por tu misericordia aléjalas del alma de tu siervo. ¡Oh qué suciedades me sugerían, que indecencias! Pero las oía ya de lejos, menos de la mitad de antes, no como contradiciéndome a cara descubierta saliendo a mi encuentro, sino como musitando a la espalda y como pellizcándome a hurtadillas al alejarme, para que volviese la vista.

Hacían, sin embargo, que yo, vacilante, tardase en romper y desentenderme de ellas y saltar adonde era llamado, en tanto que la costumbre violenta me decía: «¿Qué?, ¿piensas tú que podrás vivir sin estas cosas?»

  1. Mas esto lo decía ya muy tibiamente. Porque por aquella parte hacia donde yo tenía dirigido el rostro, y adonde temía pasar, se me dejaba ver la casta dignidad de la continencia, serena y alegre, no disolutamente, acariciándome honestamente para que me acercase y no vacilara y extendiendo hacia mí para recibirme y abrazarme sus piadosas manos, llenas de multitud de buenos ejemplos.

Allí una multitud de niños y niñas, allí una juventud numerosa y hombres de toda edad, viudas venerables y vírgenes ancianas, y en todas la misma continencia, no estéril, sino fecunda madre de hijos nacidos de los gozos de su esposo, tú, ¡oh Señor!

Y reíase ella de mí con risa alentadora, como diciendo: «¿No podrás tú lo que éstos y éstas? ¿O es que éstos y éstas lo pueden por sí mismos y no en el Señor su Dios? El Señor su Dios me ha dado a ellas. ¿Por qué te apoyas en ti, que no puedes tenerte en pie? Arrójate en él, no temas, que él no se retirará para que caigas; arrójate seguro, que él te recibirá y sanará».

Y llenábame de muchísima vergüenza, porque aún oía el murmullo de aquellas bagatelas y, vacilante, permanecía suspenso. Mas de nuevo aquélla, como si dijera: Hazte sordo contra aquellos tus miembros inmundos sobre la tierra 32, a fin de que sean mortificados. Ellos te hablan de deleites, pero no conforme a la ley del Señor tu Dios 33.

Tal era la contienda que había en mi corazón, de mí mismo contra mí mismo. Mas Alipio, fijo a mi lado, aguardaba en silencio el desenlace de mi inusitada emoción

CAPITULO XII

  1. Mas apenas una alta consideración sacó del profundo de su secreto y amontonó toda mi miseria a la vista de mi corazón, estalló en mi alma una tormenta enorme, que encerraba en sí copiosa lluvia de lágrimas. Y para descargarla toda con sus truenos correspondientes, me levanté de junto Alipio -pues me pareció que para llorar era más a propósito la soledad- y me retiré lo más remotamente que pude, para que su presencia no me fuese estorbo. Tal era el estado en que me hallaba, del cual se dio él cuenta, pues no sé qué fue lo que dije al levantarme, que ya el tono de mi voz parecía cargado de lágrimas.

Quedóse él en el lugar en que estábamos sentados sumamente estupefacto; mas yo, tirándome debajo de una higuera, no sé cómo, solté la rienda a las lagrimas, brotando dos ríos de mis ojos, sacrificio tuyo aceptable. Y aunque no con estas palabras, pero sí con el mismo sentido, te dije muchas cosas como éstas: ¡Y tú, Señor, hasta cuándo! 34 ¡Hasta cuándo, Señor, has de estar irritado! No quieras más acordarte de nuestras iniquidades antiguas 35. Sentíame aún cautivo de ellas y lanzaba voces lastimeras: «¿Hasta cuándo, hasta cuándo, ¡mañana!, ¡mañana!? ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no poner fin a mis torpezas en esta misma hora?»

  1. Decía estas cosas y lloraba con amarguísima contrición de mi corazón. Mas he aquí que oigo de la casa vecina una voz, como de niño o niña, que decía cantando y repetía muchas veces: «Toma y lee, toma y lee».

De repente, cambiando de semblante, me puse con toda la atención a considerar si por ventura había alguna especie de juego en que los niños soliesen cantar algo parecido, pero no recordaba haber oído jamás cosa semejante; y así, reprimiendo el ímpetu de las lágrimas, me levanté, interpretando esto como una orden divina de que abriese el códice y leyese el primer capítulo que hallase.

Porque había oído decir de Antonio que, advertido por una lectura del Evangelio, a la cual había llegado por casualidad, y tomando como dicho para sí lo que se leía: Vete, vende todas las cosas que tienes, dalas a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos, y después ven y sígueme 36, se había la punto convertido a ti con tal oráculo.

Así que, apresurado, volví al lugar donde estaba sentado Alipio y yo había dejado el códice del Apóstol al levantarme de allí. Toméle, pues; abríle y leí en silencio el primer capítulo que se me vino a los ojos, y decía: No en comilonas y embriagueces, no en lechos y en liviandades, no en contiendas y emulaciones sino revestíos de nuestro Señor Jesucristo y no cuidéis de la carne con demasiados deseos 37.

No quise leer más, ni era necesario tampoco, pues al punto que di fin a la sentencia, como si se hubiera infiltrado en mi corazón una luz de seguridad, se disiparon todas las tinieblas de mis dudas.

  1. Entonces, puesto el dedo o no sé qué cosa de registro, cerré el códice, y con rostro ya tranquilo se lo indiqué a Alipio, quien a su vez me indicó lo que pasaba por él, y que yo ignoraba. Pidió ver lo que había leído; se lo mostré, y puso atención en lo que seguía a aquello que yo había leído y yo no conocía. Seguía así: Recibid al débil en la fe 38, lo cual se aplicó él a sí mismo y me lo comunicó. Y fortificado con tal admonición y sin ninguna turbulenta vacilación, se abrazó con aquella determinación y santo propósito, tan conforme con sus costumbres, en las que ya de antiguo distaba ventajosamente tanto de mí.

Después entramos a ver a la madre, indicándoselo, y llenóse de gozo; contámosle el modo como había sucedido, y saltaba de alegría y cantaba victoria, por lo cual te bendecía a ti, que eres poderoso para darnos más de lo que pedimos o entendemos 39, porque veía que le habías concedido, respecto de mí, mucho más de lo que constantemente te pedía con gemidos lastimeros y llorosos.

Porque de tal modo me convertiste a ti que ya no apetecía esposa ni abrigaba esperanza alguna de este mundo, estando ya en aquella regla de fe sobre la que hacía tantos años me habías mostrado a ella. Y así convertiste su llanto en gozo 40, mucho más fecundo de lo que ella había apetecido y mucho más caro y casto que el que podía esperar de los nietos que le diera mi carne.

LIBRO NOVENO

CAPÍTULO I

  1. ¡Oh Señor!, siervo tuyo soy e hijo de tu sierva. Rompiste mis ataduras, yo te sacrificaré una hostia de alabanza 1. Alábete mi corazón y mi lengua y que todos mis huesos digan: Señor, ¿quién semejante a ti? Díganlo, y que tú respondas y digas a mi alma: Yo soy tu salud 2.

¿Quién fui yo y qué tal fui? ¡Qué no hubo de malo en mis obras, o si no en mis obras, en mis palabras, o si no en mis palabras, en mis deseos! Mas tú, Señor, te mostrate bueno y misericordioso, poniendo los ojos en la profundidad de mi muerte y agotando con tu diestra el abismo de corrupción del fondo de mi alma. Todo ello consistía en no querer lo que yo quería y en querer lo que tú querías.

Pero ¿dónde estaba durante aquellos años mi libre albedrío y de qué bajo y profundo arcano no fue en un momento evocado para que yo sujetase la cerviz a tu yugo suave y el hombro a tu carga ligera, ¡oh Cristo Jesús!, ayudador mío y redentor mío? 3 ¡Oh, qué dulce fue para mí carecer de repente de las dulzuras de aquellas bagatelas, las cuales cuanto temía entonces perderlas, tanto gustaba ahora de dejarlas! Porque tú las arrojabas de mí, ¡oh verdadera y sana dulzura!, tú las arrojabas, y en su lugar entrabas tú, más dulce que todo deleite, aunque no a la carne y a la sangre; más claro que toda luz, pero al mismo tiempo más interior que todo secreto; más sublime que todos los honores, aunque no para los que se subliman sobre sí.

Libre estaba ya mi alma de los devoradores cuidados del ambicionar, adquirir y revolcarse en el cieno de los placeres y rascarse la sarna de sus apetitos carnales, y hablaba mucho ante ti, ¡oh Dios y Señor mío!, claridad mía, riqueza mía y salud mía.

CAPITULO II

  1. Y me agradó en presencia tuya no romper tumultuosamente, sino substraer suavemente del mercado de la charlatanería el ministerio de mi lengua, para que en adelante los jóvenes que meditan no tu ley ni tu paz, sino engañosas locuras y contiendas forenses, no comprasen de mi boca armas para su locura. Y como casualmente faltaban poquísimos días para las vacaciones vendimiales, decidí aguantarlos para retirarme como de costumbre y, redimido por ti, no volver ya más a venderme.

Esta mi determinación era conocida de ti; de los hombres, sólo lo era de los míos. Y aun se había convenido entre nosotros no descubrirlo fácilmente a cualquiera, aunque ya tú a los que subíamos del valle de las lágrimas 4 y cantábamos el cántico de los grados 5 nos habías proveído de agudas saetas y carbones devastadores contra la lengua dolosa, que contradice aconsejando y consume amando, como sucede con la comida.

  1. Asaeteado habías tú nuestro corazón con tu caridad y llevábamos tus palabras clavadas en nuestras entrañas; y los ejemplos de tus siervos, que de negros habías vuelto resplandecientes y de muertos vivos, recogidos en el seno de nuestro pensamiento, abrasaban y consumían nuestro grave torpor, para que no volviésemos atrás, y encendíannos fuertemente para que el viento de la contradicción de las lenguas dolosas no nos apagase, antes nos inflamase más ardientemente.

Sin embargo, como por causa de tu nombre, que has santificado en toda la tierra, había de tener también sus panegiristas nuestra decisión y propósito, parecía algo de jactancia no aguardar al tiempo tan cercano de las vacaciones, retirándome anticipadamente de aquella profesión pública y tan a la vista de todos, para que, ocupadas de mi resolución las lenguas de cuantos me vieran, dijesen muchas cosas de mí y que había querido adelantarme al día tan vecino de las vacaciones de las vendimias, como si quisiera pasar por un gran personaje. Y ¿qué bien me iba a mí en que se pensase y discutiese sobre mis intenciones y se blasfemase de nuestro bien? 6

  1. Así que cuando en este mismo verano, debido al excesivo trabajo literario, había empezado a resentirse mi pulmón y a respirar con dificultad, acusando los dolores de pecho que estaba herido y a negárseme a emitir una voz clara y prolongada, me turbó algo al principio, por obligarme a dejar la carga de aquel magisterio casi por necesidad o, en caso de querer curar y convalecer, interrumpirlo ciertamente; mas cuando nació en mí y se afirmó la voluntad plena de vacar y ver que tú eres el Señor 7, tú lo sabes, Dios mío, que hasta llegué a alegrarme de que se me hubiera presentado esta excusa, no falsa, que templase el sentimiento de los hombres, que por causa de sus hijos no querían verme nunca libre.

Lleno, pues, de tal gozo, toleraba aquel lapso de tiempo hasta que terminase-no sé si eran unos veinte días-; y tolerábalo ya con gran trabajo, porque se había ido la ambición que solía llevar conmigo este pesado oficio y me había quedado yo solo; por lo que hubiera sucumbido de no haber sucedido en lugar de aquélla la paciencia.

Tal vez dirá alguno de tus siervos, mis hermanos, que pequé en esto, porque, estando ya con el corazón lleno de deseos de servirte, sufrí estar una hora más siquiera sentado en la cátedra de la mentira. No porfiaré con ellos. Pero tú, Señor misericordiosísimo, ¿acaso no me has perdonado y remitido también este pecado con todos los demás, horrendos y mortales, en el agua santa del bautismo?

CAPITULO III

  1. Angustiábase de pena Verecundo por este nuestro bien, porque veía que iba a tener que abandonar nuestra compañía a causa de los vínculos [matrimoniales] que le aprisionaban tenacísimamente. Aunque no cristiano, estaba casado con una mujer creyente; mas precisamente en ella hallaba el mayor obstáculo que le retraía de entrar en la senda que habíamos emprendido nosotros, pues no quería ser cristiano, decía, de otro modo de aquel que le era imposible.

Generosísimamente, sin embargo, nos ofreció, para cuanto tiempo estuviésemos allí que viviésemos en su finca. Tú, Señor, le retribuirás el día de la retribución de los justos 8 con la gracia que ya le concediste. Porque estando nosotros ausentes, ya en Roma, atacado de una enfermedad corporal y hecho en ella cristiano y creyente, salió de esta vida. De este modo tuviste misericordia no sólo de él, sino también de nosotros para que, cuando pensásemos en el gran rasgo de generosidad que tuvo con nosotros este amigo, no nos viésemos traspasados de un insufrible dolor por no poder contarle entre los de tu grey.

Gracias te sean dadas, ¡oh Dios nuestro! Tuyos somos; tus exhortaciones y consuelos lo indican. ¡Oh fiel cumplidor de tus promesas!, da a Verecundo en pago de la estancia de su quinta de Casiciaco , en la que descansamos en ti de las congojas del siglo, la amenidad de tu paraíso eternamente verde, porque le perdonaste los pecados sobre la tierra en el monte de quesos, monte tuyo, monte fértil 9.

  1. Angustiábase entonces, como digo, éste, mas alegrábase Nebridio con nosotros. Porque, aunque también éste -no siendo aún cristiano- había caído en el hoyo del perniciosísimo error de creer fantástica la carne de la Verdad, tu Hijo, ya, sin embargo, había salido de él, aunque permanecía sin imbuirse en ninguno de los sacramentos de tu Iglesia, bien que investigador ardentísimo de la verdad.

No mucho después de nuestra conversión y regeneración por tu bautismo, hízose al fin católico fiel, sirviéndote a ti junto a los suyos en África en castidad y continencia perfectas; y después de haberse convertido a la fe cristiana por su medio toda su casa, librástele de los lazos de la carne, viviendo ahora en el seno de Abraham 10, sea lo que fuere lo que por dicho seno se significa. Allí vive mi Nebridio, dulce amigo mío y, de liberto, hijo adoptivo tuyo. Allí vive -porque ¿qué otro lugar convenía a un alma tal?-, allí vive, de donde solía preguntarme muchas cosas a mí, hombrecillo inexperto. Ya no aplica su oído a mi boca, sino que pone su boca espiritual a tu fuente y bebe cuanto puede de la sabiduría según su avidez, sin término feliz. Mas no creo que así se embriague de ella que se olvide de mí, cuando tú, Señor, que eres su bebida, te acuerdas de nosotros.

Así, pues, nos hallábamos, por una parte, consolando a Verecundo, que, sin daño de la amistad, se sentía triste de aquella nuestra conversión, exhortándole a la fe en su estado, esto es, en su vida conyugal; por otra, esperando a Nebridio a ver si nos seguía, que tan fácilmente lo podía y estaba ya casi a punto de hacerlo, cuando he aquí que por fin transcurrieron aquellos días, que me parecieron muchos y largos por el deseo de una libertad desocupada, para cantarte a ti de la medula de mis huesos: A ti dijo mi corazón: Busqué tu rostro, tu rostro, Señor, buscaré 11.

CAPITULO IV

  1. Por fin llegó el día en que debía ser absuelto de hecho de la profesión de retórico, de la que ya estaba suelto con el afecto; y así se hizo. Tú sacaste mi lengua de donde habías ya sacado mi corazón. Y bendecíate con gozo, con todos los míos, camino de la quinta de Verecundo; en donde qué fue lo que hice en el terreno de las letras, puestas ya a tu servicio, pero aún respirando, como en una pausa, la soberbia de la escuela, lo testifican los libros que discutí con los presentes y conmigo mismo a solas en tu presencia; de lo que traté con Nebridio, ausente, claramente lo indican las cartas habidas con él.

Pero ¿qué espacio de tiempo no necesitaría para recordar todos tus grandes beneficios para con nosotros en aquel tiempo, sobre todo teniendo prisa por llegar a otros mayores? Porque viéneme a la memoria -y me es dulce confesártelo, Señor- el recuerdo de los estímulos internos con que me domaste, y el modo como allanaste -humillados repetidas veces los montes y collados de mis pensamientos-, y cómo enderezaste mis sendas tortuosas y suavizaste mis esperanzas, así como también el modo como sometiste al mismo Alipio -el hermano de mi corazón- al nombre de tu Unigénito, Jesucristo, Señor y Salvador nuestro; el cual [Alipio] en un principio se desdeñaba de insertarlo en nuestros escritos, porque quería que oliesen más a los cedros de los gimnasios, que había ya quebrantado el Señor, que no a las saludables hierbas eclesiásticas, enemigas de las serpientes 12.

  1. ¡Qué voces te di, Dios mío, cuando, todavía novicio en tu verdadero amor y siendo catecúmeno, leía descansado en la quinta los salmos de David-cánticos de fe, sonidos de piedad, que excluyen todo espíritu hinchado -en compañía de Alipio, también catecúmeno, y de mi madre, que se nos había juntado con traje de mujer, fe de varón, seguridad de anciana, caridad de madre y piedad cristiana! ¡Qué voces, sí, te daba en aquellos salmos y cómo me inflamaba en ti con ellos y me encendía en deseos de recitarlos, si me fuera posible, al mundo entero, contra la soberbia del género humano! Aunque cierto es ya que en todo el mundo se cantan y que no hay nadie que se esconda de tu calor 13.

¡Con qué vehemente y agudo dolor me indignaba también contra los maniqueos, a los que compadecía grandemente, por ignorar aquellos sacramentos, aquellos medicamentos, y ensañarse contra el antídoto que podía sanarlos! Quisiera que hubiesen estado entonces en un lugar próximo y, sin saber yo que estaban allí, que hubieran visto mi rostro y oído mis clamores cuando leía el salmo 4 en aquel ocio y los efectos saludables que en mí obraba este salmo: Cuando yo te invoqué, tú me escucharte, ¡ oh Dios de mi justicia!, y en la tribulación me dilataste. Compadécete, Señor, de mí y escucha mi oración 14. ¡Oyéranme, digo -ignorando yo que me oían, para que no pensasen que lo decía por ellos-, las cosas que yo dije entre palabra y palabra; porque realmente ni yo dijera tales cosas, ni las dijera de este modo, de sentirme visto y escuchado de ellos; ni, aunque las dijese, serían recibidas así, como hablando yo conmigo mismo y dirigiéndome a mí en tu presencia en íntima efusión de los afectos de mi alma.

  1. Me horroricé de temor y a la vez me enardecí de esperanza y gozo en tu misericordia, ¡oh Padre! Y todas estas cosas salíanseme por los ojos y por la voz al leer las palabras que tu Espíritu bueno, vuelto a nosotros, nos dice: Hijos de los hombres, ¿hasta cuándo habéis de ser pesados de corazón? ¿Por qué amáis la vanidad y buscáis la mentira?

También yo había amado la vanidad y buscado la mentira. Mas tú, Señor, habías ya glorificado a tu Santo, resucitándole de entre los muertos y colocándole a tu diestra, desde donde había de enviar, según su promesa, al Paráclito, el Espíritu de la Verdad 15. Y ciertamente ya lo había enviado, mas yo no lo sabía; ya le habías enviado, porque ya había sido glorificado, resucitando de entre los muertos y subiendo a los cielos, no habiendo sido antes dado el Espíritu por no haber sido aún glorificado Jesús 16.

Clama la profecía: ¿Hasta cuándo seréis pesados de corazón? ¿Por qué amáis la vanidad y buscáis la mentira? Mas sabed que el Señor ha glorificado ya a su santo 17. Clama: Hasta cuándo, clama: Sabed, y yo, sin saberlo tanto tiempo, amando la vanidad y buscando la mentira.

Por eso cuando lo oí me llené de temblor, porque veía que se decía a tales cual yo me reconocía haber sido; pues en los fantasmas que yo había tomado por la verdad se hallaba la vanidad y mentira.

Y proferí muchas cosas, duras y fuertes, en medio del dolor de mi recuerdo, las cuales ojalá hubieran escuchado los que aún aman la vanidad y buscan la mentira. Porque tal vez se conturbasen y vomitasen su error y tú les escuchases cuando clamaran a ti, porque por nosotros murió con muerte verdadera de carne quien interpela ante ti por nosotros 18.

10.Leía: Airaos y no queráis pecar 19. ¡Y cómo me sentía movido, Dios mío, yo, que había aprendido ya a airarme por las cosas pasadas, para no pecar más en adelante, y a airarme justamente, porque no era una naturaleza extraña, procedente de la gente de las tinieblas, la que en mí pecaba, como dicen los que no se aíran contra sí y atesoran ira para sí en el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios 20

Ni mis bienes eran ya exteriores, ni los buscaba a la luz de este sol con ojos carnales, porque los que quieren gozar externamente, fácilmente se hacen vanos y se desparraman por las cosas que se ven y son temporales y van con pensamiento famélico lamiendo sus imágenes. Pero ¡oh si se fatigasen de inedia y dijeran: ¿Quién nos mostrará las cosas buenas? 21, y nosotros les dijésemos y ellos nos oyeran: ¡Ha sido impresa sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor! Porque no somos nosotros la luz que ilumina a todo hombre, sino que somos iluminados por ti, a fin de que los que fuimos algún tiempo tinieblas seamos luz en ti 22.

¡Oh si viesen ellos aquella luz interna eterna que yo había visto! Y porque la había gustado, bramaba por no poder mostrársela si me presentaran su corazón en sus ojos, fuera de ti, y me dijesen: «¿Quién nos mostrará las cosas buenas?» Porque allí en donde yo me había airado interiormente, en mi corazón; donde yo había sentido la compunción y había sacrificado, dando muerte, a mi vetustez; donde, incoada la idea de mi renovación, confiaba en ti, allí me habías empezado a ser dulce y a dar alegría a mi corazón. Y clamaba leyendo estas cosas exteriormente y reconociéndolas interiormente; ni deseaba ya multiplicarme en bienes terrenos, devorando los tiempos y siendo devorado por ellos, teniendo como tenía en la eterna simplicidad otro trigo, otro vino y otro aceite.

  1. Y clamaba en el siguiente verso con un profundo clamor de mi corazón: ¡Oh en paz!, ¡oh en el mismo! 23, ¡oh qué cosa dijo: Me acostaré y dormiré! Porque ¿quién nos resistirá cuando se cumpla la palabra que está escrita: La muerte ha sido cambiada en victoria? 24

Tú eres en sumo grado el mismo, porque no te mudas y en ti se halla el descanso que pone olvido de todos los trabajos; porque ningún otro hay contigo aún para alcanzar aquella otra multitud de cosas que no son lo que tú; mas tú solo, Señor, me has constituido en esperanza 25.

Leía yo esto y me inflamaba y no sabía qué hacer con aquellos sordomuertos, siendo yo de los cuales fui una peste, un perro rabioso y ciego que ladraba contra aquellas letras, melifluas por su miel de cielo y luminosas por tu luz, y me consumía contra los enemigos de estas Escrituras.

  1. ¿Cuándo podré yo recordar todas las cosas que pensé en aquellos días de retiro? Pero lo que no he olvidado, ni quiero pasar en silencio, es la aspereza de un azote tuyo y la admirable celeridad de tu misericordia.

Atormentásteme entonces con un dolor de muelas, y como arreciase tanto que no me dejase hablar, se me vino a la mente avisar a todos los míos, presentes, que orasen por mí ante ti, ¡oh Dios de toda salud! Escribí mi deseo en unas tablillas de cera y las di para que las leyeran. Luego, apenas doblamos la rodilla con suplicante afecto, huyó aquel dolor. ¡Y qué dolor! ¡Y cómo huyó! Llenéme de espanto, lo confieso, Dios mío y Señor mío 26. Nunca desde mi primera edad había experimentado cosa semejante.

De este modo insinuaste en lo más profundo de mí tus voluntades, y yo, gozoso en la fe, alabé tu nombre. Sin embargo, esta fe no me dejaba vivir tranquilo sobre mis pasados pecados, que todavía no me habían sido perdonados por no haber recibido aún tu bautismo.

CAPITULO V

  1. Terminadas las vacaciones vendimiales, anuncié a los milaneses de que proveyesen a sus estudiantes de otro vendedor de palabras, porque, por una parte, había determinado consagrarme a tu servicio, y por otra, no podía atender a aquella profesión por la dificultad de la respiración y el dolor de pecho.

También insinué por escrito a tu obispo y santo varón Ambrosio mis antiguos errores y mi actual propósito, a fin de que me indicase qué era lo que principalmente debía leer de tus libros para prepararme y disponerme mejor a recibir tan grande gracia.

El me mandó que al profeta Isaías; creo que porque éste anuncia más claramente que los demás el Evangelio y vocación de los gentiles. Sin embargo, no habiendo entendido lo primero que leí y juzgando que todo lo demás sería lo mismo, lo dejé para volver a él cuando estuviese más ejercitado en el lenguaje divino.

CAPITULO VI

  1. Así que cuando llegó el tiempo en que debíamos «dar el nombre», dejando la quinta, retornamos a Milán.

Plugo también a Alipio renacer en ti conmigo, revestido ya de la humildad conveniente a tus sacramentos, y tan fortísimo domador de su cuerpo, que se atrevió, sin tener costumbre de ello, a andar con los pies descalzos sobre el suelo glacial de Italia.

Asociamos también con nosotros al niño Adeodato, nacido carnalmente de mi pecado. Tú, sin embargo, le habías hecho bien. Tenía unos quince años; mas por su ingenio iba delante de muchos graves y doctos varones. Dones tuyos eran éstos, te lo confieso, Señor y Dios mío, creador de todas las cosas y muy poderoso para dar forma a todas nuestras deformidades, pues yo en este niño no tenía otra cosa que el delito. Porque aun aquello mismo en que le instruíamos en tu disciplina, tú eras quien nos lo inspirabas, no ningún otro; dones tuyos, pues, eran, te lo confieso.

Hay un libro nuestro que se intitula Del Maestro: él es quien habla allí conmigo. Tú sabes que son suyos los conceptos todos que allí se insertan en la persona de mi interlocutor, siendo de edad de dieciséis años. Muchas otras cosas suyas maravillosas experimenté yo; espantado me tenía aquel ingenio. Mas ¿quién fuera de ti podía ser autor de tales maravillas? Pronto le arrebataste de la tierra; con toda tranquilidad lo recuerdo ahora, no temiendo absolutamente nada por un hombre tal, ni en su puericia ni en su adolescencia. Asociámosle coevo en tu gracia, para educarle en tu disciplina; y así fuimos bautizados, y huyó de nosotros el cuidado en que estábamos por nuestra vida pasada.

Yo no me hartaba en aquellos días, por la dulzura admirable que sentía, de considerar la profundidad de tu consejo sobre la salud del género humano. ¡Cuánto lloré con tus himnos y tus cánticos, fuertemente conmovido con las voces de tu Iglesia, que dulcemente cantaba! Penetraban aquellas voces mis oídos y tu verdad se derretía en mi corazón, con lo cual se encendía el afecto de mi piedad y corrían mis lágrimas, y me iba bien con ellas.

CAPITULO VII

  1. No hacía mucho que la iglesia de Milán había empezado a celebrar este género de consolación y exhortación, con gran entusiasmo de los hermanos, que los cantaban con la boca y el corazón. Es a saber: desde hacía un año o poco más, cuando Justina, madre del emperador Valentiniano, todavía niño, persiguió, por causa de su herejía -a 1a que había sido inducida por los arrianos-, a tu varón Ambrosio. Velaba la piadosa plebe en la iglesia, dispuesta a morir con su Obispo, tu siervo.

Allí se hallaba mi madre, tu sierva, la primera en solicitud y en las vigilias, que no vivía sino para la oración. Nosotros, todavía fríos, sin el calor de tu Espíritu, nos sentíamos conmovidos, sin embargo, por la ciudad, atónita y turbada.

Entonces fue cuando se instituyó que se cantasen himnos y salmos, según la costumbre oriental, para que el pueblo no se consumiese del tedio de la tristeza. Desde ese día se ha conservado hasta el presente, siendo ya imitada por muchas, casi por todas tus iglesias, en las demás regiones del orbe.

  1. Entonces fue cuando por medio de una visión descubriste al susodicho Obispo el lugar en que yacían ocultos los cuerpos de San Gervasio y San Protasio, que tú habías conservado incorruptos en el tesoro de tu misterio tantos años, a fin de sacarlos oportunamente para reprimir una rabia femenina y además regia.

Porque habiendo sido descubiertos y desenterrados, al ser trasladados con la pompa conveniente a la basílica ambrosiana, no sólo quedaban sanos los atormentados por los espíritus inmundos, confesándolo los mismos demonios, sino también un ciudadano, ciego hacía muchos años y muy conocido en la ciudad, quien, como preguntara la causa de aquel alegre alboroto del pueblo y se lo indicasen, dio un salto y rogó a su lazarillo que le condujera al lugar; llegado allí, suplicó se le concediese tocar con el pañuelo el féretro de tus santos, cuya muerte había sido preciosa en tu presencia 27. Hecho esto, y aplicado después a los ojos, recobró al instante la visita.

Al punto corrió la fama del hecho, y al punto sonaron tus alabanzas, fervientes y luminosas, con lo que si el ánimo de aquella adversaria no se acercó a la salud de la fe, se reprimió al menos en su furor de persecución.

¡Gracias te sean dadas, Dios mío! Pero ¿de dónde y por dónde has traído a mi memoria para que también te confiese estas cosas que, aunque grandes, las había olvidado, pasándolas de largo?

Y, sin embargo, con exhalar entonces de ese modo un olor tal tus ungüentos, no corríamos tras de ti 28. Por eso lloraba tan abundantemente en medio de los cánticos de tus himnos: al principio suspirando por ti y luego respirando, cuanto lo sufre el aire en una «casa de heno».

CAPITULO VIII

  1. Tú, que haces morar en una misma casa a los de un solo corazón 29, nos asociaste también a Evodio, joven de nuestro municipio, quien, militando como «agente de negocios», se había antes que nosotros convertido a ti y bautizado y, abandonada la milicia del siglo, se había alistado en la tuya.

Juntos estábamos, y juntos, pensando vivir en santa concordia, buscábamos el lugar más a propósito para servirte, y juntos regresábamos al África. Mas he aquí que estando en Ostia Tiberina murió mi madre.

Muchas cosas paso por alto, porque voy muy de prisa, Recibe mis confesiones y acciones de gracias, Dios mío, por las innumerables cosas que paso en silencio. Mas no callaré lo que mi alma me sugiera de aquella tu sierva que me parió en la carne para que naciera a la luz temporal y en su corazón a la eterna. No referiré yo sus dones, sino los tuyos en ella. Porque ni ella se hizo a sí misma ni a sí misma se había educado. Tú fuiste quien la creaste, pues ni su padre ni su madre sabían cómo saldría de ellos; la Vara de tu Cristo, el régimen de tu Único fue quien la instruyó en tu temor en una casa creyente, miembro bueno de tu Iglesia.

Ni aun ella misma ensalzaba tanto la diligencia de su madre en educarla cuanto la de una decrépita sirvienta, que había llevado a su padre siendo niño a la espalda, al modo como suelen hoy llevarlos las muchachas ya mayores a la espalda.

Por esta razón, y por su ancianidad y óptimas costumbres, era muy honrada de los señores en aquella cristiana casa, razón por la cual tenía ella misma mucho cuidado de las señoritas hijas que le habían encomendado, siendo en reprimirlas, cuando era menester, vehemente con santa severidad y muy prudente en enseñarlas. Porque fuera de aquellas horas en que comían muy moderadamente a la mesa de sus padres, aunque se abrasasen de sed, ni aun agua les dejaba beber, precaviendo con esto una mala costumbre y añadiendo este saludable aviso: «Ahora bebéis agua porque no podéis beber vino; mas cuando estéis casadas y seáis dueñas de la bodega y despensa, no os tirará el agua, pero prevalecerá la costumbre de beber».

Y con este modo de mandar y la autoridad que tenía para imponerse, refrenaba el apetito en aquella tierna edad y ajustaba la sed de aquellas niñas a la norma de la honestidad, para que no les agradase lo que no les convenía.

  1. Y, sin embargo, llegó a filtrarse en ella -según me contaba a mí, su hijo, tu sierva-, llegó a filtrarse en ella cierta afición al vino. Porque mandándole de costumbre sus padres, como a joven sobria, sacar vino de la cuba, ella, después de sumergir el vaso por la parte superior de aquélla, antes de echar el vino en la botella sorbía con la punta de los labios un poquito, no más por rechazárselo el gusto. Porque no hacía esto movida del deseo del vino, sino por ciertos excesos desbordantes de la edad, que saltan en movimientos juguetones, y que en los años pueriles suelen ser reprimidos con la gravedad de los mayores. De este modo, añadiendo un poco todos los días a aquel poco cotidiano, vino a caer -porque el que desprecia las cosas pequeñas, poco a poco viene a caer 30-en aquella costumbre, hasta llegar a beber con gusto casi la copa llena.

¿Dónde estaba entonces aquella sagaz anciana y aquella su severa prohibición? ¿Por ventura valía algo contra la enfermedad oculta si tu medicina, Señor, no velase sobre nosotros? Porque aunque ausentes el padre y la madre y las nodrizas, estabas tú presente, tú, que nos has criado, que nos llamas y que te sirves de nuestros propósitos para hacernos algún bien para la salud de nuestras almas. ¿Qué fue lo que entonces hiciste, Dios mío? ¿Con qué la curaste? ¿Con qué la sanaste? ¿No es cierto que sacaste, según tus secretas providencias, un duro y punzante insulto de otra alma como un hierro medicinal, con el que de un solo golpe sanaste aquella postema?

Porque discutiendo cierto día la criada que solía bajar a la bodega con la señorita, como ocurre con frecuencia estando las dos solas, le echó en cara este defecto con acerbísimo insulto, llamándola borrachina. Herida ésta con tal insulto, comprendió la fealdad de su pecado, y al instante lo condenó y arrojó de sí. Cierto es que muchas veces los amigos nos pervierten adulando, así como los enemigos nos corrigen insultando; mas no es el bien que viene por ellos lo que tú retribuyes, sino la intención con que lo hacen. Porque aquella criada airada lo que pretendía era afrentar a su señorita, no corregirla; y si lo hizo ocultamente fue o porque así las sorprendió la circunstancia del lugar y tiempo o porque no padeciese ella por haberlo descubierto tan tarde. Pero tú, Señor, gobernador de las cosas del cielo y de la tierra, convirtiendo para tus usos las cosas profundas del torrente, el flujo de los siglos ordenadamente turbulento, aun con la insania de una alma sanaste a otra, para que nadie, cuando advierta esto, lo atribuya a su poder, si por su medio se corrige alguien a quien desea corregir.

CAPITULO IX

  1. Así, pues, educada púdica y sobriamente, y sujeta más por ti a sus padres que por sus padres a ti, luego que llegó plenamente a la edad núbil fue dada {en matrimonio} a un varón, a quien sirvió como a señor y se esforzó por ganarle para ti, hablándole de ti con sus costumbres, con las que la hacías hermosa y reverentemente amable y admirable ante sus ojos. De tal modo toleró las injurias de sus infidelidades, que jamás tuvo con él sobre este punto la menor riña, pues esperaba que tu misericordia vendría sobre él y, creyendo en ti, se haría casto.

Era éste, además, si por una parte sumamente cariñoso, por otra extremadamente colérico; mas tenía ésta cuidado de no oponerse a su marido enfadado, no sólo con los hechos, pero ni aun con la menor palabra; y sólo cuando le veía ya tranquillo y sosegado, y lo juzgaba oportuno, le daba razón de lo que había hecho, si por casualidad se había enfadado más de lo justo.

Finalmente, cuando muchas matronas, que tenían maridos más mansos que ella, traían las rostros afeados con las señales de los golpes y comenzaban a murmurar de la conducta de ellos en sus charlas amigables, ésta, achacándolo a su lengua, advertíales seriamente entre bromas que desde el punto que oyeron leerlas las tablas llamadas matrimoniales debían haberlas considerado como un documento que las constituía en siervas de éstos; y así recordando esta su condición, no debían ensoberbecerse contra sus señores. Y como se admirasen ellas, sabiendo lo feroz que era el marido que tenía, de que jamás se hubiese oído ni traslucido por ningún indicio que Patricio maltratase a su mujer, ni siquiera que un día hubiesen estado desavenidos con alguna discusión, y le pidiesen la razón de ello en el seno de la familiaridad, enseñábales ella su modo de conducta, que es como dije arriba. Las que la imitaban experimentaban dichos efectos y le daban las gracias; las que no la seguían, esclavizadas, eran maltratadas.

  1. También a su suegra, al principio irritada contra ella por los chismes de las malas criadas, logró vencerla de tal modo con obsequios y continua tolerancia y mansedumbre, que ella misma espontáneamente manifestó a su hijo qué lenguas chismosas de las criadas eran las que turbaban la paz doméstica entre ella y su nuera y pidió se las castigase. Y así, después que él, ya por complacer a la madre, ya por conservar la disciplina familiar, ya por atender a la armonía de los suyos, castigó con azotes a las acusadas a voluntad de la acusante, aseguró ésta que tales premios debían esperar de ella quienes, pretendiendo agradarla, le dijesen algo malo de su nuera. Y no atreviéndose ya ninguna a ello, vivieron las dos en dulce y memorable armonía.

  1. Igualmente a esta tu buena sierva, en cuyas entrañas me criaste, ¡oh Dios mío, misericordia mía! 31, le habías otorgado este otro gran don: de mostrarse tan pacífica, siempre que podía, entre almas discordes y disidentes, cualesquiera que ellas fuesen, que con oír muchas cosas durísimas de una y otra parte, cuales suelen vomitar una hinchada e indigesta discordia, cuando ante la amiga presente desahoga la crudeza de sus odios en amarga conversación sobre la enemiga ausente, que no delataba nada a la una de la otra, sino aquello que podía servir para reconciliarlas.

Pequeño bien me parecería éste si una triste experiencia no me hubiera dado a conocer a muchedumbre de gentes -por haberse extendido muchísimo esta no sé qué horrenda pestilencia de pecados- que no sólo descubren los dichos de enemigos airados a sus airados enemigos, sino que añaden, además, cosas que no se han dicho; cuando, al contrario, a un hombre que es humano deberá parecer poco el no excitar ni aumentar las enemistades de los hombres hablando mal, si antes no procura extinguirlas hablando bien.

Tal era aquélla, adoctrinada por ti, maestro interior, en la escuela de su corazón.

  1. Por último, consiguió también ganar para ti a su marido al fin de su vida, no teniendo que lamentar en él siendo fiel lo que había tolerado siendo infiel.

Era, además, sierva de tus siervos, y cualesquiera de ellos que la conocía te alababa, honraba y amaba mucho en ella, porque advertía tu presencia en su corazón por los frutos de su santa conversación.

Había sido mujer de un solo varón, había cumplido con sus padres, había gobernado su casa piadosamente y tenía el testimonio de las buenas obras 32, y había nutrido a sus hijos, pariéndoles tantas veces cuantas les veía apartarse de ti.

Por último, Señor, ya que por tu gracia nos dejas hablar a tus siervos, de tal manera cuidó de todos nosotros los que antes de morir ella vivíamos juntos, recibida ya la gracia del bautismo, como si fuera madre de todos; y de tal modo nos sirvió, como si fuese hija de cada uno de nosotros.

CAPITULO X

  1. Estando ya inminente el día en que había de salir de esta vida -que tú, Señor, conocías, y nosotros ignorábamos-, sucedió a lo que yo creo, disponiéndolo tú por tus modos ocultos, que nos hallásemos solos yo y ella apoyados sobre una ventana, desde donde se contemplaba un huerto o jardín que había dentro de la casa, allí en Ostia Tiberina, donde, apartados de las turbas, después de las fatigas de un largo viaje, cogíamos fuerzas para la navegación.

Allí solos conversábamos dulcísimamente; y olvidando las cosas pasadas, ocupados en lo por venir 33, inquiríamos los dos delante de la verdad presente, que eres tú, cuál sería la vida eterna de los santos, que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el corazón del hombre concibió 34. Abríamos anhelosos la boca de nuestro corazón hacia aquellos raudales soberanos de tu fuente -de la fuente de vida que está en ti 35- para que, rociados según nuestra capacidad, nos formásemos de algún modo idea de cosa tan grande.

  1. Y como llegara nuestro discurso a la conclusión de que cualquier deleite de los sentidos carnales, aunque sea el más grande, revestido del mayor esplendor corpóreo, ante el gozo de aquella vida no sólo no es digno de comparación, pero ni aun de ser mentado, levantándonos con más ardiente afecto hacia el que es siempre el mismo, recorrimos gradualmente todos los seres corpóreos, hasta el mismo cielo, desde donde el sol y la luna envían sus rayos a la tierra.

Y subimos todavía más arriba, pensando, hablando y admirando tus obras; y llegamos hasta nuestras almas y las pasamos también, a fin de llegar a la región de la abundancia indeficiente, en donde tú apacientas a Israel eternamente con el pasto de la verdad, y es la vida la Sabiduría, por quien todas las cosas existen, así las ya creadas como las que han de ser, sin que ella lo sea por nadie; siendo ahora como fue antes y como será siempre, o más bien, sin que haya en ella fue ni será, sino sólo es, por ser eterna, porque lo que ha sido o será no es eterno.

Y mientras hablábamos y suspirábamos por ella, llegamos a tocarla un poco con todo el ímpetu de nuestro corazón; y suspirando y dejando allí prisioneras las primicias de nuestro espíritu, tornamos al estrépito de nuestra boca, donde tiene principio y fin el verbo humano, en nada semejante a tu Verbo, Señor nuestro, que permanece en sí sin envejecerse y renueva todas las cosas.

  1. Y decíamos nosotros: Si hubiera alguien en quien callase el tumulto de la carne; callasen las imágenes de la tierra, del agua y del aire; callasen los mismos cielos y aun el alma misma callase y se remontara sobre sí, no pensando en sí; si callasen los sueños y revelaciones imaginarias, y, finalmente, si callase por completo toda lengua, todo signo y todo cuanto se hace pasando – puesto que todas estas cosas dicen a quien les presta oído: No nos hemos hecho a nosotras mismas, sino que nos ha hecho el que permanece eternamente 36-; si, dicho esto, callasen, dirigiendo el oído hacia aquel que las ha hecho, y sólo él hablase, no por ellas, sino por sí mismo, de modo que oyesen su palabra, no por lengua de carne, ni por voz de ángel, ni por sonido de nubes, ni por enigmas de semejanza, sino que le oyéramos a él mismo, a quien amamos en estas cosas, a él mismo sin ellas, como al presente nos elevamos y tocamos rápidamente con el pensamiento la eterna Sabiduría, que permanece sobre todas las cosas; si, por último, este estado se continuase y fuesen alejadas de él las demás visiones de índole muy inferior, y esta sola arrebatase, absorbiese y abismase en los gozos más íntimos a su contemplador, de modo que fuese la vida sempiterna cual fue este momento de intuición por el cual suspiramos, ¿no sería esto el Entra en el gozo de tu Señor 37? Mas ¿cuándo será esto? ¿Acaso cuando todos resucitemos, bien que no todos seamos inmutados? 38

  1. Tales cosas decía yo, aunque no de este modo ni con estas palabras. Pero tú sabes, Señor, que en aquel día, mientras hablábamos de estas cosas -y a medida que hablábamos nos parecía más vil este mundo con todos sus deleites-, díjome ella: «Hijo, por lo que a mí toca, nada me deleita ya en esta vida. No sé ya qué hago en ella ni por qué estoy, aquí, muerta a toda esperanza del siglo. Una sola cosa había por la que deseaba detenerme un poco en esta vida, y era verte cristiano católico antes de morir. Superabundantemente me ha concedido esto mi Dios, puesto que, despreciada la felicidad terrena, te veo siervo suyo. ¿Qué hago, pues, aquí?».

CAPITULO XI

  1. No recuerdo yo bien qué respondí a esto; pero sí que apenas pasados cinco días, o no muchos más, cayó en cama con fiebres. Y estando enferma tuvo un día un desmayo, quedando por un poco privada de los sentidos. Acudimos corriendo, mas pronto volvió en sí, y viéndonos presentes a mí y a mi hermano, díjonos, como quien pregunta algo: «¿Dónde estaba?» Después, viéndonos atónitos de tristeza, nos dijo: «Enterráis aquí a vuestra madre». Yo callaba y frenaba el llanto, mas mi hermano dijo no sé qué palabras, con las que parecía desearle como cosa más feliz morir en la patria y no en tierras tan lejanas. Al oírlo ella, reprendióle con la mirada, con rostro afligido por pensar tales cosas; y mirándome después a mí, dijo: «Enterrad este cuerpo en cualquier parte, ni os preocupe más su cuidado; solamente os ruego que os acordéis de mí ante el altar del Señor doquiera que os hallareis». Y habiéndonos explicado esta determinación con las palabras que pudo, calló, y agravándose la enfermedad, entró en la agonía.

  1. Mas yo, ¡oh Dios invisible!, meditando en los dones que tú infundes en el corazón de tus fieles y en los frutos admirables que de ellos nacen, me gozaba y te daba gracias recordando lo que sabía del gran cuidado que había tenido siempre de su sepulcro, adquirido y preparado junto al cuerpo de su marido. Porque así como había vivido con él concordísimamente, así quería también -cosa muy propia del alma humana menos deseosa de las cosas divinas- tener aquella dicha y que los hombres recordasen cómo después de su viaje transmarino se le había concedido la gracia de que una misma tierra cubriese el polvo conjunto de ambos cónyuges.

Ignoraba yo también cuándo esta vanidad había empezado a dejar de ser en su corazón, por la plenitud de tu bondad; alegrábame, sin embargo, admirando que se me hubiese mostrado así, aunque ya en aquel nuestro discurso de la ventana me pareció no desear morir en su patria al decir: «¿Qué hago ya aquí?» También oí después que, estando yo ausente, como cierto día conversase con unos amigos míos con maternal confianza sobre el desprecio de esta vida y el bien de la muerte, estando ya en Ostia, y maravillándose ellos de tal fortaleza en una mujer -porque tú se la habías dado-, le preguntasen si no temería dejar su cuerpo tan lejos de su ciudad, respondió: «Nada hay lejos para Dios, ni hay que temer que ignore al fin del mundo el lugar donde estoy para resucitarme»

Así, pues, a los nueve días de su enfermedad, a los cincuenta y seis años de su edad y treinta y tres de la mía, fue libertada del cuerpo aquella alma religiosa y pía.

CAPITULO XII

  1. Cerraba yo sus ojos, mas una tristeza inmensa afluía a mi corazón, y ya iba a resolverse en lágrimas, cuando al punto mis ojos, al violento imperio de mi alma, resorbían su fuente hasta secarla, padeciendo con tal lucha de modo imponderable. Entonces fue cuando, al dar el último suspiro, el niño Adeodato rompió a llorar a gritos; mas reprimido por todos nosotros, calló. De ese modo era también reprimido aquello que había en mí de pueril, y me provocaba al llanto, con la voz juvenil, la voz del corazón, y callaba. Porque juzgábamos que no era conveniente celebrar aquel entierro con quejas lastimeras y gemidos, con los cuales se suele frecuentemente deplorar la miseria de los que mueren o su total extinción; y ella ni había muerto miserablemente ni había muerto del todo; de lo cual estábamos nosotros seguros por el testimonio de sus costumbres, por su fe no fingida y otros argumentos ciertos 39.

30.¿Y qué era lo que interiormente tanto me dolía sino la herida reciente que me había causado el romperse repentinamente aquella costumbre dulcísima y carísima de vivir juntos?

Cierto es que me llenaba de satisfacción el testimonio que había dado de mí, cuando en esta su última enfermedad, como acariciándome por mis atenciones con ella, me llamaba piadoso y recordaba con gran afecto de cariño no haber oído jamás salir de mi boca la menor palabra dura o contumeliosa contra ella. Pero ¿qué era, Dios mío, Hacedor nuestro, este honor que yo le había dado en comparación de lo que ella me había servido? Por eso, porque me veía abandonado de aquel tan gran consuelo suyo, sentía el alma herida y despedazada mi vida, que había llegado a formar una sola con la suya.

  1. Reprimido, pues, que hubo su llanto el niño, tomó Evodio un salterio y comenzó a cantar -respondiéndole toda la casa- el salmo Misericordia y justicia te cantaré, Señor 40. Enterada la gente de lo que pasaba, acudieron muchos hermanos y religiosas mujeres, y mientras los encargados de esto preparaban las cosas de costumbre para el entierro, yo, retirado en un lugar adecuado, junto con aquellos que no habían creído conveniente dejarme solo, disputaba con ellos sobre cosas propias de las circunstancias; y con este lenitivo de la verdad mitigaba mi tormento, conocido de ti, pero ignorado de ellos, quienes me oían atentamente y me creían sin sentimiento de dolor.

Mas en tus oídos, en donde ninguno de ellos me oía, increpaba yo la blandura de mi afecto y reprimía aquel torrente de tristeza, que cedía por algún tiempo, pero que nuevamente me arrastraba con su ímpetu, aunque no ya hasta derramar lágrimas ni mudar el semblante; sólo yo sabía lo oprimido que tenía el corazón. Y como me desagradaba sobremanera que pudiesen tanto en mí estos sucesos humanos, que forzosamente han de suceder por el orden debido y por la naturaleza de nuestra condición, me dolía de mi dolor con nuevo dolor y me atormentaba con doble tristeza.

  1. Cuando llegó el momento de levantar el cadáver, acompañámosle y volvimos sin soltar una lágrima. Ni aun en aquellas oraciones que te hicimos, cuando se ofrecía por ella el sacrificio de nuestro rescate, puesto ya el cadáver junto al sepulcro antes de ser depositado, como suele hacerse allí, ni aun en estas oraciones, digo, lloré, sino que todo el día anduve interiormente muy triste, pidiéndote, como podía, con la mente turbada, que sanases mi dolor; mas tú no lo hacías, a lo que yo creo, para que fijase bien en la memoria, aun por sólo este documento, qué fuerza tiene la costumbre aun en almas que no se alimentan ya de vanas palabras.

Asimismo me pareció bien tomar un baño, por haber oído decir que el nombre de baño (bálneo, en latín) venía de los griegos, quienes le llamaron bálanion (= arrojar), por creer que arrojaba del alma la tristeza. Mas he aquí -lo confieso a tu misericordia, ¡oh Padre de los huérfanos! 41 que, habiéndome bañado, me hallé después del baño como antes de bañarme. Porque mi corazón no trasudó ni una gota de la hiel de su tristeza.

Después me quedé dormido; desperté, y hallé en gran parte mitigado mi dolor; y estando solo como estaba en mi lecho, me vinieron a la mente aquellos versos verídicos de tu Ambrosio. Porque

Tú eres, Dios, criador de cuanto existe,

del mundo supremo gobernante,

que el día vistes de luz brillante,

de grato sueño la noche triste;

a fin de que a los miembros rendidos

el descanso al trabajo prepare,

y las mentes cansadas repare,

y los pechos de pena oprimidos.

  1. Mas de aquí poco a poco tornaba al pensamiento de antes, sobre tu sierva y su santa conversación, piadosa para contigo y santamente blanda y morigerada con nosotros, de la cual súbitamente me veía privado. Y sentí ganas de llorar en presencia tuya, por causa de ella y por ella, y por causa mía y por mí. Y solté las riendas. a las lágrimas, que tenía contenidas, para que corriesen cuanto quisieran, extendiéndolas yo como un lecho debajo de mi corazón; el cual descansó en ellas, porque tus oídos eran los que allí me escuchaban, no los de ningún hombre que orgullosamente pudiera interpretar mi llanto.

Y ahora, Señor, te lo confieso en estas líneas: léalas quienquiera e interprételas como quisiere; y si hallare pecado en haber llorado yo a mi madre la exigua parte de una hora, a mi madre muerta entonces a mis ojos, ella, que me había llorado tantos años para que yo viviese a los tuyos, no se ría; antes, si es mucha su caridad, llore por mis pecados delante de ti, Padre de todos los hermanos de tu Cristo.

CAPITULO XIII

  1. Mas sanado ya mi corazón de aquella herida, en la que podía reprocharse lo carnal del afecto, derramo ante ti, Dios nuestro, otro género de lágrimas muy distintas por aquella tu sierva: las que brotan del espíritu conmovido a vista de los peligros que rodean a toda alma que muere en Adán. Porque, aun cuando mi madre, vivificada en Cristo, primero de romper los lazos de la carne, vivió de tal modo que tu nombre es alabado en su fe y en sus costumbres, no me atrevo, sin embargo, a decir que, desde que fue regenerada por ti en el bautismo, no saliese de su boca palabra alguna contra tu precepto. Porque la Verdad, tu Hijo, tiene dicho: Quien llamare a su hermano necio será reo del fuego del infierno 42, y ¡ay de la vida de los hombres, por laudable que sea, si tú la examinas dejando a un lado la misericordia! Mas porque sabemos que no escudriñas hasta lo último nuestros delitos, vehemente y confiadamente esperamos ocupar un lugar contigo. Porque quien enumera en tu presencia sus verdaderos méritos, ¿qué otra cosa enumera sino tus dones? ¡Oh si se reconociesen hombres los hombres, y quien se gloría se gloriase en el Señor! 43

  1. Así, pues, alabanza mía, y vida mía, y Dios de mi corazón; dejando a un lado por un momento sus buenas acciones, por las cuales gozoso te doy gracias, pídate ahora perdón por los pecados de mi madre. Óyeme por la Medicina de nuestras heridas, que pendió del leño de la cruz, y sentado ahora a tu diestra, intercede contigo por nosotros 44. Yo sé que ella obró misericordia y que perdonó de corazón las deudas a sus deudores; perdónale también tú sus deudas, si algunas contrajo durante tantos años después de ser bautizada. Perdónala, Señor, perdónala, te suplico, y no entres en juicio con ella 45. Triunfe la misericordia sobre la justicia 46, porque tus palabras son verdaderas y prometiste misericordia a los misericordiosos, aunque lo sean porque tú se lo das, tú que tienes compasión de quien la tuviere y prestas misericordia a quien fuere misericordioso 47.

  1. Yo bien creo que has hecho ya con ella lo que te pido; mas deseo aprobéis, Señor, los deseos de mi boca 48. Porque estando inminente el día de su muerte, no pensó aquélla en enterrar su cuerpo con gran pompa o que fuese embalsamado con preciosas esencias, ni deseó un monumento escogido, ni se cuidó del sepulcro patrio. Nada de esto nos ordenó, sino únicamente deseó que nos acordásemos de ella ante el altar del Señor, al cual había servido sin dejar ningún día, sabiendo que en él es donde se inmola la Víctima santa, con cuya sangre fue borrada la escritura que había contra nosotros 49, y vencido el enemigo que cuenta nuestros delitos y busca de qué acusarnos, no hallando nada en aquel en quien nosotros vencemos.

¿Quién podrá devolverle su sangre inocente? ¿Quién restituirle el precio con que nos compró, para arrancarnos de aquél? A este sacramento de nuestro precio ligó tu sierva su alma con el vínculo de la fe. Nadie la aparte de tu protección. No se interponga, ni por fuerza ni por insidia, el león o el dragón. Porque no dirá ella que no debe nada, para ser convencida y presa del astuto acusador, sino que sus deudas le han sido perdonadas por aquel a quien nadie podrá devolvedle lo que no debiendo por nosotros dio por nosotros.

  1. Sea, pues, en paz con su marido, antes del cual y después del cual no tuvo otro; a quien sirvió, ofreciéndote a ti el fruto con paciencia 50, a fin de lucrarle para ti. Mas inspira, Señor mío y Dios mío, inspira a tus siervos, mis hermanos; a tus hijos, mis señores, a quienes sirvo con el corazón, con la palabra y con la pluma, para que cuantos leyeren estas cosas se acuerden ante tu altar de Mónica, tu sierva, y de Patricio, en otro tiempo su esposo, por cuya carne me introdujiste en esta vida no sé cómo. Acuérdense con piadoso afecto de los que fueron mis padres en esta luz transitoria; mis hermanos, debajo de ti, ¡oh Padre!, en el seno de la madre Católica, y mis ciudadanos en la Jerusalén eterna, por la que suspira la peregrinación de tu pueblo desde su salida hasta su regreso, a fin de que lo que aquélla me pidió en el último instante le sea concedido más abundantemente por las oraciones de muchos con estas mis Confesiones, que no por mis solas oraciones.

LIBRO DECIMO

CAPITULO I

  1. Conózcate a ti, Conocedor mío, conózcate a ti como soy conocido 1, Virtud de mi alma, entra en ella y ajústala a ti, para que la tengas y poseas sin mancha ni ruga 2.

Esta es mi esperanza, por eso hablo; y en esta esperanza me gozo cuando rectamente me gozo. Las demás cosas de esta vida, tanto menos se han de llorar cuanto más se las llora, y tanto más se han de llorar cuanto menos se las llora.

He aquí que amaste la verdad 3, porque el que la obra viene a la luz 4. Quiérola yo obrar en mi corazón, delante de ti por esta mi confesión y delante de muchos testigos por este mi escrito.

CAPITULO II

  1. Y ciertamente, Señor, a cuyos ojos está siempre desnudo el abismo de la conciencia humana, ¿qué podría haber oculto en mí, aunque yo no te lo quisiera confesar? Lo que haría sería escondérteme a ti de mí, no a mí de ti. Pero ahora que mi gemido es testigo de que yo me desagrado a mí, tú brillas y me places y eres amado y deseado hasta avergonzarme de mí y desecharme y elegirte a ti, y así no me plazca a ti ni a mí si no es por ti.

Quienquiera, pues, que yo sea, manifiesto soy para ti, Señor. También he dicho yo el fruto con que te confieso; porque no hago esto con palabras y voces de carne, sino con palabras del alma y clamor de la mente, que son las que tus oídos conocen. Porque, cuando soy malo, confesarte a ti no es otra cosa que desplacerme a mí; y cuando soy piadoso, confesarte a ti no es otra cosa que no atribuírmelo a mí. Porque tú, Señor, eres el que bendices al justo 5 pero antes le haces justo de impío 6.

Así, pues, mi confesión en tu presencia, Dios mío, se hace callada y no calladamente: calla en cuanto al ruido [de las palabras], clama en cuanto al afecto. Porque ni siquiera una palabra de bien puedo decir a los hombres si antes no la oyeres tú de mí, ni tú podrías oír algo tal de mí si antes no me lo hubieses dicho tú a mí.

CAPITULO III

  1. ¿Qué tengo, pues, yo que ver con los hombres, para que oigan mis confesiones, como si ellos fueran a sanar todas mis enfermedades? 7 Curioso linaje para averiguar vidas ajenas, desidioso para corregir la suya. ¿Por qué quieren oír de mí quién soy, ellos que no quieren oír de ti quiénes son? ¿Y de dónde saben, cuando me oyen hablar de mí mismo, si les digo verdad, siendo así que ninguno de los hombres sabe lo que pasa en el hombre, si no es el espíritu del hombre, que, existe en él? 8 Pero si te oyeren a ti hablar de ellos, no podrán decir: «Miente el Señor.» Porque ¿qué es oírte a ti hablar de ellos sino conocerse a sí? ¿Y quién hay que se conozca y diga «es falso», si él mismo no miente?

Mas porque la caridad todo lo cree -entre aquellos, digo, a quienes unidos consigo hace una cosa-, también yo, Señor, aun así me confieso a ti, para que lo oigan los hombres, a quienes no puedo probarles que las cosas que confieso son verdaderas. Mas créanme aquellos cuyos oídos abre para mí la caridad.

  1. No obstante esto, Médico mío íntimo, hazme ver claro con qué fruto hago yo esto. Porque las confesiones de mis males pretéritos -que tú perdonaste ya y cubriste, para hacerme feliz en ti, cambiando mi alma con tu fe y tu sacramento-, cuando son leídas y oídas, excitan al corazón para que no se duerma en la desesperación y diga: «No puedo», sino que le despierte al amor de tu misericordia y a la dulzura de tu gracia, por la que es poderoso todo débil que sé da cuenta por ella de su debilidad.

Y deleita a los buenos oír los pasados males de aquellos que ya carecen de ellos; pero no les deleita por aquello de ser malos, sino porque lo fueron y ahora no lo son.

¿Con qué fruto, pues, Señor mío -a quien todos los días se confiesa mi conciencia, más segura ya con la esperanza de tu misericordia que de su inocencia-, con qué fruto, te ruego, confieso delante de ti a los hombres, por medio de este escrito, lo que yo soy ahora, no lo que he sido? Porque ya hemos visto y consignado el fruto de confesar lo que fui.

Pero hay muchos que me conocieron, y otros que no me conocieron, que desean saber quién soy yo al presente en este tiempo preciso en que escribo las Confesiones, los cuales, aunque hanme oído algo o han oído a otros de mí, pero no pueden aplicar su oído a mi corazón, donde soy lo que soy. Quieren, sin duda, saber por confesión mía lo que soy interiormente, allí donde ellos no pueden penetrar con la vista, ni el oído, ni la mente. Dispuestos están a creerme, ¿acaso lo estarán a conocerme? Porque la caridad, que los hace buenos, les dice que yo no les miento cuando confieso tales cosas de mí y ella misma hace que ellos crean en mí.

CAPITULO IV

  1. Pero ¿con qué fruto quieren esto? ¿Acaso desean congratularse conmigo al oír cuánto me he acercado a ti por tu gracia y orar por mí al oír cuánto me retardo por mi peso? Me manifestaré a los tales, porque no es pequeño fruto, Señor Dios mío, el que sean muchos los que te den gracias por mí 9 y seas rogado de muchos por mí. Ame en mí el ánimo fraterno lo que enseñas se debe amar y duélase en mí de lo que enseñas se debe doler. Haga esto el ánimo fraterno, no el extraño, no el de hijos ajenos, cuya boca habla la vanidad y su diestra es la diestra de la iniquidad 10, sino el fraterno, que cuando aprueba algo en mí se goza en mí y cuando reprueba algo en mí se contrista por mí, porque, ya me apruebe, ya me repruebe, me ama.

Me manifestaré a estos tales. Respiren en mis bienes, suspiren en mis males. Mis bienes son tus obras y tus dones; mis males son mis pecados y tus juicios. Respiren en aquéllos y suspiren en éstos, y el himno y el llanto suban a tu presencia de los corazones fraternos, tus turíbulos.

Y tú, Señor, deleitado con la fragancia de tu santo templo, compadécete de mí, según tu gran misericordia 11, por amor de tu nombre; y no abandonando en modo alguno tu obra comenzada, consuma en mí lo que hay de imperfecto.

  1. Este es el fruto de mis confesiones, no de lo que he sido, sino de lo que soy. Que yo confiese esto, no solamente delante de ti con secreta alegría mezclada de temor y con secreta tristeza mezclada de esperanza, sino también en los oídos de los creyentes hijos de los hombres, compañeros de mi gozo y consortes de mi mortalidad, ciudadanos míos y peregrinos conmigo, anteriores y posteriores y compañeros de mi vida. Estos son tus siervos, mis hermanos, que tú quisiste fuesen hijos tuyos, señores míos, y a quienes me mandaste que sirviese si quería vivir contigo de ti.

Poco hubiera sido de provecho para mí si tu Verbo lo hubiese mandado de palabra y no hubiera ido delante con la obra. Por eso hago yo también esto con palabras y con hechos, y lo hago bajo tus alas y con un peligro enormemente grande, si no fuera porque bajo tus alas 12 te está sujeta mi alma y te es conocida mi flaqueza.

Pequeñuelo soy, mas vive perpetuamente mi Padre y tengo en él tutor idóneo. El es el mismo que me engendró y me defiende, y tú eres todos mis bienes, tú Omnipotente, que estás conmigo aun desde antes de que yo lo estuviera contigo.

Manifestaré, pues, a estos tales -a quienes tú mandas que les sirva-no quién he sido, sino quién soy ahora al presente y qué es lo que todavía hay en mí. Pero no quiero juzgarme a mí 13 mismo. Sea, pues, oído así.

CAPITULO V

  1. Tú eres, Señor, el que me juzgas; porque, aunque nadie de los hombres sabe las cosas interiores del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él 14, con todo hay algo en el hombre que ignora aun el mismo espíritu que habita en él; pero tú, Señor, sabes todas sus cosas, porque le has hecho. También yo, aunque en tu presencia me desprecie y tenga por tierra y ceniza, sé algo de ti que ignoro de mí. Y ciertamente ahora te vemos, por espejo en enigmas, no cara a cara 15, y así, mientras peregrino fuera de ti, me soy más presente a mí que a ti. Con todo, sé que tú no puedes ser de ningún modo violado, en tanto que no sé a qué tentaciones puedo yo resistir y a cuáles no puedo, estando solamente mi esperanza en que eres fiel y no permitirás que seamos tentados más de lo que podemos soportar, antes con la tentación das también el éxito, para que podamos resistir 16.

Confiese, pues, lo que sé de mí; confiese también lo que de mí ignoro; porque lo que sé de mí lo sé porque tú me iluminas, y lo que de mí ignoro no lo sabré hasta tanto que mis tinieblas se conviertan en mediodía en tu presencia 17.

CAPITULO VI

  1. No con conciencia dudosa, sino cierta, Señor, te amo yo. Heriste mi corazón con tu palabra y te amé. Mas también el cielo y la tierra y todo cuanto en ellos se contiene he aquí que me dicen de todas partes que te ame; ni cesan de decírselo a todos, a fin de que sean inexcusables 18. Sin embargo, tú te compadecerás más altamente de quien te compadecieres y prestarás más tu misericordia con quien fueses misericordioso: de otro modo, el cielo y la tierra cantarían tus alabanzas a sordos.

Y ¿qué es lo que amo cuando yo te amo? No belleza de cuerpo ni hermosura de tiempo, no blancura de luz, tan amable a estos ojos terrenos; no dulces melodías de toda clase de cantilenas, no fragancia de flores, de ungüentos y de aromas, no manás ni mieles, no miembros gratos a los amplexos de la carne: nada de esto amo cuando amo a mi Dios. Y, sin embargo, amo cierta luz, y cierta voz, y cierta fragancia, y cierto alimento, y cierto amplexo, cuando amo a mi Dios, luz, voz, fragancia, alimento y amplexo del hombre mío interior, donde resplandece a mi alma lo que no se consume comiendo, y se adhiere lo que la saciedad no separa. Esto es lo que amo cuando amo a mi Dios.

  1. Pero ¿y qué es entonces?

Pregunté a la tierra y me dijo: «No soy yo»; y todas las cosas que hay en ella me confesaron lo mismo. Pregunté al mar y a los abismos y a los reptiles de alma viva, y me respondieron: «No somos tu Dios; búscale sobre nosotros.» Interrogué a las auras que respiramos, y el aire todo, con sus moradores, me dijo: «Engáñase Anaxímenes: yo no soy tu Dios.» Pregunté al cielo, al sol, a la luna y a las estrellas. «Tampoco somos nosotros el Dios que buscas», me respondieron.

Dije entonces a todas las cosas que están fuera de las puertas de mi carne: «Decidme algo de mi Dios, ya que vosotras no lo sois; decidme algo de él.» Y exclamaron todas con grande voz: «El nos ha hecho.» Mi pregunta era mi mirada, y su respuesta, su apariencia.

Entonces me dirigí a mí mismo y me dije: «¿Tú quién eres?», y respondí: «Un hombre.» He aquí, pues, que tengo en mí prestos un cuerpo y un alma; la una, interior; el otro, exterior. ¿Por cuál de éstos es por donde debí yo buscar a mi Dios, a quien ya había buscado por los cuerpos desde la tierra al cielo, hasta donde pude enviar los mensajeros rayos de mis ojos? Mejor, sin duda, es el elemento interior, porque a él es a quien comunican sus noticias todos los mensajeros corporales, como a presidente y juez, de las respuestas del cielo, de la tierra y de todas las cosas que en ellos se encierran, cuando dicen: «No somos Dios» y «El nos ha hecho». El hombre interior es quien conoce estas cosas por ministerio del exterior; yo interior conozco estas cosas; yo, Yo-Alma, por medio del sentido de mi cuerpo.

Interrogué, finalmente, a la mole del mundo acerca de mi Dios, y ella me respondió: «No lo soy yo, simple hechura suya».

  1. Pero ¿no se muestra esta hermosura a cuantos tienen entero el sentido? ¿Por qué, pues, no habla a todos lo mismo?

Los animales, pequeños y grandes, la ven; pero no pueden interrogarla, porque no se les ha puesto de presidente de los nunciadores sentidos a la razón que juzgue. Los hombres pueden, sí, interrogarla, por percibir por las cosas visibles las invisibles de Dios; más hácense esclavos de ellas por el amor, y, una vez esclavos, ya no pueden juzgar. Porque no responden éstas a los que interrogan, sino a los que juzgan; ni cambian de voz, esto es, de aspecto, si uno ve solamente, y otro, además de ver, interroga, de modo que aparezca a uno de una manera y a otro de otra; sino que, apareciendo a ambos, es muda para el uno y habladora para el otro, o mejor dicho, habla a todos, mas sólo aquellos la entienden que confieren su voz, recibida fuera, con la verdad interior. Porque la verdad me dice: «No es tu Dios el cielo, ni la tierra, ni cuerpo alguno.» Y esto mismo dice la naturaleza de éstos, a quien advierte que la mole es menor en la parte que en el todo. Por esta razón eres tú mejor que éstos; a ti te digo; ¡oh alma!, porque tú vivificas la mole de tu cuerpo prestándole vida, lo que ningún cuerpo puede prestar a otro cuerpo. Mas tu Dios es para ti hasta la vida de tu vida.

CAPITULO VII

  1. ¿Qué es, por tanto, lo que amo cuando amo yo a mi Dios? ¿Y quién es él sino el que está sobre la cabeza de mi alma?

Por mi alma misma subiré, pues, a él. Traspasaré esta virtud mía por la que estoy unido al cuerpo y llena su organismo de vida, pues no hallo en ella a mi Dios. Porque, de hallarle, le hallarían también el caballo y el mulo, que no tienen inteligencia 19, y que, sin embargo, tienen esta misma virtud por la que viven igualmente sus cuerpos.

Hay otra virtud por la que no sólo vivifico, sino también sensifico a mi carne, y que el Señor me fabricó mandando al ojo que no oiga y al oído que no vea, sino a aquél que me sirva para ver, a éste para oír, y a cada uno de los otros sentidos lo que les es propio según su lugar y oficio; las cuales cosas, aunque diversas, las hago por su medio, yo un alma única.

Traspasaré aún esta virtud mía; porque también la poseen el caballo y el mulo pues también ellos sienten por medio del cuerpo.

CAPITULO VIII

  1. Traspasaré, pues, aun esta virtud de mi naturaleza, ascendiendo por grados hacia aquel que me hizo.

Mas heme ante los campos y anchos senos de la memoria, donde están los tesoros de innumerables imágenes de toda clase de cosas acarreadas por los sentidos. Allí se halla escondido cuanto pensamos, ya aumentando, ya disminuyendo, ya variando de cualquier modo las cosas adquiridas por los sentidos, y todo cuanto se le ha encomendado y se halla allí depositado y no ha sido aún absorbido y sepultado por el olvido.

Cuando estoy allí pido que se me presente lo que quiero, y algunas cosas preséntanse al momento; pero otras hay que buscarlas con más tiempo y como sacarlas de unos receptáculos abstrusos; otras, en cambio, irrumpen en tropel, y cuando uno desea y busca otra cosa se ponen en medio, cono diciendo: «¿No seremos nosotras?» Mas espántolas yo del haz de mi memoria con la mano del corazón, hasta que se esclarece lo que quiero y salta a mi vista de su escondrijo.

Otras cosas hay que fácilmente y por su orden riguroso se presentan, según son llamadas, y ceden su lugar a las que les siguen, y cediéndolo son depositadas, para salir cuando de nuevo se deseare. Lo cual sucede puntualmente cuando narro alguna cosa de memoria.

  1. Allí se hallan también guardadas de modo distinto y por sus géneros todas las cosas que entraron por su propia puerta, como la luz, los colores y las formas de los cuerpos, por la vista; por el oído, toda clase de sonidos; y todos los olores por la puerta de las narices; y todos los sabores por la de la boca; y por el sentido que se extiende por todo el cuerpo (tacto), lo duro y lo blando, lo caliente y lo frío, lo suave y lo áspero, lo pesado y lo ligero, ya sea extrínseco, ya intrínseco al cuerpo. Todas estas cosas recibe, para recordarlas cuando fuere menester y volver sobre ellas, el gran receptáculo de la memoria, y no sé qué secretos e inefables senos suyos. Todas las cuales cosas entran en ella, cada una por su propia puerta, siendo almacenadas allí.

Ni son las mismas cosas las que entran, sino las imágenes de las cosas sentidas, las cuales quedan allí a disposición del pensamiento que las recuerda. Pero ¿quién podrá decir cómo fueron formadas estas imágenes, aunque sea claro por qué sentidos fueron captadas y escondidas en el interior? Porque, cuando estoy en silencio y en tinieblas, represéntome, si quiero, los colores, y distingo el blanco del negro, y todos los demás que quiero, sin que me salgan al encuentro los sonidos, ni me perturben lo que, extraído por los ojos, entonces considero, no obstante que ellos [los sonidos] estén allí, y como colocados aparte, permanezcan latentes. Porque también a ellos les llamo, si me place, y al punto se me presentan, y con la lengua queda y callada la garganta canto cuanto quiero, sin que las imágenes de los colores que se hallan allí se interpongan ni interrumpan mientras se revisa el tesoro que entró por los oídos.

Del mismo modo recuerdo, según me place, las demás cosas aportadas y acumuladas por los otros sentidos, y así, sin oler nada, distingo el aroma de los lirios del de las violetas, y, sin gustar ni tocar cosa, sino sólo con el recuerdo; prefiero la miel al arrope y lo suave a lo áspero.

  1. Todo esto lo hago yo interiormente en el aula inmensa de mi memoria. Allí se me ofrecen al punto el cielo y la tierra y el mar con todas las cosas que he percibido sensiblemente en ellos, a excepción de las que tengo ya olvidadas. Allí me encuentro con mí mismo y me acuerdo de mí y de lo que hice, y en qué tiempo y en qué lugar, y de qué modo y cómo estaba afectado cuando lo hacía. Allí están todas las cosas que yo recuerdo haber experimentado o creído. De este mismo tesoro salen las semejanzas tan diversas unas de otras, bien experimentadas, bien creídas en virtud de las experimentadas, las cuales, cotejándolas con las pasadas, infiero de ellas acciones futuras, acontecimientos y esperanzas, todo lo cual lo pienso como presente. «Haré esto o aquello», digo entre mí en el seno ingente de mi alma, repleto de imágenes de tantas y tan grandes cosas; y esto o aquello se sigue. «¡Oh si sucediese esto o aquello!» «¡No quiera Dios esto o aquello!» Esto digo en mi interior, y al decirlo se me ofrecen al punto las imágenes de las cosas que digo de este tesoro de la memoria, porque si me faltasen, nada en absoluto podría decir de ellas.

  1. Grande es esta virtud de la memoria, grande sobremanera, Dios mío, Penetral amplio e infinito. ¿Quién ha llegado a su fondo? Mas, con ser esta virtud propia de mi alma y pertenecer a mi naturaleza, no soy yo capaz de abarcar totalmente lo que soy. De donde se sigue que es angosta el alma para contenerse a sí misma. Pero ¿dónde puede estar lo que de sí misma no cabe en ella? ¿Acaso fuera de ella y no en ella? ¿Cómo es, pues, que no se puede abarcar.

Mucha admiración me causa esto y me llena de estupor. Viajan los hombres por admirar las alturas de los montes, y las ingentes olas del mar, y las anchurosas corrientes de los ríos, y la inmensidad del océano, y el giro de los astros, y se olvidan de sí mismos, ni se admiran de que todas estas cosas, que al nombrarlas no las veo con los ojos, no podría nombrarlas si interiormente no viese en mi memoria los montes, y las olas, y los ríos, y los astros, percibidos ocularmente, y el océano, sólo creído; con dimensiones tan grandes como si las viese fuera. Y, sin embargo, no es que haya absorbido tales cosas al verlas con los ojos del cuerpo, ni que ellas se hallen dentro de mí, sino sus imágenes. Lo único que sé es por qué sentido del cuerpo he recibido la impresión de cada una de ellas.

CAPITULO IX

  1. Pero no son estas cosas las únicas que encierra la inmensa capacidad de mi memoria. Aquí están como en un lugar interior remoto, que no es lugar, todas aquellas nociones aprendidas de las artes liberales, que todavía no se han olvidado. Mas aquí no son ya las imágenes de ellas las que llevo, sino las cosas mismas. Porque yo sé qué es la gramática, la pericia dialéctica, y cuántos los géneros de cuestiones; y lo que de estas cosas sé, está de tal modo en mi memoria que no está allí como la imagen suelta de una cosa, cuya realidad se ha dejado fuera; o como la voz impresa en el oído, que suena y pasa, dejando un rastro de sí por el que la recordamos como si sonara, aunque ya no suene; o como el perfume que pasa y se desvanece en el viento, que afecta al olfato y envía su imagen a la memoria, la que repetimos con el recuerdo; o como el manjar, que, no teniendo en el vientre ningún sabor ciertamente, parece lo tiene, sin embargo, en la memoria; o como algo que se siente por el tacto, que, aunque alejado de nosotros, lo imaginamos con la memoria. Porque todas estas cosas no son introducidas en la memoria, sino captadas solas sus imágenes con maravillosa rapidez y depositadas en unas maravillosas como celdas, de las cuales salen de modo maravilloso cuando se las recuerda.

CAPITULO X

  1. Pero cuando oigo decir que son tres los géneros de cuestiones -si la cosa es, qué es y cuál es-, retengo las imágenes de los sonidos de que se componen estas palabras, y sé que pasaron por el aire con estrépito y ya no existen. Pero las cosas mismas significadas por estos sonidos ni las he tocado jamás con ningún sentido del cuerpo, ni las he visto en ninguna parte fuera de mi alma, ni lo que he depositado en mi memoria son sus imágenes, sino las cosas mismas. Las cuales digan, si pueden, por dónde entraron en mí. Porque yo recorro todas las puertas de mi carne y no hallo por cuál de ellas han podido entrar. En efecto, los ojos dicen: «Si son coloradas, nosotros somos los que las hemos noticiado.» Los oídos dicen: «Si hicieron algún sonido, nosotros las hemos indicado.» El olfato dice: «Si son olorosas, por aquí han pasado.» El gusto dice también: «Si no tienen sabor, no me preguntéis por ellas.» El tacto dice: «Si no es cosa corpulenta, yo no la he tocado, y si no la he tocado, no he dado noticia de ella.»

¿Por dónde, pues, y por qué parte han entrado en mi memoria? No lo sé. Porque cuando las aprendí, ni fue dando crédito a otros, sino que las reconocí en mi alma y las aprobé por verdaderas y se las encomendé a ésta, como en depósito, para sacarlas cuando quisiera. Allí estaban, pues, y aun antes de que yo las aprendiese; pero no en la memoria. ¿En dónde, pues, o por qué, al ser nombradas, las reconocí y dije: «Así es, es verdad», sino porque ya estaban en mi memoria, aunque tan retiradas y sepultadas como si estuvieran en cuevas muy ocultas, y tanto que, si alguno no las suscitara para que saliesen, tal vez no las hubiera podido pensar?

CAPITULO XI

  1. Por aquí descubrimos que aprender estas cosas -de las que no recibimos imágenes por los sentidos, sino que, sin imágenes, como ellas son, las vemos interiormente en sí mismas- no es otra cosa sino un como recoger con el pensamiento las cosas que ya contenía la memoria aquí y allí y confusamente, y cuidar con la atención que estén como puestas a la mano en la memoria, para que, donde antes se ocultaban dispersas y descuidadas, se presenten ya fácilmente a una atención familiar. ¡Y cuántas cosas de este orden no encierra mi memoria que han sido ya descubiertas y, conforme dije, puestas como a la mano, que decimos haber aprendido y conocido! Estas mismas cosas, si las dejo de recordar de tiempo en tiempo, de tal modo vuelven a sumergirse y sepultarse en sus más ocultos penetrales, que es preciso, como si, fuesen nuevas, excogitarlas segunda vez en este lugar -porque no tienen otra estancia- y juntarlas de nuevo para que puedan ser sabidas, esto es, recogerlas como de cierta dispersión, de donde vino la palabra cogitare; porque cogo es respecto de cogito lo que ago de agito y facio de factito. Sin embargo, la inteligencia ha vindicado en propiedad esta palabra para sí, de tal modo que ya no se diga propiamente cogitari de lo que se recoge (colligitur), esto es, de lo que se junta (cogitur) en un lugar cualquiera, sino en el alma.

CAPITULO XII

  1. También contiene la memoria las razones y leyes infinitas de los números y dimensiones, ninguna de las cuales ha sido impresa en ella por los sentidos del cuerpo, por no ser coloradas, ni tener sonido ni olor, ni haber sido gustadas ni tocadas. Oí los sonidos de las palabras con que fueron significadas cuando se disputaba de ellas; pero una cosa son aquéllos, otra muy distinta éstas. Porque aquéllos suenan de un modo en griego y de otro modo en latín; mas éstas ni son griegas, ni latinas, ni de ninguna otra lengua.

He visto líneas trazadas por arquitectos tan sumamente tenues como un hilo de araña. Mas aquéllas {las matemáticas} son distintas de éstas, pues no son imágenes de las que me entran por los ojos de la carne, y sólo las conoce quien interiormente las reconoce sin mediación de pensamiento alguno corpóreo. También he percibido por todos los sentidos del cuerpo los números que numeramos; pero otros muy diferentes son aquellos con que numeramos, los cuales no son imágenes de éstos, poseyendo por lo mismo un ser mucho más excelente.

Ríase de mí, al decir estas cosas, quien no las vea, que yo tendré compasión de quien se ría de mí.

CAPITULO XIII

  1. Todas estas cosas téngolas yo en la memoria, como tengo en la memoria el modo como las aprendí. También tengo en ella muchas objeciones que he oído aducir falsísimamente en las disputas contra ellas, las cuales, aunque falsas, no es falso, sin embargo, el haberlas recordado y haber hecho distinción entre aquéllas, verdaderas, y éstas, falsas, aducidas en contra. También retengo esto en la memoria, y veo que una cosa es la distinción que yo hago al presente y otra el recordar haber hecho muchas veces tal distinción, tantas cuantas pensé en ellas. En efecto, yo recuerdo haber entendido esto muchas veces, y lo que ahora discierno y entiendo lo deposito también en la memoria, para que después recuerde haberlo entendido al presente. Finalmente, me acuerdo de haberme acordado; como después, si recordare lo que ahora he podido recordar, ciertamente lo recordaré por virtud de la memoria.

CAPITULO XIV

  1. Igualmente se hallan las afecciones de mi alma en la memoria, no del modo como están en el alma cuando las padece, sino de otro muy distinto, como se tiene la virtud de la memoria respecto de sí. Porque, no estando alegre, recuerdo haberme alegrado; y no estando triste, recuerdo mi tristeza pasada; y no temiendo nada, recuerdo haber temido alguna vez; y no codiciando nada, haber codiciado en otro tiempo. Y al contrario, otras veces, estando alegre, me acuerdo de mi tristeza pasada, y estando triste, de la alegría que tuve. Lo cual no es de admirar respecto del cuerpo, porque una cosa es el alma y otra el cuerpo; y así no es maravilla que, estando yo gozando en el alma, me acuerde del pasado dolor del cuerpo.

Pero aquí, siendo la memoria parte del alma -pues cuando mandamos retener algo de memoria, decimos: «Mira que lo tengas en el alma», y cuando nos olvidamos de algo, decimos: «No estuvo en mi alma» y «Se me fue del alma», denominando alma a la memoria misma-, siendo esto así, digo, ¿en qué consiste que, cuando recuerdo alegre mi pasada tristeza, mi alma siente alegría y mi memoria tristeza, estando mi alma alegre por la alegría que hay en ella, sin que esté triste la memoria por la tristeza que hay en ella? ¿Por ventura no pertenece al alma? ¿Quién osará decirlo? ¿Es acaso la memoria como el vientre del alma, y la alegría y tristeza como un manjar, dulce o amargo; y que una vez encomendadas a la memoria son como las cosas transmitidas al vientre, que pueden ser guardadas allí, mas no gustadas? Ridículo sería asemejar estas cosas con aquéllas; sin embargo, no son del todo desemejantes.

  1. Mas he aquí que, cuando digo que son cuatro las perturbaciones de alma: deseo, alegría, miedo y tristeza, de la memoria lo saco; y cuanto sobre ellas pudiera disputar, dividiendo cada una en particular en las especies de sus géneros respectivos y definiéndolas, allí hallo lo que he de decir y de allí lo saco, sin que cuando las conmemoro recordándolas sea perturbado con ninguna de dichas perturbaciones; y ciertamente, allí estaban antes que yo las recordase y volviese sobre ellas; por eso pudieron ser tomadas de allí mediante el recuerdo. ¿Quizá, pues, son sacadas de la memoria estas cosas recordándolas, como del vientre el manjar rumiando? Mas entonces, ¿por qué no se siente en la boca del pensamiento del que disputa, esto es, de quien las recuerda, la dulzura de la alegría o la amargura de la tristeza? ¿Acaso es porque la comparación que hemos puesto, no semejante en todo, es precisamente desemejante en esto? Porque ¿quién querría hablar de tales cosas si cuantas veces nombramos el miedo o la tristeza nos viésemos obligados a padecer tristeza o temor?

Y, sin embargo, ciertamente no podríamos nombrar estas cosas si no hallásemos en nuestra memoria no sólo los sonidos de los nombres según las imágenes impresas en ella por los sentidos del cuerpo, sino también las nociones de las cosas mismas, las cuales no hemos recibido por ninguna puerta de la carne, sino que la misma alma, sintiéndolas por la experiencia de sus pasiones, las encomendó a la memoria, o bien ésta misma, sin haberle sido encomendadas, las retuvo para sí.

CAPITULO XV

  1. Mas, si es por medio de imágenes o no, ¿quién lo podrá fácilmente decir?

En efecto: nombro la piedra, nombro el sol, y no estando estas cosas presentes a mis sentidos, están ciertamente presentes en mi memoria sus imágenes.

Nombro el dolor del cuerpo, que no se halla presente en mí, porque no me duele nada, y, sin embargo, si su imagen no estuviera en mi memoria, no sabría lo que decía, ni en las disputas sabría distinguirle del deleite.

Nombro la salud del cuerpo, estando sano de cuerpo: en este caso tengo presente la cosa misma; sin embargo, si su imagen no estuviese en mi memoria, de ningún modo recordaría lo que quiere significar el sonido de este nombre; ni los enfermos, nombrada la salud, entenderían qué era lo que se les decía, si no tuviesen en la memoria su imagen, aunque la realidad de ella esté lejos de sus cuerpos.

Nombro los números con que contamos, y he aquí que ya están en mi memoria, no sus imágenes, sino ellos mismos. Nombro la imagen del sol, y preséntase ésta en mi memoria, mas lo que recuerdo no es una imagen de su imagen, sino esta misma, la cual se me presenta cuando la recuerdo.

Nombro la memoria y conozco lo que nombro; pero ¿dónde lo conozco, si no es en la memoria misma? ¿Acaso también ella está presente a sí misma por medio de su imagen y no por sí misma?

CAPITULO XVI

  1. ¿Y qué cuando nombro el olvido y al mismo tiempo conozco lo que nombro? ¿De dónde podría conocerlo yo si no lo recordase? No hablo del sonido de esta palabra, sino de la cosa que significa, la cual, si la hubiese olvidado, no podría saber el valor de tal sonido. Cuando, pues, me acuerdo de la memoria, la misma memoria es la que se me presenta y a sí por sí misma; mas cuando recuerdo el olvido, preséntanseme la memoria y el olvido: la memoria con que me acuerdo y el olvido de que me acuerdo.

Pero ¿qué es el olvido sino privación de memoria? Pues ¿cómo está presente en la memoria para acordarme de él, siendo así que estando presente no puedo recordarle? Mas si, es cierto que lo que recordamos lo retenemos en la memoria, y que, si no recordásemos el olvido, de ningún modo podríamos, al oír su nombre, saber lo que por él se significa, síguese que la memoria retiene el olvido. Luego está presente para que no olvidemos la cosa que olvidamos cuando se presenta. ¿Deduciremos de esto que cuando lo recordamos no está presente en la memoria por sí mismo, sino por su imagen, puesto que, si estuviese presente por sí mismo, el olvido no haría que nos acordásemos, sino que nos olvidásemos? Mas al fin, ¿quién podrá indagar esto? ¿Quién comprenderá su modo de ser?

  1. Ciertamente, Señor, trabajo en ello y trabajo en mí mismo, y me he hecho a mí mismo tierra de dificultad y de excesivo sudor. Porque no exploramos ahora las regiones del cielo, ni medimos las distancias de los astros, ni buscamos los cimientos de la tierra; soy yo el que recuerdo, yo el alma. No es gran maravilla si digo que está lejos de mí cuanto no soy yo; en cambio, ¿qué cosa más cerca de mí que yo mismo? Con todo, he aquí que, no siendo este «mí» cosa distinta de mi memoria, no comprendo la fuerza de ésta.

Pues ¿qué diré, cuando de cierto estoy que yo recuerdo el olvido? ¿Diré acaso que no está en mi memoria lo que recuerdo? ¿O tal vez habré de decir que el olvido está en mi memoria para que no me olvide? Ambas cosas son absurdísimas. ¿Qué decir de lo tercero? Mas ¿con qué fundamento podré decir que mi memoria retiene las imágenes del olvido, no el mismo olvido, cuando lo recuerda? ¿Con qué fundamento, repito, podré decir esto, siendo así que cuando se imprime la imagen de alguna cosa en la memoria es necesario que primeramente esté presente la misma cosa, para que con ella pueda grabarse su imagen? Porque así es como me acuerdo de Cartago y así de todos los demás lugares en que he estado; así del rostro de los hombres que he visto y de las noticias de los demás sentidos; así de la salud o dolor del cuerpo mismo; las cuales cosas, cuando estaban presentes, tomó de ellas sus imágenes la memoria, para que, mirándolas yo presentes, las repasase en mi alma cuando me acordase de dichas cosas estando ausentes.

Ahora bien, si el olvido está en la memoria en imagen no por sí mismo, es evidente que tuvo que estar éste presente para que fuese abstraída su imagen. Mas cuando estaba presente, ¿cómo esculpía en la memoria su imagen, siendo así que el olvido borra con su presencia lo, ya delineado? Y, sin embargo, de cualquier modo que ello sea -aunque este modo sea incomprensible e inefable-, yo estoy cierto que recuerdo el olvido mismo con que se sepulta lo que recordamos.

CAPITULO XVII

  1. Grande es la virtud de la memoria y algo que me causa horror, Dios mío: multiplicidad infinita y profunda. Y esto es el alma y esto soy yo mismo. ¿Qué soy, pues, Dios mío? ¿Qué naturaleza soy? Vida varia y multiforme y sobremanera inmensa. Vedme aquí en los campos y antros e innumerables cavernas de mi memoria, llenas innumerablemente de géneros innumerables de cosas, ya por sus imágenes, como las de todos los cuerpos; ya por presencia, como las de las artes; ya por no sé qué nociones o notaciones, como las de los afectos del alma, las cuales, aunque el alma no las padezca, las tiene la memoria, por estar en el alma cuanto está en la memoria. Por todas estas cosas discurro y vuelo de aquí para allá y penetro cuando puedo, sin que dé con el fin en ninguna parte. ¡Tanta es la virtud de la memoria, tanta es la virtud de la vida en un hombre que vive mortalmente!

¿Qué haré, pues, oh tú, vida mía verdadera, Dios mío? ¿Traspasaré también esta virtud mía que se llama memoria? ¿La traspasaré para llegar a ti, luz dulcísima? ¿Qué dices? He aquí que ascendiendo por el alma hacia ti, que estás encima de mí, traspasaré también esta facultad mía que se llama memoria, queriendo tocarte por donde puedes ser tocado y adherirme a ti por donde puedes ser adherido. Porque también las bestias y las aves tienen memoria, puesto que de otro modo no volverían a sus madrigueras y nidos, ni harían otras muchas cosas a las que se acostumbran, pues ni aun acostumbrarse pudieran a ninguna si no fuera por la memoria. Traspasaré, pues, aun la memoria para llegar a aquel que me separó de los cuadrúpedos y me hizo más sabio que las aves del cielo; traspasaré, sí, la memoria. Pero ¿dónde te hallaré, ¡oh, tú, verdaderamente bueno y suavidad segura!, dónde te hallaré? Porque si te hallo fuera de mi memoria, olvidado me he de ti, y si no me acuerdo de ti, ¿cómo ya te podré hallar?

CAPITULO XVIII

  1. Perdió la mujer la dracma y la buscó con la linterna; mas si no la hubiese recordado, no la hallara tampoco; porque si no se acordara de ella 20, ¿cómo podría saber, al hallarla, que era la misma?

Yo recuerdo también haber buscado y hallado muchas cosas perdidas; y sé esto porque cuando buscaba alguna de ellas y se me decía: «¿Es por fortuna esto?», «¿Es acaso aquello?», siempre decía que «no», hasta que se me ofrecía la que buscaba, de la cual, si yo no me acordara, fuese la que fuese, aunque se me ofreciera, no la hallara, porque no la reconociera. Y siempre que perdemos y hallamos algo sucede lo mismo.

Sin embargo, si alguna cosa desaparece de la vista por casualidad -no de la memoria-, como sucede con un cuerpo cualquiera visible, consérvase interiormente su imagen y se busca aquél hasta que es devuelto a la vista; el cual, al ser hallado, es reconocido por la imagen que llevamos dentro. Ni decimos haber hallado lo que había perecido si no lo reconocemos, ni lo podemos reconocer si no lo recordamos; pero esto, aunque ciertamente había perecido para los ojos, mas era retenido en la memoria.

CAPITULO XIX

  1. ¿Y qué cuando es la misma memoria la que pierde algo, como sucede cuando olvidamos alguna cosa y la buscamos para recordarla? ¿Dónde al fin la buscamos sino en la misma memoria? Y si por casualidad aquí se ofrece una cosa por otra, la rechazamos hasta que se presenta lo que buscamos. Y cuando se presenta decimos: «Esto es»; lo cual no dijéramos si no la reconociéramos, ni la reconoceríamos si no la recordásemos. Ciertamente, pues, la habíamos olvidado. ¿Acaso era que no había desaparecido del todo, y por la parte que era retenida buscaba la otra parte? Porque sentíase la memoria no revolver conjuntamente las cosas que antes conjuntamente solía, y como cojeando por la truncada costumbre, pedía que se le volviese lo que la faltaba: algo así como cuando vemos o pensamos en un hombre conocido, y, olvidados de su nombre, nos ponemos a buscarle, a quien no le aplicamos cualquier otro distinto que se nos ofrezca, porque no tenemos costumbre de pensarle con él, por lo que los rechazamos todos hasta que se presenta aquel con que, por ser el acostumbrado y conocido, descansamos plenamente.

Mas éste, ¿de dónde se me presenta sino de la memoria misma? Porque si alguno nos lo advierte, el reconocerlo de aquí viene. Porque no lo aceptamos como cosa nueva, sino que, recordándolo, aprobamos ser lo que se nos ha dicho, ya que, si se borrase plenamente del alma, ni aun advertidos lo recordaríamos.

No se puede, pues, decir que nos olvidamos totalmente, puesto que nos acordamos al menos de habernos olvidado y de ningún modo podríamos buscar lo perdido que absolutamente hemos olvidado.

CAPITULO XX

  1. ¿Y a ti, Señor, de qué modo te puedo buscar? Porque cuando te busco a ti, Dios mío, la vida bienaventurada busco. Búsquete yo para que viva mi alma, porque si mi cuerpo vive de mi alma, mi alma vive de ti. ¿Cómo, pues, busco la vida bienaventurada -porque no la poseeré hasta que diga «Basta» allí donde conviene que lo diga-, cómo la busco, pues? ¿Acaso por medio de la reminiscencia, como si la hubiera olvidado, pero conservado el recuerdo del olvido? ¿O tal vez por el deseo de saber una cosa ignorada, sea por no haberla conocido, sea por haberla olvidado hasta el punto de olvidarme de haberme olvidado?

¿Pero acaso río es la vida bienaventurada la que todos apetecen, sin que haya ninguno que no la desee? Pues ¿dónde la conocieron para así quererla? ¿Dónde la vieron para amarla? Ciertamente que tenemos su imagen no sé de qué modo. Mas es diverso el modo de serlo el que es feliz por poseer realmente aquélla y los que son felices en esperanza. Sin duda que éstos la poseen de modo inferior a aquellos que son felices en realidad; con todo, son mejores que aquellos otros que ni en realidad ni en esperanza son felices; los cuales, sin embargo, no desearan tanto ser felices si no la poseyeran de algún modo; y que lo desean es certísimo. Yo no sé cómo lo han conocido y, consiguientemente, ignoro en qué noción la poseen, sobre la cual deseo ardientemente saber si reside en la memoria; porque si está en ésta, ya fuimos en algún tiempo felices: ahora, si todos individualmente o en aquel hombre que primero pecó, y en el cual todos morimos y de quien todos hemos nacido con miseria, no me preocupa por el momento, sino lo que me interesa saber es si la vida bienaventurada está en la memoria; porque ciertamente que no la amaríamos si no la conociéramos. Oímos este nombre y todos confesamos que apetecemos la cosa misma; porque no es el sonido lo que nos deleita, ya que éste, cuando lo oye en latín un griego, no le causa ningún deleite, por ignorar su significado; en cambio, nos lo causa a nosotros -como se lo causaría también a aquél si se la nombrasen en griego-, porque la cosa misma ni es griega ni latina, y ésta es la que desean poseer griegos y latinos, y los hombres de todas las lenguas.

Luego es de todos conocida aquélla; y si pudiesen ser interrogados «si querían ser felices», todos a una responderían sin vacilaciones que querían serlo. Lo cual no podría ser si la cosa misma, cuyo nombre es éste, no estuviese en su memoria.

CAPITULO XXI

  1. ¿Acaso está así como recuerda a Cartago quien la ha visto? No; porque la vida bienaventurada no se ve con los ojos, porque no es cuerpo. ¿Acaso como recordamos los números? No; porque el que tiene noticia de éstos no desea ya alcanzarlos; en cambio, la vida bienaventurada, aunque la tenemos en conocimiento y por eso la amamos, con todo, la deseamos alcanzar, a fin de ser felices.

¿Tal vez como recordamos la elocuencia? Tampoco; porque aunque al oír este nombre se acuerdan de su realidad aquellos que aún no son elocuentes -y son muchos los que desean serlo, por donde se ve que tienen noticia de ella-, sin embargo, esta noticia les ha venido por los sentidos del cuerpo, viendo a otros elocuentes, y deleitándose con ellos, y deseando ser como ellos, aunque ciertamente no se deleitaran si no fuera por la noticia interior que tienen de ella, ni desearan esto si no se hubiesen deleitado; y la vida bienaventurada no la hemos experimentado en otros por ningún sentido.

¿Será por ventura como cuando recordamos el gozo? Tal vez sea así. Porque así como estando triste recuerdo mi gozo pasado, así siendo miserable recuerdo la vida bienaventurada; por otra parte, por ningún sentido del cuerpo he visto, ni oído, ni olfateado, ni gustado, ni tocado jamás el gozo, sino que lo he experimentado en mi alma cuando he estado alegre, y se adhirió su noticia a mi memoria para que pudiera recordarle, unas veces con desprecio, otras con deseo, según los diferentes objetos del mismo de que recuerdo haberme gozado.

Porque también me sentí en algún tiempo inundado de gozo de cosas torpes, recordando el cual ahora lo detesto y execro, así como otras veces de cosas honestas y buenas, el cual lo recuerdo deseándolo; aunque tal vez uno y otro estén ausentes, y por eso recuerde estando triste el pasado gozo.

  1. Pues ¿dónde y cuándo he experimentado yo mi vida bienaventurada, para que la recuerde, la ame y la desee? Porque no sólo yo, o yo con unos pocos, sino todos absolutamente quieren ser felices, lo cual no deseáramos con tan cierta voluntad si no tuviéramos de ella noticia cierta.

Pero ¿en qué consiste que si se pregunta a dos individuos si quieren ser militares, tal vez uno de ellos responda que quiere y el otro que no quiere, y, en cambio, si se les pregunta a ambos si quieren ser felices, uno y otro al punto y sin vacilación alguna respondan que lo quieren y que no por otro fin que por ser felices quiere el uno la milicia y el otro no la quiere? ¿No será tal vez porque el uno se goza en una cosa y el otro en otra? De este modo concuerdan todos en querer ser felices, como concórdarían, si fuesen preguntados de ello, en querer gozar, gozo al cual llaman vida bienaventurada. Y así, aunque uno la alcance por un camino y otro por otro, uno es, sin embargo, el término adonde todos se empeñan por llegar: gozar. Lo cual, por ser cosa que ninguno puede decir que no ha experimentado, cuando oye el nombre de «vida bienaventurada», hallándola en la memoria, la reconoce.

CAPITULO XXII

  1. Lejos, Señor, lejos del corazón de tu siervo, que se confiesa a ti, lejos de mí juzgarme feliz por cualquier gozo que disfrute. Porque hay gozo que no se da a los impíos, sino a los que generosamente te sirven, cuyo gozo eres tú mismo. Y la misma vida bienaventurada no es otra cosa que gozar de ti, para ti y por ti: ésa es y no otra. Mas los que piensan que es otra, otro es también el gozo que persiguen, aunque no el verdadero. Sin embargo, su voluntad no se aparta de cierta imagen de gozo.

CAPITULO XXIII

  1. No es, pues, cierto que todos quieran ser felices, porque los que no quieren gozar de ti, que eres la única vida feliz, no quieren realmente la vida feliz. ¿O es acaso que todos la quieren, pero como la carne apetece contra el espíritu y el espíritu contra la carne para que no hagan lo que quieren 21, caen sobre lo que pueden y con ello se contentan, porque aquello que no pueden no lo quieren tanto cuanto es menester para poderlo?

Porque, si yo pregunto a todos si por ventura querrían gozarse más de la verdad que de la falsedad, tan no dudarían en decir que querían más de la verdad cuanto no dudan en decir que quieren ser felices. La vida feliz es, pues, gozo de la verdad, porque éste es gozo de ti, que eres la verdad, ¡oh Dios, luz mía, salud de mi rostro, Dios mío 22! Todos desean esta vida feliz; todos quieren esta vida, la sola feliz; todos quieren el gozo de la verdad.

Muchos he tratado a quienes gusta engañar; pero que quieran ser engañados, a ninguno. ¿Dónde conocieron, pues, esta vida feliz sino allí donde conocieron la verdad? Porque también aman a ésta por no querer ser engañados, y cuando aman la vida feliz, que no es otra cosa que gozo de la verdad, ciertamente aman la verdad; mas no la amaran si no hubiera en su memoria noticia alguna de ella. ¿Por qué, pues, no se gozan de ella? ¿Por qué no son felices? Porque se ocupan más intensamente en otras cosas que les hacen más bien miserables que felices con aquello que débilmente recuerdan.

Pues todavía hay un poco de luz en los hombres: caminen, caminen; no se les echen encima las tinieblas 23.

  1. Pero ¿por qué «la verdad pare el odio» 24 y se les hace enemigo tu hombre, que les predica la verdad, amando como aman la vida feliz, que no es otra cosa que gozo de la verdad? No por otra cosa sino porque de tal modo se ama la verdad, que quienes aman otra cosa que ella quisieran que esto que aman fuese la verdad. Y como no quieren ser engañados, tampoco quieren ser convictos de error; y así, odian la verdad por causa de aquello mismo que aman en jugar de la verdad. Amanla cuando brilla, ódianla cuando les reprende; y porque no quieren ser engañados y gustan de engañar, ámanla cuando se descubre a sí y ódianla cuando les descubre a ellos. Pero ella les dará su merecido, descubriéndolos contra su voluntad; ellos, que no quieren ser descubiertos por ella, sin que a su vez ésta se les manifieste.

Así, así, aun así el alma humana, aun así ciega y lánguida, torpe e indecente, quiere estar oculta, no obstante que no quiera que se le oculte nada. Mas lo que le sucederá es que ella quedará descubierta ante la verdad sin que ésta se descubra a ella. Pero aun así, miserable como es, quiere más gozarse con las cosas verdaderas que en las falsas.

Bienaventurado será, pues, si libre de toda molestia se alegrase de sola la verdad, por quien son verdaderas todas las cosas.

CAPITULO XXIV

  1. Ved aquí cuánto me he extendido por mi memoria buscándote a ti, Señor; y no te hallé fuera de ella. Porque, desde que te conocí no he hallado nada de ti de que no me haya acordado; pues desde que te conocí no me he olvidado de ti. Porque allí donde hallé la verdad, allí hallé a mi Dios, la misma verdad, la cual no he olvidado desde que la aprendí. Así, pues, desde que te conocí, permaneces en mi memoria y aquí te hallo cuando me acuerdo de ti y me deleito en ti. Estas son las santas delicias mías que tú me donaste por tu misericordia, poniendo los ojos en mi pobreza.

CAPITULO XXV

  1. Pero ¿en dónde permaneces en mi memoria, Señor; en dónde permaneces en ella? ¿Qué habitáculo te has construido para ti en ella? ¿Qué santuario te has edificado? Tú has otorgado a mi memoria este honor de permanecer en ella; mas en qué parte de ella permaneces es de lo que ahora voy a tratar.

Porque cuando te recordaba, por no hallarte entre las imágenes de las cosas corpóreas, traspasé aquellas sus partes que tienen también las bestias, y llegué a aquellas otras partes suyas en donde tengo depositadas las afecciones del alma, que tiene en mi memoria -porque también el alma se acuerda de sí misma-, y ni aun aquí estabas tú; porque así como no eres imagen corporal ni afección vital, como es la que se siente cuando nos alegramos, entristecemos, deseamos, tememos, recordamos, olvidamos y demás cosas por el estilo, así tampoco eres alma, porque tú eres el Señor Dios del alma, y todas estas cosas se mudan, mientras que tú permaneces inconmutable sobre todas las cosas, habiéndote dignado habitar en mi memoria desde que te conocí.

Mas ¿por qué busco el lugar de ella en que habitas, como si hubiera lugares allí? Ciertamente habitas en ella, porque me acuerdo de ti desde que te conocí, y en ella te hallo cuando te recuerdo.

CAPITULO XXVI

  1. Pues ¿dónde te hallé para conocerte -porque ciertamente no estabas en mi memoria antes que te conociese-, dónde te hallé, pues, para conocerte, sino en ti sobre mí? No hay absolutamente lugar, y nos apartamos y nos acercamos, y, no obstante, no hay absolutamente lugar. ¡Oh Verdad!, tú presides en todas partes a todos los que te consultan, y a un tiempo respondes a todos los que te consultan, aunque sean cosas diversas. Claramente tú respondes, pero no todos oyen claramente. Todos te consultan sobre lo que quieren, mas no todos oyen siempre lo que quieren. Optimo ministro tuyo es el que no atiende tanto a oír de ti lo que él quisiera cuanto a querer aquello que de ti oyere.

CAPITULO XXVII

38.¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed, me tocaste, y abraséme en tu paz.

CAPITULO XXVIII

  1. Cuando yo me adhiriere a ti con todo mi ser, ya no habrá más dolor ni trabajo para mí, y mi vida será viva, llena toda de ti . Mas ahora, corno al que tú llenas lo elevas, me soy carga a mí mismo, porque no estoy lleno de ti.

Contienden mis alegrías, dignas de ser lloradas, con mis tristezas, dignas de alegría, y no sé de qué parte está la victoria. Contienden mis tristezas malas con mis gozos buenos, y no sé de qué parte está la victoria. ¡Ay de mí, Señor! ¡Ten misericordia de mí! ¡Ay de mí! 25

He aquí que no oculto mis llagas. Tú eres médico, y yo estoy enfermo; tú eres misericordioso, y yo miserable. ¿Acaso no es tentación la vida del hombre sobre la tierra? 26 ¿Quién hay que guste de las molestias y trabajos? Tú mandas tolerarlos, no amarlos. Nadie ama lo que tolera, aunque ame el tolerarlos. Porque, aunque goce en tolerarlos, más quisiera, sin embargo, que no hubiese qué tolerar.

En las cosas adversas deseo las prósperas, en las cosas prósperas temo las adversas. ¿Qué lugar intermedio hay entre estas cosas en el que la vida humana no sea una tentación?

¡Ay de las prosperidades del mundo una y otra vez por el temor de la adversidad y la corrupción de la alegría! ¡Ay de las adversidades del mundo una, dos y tres veces, por el deseo de la prosperidad y porque es dura la misma adversidad y no falle la paciencia! ¿Acaso no es tentación sin interrupción la vida del hambre sobre la tierra?

CAPITULO XXIX

  1. Toda mi esperanza no estriba sino en tu muy grande misericordia. Da lo que mandas y manda lo que quieras. Nos mandas que seamos continentes. Y como yo supiese -dice uno- que ninguno puede ser continente si Dios no se lo da, entendí que también esto mismo era parte de la sabiduría, conocer de quién es este don 27.

Por la continencia, en efecto, somos juntados y reducidos a la unidad, de la que nos habíamos apartado, derramándonos en muchas cosas. Porque menos te ama quien ama algo contigo y no lo ama por ti.

¡Oh amor que siempre ardes y nunca te extingues! Caridad, Dios mío, enciéndeme. ¿Mandas la continencia? Da lo que mandas y manda lo que quieras.

CAPITULO XXX

  1. Ciertamente tu mandas que me contenga de la concupiscencia de la carne, de la concupiscencia de los ojos y de la ambición del siglo 28. Mandaste que me abstuviese del concúbito, y aun respecto del matrimonio mismo aconsejaste algo mejor de lo que concediste. Y porque tú lo otorgaste se hizo, y aun antes de ser dispensador de tu sacramento.

Pero aun viven en mi memoria, de la que he hablado mucho, las imágenes de tales cosas, que mi costumbre fijó en ella, y me salen al encuentro cuando estoy despierto, apenas ya sin fuerzas; pero en sueños llegan no sólo a la delectación, sino también al consentimiento y a una acción en todo semejante a la real. Y tanto puede la ilusión de aquella imagen en mi alma, en mi carne, que estando durmiendo llegan estas falsas visiones a persuadirme de lo que estando despierto no logran las cosas verdaderas. ¿Acaso entonces, Señor Dios mío, yo no soy yo? Y, sin embargo, ¡cuánta diferencia hay entre mí mismo y mí mismo en el momento en que paso de la vigilia al sueño o de éste a aquélla! ¿Dónde está entonces la razón por la que el despierto resiste a tales sugestiones y, aunque se le introduzcan las mismas realidades, permanece inconmovible? ¿Acaso se cierra aquélla con los ojos? ¿Acaso se duerme con los sentidos del cuerpo?

Mas ¿de dónde viene que muchas veces, aun en sueños, resistamos, acordándonos de nuestro propósito, y, permaneciendo castísimamente en él, no damos ningún asentimiento a tales sugestiones? Y, sin embargo, hay tanta diferencia, que, cuando sucede al revés, al despertar volvemos a la paz de la conciencia, y la distancia que hallamos entre ambos estados nos convence de no haber hecho nosotros aquello que lamentamos que se ha hecho de algún modo en nosotros.

  1. ¿Acaso no es poderosa tu mano, ¡oh Dios omnipotente!, para sanar todos los languores de mi alma y extinguir con más abundante gracia hasta los mismos movimientos lascivos de mi cuerpo? Tú aumentarás, Señor, más y más en mí tus dones, para que mi alma me siga a mí hacia ti, libre del visco de la concupiscencia, para que no sea rebelde a sí misma, para que aun en sueños no sólo no perpetre estas torpezas de corrupción a causa de las imágenes animales hasta el flujo de la carne, sino para que ni aun siquiera consienta. Porque el que nada tal me deleite o me deleite tan poquito que pueda ser cohibido a voluntad hasta en el casto afecto del que duerme, no sólo en esta vida, sino también en esta edad, no es cosa grande para un ser omnipotente como tú, que puedes otorgarnos más de lo que pedimos y entendemos 29.

Qué sea, pues, al presente en este género de mal, ya te lo he dicho a ti, mi buen Señor, alegrándome con temblor 30 por lo que me has dado y llorando por lo que aún me falta, esperando que darás perfección en mí a tus misericordias, hasta lograr paz completa, que contigo tendrán mi interior y mi exterior «cuando fuere la muerte trocada en victoria» 31.

CAPITULO XXXI

  1. Otra malicia tiene el día 32, y ¡ojalá que le bastase! Porque hemos de reparar comiendo y bebiendo las pérdidas cotidianas del cuerpo, en tanto no destruyas los alimentos y el vientre, cuando dieres muerte a la necesidad con una maravillosa saciedad y vistieres a este cuerpo corruptible de eterna incorrupción 33.

Mas ahora me es grata la necesidad y tengo que luchar contra esta dulzura para no ser esclavo de ella, y la combato todos los días con muchos ayunos, reduciendo a servidumbre a mi cuerpo 34; más mis molestias se ven arrojadas por el placer. Porque el hambre y la sed son molestias, queman y, como la fiebre, dan muerte si el remedio de los alimentos no viene en su ayuda; y como éste está pronto, gracias al consuelo de tus dones, entre los cuales están la tierra, el agua y el cielo, que haces sirvan a nuestra flaqueza, llámase delicias a semejante calamidad.

  1. Tú me enseñaste esto: que me acerque a los alimentos que he de tomar como si fueran medicamentos. Mas he aquí que cuando paso de la molestia de la necesidad al descanso de la saciedad, en el mismo paso me tiende insidias el lazo de la concupiscencia, porque el mismo paso es ya un deleite, y no hay otro paso por donde pasar que aquel por donde nos obliga a pasar la necesidad. Y siendo la salud la causa del comer y beber, júntasele como pedisecua una peligrosa delectación, y muchas veces pretende ir delante para que se haga por ella lo que por causa de la salud digo o quiero hacer.

Ni es el mismo el modo de ser de ambas cosas, porque lo que es bastante para la salud es poco para la delectación, y muchas veces no se sabe si el necesario cuidado del cuerpo es el que pide dicho socorro o es el deleitoso engaño del apetito quien solicita se le sirva. Ante esta incertidumbre alégrase la infeliz alma y con ella prepara la defensa de su excusa, gozándose de que no aparezca qué es lo que basta para la conservación de la buena salud, a fin de encubrir con pretexto de ésta la satisfacción de deleite. A tales tentaciones procuro resistir todos los días e invoco tu diestra y te confieso mis perplejidades, porque mi parecer sobre este asunto no es aún suficientemente sólido.

  1. Oigo la voz de mi Dios, que manda: No se agraven vuestros corazones en la crápula y embriaguez 35. La embriaguez está lejos de mí; tú tendrás misericordia para que no se acerque a mí. Mas la crápula llega algunas veces a deslizarse en tu siervo. Tú tendrás misericordia a fin de que se aleje también de mí; porque nadie puede ser continente si tú; no se lo dieres 36.

Muchas cosas nos concedes cuando oramos; mas cuanto de bueno hemos recibido antes de que orásemos, de ti lo recibimos, y el que después lo hayamos conocido, de ti lo recibimos también. Yo nunca fui borracho, pero he conocido a muchos borrachos hechos sobrios por ti. Luego obra tuya es que no sean borrachos los que nunca lo fueron; obra tuya que no lo fuesen siempre los que lo fueron alguna vez, y obra tuya, finalmente, que unos y otros conozcan a quién deben atribuirlo.

Oí otra voz tuya: No vayas tras tus concupiscencias y reprime tu deleite 37. También oí por tu gracia aquella que tanto amé: Ni porque comamos tendremos de sobra ni porque no comamos tendremos falta 38; que es como decir: Ni aquella cosa me hará rico ni ésta necesitado.

También oí esta otra: Porque yo he aprendido a bastarme con lo que tengo, y sé lo que es abundar y lo que padecer penuria, Todo lo puedo en aquel que me conforta 39. ¡He aquí un soldado de las milicias celestiales, no el polvo que somos nosotros! Pero acuérdate, Señor, de que somos polvo y que de polvo hiciste al hombre, y que, habiendo perecido, fue hallado 40.

Ni aun aquel a quien, diciendo tales cosas bajo el soplo de tu divina inspiración, amé en extremo pudo algo por sí, porque era también polvo. Todo lo puedo -dice- en aquel que me conforta 41. Confórtame, pues, para que pueda; da lo que mandas y manda lo que quieras. Confiesa éste haberlo recibido todo, y de lo que se gloría se gloría en el Señor 42.

Oí a otro que rogaba: Aleja de mí -dice- la concupiscencia del vientre 43. Por todo lo cual se ve, ¡oh mi Santo Dios!, que eres tú quien das que se haga lo que, cuando mandas que se haga, se hace.

  1. Tú me enseñaste, Padre bueno, que para los puros todas las cosas son puras; pero que es malo para el hombre comer con escándalo 44; y que toda criatura tuya es buena y que nada se ha de arrojar de lo que se recibe con acción de gracias; y que no es la comida la que nos recomienda a Dios 45; y que nadie nos debe juzgar por la comida o bebida; y que el que coma no desprecie al que no coma, y el que no come no desprecie al que come 46. Estas cosas he aprendido. ¡Gracias a ti, alabanzas a ti, Dios mío, maestro mío, pulsador de mis oídos, ilustrador de mi corazón! Líbrame de toda tentación. No temo yo la inmundicia de la comida, sino la inmundicia de la concupiscencia.

Sé que a Noé le fue permitido comer de toda clase de carnes que pueden usarse, y que Elías comió carne, y que Juan, dotado de una admirable abstinencia, no se manchó con los animales, esto es, con las langostas que le servían de comida. Y, al contrario, sé que Esaú fue engañado por el apetito de unas lentejuelas, y David por haber deseado sólo agua se reprendió a sí mismo; y que nuestro Rey no fue tentado con carne, sino con pan; y que asimismo el pueblo [israelítico] mereció, estando en el desierto, que Dios le reprendiese, no por haber deseado carne, sino por haber murmurado contra el Señor por el deseo de manjar.

  1. Colocado en tales tentaciones, combato todos los días contra la concupiscencia del comer y beber, porque no es esto cosa que se pueda cortar de una vez, con ánimo de no volver a ello, como lo pude hacer con el concúbito. Porque en el comer y beber hay que tener el freno de la garganta con un tira y afloja moderado. ¿Y quién es, Señor, el que no es arrastrado un poco más allá de los límites de la necesidad? Quienquiera que no lo es, grande es, magnifique tu nombre. Yo ciertamente no lo soy, porque soy hombre pecador; mas también magnifico tu nombre, porque por mis pecarlos interpela ante ti aquel que venció al mundo 47, contándome entre los miembros débiles de su cuerpo, y porque tus ojos vieron lo imperfecto de él, y en tu libro serán todos escritos 48.

CAPITULO XXXII

  1. Del encanto de los perfumes no cuido demasiado. Cuando no los tengo, no los busco; cuando los tengo, no los rechazo, dispuesto a carecer de ellos siempre. Así me parece al menos, aunque tal vez me engañe. Porque también son dignas de llorarse estas tinieblas en que a veces se me oculta el poder que hay en mí, hasta el punto que, si mi alma se interroga a sí misma sobre sus fuerzas, no se da crédito fácilmente a sí, porque muchas veces le es oculto lo que hay en ella, hasta que se lo da a conocer la experiencia; y nadie debe estar seguro en esta vida, que toda ella está llena de tentaciones, no sea que como pudo uno hacerse de peor mejor, se haga a su vez de mejor peor. Nuestra única esperanza, nuestra única confianza, nuestra firme promesa, es tu misericordia.

CAPITULO XXXIII

  1. Más tenazmente me enredaron y subyugaron los deleites del oído; pero me desataste y libraste.

Ahora, respecto de los sonidos que están animados por tus palabras, cuando se cantan con voz suave y artificiosa, lo confieso, accedo un poco, no ciertamente para adherirme a ellos, sino para levantarme cuando quiera. Sin embargo, juntamente con las sentencias, que les dan vida y que hacen que yo les dé entrada, buscan en mi corazón un lugar preferente; mas yo apenas si se lo doy conveniente.

Otras veces, al contrario, me parece que les doy más honor del que conviene, cuando siento que nuestras almas se mueven más ardiente y religiosamente en llamas de piedad con aquellos dichos santos, cuando son cantados de ese modo, que si no se cantaran así, y que todos los afectos de nuestro espíritu, en su diversidad, tienen en el canto y en la voz sus modos propios, con los cuales no sé por qué oculta familiaridad son excitados

Pero aun en esto me engaña muchas veces la delectación sensual -a la que no debiera entregarse el alma para enervarse-, cuando el sentido no se resigna a acompañar a la razón de modo que vaya detrás, sino que, por el hecho de haber sido por su amor admitido, pretende ir delante y tomar la dirección de ella. Así, peco en esto sin darme cuenta, hasta que luego me la doy.

  1. Otras veces, empero, queriendo inmoderadamente evitar este engaño, yerro por demasiada severidad; y tanto algunas veces, que quisiera apartar de mis oídos y de la misma iglesia toda melodía de los cánticos suaves con que se suele cantar el Salterio de David, pareciéndome más seguro lo que recuerdo haber oído decir muchas veces del obispo de Alejandría, Atanasio, quien hacía que el lector cantase los salmos con tan débil inflexión de voz que pareciese más recitarlos que cantarlos.

Con todo, cuando recuerdo las lágrimas que derramé con los ‘cánticos de la iglesia en los comienzos de mi conversión, y lo que ahora me conmuevo, no con el canto, sino con las cosas que se cantan, cuando se cantan con voz clara y una modulación convenientísima, reconozco de nuevo la gran utilidad de esta costumbre.

Así fluctúo entre el peligro del deleite y la experiencia del provecho, aunque me inclino más -sin dar en esto sentencia irrevocable- a aprobar la costumbre de cantar en la iglesia, a fin de que el espíritu flaco se despierte a piedad con el deleite del oído. Sin embargo, cuando me siento más movido por el canto que por lo que se canta, confieso que peco en ello y merezco castigo, y entonces quisiera más no oír cantar.

¡He aquí en qué estado me hallo! Llorad conmigo y por mí los que en vuestro interior, de donde proceden las obras, tratáis con vosotros mismos algo bueno. Porque los que no tratáis de tales cosas no os habrán de mover estas mías. Y tú, Señor Dios mío, escucha, mira y ve, y compadécete y sáname 49; tú, en cuyos ojos estoy hecho un enigma, y ésa es mi enfermedad.

CAPITULO XXXIV

  1. Resta el deleite de estos ojos de mi carne, del cual quiero hacer confesión, que ¡ojalá oigan los oídos de tu templo, los oídos fraternos y piadosos, para que concluyamos con las tentaciones de la concupiscencia carnal, que todavía me incitan, a mí, que gimo y no deseo sino ser revestido de mi habitáculo, que, es del cielo! 50

Aman los ojos las formas bellas y variadas, los claros y amenos colores. No posean estas cosas mi alma; poséala Dios, que hizo estas cosas, muy buenas ciertamente; porque mi bien es él, no éstas. Y tiéntanme despierto todos los días, ni me dan momento de reposo, como lo dan las voces de los cantores, que a veces quedan todas en silencio. Porque la misma reina de los colores, esta luz, bañando todas las cosas que vemos, en cualquier parte que me hallare durante el día, me acaricia y se me insinúa de mil modos, aun estando entretenido en otras cosas y sin fijar en ella la atención. Y con tal vehemencia se insinúa, que si de repente desaparece es buscada con deseo, y si falta por mucho tiempo se contrista el alma.

  1. ¡Oh luz!, la que veía Tobías cuando, cerrados sus ojos, enseñaba al hijo el camino de la vida y andaba delante de él con el pie de la caridad, sin errar jamás. O la que veía Isaac cuando, entorpecidos y velados por la senectud sus ojos carnales, mereció no bendecir a sus hijos conociéndoles, sino conocerles bendiciéndoles. O la que veía Jacob cuando, ciego también por la mucha edad, proyectó los rayos de su corazón luminoso sobre las generaciones del pueblo futuro, prefigurado en sus hijos, y cuando puso a sus nietos, los hijos de José, las manos místicamente cruzadas, no como su padre de ellos exteriormente corregía, sino como él interiormente discernía. Esta es la verdadera luz, luz única, y que cuantos la ven y aman se hacen uno.

Pero esta luz corporal de que antes hablaba, con su atractiva y peligrosa dulzura, sazona la vida del siglo a sus ciegos amadores; mas cuando aprenden a alabarte por ella, ¡oh Dios creador de cuanto existe! , la convierten en himno tuyo, sin ser asumidos por ella en su sueño. Así quiero ser yo.

Resisto a las seducciones de los ojos, para que no se traben mis pies, con los que me introduzco en tu camino. Y levanto hacia ti mis ojos invisibles, para que tú libres de lazo a mis pies 51. Tú no cesarás de librarlos, porque no cesan de caer en él. Sí, no cesarás de librarlos, no obstante que yo no cese de caer en las asechanzas esparcidas por todas partes, porque tú, que guardas a Israel, no dormirás ni dormitarás 52.

  1. ¡Cuán innumerables cosas, con variadas artes y elaboraciones en vestidos, calzados, vasos y demás productos por el estilo, en pinturas y otras diversas invenciones que van mucho más allá de la necesidad y conveniencia y de la significación religiosa que debían tener, han añadido los hombres a los atractivos de los ojos, siguiendo fuera lo que ellos hacen dentro, y abandonando dentro al que los ha creado, y destruyendo aquello que les hizo.

Mas yo, Dios mío y gloria mía, aun por esto te canto un himno y te ofrezco como a mi santificador el sacrificio de la alabanza, porque las bellezas que a través del alma pasan a las manos del artista vienen de aquella hermosura que está sobre las almas, y por la cual suspira la mía día y noche.

Los obradores y seguidores de las bellezas exteriores de aquí toman su criterio o modo de aprobarlas, pero no derivan de allí el modo de usarlas. Y, sin embargo, allí está, aunque no lo ven, para que no vayan más allá y guarden para ti su fortaleza 53 y no la disipen en enervantes delicias.

Aun yo mismo, que digo estas cosas y las discierno, me enredo a veces en estas hermosuras; pero tú, Señor, me librarás; sí, tú me librarás, porque tu misericordia está delante de mis ojos 54; pues si yo caigo miserablemente, tú me arrancas misericordiosamente, unas veces sin sentirlo, por haber caído muy ligeramente; otras con dolor, por estar ya apegado.

CAPITULO XXXV

  1. A esto añádase otra manera de tentación, cien veces más peligrosa. Porque, además de la concupiscencia de la carne, que radica en la delectación de todos los sentidos y voluptuosidades, sirviendo a la cual perecen los que se alejan de ti, hay una vana y curiosa concupiscencia, paliada con el nombre de conocimiento y ciencia, que radica en el alma a través de los mismos sentidos del cuerpo, y que consiste no en deleitarse en la carne, sino en experimentar cosas por la carne. La cual [curiosidad], como radica en el apetito de conocer y los ojos ocupan el primer puesto entre los sentidos en orden a conocer, es llamada en el lenguaje divino concupiscencia de los ojos 55.

A los ojos, en efecto, pertenece propiamente el ver; pero también usamos de esta palabra en los demás sentidos cuando los aplicamos a conocer. Porque no decimos: «Oye cómo brilla», o «huele cómo luce», o «gusta cómo resplandece», o «palpa cómo relumbra», sino que todas estas cosas se dicen ver. En efecto, nosotros no sólo decimos: «mira cómo luce» -lo cual pertenece a solos los ojos-, sino también «mira cómo suena», «mira cómo huele», «mira cómo sabe», «mira qué duro es». Por eso lo que se experimenta en general por los sentidos es llamado, como queda dicho, concupiscencia de los ojos, porque todos los demás sentidos usurpan por semejanza el oficio de ver, que es primario de los ojos, cuando tratan de conocer algo.

  1. Por aquí se advierte muy claramente cuándo se busca el placer, cuándo la curiosidad por medio de los sentidos; porque el deleite busca las cosas hermosas, sonoras, suaves, gustosas y blandas; la curiosidad, en cambio, busca aun cosas contrarias a ésta, no para sufrir molestias, sino por el placer de experimentar y conocer. Porque ¿qué deleite hay en contemplar en un cadáver destrozado aquello que te horroriza? Y, sin embargo, si yace en alguna parte, acuden las gentes para entristecerse y palidecer. Y aun temen verle en sueños, como si alguien les hubiera obligado despiertos a verle o les hubiera persuadido a ello la fama de una gran hermosura. Y esto mismo dígase de los demás sentidos, que sería muy largo enumerar.

De este deseo insano proviene el que se exhiban monstruos en los espectáculos; y de aquí también el deseo de escrutar los secretos de la naturaleza, que está sobre nosotros, y que no aprovecha nada conocer, y que los hombres no desean más que conocer. De aquí proviene igualmente el que con el mismo fin de un conocimiento perverso se busque algo por medio de las artes mágicas. De aquí proviene, finalmente, el que se tiente a Dios en la misma religión, pidiendo signos y prodigios no para salud de alguno, sino por el solo deseo de verlos.

  1. En esta selva tan inmensa, llena de insidias y peligros, ya ves, ¡oh Dios de mi salud!, cuántas cosas he cortado y arrojado de mi corazón, según me concediste hacer. Sin embargo ¿cuándo me atrevo a decir, mientras nuestra vida cotidiana se ve aturdida por todas partes con el ruido que en su derredor hace esta multitud de cosas, cuándo me atrevo a decir que ninguna de estas cosas me llama la atención para que mire y caiga en algún cuidado vano? Ciertamente que no me arrebatan ya los teatros, ni cuido de saber el curso de los astros, ni mi alma consultó jamás a las sombras, y detesto todos los sacrílegos sacramentos.

Pero ¡con cuántos ardides de sugestiones no trata el enemigo de que te pida un signo a ti, Señor Dios mío, a quien debo humilde y sencilla servidumbre! Mas yo te suplico por nuestro Rey y por Jerusalén, nuestra patria pura y casta, que así como ahora está lejos de mi consentir estas cosas, así esté siempre cada vez más lejos de mí. Pero cuando te ruego por la salud de alguien, otro muy distinto es el fin de mi intención. Mas haciendo tú lo que quieres, tú me das y me darás que te siga de buen grado.

  1. Pero ¿quién podrá contar la multitud de cosas menudísimas y despreciables con que es tentada todos los días nuestra curiosidad y las muchas veces que caemos? ¿Cuántas veces, a los que narran cosas vanas, al principio apenas si los toleramos, por no ofender a los débiles, y después poco a poco gustosos les prestamos atención?

Ya no contemplo, cuando se verifica en el circo, la carrera del perro tras la liebre; pero en el campo, cuando por casualidad paso por él, todavía atrae mi atención hacia sí aquella caza y me distrae tal vez hasta de algún gran pensamiento y me hace salir del camino, no con el jumento que me lleva, sino con la inclinación del corazón; y si tú, demostrada ya mi flaqueza, no me amonestaras al punto, o a levantarme hacia ti por medio de alguna consideración tomada de lo mismo que contemplo, o a despreciarlo todo y pasar adelante, me quedaría, como vano, hecho un bobo.

¿Y qué decir cuando, sentado en casa, me llama la atención el estelión que anda a caza de moscas o la araña que envuelve una y más veces a las caídas en sus redes? ¿Acaso porque son animales pequeños no es el efecto el mismo? Cierto que paso después a alabarte por ello, Creador admirable y ordenador de todas las cosas; pero cuando empiezo a fijarme en ellas, realmente no lo hago con este fin. Una cosa es levantarse presto y otra no caer.

Y de cosas por el estilo está llena mi vida, por lo que mi única esperanza es tu grandísima misericordia. Porque cuando nuestro corazón llega a ser un receptáculo de semejantes cosas y lleva consigo tan gran copia de vanidad, sucede que nuestras oraciones se interrumpen con frecuencia y se perturban; y mientras en tu presencia dirigimos a tus oídos la voz del corazón, no sé de dónde procede impetuosamente una turba de pensamientos vanos que cortan tan grande. cosa.

CAPITULO XXXVI

  1. ¿Acaso habremos de contar también esto entre las cosas despreciables? ¿O hay algo que puede reducirnos a esperanza, si no es tu conocida misericordia, puesto que has comenzado a mudarnos? Ante todo, tú sabes en qué medida me has mudado, sanándome primeramente del apetito de venganza, para serme después propicio en todas las demás iniquidades mías, y sanar todos mis languores, y redimir mi vida de la corrupción, y coronarme con misericordia, y saciar de bienes mi deseo 56, tú que reprimiste mi soberbia con tu temor y domaste mi cerviz con tu yugo, el cual llevo ahora y me es suave, porque así lo prometiste y has cumplido. En realidad así era, y yo no lo sabía, cuando temía someterme a él.

  1. Mas ¿por ventura, Señor -tú, que dominas solo sin altivez, porque eres el único verdadero Señor 57que no tiene señor-, por ventura me ha dejado o puede dejarme durante toda esta vida este tercer género de tentación, que consiste en querer ser temido y -amado de los hombres no por otra cosa sino por conseguir de ello un gozo que no es gozo? ¡Mísera vida es y fea jactancia

De aquí proviene principalmente el que no se te ame ni tema castamente, y tú resistas a los soberbios y des tu gracia a los humildes 58, y truenes contra las ambiciones del siglo, y se estremezcan los fundamentos de los montes 59.

Mas como quiera que por ciertos oficios de la sociedad humana nos es necesario ser amados y temidos de los hombres, insiste el adversario de nuestra verdadera felicidad esparciendo en todas partes como lazos estas palabras: «¡Bien, bien!», para que, mientras las recogemos con avidez, caigamos incautamente, y dejemos de poner en tu verdad nuestro gozo y lo pongamos en la falsedad de los hombres, y nos agrade el ser amados y temidos no por motivo tuyo, sino en tu lugar; y de esta manera, hechos semejantes a nuestro adversario, nos tenga consigo no para concordia de la caridad, sino para ser consortes de su suplicio, él que determinó poner su sede en el aquilón, a fin de que, tenebrosos y fríos, sirviesen al que te imitó por caminos perversos y torcidos.

Nosotros, empero, Señor, somos tu grey pequeñita 60. Tú nos posees. Extiende tus alas para que nos refugiemos bajo ellas. Tú serás nuestra gloria. Por ti seamos amados y tu palabra sea temida en nosotros. Quien quiere ser alabado de los hombres vituperándole tú, no será defendido de los hombres cuando tú le juzgues, ni asimismo librado cuando tú le condenes. Mas cuando no es el pecador el que es alabado en los deseos de su alma ni es bendecido el que obra la iniquidad 61, sino es alabado un hombre cualquiera por algún don que tú le has dado, y ese tal se goza más de ser alabado que de tener el mismo don por que es alabado, también este tal es alabado vituperándole tú; siendo ya mejor el que alaba que este que es alabado, porque aquél se agradó en el hombre del don de Dios, y éste se complació más del don del hombre que del de Dios.

CAPITULO XXXVII

  1. Diariamente somos tentados, Señor, con semejantes tentaciones, y somos tentados sin cesar. Nuestro horno cotidiano es la lengua humana. Tú nos mandas que seamos también en este orden continentes; da lo que mandas y manda lo que quieras. Tú tienes conocidos sobre este punto los gemidos de mi corazón dirigidos hacia ti y los ríos de mis ojos . Porque no puedo fácilmente saber cuánto me he limpiado de esta lepra, y temo mucho mis delitos ocultos, patentes a tus ojos, pero no a los míos. Porque en cualquier otro género de tentaciones tengo yo facultad de examinarme a mí mismo, pero en éste es casi nula. Porque en orden a los deleites de la carne y a la vana curiosidad de conocer, veo bien cuánto he aprovechada al tener que refrenar mi alma, cuando carezco de tales cosas por voluntad o por necesidad. Porque entonces yo mismo me pregunto cuándo me es más o menos molesto carecer de ellas.

En cuanto a las riquezas, que son deseadas para servicio de una de estas tres concupiscencias, o de dos de ellas, o de todas, si el alma no puede percibir si las desprecia poseyéndolas, puede hacer prueba de sí abandonándolas. Pero, en orden a la alabanza, ¿acaso, para carecer de ella y así experimentar lo que podemos en este punto, hemos de vivir mal y tan perdidamente y con tanta crueldad que todo el que nos conozca nos deteste? ¿Qué mayor locura puede decirse ni pensarse?

Mas si la alabanza suele y debe ser compañera de la vida buena y de las buenas obras, no debemos abandonar ni la vida buena ni su compañero la alabanza. Sin embargo, yo ignoro si puedo llevar con igualdad de ánimo o de mala gana la carencia de alguna cosa, hasta ver que me falta.

  1. Pues ¿qué es, Señor, lo que te confieso en este género de tentación? ¿Qué, sino que me deleito en las alabanzas? Más, sin duda alguna, me deleita la verdad que las alabanzas; pero si me propusiesen qué quería más: ser loco furioso y desatinado en todo y ser alabado de todos los hombres, o estar cabal y certísimo de la verdad, y ser vituperado de todos, ya veo lo que elegiría.

Con todo, yo no quisiera que la aprobación ajena aumentase el gozo de cualquier bien mío. Mas de hecho no sólo lo aumenta, lo confieso, sino también la vituperación lo disminuye. Y cuando me siento turbado con esta miseria mía, viéneseme luego una excusa, que tú sabes, ¡oh Dios!, lo que vale, porque a mí me trae perplejo. Porque habiéndonos mandado tú no sólo la continencia, esto es, de qué cosas debemos cohibir el amor, sino también la justicia, esto es, en qué lo debemos poner, y queriendo no sólo que te amásemos a ti, sino también al prójimo, sucede muchas veces que parezco deleitarme del provecho o esperanza del prójimo, cuando me deleito con la alabanza del que ha entendido bien, y a su vez contristarme con su mal, cuando le oigo vituperar lo bueno que ignora.

Porque también me contristo algunas veces con las alabanzas, cuando o alaban en mí aquellas cosas en que yo me desagrado o estiman algunos bienes pequeños y leves míos más de lo que debieran serlo.

Pero a su vez, ¿de dónde sé yo si el sentirme así afectado es porque no quiero que disienta de mí, respecto de mí, el que me alaba, no porque me mueva su utilidad, sino porque los mismos bienes que veo con agrado en mí me son mas gratos cuando agradan también a otros? Porque, en cierto modo, no soy yo alabado cuando no es aprobado mi juicio respecto de mí, puesto que o alaban cosas que a mí me desagradan o alaban más las que a mí me agradan menos. ¿Luego también en esto ando incierto de mí?

  1. He aquí que veo en ti, ¡oh Verdad!, que no debían moverme mis alabanzas por causa de mí, sino por utilidad del prójimo, y no sé si tal vez es así; pues en este asunto me soy menos conocido a mí que tú. Yo te suplico, Dios mío, que me des a conocer a mí mismo, para que pueda confesar a mis hermanos, que han de orar por mí, cuanto hallare en mí de malo. Me examinaré, pues, nuevamente con más diligencia.

Pero si es la utilidad del prójimo la que me mueve en mis alabanzas, ¿por qué me muevo menos cuando es vituperado injustamente un extraño que no cuando lo soy yo? ¿Por qué me hiere más la contumelia lanzada contra mí que la que en mi presencia se lanza con la misma iniquidad contra otro? ¿Acaso ignoro también esto? ¿Había de faltar esto para engañarme a mí mismo y no decir la verdad en tu presencia, ni con el corazón ni con la lengua?

Aleja, Señor, de mí semejante locura, para que mi boca no sea para mí el óleo del pecador con que unja mi cabeza 62.

CAPITULO XXXVIII

  1. Menesteroso y pobre soy 63, aunque mejor cuando con secreto gemido me desagrado a mí mismo y busco tu misericordia para que sea reparada mi indigencia y llevada a la perfección de aquella paz que ignora el ojo del arrogante.

Pero la palabra que sale de la boca y las obras conocidas de los hombres están expuestas a una tentación peligrosísima por causa del amor a la alabanza, que encamina los mendigados votos a una cierta excelencia personal. Tienta, en efecto; y cuando la reprendo en mí, por el mismo hecho de reprenderla -y muchas veces aun del mismo desprecio de la vanagloria- se gloría más vanamente; razón por la cual ya no se gloría del desprecio mismo de la vanagloria, puesto que realmente no desprecia ésta cuando se gloría de ella.

CAPITULO XXXIX

  1. También hay dentro de nosotros, sí, dentro de nosotros, y en este mismo género de tentación, otro mal, con el cual se desvanecen los que se complacen a sí mismos de sí, aunque no agraden, o más bien desagraden, a los demás, ni tengan deseo alguno de agradarles. Mas estos tales, agradándose a sí mismos, te desagradan mucho a ti, no sólo teniendo por buenas las cosas que no lo son, sino poseyendo tus bienes como si fuesen suyos propios; o si tuyos, como debidos a sus méritos; o si como debidos a tu gracia, no gozándose de ellos socialmente, sino envidiándolos en otros.

En todos estos peligros y trabajos y otros semejantes, tú ves el temor de mi corazón y que siento más el que tengas que sanar continuamente mis heridas que el que no se me inflijan.

CAPITULO XL

  1. ¿Dónde tú no caminaste conmigo, ¡oh Verdad!, enseñándome lo que debo evitar y lo que debo apetecer, al tiempo de referirte mis puntos de vista interiores, los que pude, y de los que te pedía consejo? Recorrí el mundo exterior con el sentido, según me fue posible, y paré mientes en la vida de mi cuerpo que recibe de mí y de mis sentidos. Después entré en los ocultos senos de mi memoria, múltiples latitudes llenas de innumerables riquezas por modos maravillosos, los cuales consideré y quedé espantado, y de todas ellas no pude discernir nada sin ti; mas hallé que nada de todas estas cosas eras tú. Ni yo mismo, el descubridor, que las recorrí todas ellas y me esforcé por distinguirlas y valorarlas según su excelencia, recibiendo unas por medio de los sentidos e interrogándolas, sintiendo otras mezcladas conmigo, discerniendo y dinumerando los mismos sentidos transmisores, y dejando aquéllas y sacando las otras; ni yo mismo -digo-, cuando hacía esto, o más bien la facultad mía con que lo hacía, ni aun esta misma eras tú, porque tú eras la luz indeficiente a la que yo consultaba sobre todas las cosas: si eran, qué eran y en cuánto se debían tener; y de ella oía lo que me enseñabas y ordenabas. Y esto lo hago yo ahora muchas veces, y esto es mi deleite; y siempre que puedo desentenderme de los quehaceres forzosos, me refugio en este placer.

Mas en ninguna de estas cosas que recorro, consultándote a ti, hallo lugar seguro para mi alma sino en ti, en quien se recogen todas mis cosas dispersas, sin que se aparte nada de mí.

Algunas veces me introduces en un afecto muy inusitado, en una no sé qué dulzura interior, que si se completase en mí, no sé ya qué será lo que no es esta vida. Pero con el peso de mis miserias vuelvo a caer en estas cosas terrenas y a ser reabsorbido por las cosas acostumbradas, quedando cautivo en ellas. Mucho lloro, pero mucho mas soy detenido por ellas. ¡Tanto es el poder de la costumbre! Aquí puedo estar y no quiero; allí quiero y no puedo. Infeliz en ambos casos.

CAPITULO XLI

  1. Por eso consideré las enfermedades de mis pecados en su triple concupiscencia e invoqué tu diestra para mi salud. Porque vi tu esplendor con corazón enfermo, y, repelido, dije: ¿Quién podrá llegar allí? Arrojado he sido de la faz de tus ojos 64. Tú eres la verdad que preside sobre todas las cosas. Mas yo, por mi avaricia, no quise perderte, sino que quise poseer contigo la mentira; del mismo modo que nadie quiere decir la mentira hasta el punto que ignore lo que es la verdad Y así yo te perdí, porque no te dignas ser poseído con la mentira.

CAPITULO XLII

  1. ¿Quién hallaría yo que me reconciliase contigo? ¿Debí recurrir a los ángeles? ¿Y con qué preces, con qué sacramentos? Muchos, esforzándose por volver a ti y no pudiendo por sí mismos, tentaron, según oigo, este camino y cayeron en deseos de visiones curiosas y merecieron ser engañados, porque te buscaban con el fasto de la ciencia, hinchando más bien que hiriendo sus pechos; y atrajeron hacia así, por la semejanza de su corazón, a las potestades aéreas 65, conspiradoras y cómplices de su soberbia, las cuales con sus poderes mágicos les engañaron, por buscar un mediador que los juzgara, que no era tal, sino un diablo transfigurado en ángel de luz 66. El cual atrajo sobremanera a la carne soberbia, por el hecho mismo de carecer de cuerpo carnal. Eran ellos mortales y pecadores, y tú, Señor, con quien ellos buscaban soberbiamente reconciliarse, inmortal y sin pecado.

Mas era necesario que el Mediador entre Dios y los hombres tuviese algo de común con Dios y algo de común con los hombres, no fuese que, siendo semejante en ambos extremos a los hombres, estuviese alejado de Dios; o, siendo semejante en ambos extremos a Dios, estuviese alejado de los hombres, y así no pudiera ser mediador.

Así, pues, aquel mediador falaz por quien merece, según tus secretos juicios; ser engañada la soberbia, una cosa tiene de común con los hombres; es a saber, el pecado; y otra que quiere aparentar tener con Dios, mostrándose inmortal por la razón de no hallarse revestido de la carne mortal. Pero como el estipendio del pecado es la muerte 67, síguese que tiene esto de común con los hombres, por lo que juntamente con ellos será condenado a muerte.

CAPITULO XLIII

  1. Mas el verdadero Mediador, a quien por tu secreta misericordia revelaste a los humildes y lo enviaste para que con su ejemplo aprendiesen hasta la misma humildad; aquel Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús 68, apareció entre los pecadores mortales y el Justo Inmortal, mortal con los hombres, justo con Dios, para que, pues el estipendio de la justicia es la vida y la paz, por medio de la justicia unida a Dios fuese destruida en los impíos justificados la muerte, que se dignó tener de común con ellos. Este Mediador fue mostrado a los antiguos santos para que fuesen salvos por la fe en su pasión futura, como nosotros lo somos por la fe en la ya pasada. Porque en tanto es Mediador en cuanto Hombre; pues en cuanto Verbo no puede ser intermediario, por ser igual a Dios, Dios en Dios y juntamente con él un solo Dios.

69.¡Oh cómo nos amaste, Padre bueno, que no perdonaste a tu Hijo único, sino que le entregaste por nosotros, impíos! 69 ¡Oh cómo nos amaste, haciéndose por nosotros, quien no tenía por usurpación ser igual a ti, obediente hasta la muerte de cruz, siendo el único libre entre los muertos, teniendo potestad para dar su vida y para nuevamente recobrarla 70. Por nosotros se hizo ante ti vencedor y víctima, y por eso vencedor, por ser víctima; por nosotros sacerdote y sacrificio ante ti, y por eso sacerdote, por ser sacrificio, haciéndonos para ti de esclavos hijos, y naciendo de ti para servirnos a nosotros.

Con razón tengo yo gran esperanza en él de que sanarás todos mis languores por su medio, porque el que está sentado a tu diestra te suplica por nosotros 71; de otro modo desesperaría. Porque muchas y grandes son las dolencias, sí; muchas y grandes son, aunque más grande es tu Medicina. De no haberse hecho tu Verbo carne y habitado entre nosotros, con razón hubiéramos podido juzgarle apartado de la naturaleza humana y desesperar de nosotros.

  1. Aterrado por mis pecados y por el peso enorme de mi miseria, había tratado en mi corazón y pensado huir a la soledad mas tú me lo prohibiste y me tranquilizaste, diciendo: Por eso murió Cristo por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para aquel que murió por ellos 72.

He aquí, Señor, que ya arrojo en ti mi cuidado, a fin de que viva y pueda considerar las maravillas de tu ley 73. Tú conoces mi ignorancia y mi debilidad: enséñame y sáname. Aquel tu Unigénito en quien se hallan escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia 74, me redimió con su sangre. No me calumnien los soberbios 75, porque pienso en mi rescate, y lo como y bebo y distribuyo, y, pobre, deseo saciarme de él en compañía de aquellos que lo comen y son saciados. Y alabarán al Señor los que le buscan 76.

LIBRO UNDECIMO

CAPITULO I

  1. ¿Por ventura, Señor, siendo tuya la eternidad, ignoras las cosas que te digo, o ves en el tiempo lo que se ejecuta en el tiempo? Pues ¿por qué te hago relación de tantas cosas? No ciertamente para que las sepas por mí, sino que excito con ellas hacia ti mi afecto y el de aquellos que leyeren estas cosas, para que todos digamos: Grande es el Señor y laudable sobremanera 1. Ya lo he dicho y lo diré: por amor de tu amor hago esto.

Porque también oramos, y, no obstante, dice la verdad: Sabe vuestro Padre qué es lo que necesitáis aun antes que se lo pidáis 2. Hacémoste, pues, patente nuestro afecto confesándote nuestras miserias y tus misericordias sobre nosotros, para que nos libres enteramente, ya que comenzaste; para que dejemos de ser miserables en nosotros y seamos felices en ti, ya que nos llamaste; y para que seamos pobres de espíritu, y mansos, y llorosos, y hambrientos, y sedientos de justicia, y misericordiosos, y puros de corazón, y pacíficos.

He aquí que te he referido muchas cosas: las que he podido y he querido, por haberlo querido tú primero, a fin de que te confesase, Señor Dios mío, porque eres bueno, porque tu. misericordia es eterna 3.

CAPITULO II

  1. Pero ¿cuándo podré yo suficientemente referir con la lengua de mi pluma todas tus exhortaciones, todos tus terrores y consolaciones y direcciones, a través de los cuales me llevaste a predicar tu Palabra y dispensar tu Sacramento a tu pueblo?

Mas aunque fuese bastante a referir por orden estas cosas, me cuestan caras las gotas de tiempo y desde antiguo ardo en deseos de meditar tu ley y «confesarte en ella mi ciencia y mi impericia, las primicias de tu iluminación y las reliquias de mis tinieblas», hasta que la flaqueza sea devorada por la fortaleza, y no quiero que se me vayan en otra cosa las horas que me dejen libres las necesidades de la refección del cuerpo, de la atención del alma y de la servidumbre que debemos a los hombres, y la que no debemos, y, sin embargo, les damos.

  1. Dios y Señor mío: está atento a mi corazón y escuche tu misericordia mi deseo, porque no sólo me abrasa en orden a mí, sino también en orden a servir a la caridad fraterna; y que así es, lo ves tú en mi corazón.

Que yo te sacrifique la servidumbre de mi inteligencia y de mi lengua; mas dame qué te ofrezca, porque soy pobre y necesitado y tú rico para todos los que te invocan 4, y que seguro tienes cuidado de nosotros. Circuncida mis labios interiores y exteriores de toda temeridad y de toda mentira. Tus Escrituras sean mis castas delicias: ni yo me engañe en ellas ni con ellas engañe a otros. Atiende, Señor, y ten compasión; Señor, Dios mío, luz de los ciegos y fortaleza de los débiles y luego luz de los que ven y fortaleza de los fuertes, atiende a mi alma, que clama de lo profundo, y óyela. Porque si no estuvieren aun en lo profundo tus oídos, ¿adónde iríamos, adónde clamaríamos?

Tuyo es el día, tuya es la noche 5: a tu voluntad vuelan los momentos. Dame espacio para meditar en los entresijos de tu ley y no quieras cerrarla contra los que pulsan, pues no en vano quisiste que se escribiesen los oscuros secretos de tantas páginas. ¿O es que estos bosques no tienen sus ciervos, que en ellos se alberguen, y recojan, y paseen, y pasten, y descansen, y rumien? ¡Oh, Señor!, perfeccióname y revélamelos. Ved que tu voz es mi gozo; tu voz sobre toda afluencia de deleites. Dame lo que amo, porque ya amo, y esto es don tuyo. No abandones tus dones ni desprecies a tu hierba sedienta. Te confesaré cuanto descubriere en tus libros y oiré la voz de la alabanza 6, y beberé de ti, y consideraré las maravillas de tu ley 7 desde el principio, en el que hiciste el cielo y la tierra, hasta el reino de la tu santa ciudad, contigo perdurable.

  1. Señor, compadécete de mí y escucha mi deseo. Porque creo que no es de cosa de la tierra, oro, plata y piedras preciosas; ni de hermosos vestidos, honores y poderíos ni de deleites carnales, ni de cosas necesarias al cuerpo y a esta vida de nuestra peregrinación, todas las cuales cosas se dan por añadidura a los que buscan tu reino y tu justicia 8.

Ve, Dios mío, de dónde es este mi deseo. Me contaron los inicuos sus deleites, pero no son como tu ley, Señor 9. He aquí de dónde es mi deseo. Mira, ¡oh Padre!, mira, y ve, y aprueba, y sea grato delante de tu misericordia que yo halle gracia ante ti, para que a mis llamadas se abran las interioridades de tus palabras.

Te lo suplico por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, el Varón de tu diestra, el Hijo del Hombre, a quien escogiste para ti 10, Mediador tuyo y nuestro, por quien nos buscaste cuando no te buscábamos y nos buscaste para que te buscásemos; Verbo tuyo, por quien hiciste todas las cosas, entre las cuales también a mí; Único tuyo, por quien llamaste a adopción al pueblo de los creyentes y en él a mí.

Te lo pido por él, que está sentado a tu diestra 11 y te suplica por nosotros, y en el cual se hallan escondidos todos los tesoros de sabiduría y ciencia 12, los cuales busco yo ahora en tus libros. Moisés escribió de él; él mismo lo dice, y lo dice, la Verdad misma ‘.

CAPITULO III

  1. Oiga yo y entienda cómo hiciste en el principio el cielo y la tierra. Moisés escribió esto, lo escribió y se ausentó; salió de aquí por ti, para ti, y ahora no le tengo delante de mí. Porque si estuviese le asiría, y rogaría, y conjuraría por ti, para que me declarase estas cosas, y yo prestaría los oídos de mi corazón a las palabras que brotasen de su boca. Claro es que si me hablase en hebreo, en vano pulsaría a mis oídos ni mi mente percibiría nada de ellas; mas si lo dijera en latín, sabría lo que decía.

Pero ¿de dónde sabría si decía verdad? Y dado caso que lo supiese, ¿lo sabría tal vez por él? No; la verdad -que ni es hebrea, ni griega, ni latina, ni bárbara- sería la que me diría interiormente, en el domicilio interior del pensamiento, sin los órganos de la boca ni de la lengua, sin el estrépito de las sílabas: «Dice verdad», y yo, certificado, diría al instante confiadamente a aquel hombre: «Dices la verdad.»

No pudiendo, pues, interrogarle, ruégote, ¡oh Verdad!, de la que lleno habló él cosas verdaderas; ruégote, ¡oh Dios mío! -y perdona mis pecados 13…-, que me des a entender a mí las cosas que concediste decir a aquel tu siervo.

CAPITULO IV

  1. He aquí que existen el cielo y la tierra, y claman que han sido hechos, porque se mudan y cambian. Todo, en efecto, lo que no es hecho y, sin embargo, existe, no puede contener nada que no fuese ya antes, en lo cual consiste el mudarse y variar. Claman también que no se han hecho a sí mismos: Por eso somos, porque hemos sido hechos; no éramos antes de que existiéramos, para poder hacernos a nosotros mismos. Y la voz de los que así decían era la voz de la evidencia. Tú eres, Señor, quien los hiciste; tú que eres hermoso, por lo que ellos son hermosos; tú que eres bueno, por lo que ellos son buenos; tú que eres Ser, por lo que ellos son. Pero ni son de tal modo hermosos, ni de tal modo buenos, ni de tal modo ser como lo eres tú, su Creador, en cuya comparación ni son hermosos, ni son buenos, ni tienen ser. Conocemos esto; gracias te sean dadas; mas nuestra ciencia, comparada con tu ciencia, es una ignorancia.

CAPITULO V

  1. Pero ¿cómo hiciste el cielo y la tierra y cuál fue la máquina de tan gran obra tuya? Porque no los hiciste como el hombre artífice, que forma un cuerpo de otro cuerpo al arbitrio del alma, que puede imponer en algún modo la forma que contempla en sí misma con el ojo interior -¿y de dónde podría esto sino de que tú la hiciste?- e impone la forma a lo que ya existía y la tenía, a fin de ser, como es la tierra, la piedra, el leño, el oro o cualquier otra especie de cosas.

¿Y de dónde serían estas cosas si tú no las instituyeras? Tú diste cuerpo al artífice; tú creaste al alma, que manda a los miembros; tú la materia, de que hace algo; tú el ingenio, con que alcanza el arte y ve interiormente lo que hace fuera; tú el sentido del cuerpo, con el que, como un intérprete, transmite del alma a la materia aquello que hace y a su vez anuncia al alma lo que se ha hecho, para que ésta consulte interiormente a la verdad, que la preside, si se hizo bien la cosa.

Todas estas cosas te alaban, ¡oh Creador de todo! Pero ¿cómo las hiciste? ¿Cómo hiciste, ¡oh Dios!, el cielo y la tierra? Ciertamente que no hiciste el cielo y la tierra en el cielo y la tierra, ni en el aire, ni en las aguas; porque también estas cosas pertenecen al cielo y la tierra. Ni hiciste el mundo universo en el universo mundo, porque no había donde hacerle antes que se hiciera para que fuese. Ni tú tenías algo en la mano, de donde hicieses el cielo y la tierra; porque ¿de dónde te habría venido esto que tú no habías hecho, y de lo cual harías tú algo? ¿Y qué cosa hay que sea si no es porque tú eres? Tú dijiste, y las cosas fueron hechas y con tu palabra las hiciste.

CAPITULO VI

  1. Pero ¿cómo lo dijiste? ¿Fue acaso de aquel modo como se hizo aquella voz de la nube que dijo: Este es mi hijo amado 14? Porque aquella voz se hizo y pasó, comenzó y terminó. Sonaron las sílabas y pasaron, la segunda después de la primera, la tercera después de la segunda, y así por orden hasta llegar a la última, y después de la última, el silencio. Por donde se ve clara y evidentemente que aquella voz fue expresada por el movimiento de una criatura, y aun ésta temporal, sirviendo a tu voluntad eterna. Y estas palabras tuyas, pronunciadas en el tiempo, fueron transmitidas por el oído exterior a la mente prudente, cuyo oído interior tiene aplicado a tu palabra eterna. Mas comparó aquélla estas palabras que suenan temporalmente con tu palabra eterna en el silencio y dijo: «Cosa muy distinta es, cosa muy distinta es»; porque estas palabras están muy por debajo de mí, ni aun son, pues huyen y pasan; y la palabra de mi Dios permanece sobre mí eternamente 15.

Si, pues, dijiste con palabras que suenan y pasan que fuese hecho el cielo y la tierra y así fue como hiciste el cielo y la tierra, ya había una criatura corporal antes del cielo y de la tierra, con cuyos movimientos temporales transcurriese aquella voz temporalmente. Mas antes del cielo y de la tierra no había ningún cuerpo, y si lo había, ciertamente lo habías hecho tú sin una voz transitoria de donde formases la voz transitoria, con la que dijeses que fuesen hechos el cielo y la tierra. Porque, sea lo que fuere, aquello de donde había de formarse tal voz, si no hubiese sido hecho por ti, no sería absolutamente nada. Mas para que llegase a ser el cuerpo de donde se formasen estas palabras, ¿con qué palabra fue dicho por ti?

CAPITULO VII

  1. Así, pues, tú nos invitas a comprender aquella palabra, que es Dios ante ti, Dios, que sempiternamente se dice y en la que se dicen sempiternamente todas las cosas. Porque no se termina lo que se estaba diciendo y se dice otra cosa, para que puedan ser dichas todas las cosas, sino todas a un tiempo y eternamente. De otro modo, habría ya tiempo y cambio, y no habría eternidad verdadera ni verdadera inmortalidad.

He comprendido esto y te doy gracias; lo he comprendido y te lo confieso, Señor; y conmigo lo conoce y te bendice quien no es ingrato a la verdad cierta. Conocemos, Señor, conocemos que, en cuanto una cosa no es lo que era y es lo que no era, en tanto muere y nace. Nada hay, pues, en tu Verbo que ceda o suceda, porque es verdaderamente inmortal y eterno. Y así en tu Verbo, coeterno a ti, dices a un tiempo y sempiternamente todas las cosas que dices, y se hace cuanto dices que sea hecho; ni las haces de otro modo que diciéndolo, no obstante que no todas las cosas que haces diciendo, se hacen a un tiempo sempiternamente.

CAPITULO VIII

  1. ¿Por qué esto, te suplico, Señor Dios mío? De algún modo lo veo, pero no sé cómo declararlo sino diciendo que todo lo que comienza a ser y deja de ser, entonces comienza y entonces acaba cuando en la razón eterna, en la que nada empieza ni acaba, se conoce que debió comenzar o debió acabar. Es el mismo Verbo tuyo, que es también Principio, porque nos habla 16. Así habla por la carne en el Evangelio, y así habló exteriormente a los oídos de los hombres, para que fuese creído, y se le buscase dentro, y se le hallase en la Verdad eterna, en donde el Maestro bueno y único enseña a todos los discípulos.

Allí oigo tu voz, Señor, que me dice que quien nos habla es quien nos enseña; pero el que no nos enseña, aunque hable, no nos habla a nosotros. ¿Y quién es el que nos enseña sino la Verdad que permanece? Porque hasta cuando somos amonestados por la criatura mudable, somos conducidos a la Verdad inmutable, donde verdaderamente aprendemos cuando estamos en su presencia y le oímos y nos gozamos con grande alegría por la voz del esposo 17, tornando allí de donde somos. Y es Principio, porque si no permaneciese cuando erramos, no tendríamos adónde volver. Mas cuando retornamos de nuestro error, ciertamente volvemos conociendo; pero para que conozcamos, él nos enseña, porque es Principio y nos habla.

CAPITULO IX

  1. En este Principio, ¡oh Dios!, hiciste el cielo y la tierra, en tu Verbo, en tu Hijo, en tu Virtud, en tu Sabiduría, en tu Verdad, hablando de modo admirable y obrando de igual modo. ¿Quién será capaz de comprender, quién de explicar, qué sea aquello que fulgura a mi vista y hiere mi corazón sin lesionarle? Me siento horrorizado y enardecido: horrorizado, por la desemejanza con ella; enardecido, por la semejanza con ella. La Sabiduría, la Sabiduría misma es la que fulgura a mi vista, rompiendo mi niebla, que otra vez me cubre, desfallecido por aquella calígine y acervo de mis penas; porque de tal modo se debilitó en la pobreza mi vigor 18, que no puedo soportar a mi bien, hasta que tú, Señor, que te hiciste propicio a todos mis pecados, sanes también todos mis languores, porque redimirás de la corrupción mi vida y me coronarás en miseración y misericordia, y saciarás con bienes mi deseo, porque será renovada mi juventud como la del águila 19. Porque por la esperanza fuimos hechos salvos y esperamos con paciencia 20 tus promesas.

Oigate cuando hablas interiormente el que pueda; que yo confiadamente clamaré, conforme a tu oráculo: ¡Qué excelsas son tus obras, Señor; todas las has hecho con sabiduría! 21 Este es el principio, y en este principio hiciste el cielo y la tierra.

CAPITULO X

  1. ¿No es verdad que están llenos de su vetustez quienes nos dicen: ¿Qué hacía Dios antes que hiciese el cielo y la tierra? Porque si estaba ocioso, dicen, y no obraba nada, ¿por qué no permaneció así siempre y en adelante como hasta entonces había estado, sin obrar? Porque si para dar la existencia a alguna criatura es necesario que surja un movimiento nuevo en Dios y una nueva voluntad, ¿cómo puede haber verdadera eternidad donde nace una voluntad que antes no existía? Porque la voluntad de Dios no es creación alguna, sino anterior a toda creación; porque en modo alguno sería creado nada si no precediese la voluntad del creador. Pero la voluntad de Dios pertenece a su misma sustancia; luego si en la sustancia de Dios ha nacido algo que antes no había, no se puede decir ya con verdad que aquella sustancia es eterna. Mas si la voluntad de Dios de que fuese la criatura era sempiterna, ¿por qué no había de ser también sempiterna la criatura?.

CAPITULO XI

  1. Quienes así hablan, todavía no te entienden, ¡oh sabiduría de Dios, luz de las mentes!; todavía no entienden cómo se hagan las cosas que son hechas en ti y por ti, y se empeñan por saber las cosas eternas; pero su corazón revolotea aún sobre los movimientos pretéritos y futuros de las cosas y es aún vano 22. ¿Quién podrá detenerle y fijarle, para que se detenga un poco y capte por un momento el resplandor de la eternidad, que siempre permanece, y la compare con los tiempos, que nunca permanecen, y vea que es incomparable, y que el tiempo largo no se hace largo sino por muchos movimientos que pasan y que no pueden coexistir a la vez, y que en la eternidad, al contrario, no pasa nada, sino que todo es presente, al revés del tiempo, que no puede existir todo él presente; y vea, finalmente, que todo pretérito es empujado por el futuro, y que todo futuro está precedido de un pretérito, y todo lo pretérito y futuro es creado y transcurre por lo que es siempre presente? ¿Quién podrá detener, repito, el corazón del hombre para que se pare y vea cómo, estando fija, dicta los tiempos futuros y pretéritos la eternidad, que no es futura ni pretérita? ¿Acaso puede realizar esto mi mano o puede obrar cosa tan grande la mano de mi boca por sus discursos?

CAPITULO XII

  1. He aquí que yo respondo al que preguntaba: «¿Qué hacía Dios antes que hiciese el cielo y la tierra?» Y respondo, no lo que se dice haber respondido un individuo bromeándose, eludiendo la fuerza de la cuestión: «Preparaba -contestó- los castigos para los que escudriñan las cosas altas.» Una cosa es ver, otra reír. Yo no responderé tal cosa. De mejor gana respondería: «No lo sé», lo que realmente no sé, que no aquello por lo que fue mofado quien preguntó cosas altas y fue alabado quien respondió cosas falsas.

Mas digo yo que tú, Dios nuestro, eres el creador de toda criatura; y si con el nombre de cielo y tierra se entiende toda criatura, digo con audacia que antes que Dios hiciese el cielo y la tierra, no hacía nada. Porque si hiciese algo, ¿qué podía hacer sino una criatura? Y ¡ojalá que así supiese lo que deseo saber útilmente, como sé que ninguna criatura fue hecha antes de que alguna criatura fuese hecha!

CAPITULO XIII

  1. Mas si la mente volandera de alguno, vagando por las imágenes de los tiempos anteriores [a la creación], se admirase de que tú, Dios omnipotente, y omnicreante, y omniteniente, artífice del cielo y de la tierra, dejaste pasar un sinnúmero de siglos antes de que hicieses tan gran obra, despierte y advierta que admira cosas falsas. Porque ¿cómo habían de pasar innumerables siglos, cuando aún no los habías hecho tú, autor y creador de los siglos? ¿O qué tiempos podían existir que no fuesen creados por ti? ¿Y cómo habían de pasar, si nunca habían sido? Luego, siendo tú el obrador de todos los tiempos, si existió algún tiempo antes de que hicieses el cielo y la tierra, ¿por qué se dice que cesabas de obrar 23? Porque tú habías hecho el tiempo mismo; ni pudieron pasar los tiempos antes de que hicieses los tiempos.

Mas si antes del cielo y de la tierra no existía ningún tiempo, ¿.por qué se pregunta qué era lo que entonces hacías? Porque realmente no había tiempo donde no había entonces.

  1. Ni tú precedes temporalmente a los tiempos: de otro modo no precederías a todos dos tiempos. Mas precedes a todos los pretéritos por la celsitud de tu eternidad, siempre presente; y superas todos los futuros, porque son futuros, y cuando vengan serán pretéritos. Tú, en cambio, eres el mismo, y tus años no mueren 24. Tus años ni van ni vienen, al contrario de estos nuestros, que van y vienen, para que todos sean. Tus años existen todos juntos, porque existen; ni son excluidos los que van por los que vienen, porque no pasan; mas los nuestros todos llegan a ser cuando ninguno de ellos exista ya. Tus años son un día 25, y tu día no es un cada día, sino un hoy, porque tu hoy no cede el paso al mañana ni sucede al día de ayer. Tu hoy es la eternidad; por eso engendraste coeterno a ti a aquel a quien dijiste: Yo te he engendrado hoy 26. Tú hiciste todos los tiempos, y tú eres antes de todos ellos; ni hubo un tiempo en que no había tiempo.

CAPITULO XIV

  1. No hubo, pues, tiempo alguno en que tú no hicieses nada, puesto que el mismo tiempo es obra tuya. Mas ningún tiempo te puede ser coeterno, porque tú eres permanente, y éste, si permaneciese, no sería tiempo. ¿Qué es, pues, el tiempo? ¿Quién podrá explicar esto fácil y brevemente? ¿Quién podrá comprenderlo con el pensamiento, para hablar luego de él? Y, sin embargo, ¿qué cosa más familiar y conocida mentamos en nuestras conversaciones que el tiempo? Y cuando hablamos de él, sabemos sin duda qué es, como sabemos o entendemos lo que es cuando lo oímos pronunciar a otro. ¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé. Lo que sí digo sin vacilación es que sé que si nada pasase no habría tiempo pasado; y si nada sucediese, no habría tiempo futuro; y si nada existiese, no habría tiempo presente. Pero aquellos dos tiempos, pretérito y futuro, ¿cómo pueden ser, si el pretérito ya no es él y el futuro todavía no es? Y en cuanto al presente, si fuese siempre presente y no pasase a ser pretérito, ya no sería tiempo, sino eternidad. Si, pues, el presente, para ser tiempo es necesario que pase a ser pretérito, ¿cómo decimos que existe éste, cuya causa o razón de ser está en dejar de ser, de tal modo que no podemos decir con verdad que existe el tiempo sino en cuanto tiende a no ser?

CAPITULO XV

  1. Y, sin embargo, decimos «tiempo largo» y «tiempo breve», lo cual no podemos decirlo más que del tiempo pasado y futuro. Llamamos tiempo pasado largo, v.gr., a cien años antes de ahora, y de igual modo tiempo futuro largo a cien años después; tiempo pretérito breve, si decimos, por ejemplo, hace diez días, y tiempo futuro breve, si dentro de diez días. Pero ¿cómo puede ser largo o breve lo que no es? Porque el pretérito ya no es, y el futuro todavía no es. No digamos, pues, que «es largo», sino, hablando del pretérito, digamos que «fue largo», y del futuro, que «será largo».

¡Oh Dios mío y luz mía!, ¿no se burlará en esto tu Verdad del hombre? Porque el tiempo pasado que fue largo, ¿fue largo cuando era ya pasado o tal vez cuando era aún presente? Porque entonces podía ser largo, cuando había de qué ser largo; y como el pretérito ya no era, tampoco podía ser largo, puesto que de ningún modo existía. Luego no digamos: «El tiempo pasado fue largo», porque no hallaremos que fue largo, por la razón de que lo que es pretérito, por serlo, no existe; sino digamos: «Largo fue aquel tiempo siendo presente», porque siendo presente fue cuando era largo; todavía, en efecto, no había pasado para dejar de ser, por lo que era y podía ser largo; pero después que pasó, dejó de ser largo, al punto que dejó de existir.

  1. Pero veamos, ¡oh alma mía!, si el tiempo presente puede ser largo; porque se te ha dado poder sentir y medir las duraciones. ¿Qué me respondes? ¿Cien años presentes son acaso un tiempo largo? Mira primero si pueden estar presentes cien años. Porque si se trata del primer año, es presente; pero los noventa y nueve son futuros, y, por tanto, no existen todavía; pero si estamos en el segundo, ya tenemos uno pretérito, otro presente, y los restantes, futuros. Y así de cualquiera de cada uno de los años medios de este numero centenario que tomemos como presente todos los anteriores a él serán pasados; todos los que vengan después de él, futuros. Por todo lo cual no pueden ser presentes los cien años.

Pero veamos si aun el año que se toma es presente. En efecto si de él el primer mes es presente, los restantes son futuros; si se trata del segundo, ya el primero es pasado, y los restantes no son aún. Luego ni aun el año en cuestión es todo presente; y si no es todo presente, no es el año presente; porque el año consta de doce meses, de los cuales cualquier mes que se tome es presente siendo los restantes pasados o futuros.

Pero es que ni el mes que corre es todo presente, sino un día. Porque si lo es el primero, los restantes son futuros; si es el ultimo, los restantes son pasados; si alguno de los intermedios, unos serán pasados, otros futuros.

  1. He aquí el tiempo presente -el único que hallamos debió llamarse largo-, que apenas si se reduce al breve espacio de un día. Pero discutamos aún esto mismo. Porque ni aun el día es todo él presente. Compónese éste, en efecto, de veinticuatro horas entre las nocturnas y diurnas, de las cuales la primera tiene como futuras las restantes, y la última como pasadas todas las demás, y cualquiera de las intermedias tiene delante de ella pretéritas y después de ella futuras. Pero aun la misma hora está compuesta de partículas fugitivas, siendo pasado lo que ha transcurrido de ella, y futuro lo que aún le queda.

Si, pues, hay algo de tiempo que se pueda concebir como indivisible en partes, por pequeñísimas que éstas sean, sólo ese momento es el que debe decirse presente; el cual, sin embargo, vuela tan rápidamente del futuro al pasado, que no se detiene ni un instante siquiera. Porque, si se detuviese, podría dividirse en pretérito y futuro, y el presente no tiene espacio ninguno.

¿Dónde está, pues, el tiempo que llamamos largo? ¿Será acaso el futuro? Ciertamente que no podemos decir de éste que es largo, porque todavía no existe qué sea largo; sino decimos que será largo; y si fuese largo, cuando saliendo del futuro, que todavía no es, comenzare a ser y fuese hecho presente para poder ser largo, ya clama el tiempo presente, con las razones antedichas, que no puede ser largo.

CAPITULO XVI

  1. Y, sin embargo, Señor, sentimos los intervalos de los tiempos y los comparamos entre sí, y decimos que unos son más largos y otros más breves. También medimos cuánto sea más largo o más corto aquel tiempo que éste, y decimos que éste es doble o triple y aquél sencillo, o que éste es tanto como aquél. Ciertamente nosotros medimos los tiempos que pasan cuando sintiéndolos los medimos; mas los pasados, que ya no son, o los futuros, que todavía no son, ¿quién los podrá medir? A no ser que se atreva alguien a decir que se puede medir lo que no existe.

Porque cuando pasa el tiempo puede sentirse y medirse; pero cuando ha pasado ya, no puede, porque no existe.

CAPITULO XVII

  1. Pregunto yo, Padre, no afirmo: ¡oh Dios mío!, presídeme y gobiérname. ¿Quién hay que me diga que no son tres los tiempos, como aprendimos de niños y enseñamos a los niños pretérito, presente y futuro, sino solamente presente, por no existir aquellos dos? ¿Acaso también existen éstos, pero como procediendo de un sitio oculto cuando de futuro se hace presente o retirándose a un lugar oculto atando de presente se hace pretérito? Porque si aún no son, ¿dónde los vieron los que predijeron cosas futuras?; porque en modo alguno puede ser visto lo que no es. Y los que narran cosas pasadas no narraran cosas verdaderas, ciertamente, si no viesen aquéllas con el alma, las cuales, si fuesen nada, no podrían ser vistas de ningún modo. Luego existen las cosas futuras y las pretéritas.

CAPITULO XVIII

  1. Permíteme ir adelante en mi investigación, Señor, esperanza mía; que no se distraiga mi atención. Porque, si son las cosas futuras y pretéritas, quiero saber dónde están. Lo cual si no puedo todavía, sé al menos que, dondequiera que estén, no son allí futuras o pretéritas, sino presentes; porque si allí son futuras, todavía no son, y si son pretéritas, ya no están allí; dondequiera, pues, que estén, cualesquiera que ellas sean, no son sino presentes. Cierto que, cuando se refieren a cosas pasadas verdaderas, no son las cosas mismas que han pasado las que se sacan de la memoria, sino las palabras engendradas por sus imágenes, que pasando por los sentidos imprimieron en el alma como su huella. Así, mi puericia, que ya no existe, existe en el tiempo pretérito, que tampoco existe; pero cuando yo recuerdo o describo su imagen, en tiempo presente la intuyo, porque existe todavía en mi memoria. Ahora, si es semejante la causa de predecir los futuros, de modo que se presientan las imágenes ya existentes de las cosas que aún no son, confieso, Dios mío, que no lo sé. Lo que sí sé ciertamente es que nosotros premeditamos muchas veces nuestras futuras acciones, y que esta premeditación es presente, no obstante que la acción que premeditamos aún no exista, porque es futura; la cual, cuando acometamos y comencemos a poner por obra nuestra premeditación, comenzará entonces a existir, porque entonces será no futura, sino presente.

  1. Así, pues, de cualquier modo que se halle este arcano presentimiento de los futuros, lo cierto es que no se puede ver sino lo que es. Mas lo que es ya, no es futuro, sino presente. Luego cuando se dice que se ven las cosas futuras, no se ven estas mismas, que todavía no son, esto es, las cosas que son futuras, sino a lo más sus causas o signos, que existen ya, y por consiguiente ya no son futuras, sino presentes a los que las ven, y por medio de ellos, concebidos en el alma, son predichos los futuros. Los cuales conceptos existen ya a su vez, y los intuyen presentes en sí quienes predicen aquéllos.

Explíqueme esto un ejemplo tomado de la inmensa multitud de cosas. Contemplo la aurora, anuncio que ha de salir el sol. Lo que veo es presente; lo que predigo, futuro; no futuro el sol, que ya existe, sino su orto, que todavía no ha sido. Sin embargo, aun su mismo orto, si no lo imaginara en el alma como ahora cuando digo esto, no podría predecirlo. Pero ni aquella aurora, que veo en el cielo, es el orto del sol, aunque le preceda; ni tampoco aquella imaginación mía que retengo en el alma; las cuales dos cosas se ven presentes para que se pueda predecir aquel futuro. Luego no existen aún como futuras; y si no existen aún, no existen realmente; y si no existen realmente, no pueden ser vistas de ningún modo, sino solamente pueden ser predichas por medio de las presentes que existen ya y se ven.

CAPITULO XIX

  1. Así, pues, ¡oh Rey de la creación!, ¿cuál es el modo con que tú enseñas a las almas las cosas que son futuras -puesto que tú las enseñaste a los profetas-, cuál es aquel modo con que enseñas las cosas futuras, tú para quien no hay nada futuro? ¿O más bien enseñas las cosas presentes acerca de las futuras? Porque lo que no es, tampoco puede ser ciertamente enseñado. Muy lejos está este modo de mi vista: excelso es; no podré alcanzarlo por mí 27, mas lo podré por ti, cuando lo tuvieres a bien, dulce luz de los ojos míos ocultos

CAPITULO XX

26.Pero lo que ahora es claro y manifiesto es que no existen los pretéritos ni los futuros, ni se puede decir con propiedad que son tres los tiempos: pretérito, presente y futuro; sino que tal vez sería más propio decir que los tiempos son tres: presente de las cosas pasadas, presente de las cosas presentes y presente de las futuras. Porque éstas son tres cosas que existen de algún modo en el alma, y fuera de ella yo no veo que existan: presente de cosas pasadas (la memoria), presente de cosas presentes (visión) y presente de cosas futuras (expectación).

Si me es permitido hablar así, veo ya los tres tiempos y confieso que los tres existen. Puede decirse también que son tres los tiempos: presente, pasado y futuro, como abusivamente dice la costumbre; dígase así, que yo no curo de ello, ni me opongo, ni lo reprendo; con tal que se entienda lo que se dice y no se tome por ya existente lo que está por venir ni lo que es ya pasado. Porque pocas son las cosas que hablamos con propiedad, muchas las que decimos de modo impropio, pero que se sabe lo que queremos decir con ellas.

CAPITULO XXI

  1. Dije poco antes que nosotros medimos los tiempos cuando pasan, de modo que podamos decir que este tiempo es doble respecto de otro sencillo, o que este tiempo es igual que aquel otro, y si hay alguna otra cosa que podamos anunciar midiendo las partes del tiempo. Por lo cual, como decía, medimos los tiempos cuando pasan. Y si alguno me dice: «¿De dónde lo sabes?», le responderé que lo sé porque los medimos, y porque no se pueden medir las cosas que no son, y porque no son los pasados ni los futuros.

En cuanto al tiempo presente, ¿cómo lo medimos, si no tiene espacio? Lo medimos ciertamente cuando pasa, no cuando es ya pasado, porque entonces ya no hay qué medir. Pero ¿de dónde, por dónde y adónde pasa cuando lo medimos? ¿De dónde, sino del futuro? ¿Por dónde, sino por el presente? ¿Adónde, sino al pasado? Luego va de lo que aún no es, pasa por lo que carece de espacio y va a lo que ya no es. Sin embargo, ¿qué es lo que medimos sino el tiempo en algún espacio? Porque no decimos: sencillo, o doble, o triple, o igual y otras cosas semejantes relativas al tiempo, sino refiriéndonos a espacios de tiempo. ¿En qué espacio de tiempo, pues, medimos el tiempo que pasa? ¿Acaso en el futuro de donde viene? Pero lo que aún no es no lo podemos medir. ¿Tal vez en el presente, por donde pasa? Pero tampoco podemos medir el espacio que es nulo. ¿Será, por ventura, en el pasado, adonde camina? Pero lo que ya no es no podemos medirlo.

CAPITULO XXII

  1. Enardecido se ha mi alma en deseos de conocer este enredadísimo enigma. No quieras ocultar, Señor Dios mío, Padre bueno, te lo suplico por Cristo, no quieras ocultar a mi deseo estas cosas tan usuales como escondidas, antes bien penetre en ellas y aparezcan claras, esclarecidas, Señor, por tu misericordia. ¿A quién he de preguntar sobre ellas? Y ¿a quién podré confesar con más fruto mi impericia que a ti, a quien no son molestos mis vehementes e inflamados cuidados por tus Escrituras? Dame lo que amo, pues ciertamente lo amo, y esto es don tuyo. Dámelo, ¡oh Padre!, tú que sabes dar buenas dádivas a tus hijos 28; dámelo, porque me he propuesto conocerlas y se me presenta mucho trabajo en ello, hasta que tú me las abras. Suplícote por Cristo, en su nombre, en el del Santo de los santos, que nadie me estorbe en ello. También yo he creído, por eso hablo 29. Esta es mi esperanza; para ello vivo, a fin de contemplar la delectación del Señor 30.

He aquí que has hecho viejos mis días 31, y pasan; mas ¿cómo? No lo sé. Y hablamos «de tiempo y de tiempo» y «de tiempos y tiempos», y «¿en cuánto tiempo dijo aquél esto?», «¿en cuánto tiempo hizo esto aquél?», y «¡cuán largo tiempo hace que no vi aquello!», y «esta sílaba tiene doble tiempo respecto de aquella otra breve sencilla». Decimos estas cosas o las hemos oído, y las entendemos y somos entendidos. Clarísimas y vulgarísimas son estas cosas, las cuales de nuevo vuelven a ocultarse, siendo nuevo su descubrimiento.

CAPITULO XXIII

  1. Oí de cierto hombre docto que el movimiento del sol, la luna y las estrellas es el tiempo; pero no asentí. Porque ¿por qué el tiempo no ha de ser más bien el movimiento de todos los cuerpos? ¿Acaso si cesaran los luminares del cielo y se moviera la rueda de un alfarero, no habría tiempo con que pudiéramos medir las vueltas que daba y decir que tanto tardaba en unas como en otras, o se movía unas veces más despacio y otras más aprisa, que unas duraban más, otras menos?» Y aun diciendo estas cosas, ¿no hablamos nosotros también en el tiempo? ¿Y cómo habría en nuestras palabras sílabas largas y sílabas breves, si no es sonando durante más tiempo aquéllas y menos éstas?

Concede, ¡oh Dios!, a los hombres ver en lo pequeño las nociones comunes de las cosas pequeñas y grandes. Son las estrellas y luminares del cielo «signos para distinguir los tiempos, días y años»; lo son sin duda; pero ni yo diría que una vuelta de aquella ruedecilla de madera es un día, ni tampoco, por lo mismo, podría decir que dicha vuelta no es tiempo.

  1. Lo que yo deseo saber es la virtud y naturaleza del tiempo con el que medimos el movimiento de los cuerpos y decimos que tal movimiento, v.gr., es dos veces más largo que éste. Porque pregunto: puesto que se llama día no sólo la duración del sol sobre la tierra, según la cual una cosa es el día y otra la noche, sino todo su recorrido de oriente a oriente, según lo cual decimos: «Han pasado tantos días» -incluyendo en «tantos días» sus noches, no contadas aparte-, puesto que el día se cierra con el movimiento del sol y su recorrido de oriente a oriente, pregunto yo si el día es el mismo movimiento o la duración con que hace dicho recorrido, o ambas cosas a la vez.

Porque si el día fuera lo primero, sería desde luego un día, aunque el sol tardase en hacer su recorrido el tiempo de una hora solamente. Si fuese lo segundo, no sería un día si hiciese el recorrido de salida a salida en el breve espacio de una hora, sino que tendría el sol que dar veinticuatro vueltas para formar un día. Y si fuesen ambas cosas, ni aquél se llamaría día, en el supuesto que el sol realizara su giro en el espacio de una hora, ni tampoco éste, en el caso en que cesando el sol transcurriese tanto tiempo cuanto éste suele emplear en su recorrido de mañana a mañana.

Mas no trato ahora de investigar qué es lo que llamamos día, sino qué es el tiempo, con el cual, midiendo el recorrido del sol, podríamos decir que lo hizo en la mitad menos de tiempo de lo que suele, si lo hubiese hecho en un espacio de tiempo equivalente a doce horas; y comparando ambos tiempos diríamos que aquél es sencillo, éste doble, aun dado caso que unas veces hiciese el sol su recorrido de oriente a oriente en veinticuatro horas y otras en doce.

Nadie, pues, me diga que el tiempo es el movimiento de los cuerpos celestes; porque cuando se detuvo el sol por deseos de un individuo para dar fin a una batalla victoriosa, estaba quieto el sol y caminaba el tiempo, porque aquella lucha se ejecutó y terminó en el espacio de tiempo que le era necesario.

Veo, pues, que el tiempo es una cierta distensión. Pero ¿lo veo o es que me figuro verlo? Tú me lo mostrarás, ¡oh Luz de la verdad!

CAPITULO XXIV

  1. ¿Mandas que apruebe si alguno dice que el tiempo es el movimiento del cuerpo? No lo mandas. Porque yo oigo, y tú lo dices, que ningún cuerpo se puede mover si no es en el tiempo; pero que el mismo movimiento del cuerpo sea el tiempo no lo oigo, ni tú lo dices. Porque cuando se mueve un cuerpo, mido por el tiempo el rato que se mueve, desde que empieza a moverse hasta que termina. Y si no le vi comenzar a moverse y continúa moviéndose de modo que no vea cuándo termina, no puedo medir esta duración, si no es tal vez desde que lo comencé a ver hasta que dejé de verlo. Y si lo veo largo rato, sólo podré decir que se movió largo rato, pero no cuánto; porque cuando decimos: «Cuánto», no lo decimos sino por relación a algo, como cuando decimos: «Tanto esto, cuanto aquello», o «Esto es doble respecto de aquello», y así otras cosas por el estilo.

Pero si pudiéramos notar los espacios de los lugares, de dónde y hacia dónde va el cuerpo que se mueve, o sus partes, si se moviese sobre sí como en un torno, podríamos decir cuánto tiempo empleó en efectuarse aquel movimiento del cuerpo o de sus partes desde un lugar a otro lugar. Así, pues, siendo una cosa el movimiento del cuerpo, otra aquello con que medimos su duración, ¿quién no ve cuál de los dos debe decirse tiempo con más propiedad? Porque si un cuerpo se mueve unas veces más o menos rápidamente y otras está parado, no sólo medimos por el tiempo su movimiento, sino también su estada, y decimos: «Tanto estuvo parado cuanto se movió», o «Estuvo parado el doble o el triple de lo que se movió», y cualquiera otra.cosa que comprenda o estime nuestra dimensión, más o menos, como suele decirse. No es, pues, el tiempo el movimiento de los cuerpos.

CAPITULO XXV

  1. Confiésote, Señor, que ignoro aún qué sea el tiempo; y confiésote asimismo, Señor, saber que digo estas cosas en el tiempo, y que hace mucho que estoy hablando del tiempo, y que este mismo «hace mucho» no sería lo que es si no fuera por la duración del tiempo. ¿Cómo, pues, sé esto, cuando no sé lo que es el tiempo? ¿O es tal vez que ignoro cómo he de decir lo que sé? ¡Ay de mí, que no sé siquiera lo que ignoro! Heme aquí en tu presencia, Dios mío, que no miento. Como hablo, así está mi corazón. Tú iluminarás mi lucerna, Señor, Dios mío; tú iluminarás mis tinieblas 32.

CAPITULO XXVI

  1. ¿Acaso no te confiesa mi alma con confesión verídica que yo mido los tiempos? Cierto es, Señor, Dios mío, que yo mido -y no sé lo que mido-, que mido el movimiento del cuerpo por el tiempo; pero ¿no mido también el tiempo mismo?

Y ¿podría acaso medir el movimiento del cuerpo, cuánto ha durado y cuánto ha tardado en llegar de un punto a otro, si no midiese el tiempo en que se mueve?

Pero ¿de dónde mido yo el tiempo? ¿Acaso medimos el tiempo largo por el breve, como medimos por el espacio de un codo el espacio de una viga? Pues así vemos que medimos la cantidad de una sílaba larga por la cantidad de una breve, diciendo de ella que es doble. Y de este modo medimos la extensión de los poemas, por la extensión de los versos; y la extensión de los versos, por la extensión de los pies; y la extensión de los pies, por la cantidad de las sílabas; y la cantidad de las largas, por la cantidad de las breves; no por las páginas -que de este modo medimos los lugares, no los tiempos-, sino cuando, pronunciándolas, pasan las voces y decimos: «largo poema», pues se compone de tantos versos; «largos versas», pues constan de tantos pies; «larga sílaba», pues es doble respecto de la breve.

Pero ni aun así llegaremos a una medida fija del tiempo, porque puede suceder que un verso más breve suene durante más largo espacio de tiempo, si se pronuncia más lentamente, que otro más largo, si se recita más aprisa. Y lo mismo dígase del poema, del pie y de la sílaba.

De aquí me pareció que el tiempo no es otra cosa que una extensión; pero ¿de qué? No lo sé, y maravilla será si no es de la misma alma. Porque ¿qué es, te suplico, Dios mío, lo que mido cuando digo, bien de modo indefinido, como: «Este tiempo es más largo que aquel otro»; o bien de modo definido, como: «Este es doble que aquél»? Mido el tiempo, lo sé; pero ni mido el futuro, que aún no es; ni mido el presente, que no se extiende por ningún espacio; ni mido el pretérito, que ya no existe. ¿Qué es, pues, lo que mido? ¿Acaso los tiempos que pasan, no los pasados? Así lo tengo dicho ya. (Cf. nn. 21 y 27.)

CAPITULO XXVII

34.Insiste, alma mía, y presta gran atención: Dios es nuestro ayudador. El nos ha hecho y no nosotros 33. Atiende de qué parte alborea la verdad.

Supongamos, por ejemplo, una voz corporal que empieza a sonar y suena, y suena, y luego cesa y se hace silencio, y pasa ya a pretérita aquella voz y deja de existir tal voz. Antes de que sonase era futura y no podía ser medida, por no ser aún; pero tampoco ahora lo puede ser, por no existir ya. Luego sólo pudo serlo cuando sonaba, porque entonces había qué medir. Pero entonces no se detenía, sino que caminaba y pasaba. ¿Acaso por esta causa podía serlo mejor? Porque pasando se extendía en cierto espacio de tiempo en que podía ser medida, por no tener el presente espacio alguno. Si, pues, entonces podía medirse, supongamos otra voz que empieza a sonar y continúa sonando con un sonido seguido e ininterrumpido. Midámosla mientras suena, porque cuando cesare de sonar ya será pretérita y no habrá qué pueda ser medido. Midámosla totalmente y digamos cuánto sea.

Pero todavía suena, y no puede ser medida sino desde su comienzo, desde que empezó a sonar, hasta el fin, en que cesó, puesto que lo que medimos es el intervalo mismo de un principio a un fin. Por esta razón, la voz que no ha sido aún terminada no puede ser medida, de modo que se diga «qué larga o breve es», o denominarse igual a otra, ni sencilla o doble, o cosa semejante, respecto de otra. Mas cuando fuere terminada, ya no existirá. ¿Cómo podrá en este caso ser medida?

Y, sin embargo, medimos los tiempos, no aquellos que aún no son, ni aquellos que ya no son, ni aquellos que no se extienden con alguna duración, ni aquellos que no tienen términos. No medimos, pues, ni los tiempos futuros, ni los pretéritos, ni los presentes, ni los que corren. Y, sin embargo, medimos los tiempos.

  1. ¡Oh Dios, creador de todo! Este verso consta de ocho sílabas, alternando las breves y las largas. Las cuatro breves primera, tercera, quinta y séptima- son sencillas respecto de las cuatro largas -segunda, cuarta, sexta y octava-. Cada una de éstas, respecto de cada una de aquéllas, vale doble tiempo. Yo las pronuncio y las repito, y veo que es así, en tanto que son percibidas por un sentido fino. En tanto que un sentido fino las acusa, yo mido la sílaba larga por la breve, y noto que la contiene justamente dos veces.

Pero cuando suena una después de otra, si la primera es breve y larga la segunda, ¿cómo podré retener la breve y cómo la aplicaré a la larga para ver que la contiene justamente dos veces, siendo así que la larga no empieza a sonar hasta que no cesa de sonar la breve? Y la misma larga, ¿por ventura la mido presente, siendo así que no la puedo medir sino terminada? Y, sin embargo, su terminación es su preterición. ¿Qué es, pues, lo que mido? ¿Dónde está la breve con que mido? ¿Dónde la larga que mido? Ambas sonaron, volaron, pasaron, ya no son. No obstante, yo las mido, y respondo con toda la confianza con que puede uno fiarse de un sentido experimentado, que aquélla es sencilla, ésta doble, en duración de tiempo se entiende. Ni puedo hacer esto si no es por haber pasado y terminado.

Luego no son aquéllas [sílabas], que ya no existen, las que mido, sino mido algo en mi memoria y que permanece en ella fijo.

  1. En ti, alma mía, mido los tiempos. No quieras perturbarme, que así es; ni quieras perturbarte a ti con las turbas de tus afecciones. En ti -repito- mido los tiempos. La afección que en ti producen las cosas que pasan -y que, aun cuando hayan pasado, permanece- es la que yo mido de presente, no las cosas que pasaron para producirla: ésta es la que mido cuando mido los tiempos. Luego o ésta es el tiempo o yo no mido el tiempo.

Y qué; cuando medimos los silencios y decimos: aquel silencio duró tanto tiempo cuanto duró aquella otra voz, ¿no extendemos acaso el pensamiento para medir la voz como si sonase, a fin de poder determinar algo de los intervalos de silencio en el espacio del tiempo? Porque callada la voz y la boca, recitamos a veces poemas y versos, y toda clase de discursos y cualesquiera dimensiones de mociones, y nos damos cuenta de los espacios de tiempo y de la cantidad de aquél respecto de éste, no de otro modo que si tales cosas las dijésemos en voz alta.

Si alguno quisiese emitir una voz un poco sostenida y determinase en su pensamiento lo larga que había de ser, este tal determinó, sin duda, en silencio el espacio dicho de tiempo, y encomendándolo a la memoria, comenzó a emitir aquella voz que suena hasta llegar al término prefijado; ¿qué digo?, sonó y sonará. Porque lo que se ha realizado de ella, sonó ciertamente; mas lo que resta, sonará, y de esta manera llegará a su fin, mientras la atención presente traslada el futuro en pretérito, disminuyendo al futuro y creciendo el pretérito hasta que, consumido el futuro, sea todo pretérito.

CAPITULO XXVIII

  1. Pero ¿cómo disminuye o se consume el futuro, que aún no existe? ¿O cómo crece el pretérito, que ya no es, si no es porque en el alma, que es quien lo realiza, existen las tres cosas? Porque ella espera, atiende y recuerda, a fin de que aquello que espera pase por aquello que atiende a aquello que recuerda.

¿Quién hay, en efecto, que niegue que los futuros aún no son? Y, sin embargo, existe en el alma la expectación de los futuros. ¿Y quién hay que niegue que los pretéritos ya no existen? Y, sin embargo, todavía existe en el alma la memoria de los pretéritos. ¿Y quién hay que niegue que el tiempo presente carece de espacio por pasar en un punto? Y, sin embargo, perdura la atención por donde pase al no ser lo que es. No es, pues, largo el tiempo futuro, que no existe, sino que un futuro largo es una larga expectación del futuro; ni es largo el pretérito, que ya no es, sino que un pretérito largo es una larga memoria del pretérito.

  1. Supongamos que voy a recitar un canto sabido de mí. Antes de comenzar, mi expectación se extiende a todo él; mas en comenzándole, cuanto voy quitando de ella para el pasado, tanto a su vez se extiende mi memoria y se distiende la vida de esta mi acción en la memoria, por lo ya dicho, y en la expectación, por lo que he de decir. Sin embargo, mi atención es presente, y por ella pasa lo que era futuro para hacerse pretérito. Lo cual, cuanto más y más se verifica, tanto más, abreviada la expectación, se alarga la memoria, hasta que se consume toda la expectación, cuando, terminada toda aquella acción, pasare a la memoria.

Y lo que sucede con el canto entero, acontece con cada una de sus partecillas, y con cada una de sus sílabas; y esto mismo, es lo que sucede con una acción más larga, de la que tal vez es una parte aquel canto; esto lo que acontece con la vida total del hombre, de la que forman parte cada una de las acciones del mismo; y esto lo que ocurre con la vida de la humanidad, de la que son partes las vidas de todos los hombres.

CAPITULO XXIX

  1. Pero como tu misericordia es mejor que las vidas 34 [de los hombres], he aquí que mi vida es una distensión. Y me recibió tu diestra 35 en mi Señor, en el Hijo del hombre, mediador entre ti -uno- y nosotros -muchos-, divididos en muchas partes por la multitud de cosas, a fin de que coja por él aquello en lo que yo he sido cogido 36, y siguiendo al Uno sea recogido de mis días viejos, olvidado de las cosas pasadas, y no distraído en las cosas futuras y transitorias, sino extendido en las que están delante de nosotros; porque no es por la distracción, sino por la atención, como yo camino hacia la palma de la vocación de lo alto, donde oiré la voz de la alabanza 37 y contemplaré tu delectación 38, que no viene ni pasa.

Mas ahora mis años se pasan en gemidos 39. Y tú, consuelo mío, Señor y Padre mío, eres eterno; en tanto que yo me he disipado en los tiempos, cuyo orden ignoro, y mis pensamientos -las entrañas íntimas de mi alma- son despedazadas por las tumultuosas variedades, hasta que, purificado y derretido en el fuego de tu amor, sea fundido en ti.

CAPITULO XXX

  1. Mas me estabilizaré y solidificaré en ti, en mi forma, en tu verdad; ni sufriré ya las cuestiones de los hombres, que, por la enfermedad contraída en pena de su pecado, desean más de lo que son capaces y dicen: «¿Qué hacía Dios antes de hacer el cielo y la tierra?»; o también: «¿Por qué le vino el pensamiento de hacer algo, no habiendo hecho antes absolutamente nada?» Dales, Señor, que piensen bien lo que dicen y descubran que no se dice nunca donde no hay tiempo. Luego cuando se dice que nunca había obrado, ¿qué otra cosa se dice sino que no había obrado en tiempo alguno? Vean, pues, que no puede haber ningún tiempo sin criatura y dejen de hablar semejante vaciedad.

Extiéndanse también hacia aquellas cosas que están delante y entiendan que tú, creador eterno de todos los tiempos, eres antes que todos los tiempos, y que no hay tiempo alguno que te sea coeterno ni criatura alguna, aunque haya alguna que esté sobre el tiempo.

CAPITULO XXXI

  1. Señor, Dios mío, ¿cuál es el seno de tu profundo secreto? ¡Y qué lejos de él me arrojaron las consecuencias de mis delitos! Sana mis ojos y yo me gozaré con tu luz.

Ciertamente que si existe un alma dotada de tanta ciencia y presciencia, para quien sean conocidas todas las cosas, pasadas y futuras, como lo es para mí un canto conocidísimo, esta alma es extraordinariamente admirable y estupenda hasta el horror, puesto que nada se le oculta de cuanto se ha realizado y ha de realizarse en los siglos, al modo como no se me oculta a mí, cuando recito dicho canto, qué y cuánto ha pasado de él desde el principio, qué y cuánto resta de él hasta terminar.

Mas lejos de mí pensar que tú, creador del universo, creador de las almas y de los cuerpos, sí, lejos de mí pensar que tú conozcas así todas las cosas futuras y pretéritas. Sí; tú las conoces de otro modo, de otro modo más admirable y más profundo. Porque no sucede en ti, inconmutablemente eterno, esto es, creador verdaderamente eterno de las inteligencias, algo de lo que sucede en el que recita u oye recitar un canto conocido, que con la expectación de las palabras futuras y la memoria de las pasadas varía el afecto y se distiende el sentido. Pues así como conociste desde el principio el cielo y la tierra sin variedad de tu conocimiento, así hiciste en el principio el cielo y la tierra sin distinción de tu acción.

Quien entiende esto, que te alabe, y quien no lo entiende, que te alabe también. ¡Oh qué excelso eres! Con todo, los humildes de corazón son tu morada. Porque tú levantas a los caídos 40, y no caen aquellos cuya elevación eres tú.

LIBRO DUODECIMO

CAPITULO I

  1. Muchas cosas ansía, Señor, mi corazón en esta escasez de mi vida, provocado por las palabras de tu santa Escritura, y de ahí que sea muchas veces en su discurso copiosa la escasez de la humana inteligencia; porque más habla la investigación que la invención, y más larga es la petición que la consecución, y mas trabaja la mano llamando que recibiendo.

Tenemos una promesa: ¿Quién podrá desvirtuarla? Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? 1 Pedid y recibiréis, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque todo el que pide, recibe, y el que busca, hallará, y al que llama, le será abierto 2.

Promesas tuyas son. ¿Y quién temerá ser engañado, siendo la Verdad la que promete?

CAPITULO II

  1. Alabe tu alteza la humildad de mi lengua, porque tú has hecho el cielo y la tierra, este cielo que veo y esta tierra que piso, de la cual procede esta tierra que llevo. Tú los has hecho.

Pero ¿dónde está, Señor, el cielo del cielo, del cual hemos oído decir en el Salmo: El cielo del cielo para el Señor, mas la tierra la ha dado a los hijos de los hombres 3? ¿Dónde está el cielo que no vemos, en cuya comparación es tierra todo lo que vemos?

Porque este todo corpóreo, no todo en todas partes, de tal modo tomó una forma bella, que lo es hasta en sus últimas partes, cuyo fondo es nuestra tierra; mas en comparación de aquel cielo del cielo, aun el cielo de nuestra tierra es tierra. Y así ambos cuerpos grandes [nuestro cielo y nuestra tierra] son sin absurdo tierra respecto de aquel no sé qué cielo, que es para el Señor, no para los hijos de los hombres.

CAPITULO III

  1. Mas esta tierra era invisible e incompuesta 4 , y no sé qué profundidad de abismo, sobre el cual no había luz, porque no tenía forma alguna; por lo que mandaste que se escribiese que las tinieblas eran sobre el abismo; y ¿qué es esto sino ausencia de luz? Porque si existiese la luz; ¿dónde había de estar sino encima, sobresaliendo e ilustrando? Donde, pues, no había luz aún, ¿qué era estar presentes las tinieblas, sino estar ausente la luz? Así, pues, encima estaban las tinieblas, porque encima estaba ausente la luz, como acontece con el sonido, que, cuando no existe, existe el silencio. Pues ¿qué es haber silencio en alguna parte sino no haber allí sonido?

¿Acaso no has enseñado tú, Señor, a esta alma que te confiesa, acaso no me has enseñado tú, Señor, que antes de que dieses forma a esta materia informe y la especificases no era nada, ni calor, ni figura ni cuerpo ni espíritu. Sin embargo, no era absolutamente nada: era «cierta informidad» sin ninguna apariencia.

CAPITULO IV

  1. Pues ¿cómo se habría de llamar y por qué sentido de algún modo se habría de insinuar a los muy tardos de inteligencia sino con algún vocablo usado? ¿Y qué puede hallarse en todas partes del mundo más cercano a esta informidad total que la tierra y el abismo? Porque menos hermosas son, en su grado ínfimo de ser, que las otras superiores, todas transparentes y brillantes.

¿Por qué, pues, no he de admitir que la informidad de la materia, que habías hecho sin apariencia y de la cual habías de hacer un mundo hermoso, fue tan cómodamente dada a conocer a los hombres con el nombre de «tierra invisible e incompuesta»?

CAPITULO V

  1. Y así, cuando nuestro pensamiento busca en ella qué es lo que alcanza el sentido y dice para sí: «No es una forma inteligible, como la vida, como la justicia, porque es la materia de los cuerpos; ni tampoco una sensible, porque no hay qué ver ni qué sentir en cosa invisible e incompuesta»; mientras el pensamiento humano se dice estas cosas, esfuércese o por conocerla ignorando o por ignorarla conociendo.

CAPITULO VI

  1. Mas si yo, Señor, he de confesarte con la boca y con la pluma todo cuanto me has enseñado sobre esta materia, cuyo nombre al oírlo yo antes y no entenderlo de aquellos que me lo referían, que tampoco lo entendían, concebíala yo bajo mil variadas formas, por lo que en realidad no la concebía; feas y horribles formas en confuso desorden revolvía mi espíritu, pero formas al fin, y llamaba informe no a lo que carecía de forma, sino a lo que la tenía tal que, si se manifestara, mi sentido lo apartara como cosa insólita y desagradable y se turbara la flaqueza del hombre.

Y, sin embargo, lo que yo pensaba era informe, no porque estuviese privado de toda forma, sino en comparación de las cosas más hermosas; mas la verdadera razón me aconsejaba que, si quería pensar o imaginar algo enteramente informe, debía despojarme de toda reliquia de forma; pero no podía. Porque más fácilmente juzgaba que no era lo que estaba privado de toda forma, que imaginaba un ser entre la forma y la nada, que ni fuese formado ni fuese la nada, sino una cosa informe y casi-nada.

Y cesó mi mente de interrogar sobre esto a mi espíritu, lleno de imágenes de cosas formadas, que mudaba y combinaba a su antojo; y fijé mi vista en los mismos cuerpos y escudriñé más profundamente su mutabilidad, por la que dejan de ser lo que habían sido y comienzan a ser lo que no eran, y sospeché que el tránsito este de forma a forma se debía verificar por medio de algo informe, no enteramente nada; mas deseaba saberlo, no sospecharlo tan sólo.

Pero si mi voz y mi pluma hubieran de confesarte todo cuanto me has dado a entender acerca de esta cuestión, ¿quién de los lectores tendrá paciencia para recibirlo? Sin embargo, no por eso cesará mi corazón de darte gloria Y entonarte un cántico de alabanza por las cosas de que no es capaz de decir. La mutabilidad misma de las cosas mudables es, pues, capaz de todas las formas en que se mudan las cosas mudables. Pero ¿qué es ésta? ¿Es acaso alma? ¿Es tal vez cuerpo? ¿Es por fortuna una especie de alma o cuerpo? Si pudiera decirse nada algo y un es no es, yo la llamaría así. Y, sin embargo, ya era de algún modo, para poder recibir estas especies visibles y compuestas.

CAPITULO VII

  1. Mas ¿de dónde procedía, cualquiera que ella fuese, de dónde procedía sino de ti, por quien son todas las cosas, en cualquier grado que ellas sean? Pero distaba tanto de ti cuanto te era más desemejante; porque no se trata de lugares.

Así, pues, tú Señor -que no eres unas veces uno y otras otro, sino uno mismo y uno mismo, Santo, Santo, Santo, Señor 5 Dios omnipotente-, en el Principio, que procede de ti; en la Sabiduría, nacida de tu sustancia, hiciste algo y de la nada; hiciste el cielo y la tierra, pero no de ti, pues sería igual a tu Unigénito y, por consiguiente, a ti, y no fuera en modo alguno justo que fuese igual a ti, no siendo de tu sustancia.

Mas como fuera de ti no había nada de donde los hicieses, ¡oh Dios, Trinidad una y Unidad trina!, por eso hiciste de la nada el cielo y la tierra, una cosa grande y otra pequeña; porque eres bueno y omnipotente para hacer todas las cosas buenas: el gran cielo y la pequeña tierra.

Existías tú y otra cosa, la nada, de donde hiciste el cielo y la tierra, dos criaturas: la una, cercana a ti; la otra, cercana a la nada; la una, que no tiene más superior que tú; la otra, que no tiene nada inferior a ella.

CAPITULO VIII

  1. Pero aquel cielo del cielo te lo reservaste para ti, Señor. Mas la tierra, que diste a los hijos de los hombres para que la vean y palpen, no era entonces tal cual ahora la vemos y tocamos. Porque era invisible e incompuesta y abismo sobre el que no había luz, o mejor, estaban las tinieblas sobre el abismo, esto es, más que si estuviesen en el abismo. Porque este abismo de las aguas ya visibles tiene también en sus profundidades una luz de su misma especie, en algún modo sensible a los peces y animales que reptan por su fondo. Pero aquel «todo» era un casi-nada, por ser aún totalmente informe. Sin embargo, ya tenía ser al poder recibir formas.

Tú, pues, Señor, hiciste el mundo de una materia informe, la cual hiciste cuasi-nada de la nada, para hacer de ella las cosas grandes que admiramos los hijos de los hombres: soberanamente admirable es, sí, este cielo corpóreo, al cual firmamento, puesto entre agua y agua, dijiste en el día segundo después de la creación de la luz: «Hágase, y así se hizo»; al cual firmamento llamaste cielo, pero cielo de esta tierra y mar que hiciste en el tercer día, dando con ello aspecto visible a la materia informe, que hiciste antes que todo día.

Ya habías hecho también el cielo antes que todo día; mas fue el cielo de este cielo, por haber hecho ya en el principio el cielo y la tierra. En cuanto a la tierra que habías hecho, era materia informe, porque era invisible e incompuesta y tinieblas sobre el abismo, de cuya tierra invisible e incompuesta, de cuya informidad, de cuya casi-nada habías de hacer todas estas cosas de que consta y no consta este mundo mudable, en el cual aparece la misma mutabilidad, en la que pueden sentirse y numerarse los tiempos, porque los tiempos se forman con los cambios de las cosas, en cuanto cambian y se convierten sus formas, de las cuales es materia la susodicha tierra invisible.

CAPITULO IX

  1. De ahí que el Espíritu, maestro de tu siervo [Moisés], cuando recuerda que «tú hiciste en el principio el cielo y la tierra», calla sobre los tiempos, guarda silencio sobre los días. Y es porque el «cielo del cielo», que hiciste en el principio, es una criatura intelectual, que aunque no coeterna a ti, ¡oh Trinidad!, sí participa de tu eternidad; cohíbe sobremanera su mutabilidad con la dulzura de tu felicísima contemplación, y sin ningún desfallecimiento, desde que fue hecha, adhiriéndose a ti supera toda vicisitud voluble de los tiempos. Pero esta informidad o tierra invisible e incompuesta tampoco se halla numerada entre los días; porque donde no hay ninguna especie, ningún orden, ni viene ni va cosa alguna; y donde eso no sucede, ni existen realmente días ni vicisitud de espacios temporales.

CAPITULO X

  1. ¡Oh Verdad, lumbre de mi corazón, no me hablen mis tinieblas! Me incliné a éstas y me quedé a oscuras; pero desde ellas, sí, desde ellas te amé con pasión. Erré y me acordé de ti. Oí tu voz detrás de mí 6, que volviese; pero apenas la oí por el tumulto de los sin-paz. Mas he aquí que ahora, abrasado y anhelante, vuelvo a tu fuente. Nadie me lo prohíba: que beba de ella y viva de ella. No sea yo mi vida; mal viví de mí; muerte fui para mí. En ti comienzo a vivir: háblame tú, sermonéame tú. He dado fe a tus libros, pero sus palabras son arcanos profundos.

CAPITULO XI

  1. Ya me tienes dicho, Señor, con voz fuerte en el oído interior, que tú eres eterno y solo posees la inmortalidad 7; porque bajo ningún aspecto o movimiento te mudas, ni tu voluntad varía con los tiempos, porque no es una voluntad inmortal la que es ya una, ya otra. Esto me parece claro delante de ti, y te suplico que se me esclarezca más y más y que persista sobrio en esta manifestación bajo tus alas.

También me dijiste, Señor, con voz fuerte en el oído interior, que todas las naturalezas y sustancias que no son lo que tú, pero que existen, las has hecho tú, y que sólo no procede de ti lo que no es, y el movimiento de la voluntad, que va de ti, ser por excelencia, a lo que es menos que tú, porque tal movimiento es pecado y delito; y que ningún pecado de nadie te daña ni perturba el orden de tu imperio en lo sumo ni en lo ínfimo. Esto me parece claro delante de ti y te suplico que se me aclare más y más y que yo persista sobrio en esta manifestación bajo tus alas.

  1. También me has dicho con voz fuerte en el oído interior que ni aquella criatura te es coeterna, cuyo deleite eres tú solo, y que gustándote con perseverantísima pureza, en ningún lugar ni tiempo muestra su mutabilidad; y siendo siempre presente a ti, se te adhiere con todo el afecto; no teniendo futuro que esperar ni pasado al que transmitir lo que recuerda, no varía con ninguna alternativa ni se distiende en los tiempos. ¡Oh feliz [criatura], si ella existe en alguna parte, en adherirse a tu beatitud; feliz por ti, su eterno inhabitador e iluminador! Ni hallo cosa que con más gusto crea se deba llamar cielo del cielo para el Señor que la tu casa, que contempla tu delectación sin ningún desfallecimiento por no tener que pasar a otra cosa: mente pura, concordísimamente una en el fundamento de la paz de los santos espíritus ciudadanos de tu ciudad en los cielos, por encima de estos nuestros cielos.

  1. Por aquí entienda el alma, cuya peregrinación se ha hecho larga, si tiene ya sed de ti, si sus lágrimas son ya su pan, en tanto que le dicen todos los días. ¿dónde está tu Dios? 8; si te pide una sola cosa y sólo ésta busca, que es habitar en tu casa todos los días de su vida 9-y ¿cuál es su vida sino tú?, y ¿cuáles son tus días sino tu eternidad, como son tus años, que no terminan, porque eres siempre el mismo 10?-, entienda, digo, por aquí el alma que es capaz cuán muy por encima de todos los tiempos eres eterno, cuando tu casa, que no ha peregrinado, ni te es coeterna, adhiriéndose a ti incesante e indefinidamente, no padece ya vicisitud alguna de tiempos. Esto me parece claro en tu presencia, y te suplico que me lo sea más y más y persista sobrio en esta manifestación bajo tus alas.

  1. He aquí no sé qué de informe que hallo en estas mutaciones de las cosas extremas e ínfimas; y ¿quién podrá decirme sino el que vaga y gira con sus fantasmas por los vacíos de su corazón; quién sino tal podrá decirme si, disminuida y consumida toda especie sensible y quedando sola la informidad, por medio de la cual la cosa se muda y vuelve de especie en especie, puede ella producir las vicisitudes de los tiempos? Ciertamente que no puede; porque sin variedad de movimientos no hay tiempos, y donde no hay forma alguna no hay tampoco variedad alguna.

CAPITULO XII

  1. Bien consideradas estas cosas, ¡oh Dios mío!, en cuanto lo donas, en cuanto me incitas a llamar y en cuanto abres al que llama, hallo las dos cosas que hiciste y que carecen de tiempo, ninguna de las cuales es coeterna contigo: una de tal modo formada; que sin ningún desfallecimiento de contemplación, sin ningún intervalo de cambio, aunque mudable, goza inmutable de cierta eternidad e inconmutabilidad; la otra de tal modo informe, que no tenía forma de la cual pudiese pasar a otra forma, ya de movimiento, ya de reposo, por donde estuviese sujeta al tiempo. Pero no dejaste que ésta fuese informe, porque antes de todo día, en el principio, hiciste el cielo y la tierra, las dos cosas de que antes hablaba. Mas la tierra era invisible e incompuesta y las tinieblas estaban sobre el abismo. Con estas palabras se indica la informidad -a fin de ser gradualmente preparados aquellos que no pueden pensar o concebir una privación absoluta de forma que no llega, sin embargo, a la nada- de donde había de salir otro cielo y tierra visible y compuesta, y el agua especiosa, y cuanto después en la formación del mundo presente se conmemora haber sido hecho en los seis días, porque son tales que en ellos pueden realizarse los cambios de los tiempos por las ordenadas conmutaciones de los movimientos y de las formas.

CAPITULO XIII

  1. Esto es lo que comprendo ahora, Dios mío, cuando oigo a tu Escritura que dice: En el principio hizo Dios el cielo y la tierra; mas la tierra era invisible e incompuesta y las tinieblas estaban sobre el abismo, sin conmemorar qué día hiciste estas cosas. Así lo que entiendo yo ahora a causa de aquel cielo del cielo, el cielo intelectual, en donde es propio del entendimiento conocer las cosas conjuntamente y no en parte, no en enigma, no por espejo, sino totalmente, en visión, cara a cara 11, no ahora esto y luego aquello, sino lo que hemos dicho: conocimiento simultáneo, sin vicisitud alguna de tiempos; y así lo entiendo también a causa de la «tierra invisible e incompuesta», sin vicisitud alguna de tiempos, la cual suele tener ahora un ser, luego otro, porque lo que no tiene especie alguna no puede ser esto o aquello.

Por causa de estas dos cosas: la primera, formada; la otra, totalmente informe; aquélla, cielo, pero cielo de cielo; ésta, tierra, mas tierra invisible e incompuesta; por razón de estas dos cosas entiendo ahora que dice tu Escritura sin mención de días: En el principio hizo Dios el cielo y la tierra. Por eso al punto añadió a qué tierra se refería. Y así, cuando en el día segundo se conmemora que fue hecho el firmamento, llamado cielo, claramente insinúa de qué cielo habló antes, al no mentar los días.

CAPITULO XIV

  1. Maravillosa profundidad la de tus Escrituras, cuya superficie ved que aparece ante nosotros acariciando a los pequeñitos; ¡pero maravillosa profundidad la suya, Dios mío, maravillosa profundidad! Horror me causa fijar la vista en ella, pero es un horror de respeto y un temor de amor. Les tengo odio vehementísimo a sus enemigos. ¡Oh si los mataras con la espada de dos filos y no fueran más sus enemigos! Porque de tal modo amo que sean muertos a sí, que sólo vivan para ti.

Mas he aquí otros, no reprensores, sino alabadores del libro del Génesis, que dicen: «No es esto lo que quiso que se entendiera en estas palabras el Espíritu de Dios, que es quien escribió estas cosas por medio de Moisés su siervo; no quiso que se entendiera eso que tú dices, sino otra cosa: lo que decimos nosotros.» A los cuales, tomándote a ti, ¡oh Dios de todos nosotros!, por árbitro, respondo de esta manera.

CAPITULO XV

  1. ¿Acaso diréis que son falsas las cosas que me dice en el oído interior con voz fuerte la Verdad acerca de la verdadera eternidad del Creador: que su sustancia no varía de ningún modo con los tiempos, ni que su voluntad es extraña a su sustancia, razón por la cual no quiere ahora esto y luego aquello, sino que todas las cosas que quiere las quiere de una vez y a un tiempo y siempre, no una vez y otra vez, ni ahora éstas y luego aquéllas; ni quiere después lo que no quería antes ni quiere ahora lo que antes quiso?; porque semejante voluntad sería mudable, y todo lo que es mudable no es eterno, y nuestro Dios es eterno.

¿Asimismo [me diréis que es falso] lo que me dice la Verdad en el oído interior: que la expectación de las cosas por venir se convierte en visión cuando llegan, así como la visión se transforma en memoria cuando han pasado? Porque toda intención que así varía es mudable, y todo lo que se muda no es eterno, y nuestro Dios es eterno.

Yo agrupo estas verdades y las junto, y hallo que mi Dios, Dios eterno, no creó con nueva voluntad al mundo, ni su ciencia puede padecer nada transitorio.

  1. ¡Qué decís ahora, oh contradictores? ¿Son acaso falsas estas cosas?

– No -dicen. .

-Pues ¿cuál lo es? ¿Es tal vez falso que toda naturaleza formada o materia formable procede de aquel que es sumamente bueno por ser sumamente?

-Tampoco negamos esto -dicen.

-Pues entonces ¿qué? ¿Negáis tal vez que exista una criatura tan sublime que se adhiera a Dios verdadero y de verdad eterno con tan casto amor que, aunque no le sea coeterna, jamás se separe de él ni se deje arrastrar por ninguna variedad ni vicisitud temporal, sino que descanse en la verdaderísima contemplación de sólo él, porque tú, ¡oh Dios!, muestras a quien te ama cuanto mandas, y le bastas, y por eso no se desvía de ti ni aun para mirarse a sí?

Esta es la casa de Dios, no terrena ni corpórea con mole celeste alguna, sino espiritual y participante de tu eternidad, porque no sufre detrimento eternamente. Porque tú la estableciste en los siglos de los siglos; la pusiste un precepto y no lo traspasará 12. Sin embargo, no te es coeterna, por no carecer de principio al haber sido creada.

  1. Ciertamente que aunque no hallamos tiempo antes de ella, puesto que la sabiduría fue creada la primera de todas las cosas 13-no digo aquella Sabiduría que es, ¡oh Dios nuestro!, totalmente coeterna y parigual a ti, su Padre, y por quien fueron hechas todas las cosas y en cuyo principio hiciste el cielo y la tierra, sino aquella otra sabiduría creada, esto es, aquella naturaleza intelectual que es luz por la contemplación de la luz, porque también, aunque creada, es llamada sabiduría; mas, cuanto es diferente la luz que ilumina de la que es reflejada, tanto difiere la sabiduría que crea de la que es creada, como difiere la justicia justificante de la justicia obrada en nosotros por la justificación; porque también somos llamados justicia tuya, conforme dice uno de tus siervos: … a fin de que seamos justicia de Dios en él, razón por la cual existe una sabiduría creada antes que todas las cosas, la cual, aunque creada, es la mente racional e intelectual de tu casta ciudad, nuestra Madre, que está allá arriba y es libre y eterna en los cielos 14; ¿y en qué cielos sino en los cielos de los cielos 15, que te alaban, porque también éste es cielo del cielo para el Señor?-, aunque no hallamos tiempo, digo, antes de ella, por anteceder a la creación del tiempo, ya que es la primera creada de todas las cosas, existe, sin embargo, antes de ella la eternidad del mismo Creador, creada por el cual tomó principio, y aunque no de tiempo, porque todavía no existía el tiempo, sí al menos de su propia creación.

  1. Pero de tal modo tiene el ser de ti, ¡oh Dios nuestro!, que es totalmente cosa distinta de ti y no lo mismo que tú. Y si bien no hallamos tiempo, no sólo antes de ella, pero ni aun siquiera en ella -porque es idónea para ver siempre tu faz y no se aparta jamás de ella, lo cual hace que por ningún cambio varíe-, le es, sin embargo, propia la mutabilidad; por lo que se oscurecería y se resfriaría si no fuera que con el amor grande con que se adhiere a ti luciera y ardiese de ti como un eterno mediodía.

¡Oh casa luminosa y bella!, amado he tu hermosura y el lugar donde mora la gloria 16 de mi Señor, tu hacedor y tu poseedor. Por ti suspire mi peregrinación, y dígale al que te hizo a ti que también me posea a mí en ti, porque también me ha hecho a mí. Erré como oveja perdida 17, mas espero ser transportado a ti en los hombros de mi pastor, tu estructurador.

22.¿Qué me decís, contradictores a los que antes hablaba, y que, sin embargo, creéis que Moisés fue siervo piadoso de Dios y que sus libros son oráculo del Espíritu Santo? ¿No es acaso esta casa de Dios, no digo yo coeterna con él, pero sí a su modo eterna en los cielos, en donde vanamente buscáis cambios de tiempos, porque no los halláis, puesto que sobrepasa toda extensión y todo espacio voluble de tiempo, para quien es el bien adherirse siempre a Dios? 18

-Sí lo es -dicen.

-Pues ¿cuál de las cosas que mi corazón gritó al Señor cuando oía interiormente la voz de su alabanza 19, cuál de ellas, decidme de una vez, pretendéis que es falsa? ¿Acaso porque dije que existía una materia informe, en la que por no haber forma alguna no había ningún orden? Mas donde no había orden tampoco podía haber vicisitud de tiempos. Con todo, este cuasi-nada, en cuanto no era totalmente nada, ciertamente procedía de aquel de quien procede cuanto existe y que de algún modo es algo.

-Tampoco -dicen- negamos esto.

CAPITULO XVI

23.Pues con éstos quiero hablar ahora en tu presencia, Dios mío, los cuales conceden ser verdaderas todas estas cosas que no cesa de decirme interiormente en el alma tu verdad. Porque los que las niegan ladren cuanto quieran y atruénense a sí mismos, que yo me esforzaré por persuadirles que se calmen y ofrezcan paso hacia sí a tu palabra. Mas si no quisieren y me rechazaren, suplícate, Dios mío, que no calles tú para mí 20. Háblame tú verazmente en mi interior, porque sólo tú eres el que así habla; y concédeme que les deje fuera soplando en el polvo y levantando tierra contra sus ojos en tanto que yo entro en mi retrete y te canto un cántico de enamorado, gimiendo con gemidos inenarrables en mi peregrinación; acordándome de Jerusalén, alargando hacia ella, que está arriba, mi corazón; de Jerusalén la patria mía, de Jerusalén la mi madre, y de ti, su Rey sobre ella, su iluminador, su padre, su tutor, su marido, sus castas y grandes delicias, su sólida alegría y todos los bienes inefables, a un tiempo todos; porque tú eres el único, el sumo y verdadero bien. Que no me aparte más de ti hasta que, recogiéndome, cuanto soy, de esta dispersión y deformidad, me conformes, y confirmes eternamente, ¡oh Dios mío, misericordia mía!, en su paz de madre carísima, donde están las primicias de mi espíritu y de donde me viene la certeza de estas cosas.

Pero con aquellos que no dicen que sean falsas todas las cosas que hemos dicho ser verdaderas, y que honran y colocan, como nosotros, en la cumbre de la autoridad que ha de seguirse a aquella tu Santa Escritura, editada por el santo Moisés, y que, sin embargo, nos contradicen en algo, así es como les hablo. Tú, ¡oh Dios nuestro!, serás juez. entre mis confesiones y sus contradicciones.

CAPITULO XVII

  1. Porque dicen:

-Aunque sean verdaderas estas cosas, no fijaba, sin embargo, Moisés la mirada en estas dos cosas, cuando por revelación del Espíritu decía: En el principio hizo Dios el cielo y la tierra. Ni con el nombre de cielo significó aquella espiritual o intelectual criatura que contempla sin cesar la faz de Dios, ni con el nombre de tierra la materia informe.

-¿Qué significó, pues?

-Lo que nosotros decimos -responden-, eso es lo que aquel varón sintió y lo que en aquellas palabras expresó.

-¿Y qué es ello?

-Con el nombre de cielo y tierra -dicen- quiso primero significar todo este mundo visible universal compendiosamente, para ir después exponiendo por el orden de los días, como articuladamente, todas y cada una de las cosas que plugo al Espíritu Santo enunciar de este modo. Porque tales hombres eran los que constituían aquel pueblo rudo y carnal a quien hablaba, que no juzgó oportuno encomendarles otras obras de Dios que las solas visibles.

Convienen, pues, en que no es incongruente afirmar que por tierra invisible e incompuesta y abismo tenebroso se ha de entender la materia informe, de donde a continuación se dice haber sido hechas en aquellos días y dispuestas todas estas cosas visibles, conocidas de todos.

  1. ¿Y qué si otro dijere que esta misma informidad y confusión de la materia es insinuada primeramente con el nombre de cielo y tierra por haber sido formado y perfeccionado de ella este mundo visible con todas las naturalezas que en él aparecen clarísimamente, y que frecuentemente suele ser denominado cielo y tierra? ¿Y qué si otro dijere que la naturaleza invisible y visible es llamada no impropiamente cielo y tierra, y, por tanto, que toda la creación que Dios hizo en la sabiduría, esto es, en el principio, está de este modo comprendida en estas dos palabras; pero que por no ser de la misma sustancia de Dios, sino hechas, todas de la nada, porque no son lo que Dios, les es propia a todas ellas cierta mutabilidad, ya sean permanentes, como la casa eterna de Dios; ya mudables, como el alma y el cuerpo del hombre; y que esta materia común a todas las cosas visibles e invisibles -materia todavía informe, más ciertamente susceptible de forma, de donde había de salir el cielo y la tierra, es decir, la creación visible e invisible, una y otra ya formadas-, designada con estos nombres, es llamada tierra invisible e incompuesta y tinieblas sobre el abismo con esta distinción: que por tierra invisible e incompuesta se entienda la materia corporal antes de toda cualidad de forma, y por tinieblas sobre el abismo, la materia espiritual antes de la cohibición de su, digamos, inmoderada fluidez y de la iluminación de la Sabiduría?

  1. Todavía cabe una nueva interpretación, si a algún otro le place, y es que cuando leemos en el principio hizo Dios el cielo y la tierra, no quiso significar por los nombres de cielo y tierra aquellas naturalezas ya perfectas y formadas, visibles e invisibles, sino la todavía informe incoación de las cosas, la materia formable y creable, llamada con tales nombres por estar ya en ella confusas, aunque no diferenciadas por cualidades y formas, estas cosas que ahora, distribuidas por sus órdenes, se llaman cielo y tierra: aquélla, criatura espiritual; ésta, corporal.

CAPITULO XVIII

  1. Oídas y consideradas todas estas cosas, no quiero discutir por cuestión de palabras, que no es útil para nada, sino para confusión de los oyentes 21. Mas para edificación, buena es la ley, si alguno usare bien, de ella 22, pues su fin es la caridad, que nace del corazón puro, de la buena conciencia y de la fe no fingida 23; y sé bien en qué dos preceptos suspendió nuestro Maestro toda la ley y los profetas 24. Mas pudiéndose entender diversas cosas en estas palabras, las cuales son, sin embargo, verdaderas, ¿qué inconveniente puede haber para mí que te las confieso ardientemente, ¡oh Dios mío, luz de mis ojos en lo interior!; qué daño, digo, me puede venir de que entienda yo cosa distinta de lo que otro cree que intentó el sagrado escritor?

Todos los que leemos, sin duda nos esforzamos por averiguar y comprender lo que quiso decir el autor que leemos, y cuando le creemos veraz, no nos atrevemos a afirmar que haya dicho nada de lo que entendemos o creemos que es falso.

De igual modo, cuando alguno se esfuerza por entender en las Santas Escrituras aquello que intentó decir en ellas el escritor, ¿qué mal hay en que yo entienda lo que tú, luz de todas las mentes verídicas, muestras ser verdadero, aunque no haya intentado esto el autor a quien lee, si ello es verdad, aunque realmente no lo intentara?

CAPITULO XIX

  1. Porque verdad es, Señor, que tú hiciste el cielo y la tierra; verdad que el principio en que hiciste todas las cosas 25 es tu sabiduría; verdad asimismo que este mundo visible tiene dos grandes partes, el cielo y la tierra, breve compendio de todas las naturalezas hechas y creadas; y verdad igualmente que todo lo mudable sugiere a nuestro pensamiento la idea de cierta informidad, susceptible de forma y de cambios y mutaciones de una en otra. Verdad que no padece acción de los tiempos lo que de tal modo está unido a la forma inconmutable, que, aun siendo mudable, no se muda; verdad que la informidad, que es casi-nada, no puede recibir las variaciones de los tiempos; verdad que aquello de que se hace una cosa puede, en cierto modo de hablar, llevar el nombre de la cosa que se forma de ella: por donde pudo ser llamado cielo y tierra cualquier informidad de donde fue hecho el cielo y la tierra; verdad que, de todas las cosas formadas, nada hay tan próximo a lo informe como la tierra y el abismo; verdad que no sólo lo creado y formado, sino también todo lo creable y formable, es obra tuya, de quien proceden todas las cosas; verdad, finalmente, que todo lo que es formado de lo informe es primeramente informe y luego formado.

CAPITULO XX

  1. De todas estas verdades, de las que no dudan aquellos a quienes has dado ver con el ojo interior del alma tales cosas y que creen firmemente que Moisés, tu siervo, habló con espíritu de verdad; de todas estas verdades, digo, una cosa toma para sí el que dice: En el principio hizo Dios el cielo y la tierra; esto es, en su Verbo, coeterno con él, hizo Dios las criaturas inteligibles y sensibles o las espirituales y las corporales.

Otra el que dice: En el principio hizo Dios el cielo y la tierra; esto es, en su Verbo, coeterno consigo, hizo Dios toda la materia de este mundo corpóreo, con todas las naturalezas manifiestas y conocidas que contiene.

Otra el que dice: En el principio hizo Dios el cielo y la tierra; esto es, en su Verbo, coeterno consigo, hizo Dios la materia informe de las criaturas espirituales y corporales.

Otra el que dice: En el principio hizo Dios el cielo y la tierra; esto es, en su Verbo, coeterno consigo, hizo Dios la materia informe de la creación corporal, en donde estaban confusos el cielo y la tierra, que ahora, ya distintos y formados, percibimos en la mole de este mundo.

Otra el que dice: En el principio hizo Dios el cielo y la tierra; esto es, en el principio mismo del hacer y del obrar hizo Dios la materia informe que contenía confusamente el cielo y la tierra, de donde salieron formados, como ahora están y aparecen, con todas las cosas que hay en ellos.

CAPITULO XXI

  1. Igualmente, por lo que mira a la inteligencia de las palabras que se siguen, de todas aquellas verdades, una cosa toma para sí el que dice: La tierra era invisible e incompuesta, y las tinieblas estaban sobre el abismo; esto es, que aquello corpóreo que hizo Dios era la materia informe de las cosas corpóreas, sin orden y sin luz.

Otra el que dice: La tierra era invisible e incompuesta, y las tinieblas estaban sobre el abismo; esto es, este todo llamado cielo y tierra era todavía materia informe y tenebrosa, de la cual se habían de hacer el cielo corpóreo y la tierra corpórea con todas las cosas que hay en ellos sensibles a los sentidos.

Otra el que dice: La tierra era invisible e incompuesta, y las tinieblas estaban sobre el abismo; esto es, este todo llamado cielo y tierra era todavía materia informe y tenebrosa, de donde había de salir el cielo inteligible -que en otra parte se llama cielo del cielo- y la tierra, es decir, toda naturaleza corpórea, bajo cuyo nombre se ha de entender también este cielo corpóreo, de donde había de salir toda criatura visible e invisible.

Otra el que dice: La tierra era invisible e incompuesta, y las tinieblas estaban sobre el abismo; esto es, la Escritura no designó con los nombres de cielo y tierra a aquella informidad, sino dice que ya existía dicha informidad, a la que llamó «tierra. invisible e incompuesta y abismo tenebroso», y de la cual había dicho antes que «hizo Dios el cielo y la tierra», esto es, la criatura espiritual y corporal.

Otra, finalmente, el que dice: La tierra era invisible e incompuesta, y las tinieblas estaban sobre el abismo; esto es, que había una cierta informidad, ya hecha materia, de la que antes dijo la Escritura que había hecho Dios el cielo y la tierra, es decir, la mole corpórea total del mundo, distribuida en dos enormes partes, una superior y la otra inferior, con todas las criaturas que vemos y conocemos que existen en ellas.

CAPITULO XXII

  1. Mas si alguno tentase oponerse a estas dos últimas sentencias, diciendo: «Si no queréis ver designada con el nombre de cielo y tierra a esta materia informe, luego había ya algo que Dios no había creado, de donde había de hacer el cielo y la tierra; porque tampoco la Escritura deja narrado que Dios hiciese esta materia, a no ser que la entendamos significada con el nombre de cielo y tierra o con el de tierra solamente al decir: En el principio creó Dios el cielo y la tierra, de modo que aquello que sigue: Mas la tierra era invisible e incompuesta, aunque así le pluguiese [a Moisés] llamar a la materia informe, no entendamos, sin embargo, sino a aquella que hizo Dios indicada en lo antes escrito: …, responderán los asertores de estas dos sentencias que hemos puesto las últimas, ya los de la una, ya los de la otra, al oír tales cosas, diciendo: «No negamos ciertamente que esta materia informe ha sido hecha por Dios, por Dios, de quien proceden todas las cosas sobremanera buenas; porque así como decimos que es mayor bien lo que ha sido creado y formado, así también confesamos que es menor bien lo que ha sido hecho creable y formable, pero al fin bueno.

Cierto es que la Escritura no recuerda que Dios hiciese esta informidad, pero tampoco conmemora otras muchas cosas, v. gr., los querubines y serafines, y las sedes, dominaciones, principados y potestades 26, de que habla distintamente el Apóstol, los cuales, sin embargo, fueron hechos por Dios. Porque si en aquello que se dijo: Hizo el cielo y la tierra, fueron comprendidas todas las cosas, ¿qué decimos de las aguas, sobre las que era llevado el Espíritu de Dios 27?

Porque si se entienden juntamente con la llamada tierra, ¿cómo se habrá de entender ya con el nombre de tierra la materia informe, cuando vemos las aguas tan hermosas? Y dado que lo entendemos así, ¿por qué se escribió que de tal informidad se hizo el firmamento, llamado cielo, y no se escribió que habían sido hechas las aguas? Porque no son informes e invisibles las que vemos fluir con tan bella apariencia. Y si esta apariencia la recibieron cuando dijo Dios: «Sea congregada el agua que está bajo el firmamento» 28, de modo que esta reunión sea su misma formación, ¿que se responderá de las aguas que están sobre el firmamento, puesto que informes no hubieran merecido recibir asiento tan honroso, ni se halla escrito en virtud de qué palabra fueron formadas?

De aquí es que si el Génesis calla haber hecho Dios alguna cosa que, sin embargo, ni la fe sana ni la razón clara dudan haberla hecho Dios, ni, por lo mismo, ninguna prudente doctrina se puede atrever a decir que estas aguas son coeternas a Dios por el hecho de oírlas mencionar en el libro del Génesis, en el que, sin embargo, no hallamos cuándo fueron hechas, ¿por qué no hemos de entender, enseñándonoslo la Verdad, que también la materia informe que la Escritura llama tierra invisible e incompuesta y abismo tenebroso ha sido hecha por Dios de la nada y, por lo tanto, que no le es coeterna, aunque dicho relato no diga cuándo fue hecha?

CAPITULO XXIII

  1. Oídas, pues, estas cosas y consideradas según la capacidad de mi flaqueza -la cual te confieso, ¡oh Dios mío!, que la conoces-, veo que pueden originarse dos géneros de cuestiones cuando por medio de signos se relata algo por nuncios veraces: una si se discute acerca de la verdad de las cosas, otra acerca de la intención del que relata. Del mismo modo, una cosa es lo que inquirimos sobre la creación de las cosas, qué sea verdad, y otra qué fue lo que Moisés, ilustre servidor de tu fe, quiso que entendiera en tales palabras el lector y oyente.

En cuanto al primer género de disputa, apártense de mí todos los que creen saber las cosas que son falsas. Respecto del segundo, apártense de mí todos los que creen que Moisés dijo cosas falsas. Júnteme, Señor, en ti con aquéllos y góceme en ti con ellos, que son apacentados por tu verdad en la latitud de la caridad, y juntos nos acerquemos a las palabras de tu libro y busquemos en ellas tu intención a través de la intención de tu siervo, por cuya pluma nos dispensaste estas cosas.

CAPITULO XXIV

33.Pero entre tantas cosas verdaderas como se ofrecen a los investigadores en aquellas palabras entendidas de diversas maneras, ¿quién de nosotros halló dicha intención, de modo que pueda decir con la misma certeza que esto fue lo que intentó Moisés y que esto fue lo que quiso que se entendiera en aquella narración, que afirma ser esto que dice verdadero, ya quisiera decir aquél esto, ya otra cosa?

He aquí, Dios mío, que yo, tu siervo, te quise ofrecer un sacrificio de alabanza en estas Letras: yo te suplico por tu misericordia que te cumpla mi promesa 29.

Ved que digo con toda confianza que hiciste todas las cosas, visibles e invisibles, en tu Verbo inconmutable; pero ¿digo tan confiadamente que no intentó [Moisés] otra cosa que ésta cuando escribía: En el principio hizo Dios el cielo y la tierra, puesto que no veo en su mente -como veo en tu verdad ser esto cierto- que pensase aquél en esto al escribir tales cosas? Porque pudo pensar, al decir en el principio, en el comienzo mismo del obrar; pudo también querer que se entendiese en este lugar por cielo y tierra no alguna naturaleza ya formada y acabada, bien espiritual, bien corporal, sino una y otra comenzadas, pero todavía informes. Veo que pudo decir con verdad cualquiera de estas dos cosas; mas cuál de ellas tenía en la mente al decir estas palabras, no lo veo ya tan claro, aunque no dudo que aquel gran varón veía en su mente, cuando decía estas palabras, que percibía la verdad y que la expresaba aptamente, sea ésta alguno de los sentidos expuestos o sea otra cosa distinta.

CAPITULO XXV

34.Nadie ya me sea molesto diciéndome: «No intentó Moisés esto que tú dices, sino esto otro que yo digo.» Porque si me dijese: «¿De dónde sabes tú que Moisés intentó decir esto que tú afirmas de sus palabras?», debería sobrellevarlo con buen ánimo y responderle tal vez lo que respondí más arriba, o un poco más largamente, si fuese duro de convencer.

Pero cuando me dice: «No sintió aquél lo que tú dices, sino lo que yo digo, y, por otra parte, no niega que sea verdad lo que el uno y el otro decimos, ¡oh vida de los pobres, Dios mío, en cuyo seno no hay contradicción!, derrama sobre mi corazón una lluvia de calmantes a fin de que pueda tolerar a tales individuos, quienes no dicen esto porque sean adivinos y hayan visto en el corazón de tu siervo lo que dicen, sino porque son soberbios; ni es que conozcan el pensamiento de Moisés, sino que aman el suyo, no porque sea verdadero, sino porque es suyo. De otro modo amarían igualmente lo que es verdadero; como amo yo lo que dicen, cuando dicen verdad, no porque sea de ellos, sino porque es verdadero y, por tanto, no ya de ellos, puesto que es verdad. Pero si aman lo que dicen porque es verdadero, ciertamente es de ellos, aunque también mío, porque pertenece al común de todos los amantes de la verdad.

Mas que ellos sostengan que Moisés no sintió lo que yo digo, sino lo que ellos dicen, no lo quiero ni lo amo; porque aunque así fuera, semejante temeridad no es hija de la ciencia, sino de la audacia; ni lo es de visión, sino de soberbia. Por eso, Señor, son terribles tus juicios, porque tu verdad no es mía ni de aquél o del de más allá, sino de todos nosotros, a cuya comunicación nos llama públicamente, advirtiéndonos terriblemente que no queramos poseerla privada, para no vernos de ella privados. Porque cualquiera que reclame para sí propio lo que tú propones para disfrute de todos, y quiera hacer suyo lo que es de todos, será repelido del bien común hacia lo que es suyo, esto es, de la verdad a la mentira. Porque el que habla mentira, de lo que es suyo habla 30.

  1. Atiende, ¡oh Juez óptimo, Dios, la verdad misma!, presta atención a lo que voy a decir a este contradictor; atiende, sí, porque hablo delante de ti y de mis hermanos, que legítimamente usan de la ley, cuyo fin es la caridad; atiende y ve lo que digo, si es de tu agrado. Porque a este tal le respondo yo de este modo fraternal y pacífico: «Si los dos vemos que es verdad lo que dices, y asimismo vemos los dos que es verdad lo que yo digo, ¿en dónde, pregunto, lo vemos? No ciertamente tú en mí ni yo en ti, sino ambos en la misma inconmutable Verdad, que está sobre nuestras mentes».

Pues si no disentimos acerca de la luz misma de nuestro Señor Dios, ¿por qué contendemos acerca del pensamiento del prójimo, el cual no podemos ver, como se ve la inconmutable Verdad; y tanto, que si el mismo Moisés se nos apareciese y dijera: «Esto fue lo que pensé», no lo viéramos aún así, sino que lo creeríamos? Así, pues, no se engría con motivo de lo que está escrito un hermano contra otro por favorecer a un tercero 31. Amemos al Señor Dios nuestro de todo corazón, con toda el alma, con toda la mente, y al prójimo como a nosotros mismos 32. Si no creemos que por estos dos preceptos de la caridad sintió Moisés cuanto sintió en aquellos libros, hacemos mentiroso al Señor opinando del alma de nuestro siervo otra cosa de lo que él enseñó.

Ve, pues, cuán necio sea afirmar temerariamente, entre tanta multitud de sentencias verdaderas como pueden sacarse de aquellas palabras, cuál de ellas intentó concretamente Moisés y ofender con perniciosas disputas a la misma caridad, por amor de la cual dijo aquél todas las cosas cuyo sentido nos esforzamos por explicar.

CAPITULO XXVI

  1. Y, sin embargo, ¡oh Dios mío, encumbramiento de mi humildad y descanso de mi trabajo, que escuchas mis confesiones y perdonas mis pecados!, puesto que me mandas que ame a mi prójimo como a mí mismo, no puedo creer de tu fidelísimo siervo Moisés que recibiese menos de tu don de lo que yo hubiera optado y deseado me concedieras a mí si hubiera nacido en el tiempo en que él nació y hubiera sido puesto en su lugar, para que por el ministerio de mi corazón y de mi lengua fuesen dispensadas aquellas Letras, que después habían de ser de tanto provecho a todos los pueblos y tanto habían de prevalecer en todo el orbe por su excelsa autoridad sobre las palabras de todas las falsas y soberbias doctrinas.

Porque hubiera querido, si entonces fuera yo Moisés -ya que venimos todos de la misma masa 33, y ¿qué es el hombre sino lo que tú acuerdas que sea? 34-, hubiera querido, digo, si entonces fuera yo él y me hubieras encomendado escribir el libro del Génesis, que me hubiese sido dada tal facultad de hablar y tal manera de disponer mis palabras que aquellos que no pueden todavía comprender cómo Dios crea no rehusasen mis palabras como superiores a sus fuerzas, y los que ya lo pueden hallasen que, en cualquier sentencia verdadera que viniesen a dar con el pensamiento, no estaba excluida de estas breves palabras de tu siervo; y, finalmente, que si otro viese otra cosa distinta en la luz de la verdad ni aun esta misma dejase de ser comprendida en dichas palabras.

CAPITULO XXVII

  1. Porque así como la fuente en un lugar reducido es más abundante -y surte de agua a muchos arroyuelos, que la esparcen por más anchos espacios- que cualquiera de los arroyuelos que a través de muchos espacios locales deriva de la misma fuente, así la narración de tu dispensador, que ha de aprovechar a muchos predicadores, de un pequeño número de palabras mana copiosos raudales de líquida verdad, de las que cada cual saca para sí la verdad que puede, esto éste, aquello aquél, para desenvolverlo después en largos rodeos de palabras.

Porque hay algunos que cuando leen u oyen estas palabras imaginan a Dios como un hombre, o como un poder dotado de una masa enorme, que a consecuencia de un nuevo y repentino querer produjese fuera de él (el poder), como en lugares distantes, el cielo y la tierra, dos grandes cuerpos, el uno arriba y el otro abajo, en los que se hallaran contenidas todas las cosas; y cuando oyen: Dijo Dios. Hágase tal cosa y tal cosa fue hecha, piensan en palabras comenzadas y terminadas, que sonaron algún tiempo y que pasaron, después de cuyo tránsito comenzó al punto a existir lo que se ordenó que existiese. Y si por casualidad piensan alguna otra cosa por el estilo, opinan según la costumbre de la carne.

En las cuales cosas, todavía como pequeños animales, mientras es llevada su flaqueza en este humildísimo género de palabras como en un seno materno, es edificada saludablemente su fe, a fin de que tengan por cierto y retengan que Dios ha hecho todas las naturalezas que sus sentidos contemplan en admirable variedad.

Mas si alguno de ellos, como desdeñoso de la vileza de aquellas sentencias, con soberbia imbecilidad se sale fuera del nido en que se nutre, ¡ay!, caerá miserable; pero tú, ¡oh Señor Dios!, ten compasión de él, para que los transeúntes no pisoteen al pollo implume, y envía a tu ángel para que le reponga en el nido, a fin de que viva hasta que vuele.

CAPITULO XXVIII

  1. Pero hay otros para quienes estas palabras no son ya nido, sino cerrado plantel, en las que ven frutos ocultos, y vuelan gozosos, y gorjean buscándolos, y los arrancan.

Porque, cuando leen u oyen estas palabras, ven, ¡oh Dios eterno!, que todos los tiempos pasados y futuros son superados por tu permanencia estable, que no hay nada en la creación temporal que tú no hayas hecho, y que, sin cambiar en lo más mínimo ni nacer en ti una voluntad que antes no existiera, por ser tu voluntad una cosa contigo, hiciste todas las cosas, no semejanza tuya sustancial, forma de todas las cosas, sino una desemejanza sacada de la nada, informe, la cual habría de ser luego formada por tu semejanza, retornando a ti, Uno, en la medida ordenada de su capacidad, cuanto a cada una de las cosas se le ha dado dentro de su género. Y así fueron hechas todas muy buenas; ya permanezcan junto a ti, ya-separadas por grados cada vez más distantes de lugar y tiempo -formen o padezcan hermosas variaciones. Ven estas cosas y se gozan en la luz de tu verdad en lo poco que pueden.

  1. Mas, de ellos, uno se fija en lo que está escrito: En el principio hizo Dios…, y vuelve sus ojos a la sabiduría, principio, porque también ella nos habla 35.

Otro se fija en dichas palabras, y entiende por principio el comienzo de todas las cosas creadas, interpretándolas de este modo: En el principio hizo, como si dijera: primeramente hizo. Y entre los mismos que entienden por la expresión en el principio en el que tú hiciste, en la sabiduría, el cielo y la tierra, uno de ellos entiende por estos nombres del cielo y tierra, que fue designada la materia creable del cielo y de la tierra; otro, las naturalezas ya formadas y especificadas; otro, una formada y espiritual, con el nombre de cielo, y otra informe, de materia corporal, con el nombre de tierra.

Y todavía, entre los que entienden por los nombres de cielo y tierra la materia informe aún, de la cual se habría de formar el cielo y la tierra, no lo entienden de un mismo modo, sino uno dice que era de donde se había de dar fin a la creación inteligible y sensible; otro, solamente que era de donde había de salir esta mole sensible corpórea que contiene en su enorme seno las naturalezas visibles que están a la vista. Pero ni aun los que creen que en este lugar son llamadas cielo y tierra las naturalezas ya dispuestas y organizadas lo entienden tampoco de un modo mismo; porque uno se refiere a la creación invisible y visible, otro a la sola visible, en la que vemos el cielo luminoso y la tierra oscura y las cosas que hay en ellos.

CAPITULO XXIX

  1. Pero aquel que no entiende de otro modo las palabras «en el principio hizo» que si dijese «primeramente hizo», no tiene manera de entender verazmente las palabras cielo y tierra, sino entendiéndolas de la materia del cielo y de la tierra, esto es, de toda la creación, o lo que es lo mismo, de la creación inteligible y corporal.

Porque, si quiere entender la creación toda, ya formada, justamente se le puede preguntar: Si esto fue lo primero que hizo Dios, ¿qué fue lo que hizo después? Pero después de hecho el universo no hallará nada, y así oirá de mala gana que le digan: ¿Qué significa aquel primeramente, si después no viene nada?

Pero, si dice que primero lo hizo [el universo] informe y luego lo formó, ya no es ello absurdo, con tal que sea idóneo para discernir qué es lo que procede por eternidad, qué por tiempo, qué por elección, qué por origen: por eternidad, como Dios a todas las cosas; por tiempo, como la flor al fruto; por elección, como el fruto a la flor; por origen, como el sonido al canto.

De estas cuatro cosas que he mencionado, la primera y la última se entienden dificilísimamente; las dos medias, muy fácilmente. Porque rara visión es, y en extremo ardua, Señor, contemplar tu eternidad, haciendo sin mudarse todas las cosas mudables y precediéndolas consiguientemente. Por otra parte, ¿quién hay tan agudo que vea con el alma y discierna sin gran trabajo si es primero el sonido que el canto, por la razón de ser el canto sonido formado y de que puede existir realmente algo no formado, no pudiendo, en cambio, ser formado lo que no es? Ciertamente que primero es la materia que lo que se hace de ella; mas no primero porque sea ella la que produce, antes más bien es hecha ella; ni tampoco primero por intervalo de tiempo. Porque no proferimos primero sonidos informes, sin canto, y después los adaptamos a la forma del canto, o los componemos como las tablas con las que se fabrica un arca o la plata con que se construye un vaso; porque tales materias preceden aun en tiempo a las formas de las cosas que se hacen de ellas.

Pero en el canto no sucede así. Porque cuando se canta se oye el sonido del canto, mas no suena primeramente informe y después formado en canto; porque lo que de algún modo suena primero, pasa, y no queda de él nada que, tomado de nuevo, puedas reducirlo a arte; y por eso el canto se resuelve en su sonido, el cual sonido constituye su materia y debe ser formado para que haya canto.

Y ésta es la razón por qué, como decía antes, es primero la materia del sonar que la forma del cantar; no primero por la potencia eficiente, puesto que el sonido no es el artífice del canto, antes está sujeto al alma que canta por el cuerpo, del que se sirve para formar el canto; ni tampoco primero por razón del tiempo, porque los dos se producen a un tiempo; ni tampoco por elección, porque no es más excelente el sonido que el canto, puesto que el canto no es sonido solamente, sino sonido bello; sino es primero por el origen porque no se forma el canto para que sea sonido, sino es el sonido el que es formado para que haya canto.

Con este ejemplo entienda el que puede, que la materia de las cosas hecha primero y llamada cielo y tierra, por haberse hecho de ella el cielo y la tierra, no fue hecha primero en tiempo, puesto que las formas de las cosas son las que producen los tiempos, y aquello era informe, bien que se la conciba ligada ya con los tiempos; sin embargo, nada puede decirse de ella sino que es en cierto modo primera en tiempo, aunque sea la última en valor -porque mejores son, sin duda, las cosas formadas que las informes -y esté precedida de la eternidad del Creador, a fin de que hubiese algo de la nada, de donde poder hacer algo.

CAPITULO XXX

  1. En esta diversidad de opiniones verídicas haga nacer la misma verdad la concordia y se compadezca nuestro Dios de nosotros, para que usemos legítimamente de la ley según el precepto de la misma, cuyo fin es la caridad pura.

Por eso, si alguno me pregunta cuál de ellos intentó aquel tu siervo Moisés, [le diré que] no son estos discursos propios de mis Confesiones, si no es confesándote que no lo sé.

Sin embargo, sé que son verdaderas todas aquellas sentencias, a excepción de las carnales, sobre las que ya he dicho cuanto me ha parecido. Mas a los pequeñuelos de grandes esperanzas no les aterran estas palabras de tu libro, sencillamente sublimes y copiosamente breves. Mas todos los que en estas palabras han dicho y visto cosas verdaderas, amémonos mutuamente y al mismo tiempo amémoste a ti, Señor Dios nuestro, fuente de toda verdad, si es que tenemos sed de ésta y no de cosas vanas. Y en cuanto a tu siervo, dispensador de esta Escritura, lleno de tu Espíritu, honrémosle de tal modo que creamos que, cuando tú le inspirabas al escribir estas cosas, tenía la vista puesta en aquello que principalísimamente sobresale en ellas por la luz de la verdad y el fruto de la utilidad.

CAPITULO XXXI

  1. Así, cuando oigo decir a uno: «Moisés intentó lo que yo digo», y a otro: «Nada de esto, sino lo que yo digo», creo más religioso decir: «¿Por qué no más bien las dos cosas, si las dos cosas son verdaderas, y aun una tercera, y una cuarta, y otra cualquiera verdadera que uno crea ver en estas palabras? ¿Por qué no se ha de creer que vio todas aquellas interpretaciones aquel por quien Dios, uno, atemperó las sagradas Letras a las interpretaciones de muchos que en aquéllas habían de ver cosas verdaderas y distintas?

Yo ciertamente -y lo digo de todo corazón, sin vacilar-, si, elevado a la cumbre de la autoridad, hubiese de escribir algo, más quisiera escribir de modo que mis palabras sonaran lo que cada cual pudiese alcanzar de verdadero en estas cosas que no poner una sentencia sola verdadera muy claramente, a fin de excluir las demás cuya falsedad no pudiese ofenderme. Y así no quiero, Dios mío, ser tan inconsiderado que crea no haber merecido de ti esta gracia aquel varón.

Percibió, pues, éste absolutamente en estas palabras y tuvo en la mente, cuando las escribía, cuanto de verdadero hemos podido hallar en ellas y cuanto no hemos podido o todavía no hemos podido y, sin embargo, se puede hallar en ellas.

  1. Finalmente, Señor, tú que eres Dios y no carne y sangre, aun dado que aquel hombre no viese todos aquellos sentidos, ¿acaso se pudo ocultar a tu espíritu bueno, que me debe conducir a la tierra recta 36, cuando tú mismo habías de revelar a los lectores venideros en estas palabras, aunque aquel por cuyo medio han sido dictadas estas cosas no tuviese en la mente tal vez mas que una sentencia de entre tantas verdaderas?

Pues si ello es así, tengamos la que él pensó por más excelsa que las demás; mas tú, Señor, o muéstranos ésta u otra verdadera que te plazca, a fin de que, bien nos muestres lo que aquel hombre pensó o bien otra cosa con ocasión de las mismas palabras, seas tú quien nos apacientes, no nos engañe el error.

¡He aquí, Señor, Dios mío, cuántas cosas, sí, cuántas cosas hemos escrito sobre tan pocas palabras! Con este procedimiento, ¿qué fuerzas, qué tiempo no nos serían necesarios para exponer todos tus libros? Permíteme, pues, que te confiese en ellos más sucintamente y que elija algo que tú me inspirares, verdadero, cierto y bueno, aunque me salgan al paso muchas cosas allí donde pueden ofrecerse muchas; y esto con tal fidelidad de mi confesión, que si atinare con lo que pensó tu ministro, sea bien y perfectamente, porque esto es lo que debo intentar; pero si no lograse alcanzarlo, diga, sin embargo, lo que tu Verdad quisiere decirme por medio de sus palabras, que también ella dijo a Moisés lo que le plugo.

LIBRO DECIMOTERCERO

CAPITULO I

  1. Yo te invoco, Dios mío, misericordia mía, que me criaste y no olvidaste al que se olvidó de ti; yo te invoco sobre mi alma, a la que tú mismo preparas a recibirte con el deseo que la inspiras.

Y ahora no abandones al que te invoca, tú que previniste antes que te invocara e insististe multiplicando de mil modos tus voces para que te oyese de lejos, y me convirtiera, y te llamase a ti, que me llamabas a mí. Porque tú, Señor, borraste todos mis méritos malos, para que no tuvieses que castigar estas mis manos, con las que me alejé de ti; y previniste todos mis méritos buenos para tener que premiar a tus manos, con las cuales me formaste. Porque antes de que yo fuese ya existías tú; ni yo era algo, para que me otorgases la gracia de que fuese.

Sin embargo, he aquí que soy por tu bondad, que ha precedido en mí a todo: a aquello que me hiciste y a aquello de donde me hiciste. Porque ni tú tenías necesidad de mí, ni yo era un bien tal con el que pudieras ser ayudado, ¡oh Señor y Dios mío!, ni con el que te pudiera servir como si te hubieras fatigado en obrar o fuera menor tu poder si careciese de mi obsequio; ni así te cultive como la tierra, de modo que estés inculto si no te cultivo, sino que te sirva y te cultive para que me venga el bien de ti, de quien me viene el ser capaz de recibirle.

CAPITULO II

  1. En efecto: de la plenitud de tu bondad subsiste tu criatura, a fin de que el bien, que a ti no te había de aprovechar nada ni, proviniendo de ti, había de ser igual a ti, sin embargo, porque podía ser hecho por ti, no faltase. Porque ¿qué pudo merecer de ti el cielo y la tierra que tú hiciste en el principio? Digan: ¿qué te merecieron la naturaleza espiritual y corporal, que tú hiciste en tu sabiduría, para pender de ella hasta las cosas incoadas e informes -cada cual en su género, espiritual o corporal- que van hacia la inmoderación y una desemejanza tuya lejana, lo espiritual informe de modo más excelente que si fuese cuerpo formado, y el corporal informe de más excelente manera que si fuese absolutamente nada, y así pendieran informes de tu palabra si no fuesen llamadas por esta misma palabra a tu unidad y formadas y hechas todas ellas por ti, Bien sumo, muy buenas? ¿Qué méritos podían tener contigo para ser siquiera informes, cuando ni aun esto serían si no fuera por ti?

  1. ¿Qué pudo merecer de ti la materia corporal para ser siquiera invisible e incompuesta, cuando no sería esto si no la hubieras hecho? Ciertamente que, no siendo, no podía merecer de ti el que fuese. O ¿qué pudo merecer de ti la incoación de la creación espiritual para que, al menos, tenebrosa sobrenadase semejante al abismo, desemejante a ti, si no fuera convertida por el Verbo a sí mismo, por quien fue hecha; e iluminada por él, fuese hecha luz, si bien no igual, sí, al menos, conforme a la forma igual a ti? Porque así como en un cuerpo no es lo mismo ser que ser hermoso -de otro modo no podría ser deforme-, así tampoco, en orden al espíritu creado, no es lo mismo vivir que vivir sabiamente, puesto que de otro modo inconmutablemente comprendería.

Mas su bien está en adherirse a ti siempre 1, para que con la aversión no pierda la luz que alcanzó con la conversión, y vuelva a caer en aquella vida semejante al abismo tenebroso. Porque también nosotros, que en cuanto al alma somos creación espiritual, apartados de ti, nuestra luz, «fuimos algún tiempo en esta vida tinieblas», y aun al presente luchamos contra los restos de esta nuestra oscuridad, hasta ser justicia tuya, en tu Único, como montes de Dios, ya que antes fuimos juicios tuyos, como abismo profundo 2.

CAPITULO III

  1. En cuanto a lo que dijiste sobre las primeras creaciones: Hágase la luz y la luz fue hecha 3, entiéndolo yo no incongruentemente de la criatura espiritual, porque era ya una cierta vida, a la que habías de iluminar. Pero así como no había merecido de ti ser tal la vida que pudiera ser iluminada, así tampoco, siendo ya, pudo merecer de ti el ser iluminada. Porque ni aun su informidad te agradara si no fuese hecha luz, no siendo, sino intuyendo la luz que ilumina y adhiriéndose a ella, para que lo que de algún modo vive, y lo que vive felizmente, no lo deba sino a tu gracia, convertida por una conmutación mejor en aquello que no pueda mudarse en cosa mejor o peor. Lo cual eres tú solo, porque tú solo eres simplicísimamente, para quien no es cosa distinta vivir de vivir felizmente, porque tu ser es tu felicidad.

CAPITULO IV

  1. Pero ¿acaso te faltaría algo en cuanto Bien, cual eres tú para ti, aunque estas cosas no fueren en modo alguno o permanecieran informes, las cuales hiciste tú no por indigencia, sino por la plenitud de tu bondad, reduciéndolas y dándolas forma, aunque no como si tu gozo hubiera de ser completado con ellas? No, sino que, como a perfecto, te desagrada su imperfección, para que tú las perfecciones y te agraden, aunque no como a imperfecto, como si tú hubieras de perfeccionarte con su perfección.

Mas tu Espíritu bueno era sobrellevado sobre las aguas, no llevado por ellas, como si en ellas descansara. Porque en quienes se dice que descansa tu espíritu, a estos tales les hace descansar en sí. Mas tu voluntad era sobrellevada incorruptible e incontaminable, bastándose ella misma en sí para sí, sobre aquella vida que habías creado, y para la cual no es lo mismo vivir que vivir felizmente, porque vive aun flotando en su oscuridad, y a la que resta convertirse a aquel por quien ha sido hecha, y vivir más y más en la fuente de la vida, y ver en su luz la luz 4, y así perfeccionarse, ilustrarse y ser feliz.

CAPITULO V

  1. He aquí que ante mí aparece como en enigma la Trinidad, que eres tú, Dios mío. Porque tú, Padre, en el principio de nuestra Sabiduría, que es tu Sabiduría, nacida de ti y coeterna contigo, esto es, en tu Hijo, hiciste el cielo y la tierra.

Muchas cosas hemos dicho ya del cielo del cielo, y de la tierra invisible e incompuesta, y del abismo tenebroso según la defectibilidad vagarosa de la informidad espiritual en que hubiera permanecido si no se hubiese convertido a aquel que la había dado aquella especie de vida y mediante la iluminación se hubiese hecho vida hermosa y llegado a ser cielo del cielo de aquel que después fue hecho entre agua y agua.

Ya tenía, pues, al Padre, en el nombre de Dios, que hizo estas cosas; y al Hijo, en el nombre del principio en el cual las hizo; y creyendo a mi Dios trinidad, como la creía, tal yo le buscaba en sus sagrados oráculos; y ved que tu Espíritu era sobrellevado sobre las aguas. He aquí a mi Dios trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas.

CAPITULO VI

  1. Pero ¿cuál era la causa, ¡oh Luz verídica!, a quien acerco mi corazón para que éste no me enseñe cosas vanas y disipe en él sus tinieblas?; dime, te ruego por la caridad, mi madre; dime, te suplico, ¿cuál era la causa de que, después de nombrados el cielo y la tierra invisible e incompuesta y las tinieblas sobre el abismo, nombrase entonces tu Escritura a tu Espíritu? ¿Acaso porque convenía insinuarle así a fin de poder decir de él que era sobrellevado, lo cual no pudiera decirse si antes no se conmemorara aquello sobre lo que se pudiese entender que era sobrellevado tu Espíritu? Porque ni era sobrellevado sobre el Padre ni sobre el Hijo, y, sin embargo, no podría decirse propiamente que era sobrellevado si no fuera llevado sobre alguna cosa.

Así que era preciso que se nombrase primeramente aquello sobre lo que era llevado, y luego aquel a quien no convenía conmemorar de otro modo sino diciendo que era sobrellevado. Pero ¿por qué no convenía insinuarle de otro modo sino diciendo que era sobrellevado?

CAPITULO VII

  1. A partir ya de aquí, siga el que pueda con el pensamiento a tu Apóstol, que dice: La caridad se ha difundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado 5, y en orden a las cosas espirituales nos enseña y muestra la sobreeminente senda 6 de la caridad, y dobla la rodilla por nosotros ante ti, para que conozcamos la ciencia sobreeminente de la caridad de Cristo 7; y que ésta es la razón por qué desde el principio era sobrellevado sobreeminentemente sobre las aguas.

¿A quién hablaré yo y cómo le hablaré del peso de la concupiscencia que nos arrastra hacia el abrupto abismo, y de la elevación de la caridad por tu Espíritu, que era sobrellevado sobre las aguas? ¿A quién hablaré y cómo hablaré? Porque no hay lugares en los cuales somos sumergidos o emergidos. ¿Qué cosa más semejante y más desemejante a la vez? Afectos son, amores son: la inmundicia de nuestro espíritu corriendo a lo más ínfimo por amor de los cuidados, y tu santidad elevándonos a lo más alto por amor de la seguridad, para que tengamos nuestros corazones arriba hacia ti, allí donde tu Espíritu es llevado sobre las aguas, y de este modo vengamos al descanso sobreeminente, apenas haya pasado nuestra alma las aguas que son sin sustancias 8.

CAPITULO VIII

  1. Cayó el ángel, cayó el alma del hombre, y con ello señalaron cuál hubiera sido el abismo de la creación espiritual en el profundo tenebroso si no hubieras dicho desde el principio: Hágase la luz y no hubiese sido hecha la luz y se adhiriese a ti obediente toda inteligencia de la celestial ciudad y descansase en tu Espíritu, que es sobrellevado inconmutablemente sobre todo lo mudable. De otro modo, aun el mismo cielo del cielo, que ahora es luz en el Señor 9, hubiera sido en sí mismo tenebroso abismo.

Porque aun en la misma mísera inquietud de los espíritus caedizos, que dan a entender sus tinieblas desnudas del vestido de tu luz, claramente nos muestras cuán grande hiciste la criatura racional, para cuyo descanso feliz nada es bastante que sea menos que tú, por lo cual ni aun ella misma se basta a sí. Porque tú, Señor nuestro, iluminarás nuestras tinieblas; pues de ti nacen nuestros vestidos y nuestras tinieblas serán como un mediodía 10.

Dáteme a mí, Dios mío, y devuélvete a mí. He aquí que te amo, y si aún es poco, que yo te ame con más fuerza. No puedo medir a ciencia cierta cuánto me falta del amor para que sea bastante, a fin de que mi vida corra entre tus abrazos y no me aparte hasta que sea escondida en lo escondido de tu rostro 11.

Esto sólo sé: que me va mal lejos de ti, no solamente fuera de mí, sino aun en mí mismo; y que toda abundancia mía que no es mi Dios, es indigencia.

CAPITULO IX

  1. Pero ¿acaso no eran sobrellevados sobre las aguas el Padre o el Hijo? Si esto se entiende del lugar como si fuera un cuerpo, ni aun el Espíritu Santo lo era; pero si se entiende de una eminencia de la inconmutable divinidad sobre todo lo mudable, entonces, juntamente el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo eran sobrellevados sobre las aguas. Pero entonces, ¿por qué se ha dicho esto únicamente de tu Espíritu? ¿Por qué se ha dicho únicamente de él esto, como si fuera un lugar donde estuviese, él que no es lugar y del que sólo se ha dicho que es Don tuyo 12? En tu Don descansamos: allí te gozamos. Nuestro descanso es nuestro lugar. El amor nos levanta a allí y tu Espíritu bueno exalta nuestra humildad de las puertas de la muerte 13. Nuestra paz está en tu buena voluntad. El cuerpo, por su peso, tiende a su lugar. El peso no sólo impulsa hacia abajo, sino al lugar de cada cosa. El fuego tira hacia arriba, la piedra hacia abajo. Cada uno es movido por su peso y tiende a su lugar. El aceite, echado debajo del agua, se coloca sobre ella; el agua derramada encima del aceite se sumerge bajo el aceite; ambos obran conforme a sus pesos, y cada cual tiende a su lugar.

Las cosas menos ordenadas se hallan inquietas: ordénanse y descansan. Mi peso es mi amor; él me lleva doquiera soy llevado. Tu Don nos enciende y por él somos llevados hacia arriba: enardecémonos y caminamos; subimos las ascensiones dispuestas en nuestro corazón y cantamos el Cántico de los grados 14 Con tu fuego, sí; con tu fuego santo nos enardecemos y caminamos, porque caminamos para arriba, hacia la paz de Jerusalén, porque me he deleitado de las cosas que aquéllos me dijeron: Iremos a la casa del Señor 15. Allí nos colocará la buena voluntad, para que no queramos más que permanecer eternamente allí.

CAPITULO X

  1. Bienaventurada la criatura que no ha conocido otra cosa, cuando ella misma hubiera sido esa cosa, si luego que fue hecha, sin ningún intervalo de tiempo, no hubiera sido exaltada por tu Don, que es sobrellevado sobre todo lo mudable hacia aquel llamamiento por el cual dijiste: Hágase la luz, y la luz fue hecha. Porque en nosotros distínguese el tiempo en que fuimos tinieblas y el en que hemos sido hechos luz; pero en aquélla se dijo lo que hubiera sido de no ser iluminada, y se dijo de este modo, como si primero hubiera sido fluida y tenebrosa, para que apareciese la causa por la cual se ha hecho que sea otra, esto es, para que, vuelta hacia la luz indeficiente, fuese también luz. Quien sea capaz, entienda, o pídatelo a ti. ¿Por qué me ha de molestar a mí, como si yo fuera el que ilumino a todo hombre que viene a este mundo 16?

CAPITULO XI

  1. ¿Quién será capaz de comprender la Trinidad omnipotente? ¿Y quién no habla de ella, si es que de ella habla? Rara el alma que, cuando habla de ella, sabe lo que dice. Y contienden y se pelean, mas nadie sin paz puede ver esta visión.

Quisiera yo que conociesen los hombres en sí estas tres cosas.

Cosas muy diferentes son estas tres de aquella Trinidad; mas dígolas para que se ejerciten en sí mismos y prueben y sientan cuán diferentes son. Y las tres cosas que digo son: ser, conocer y querer. Porque yo soy, y conozco, y quiero: soy esciente y volente y sé que soy y quiero y quiero ser y conocer. Vea, por tanto, quien pueda, en estas tres cosas, cuán inseparable sea la vida, siendo una la vida, y una la mente, y una la esencia, y cuán, finalmente, inseparable de ella la distinción, no obstante que existe la distinción. Ciertamente que cada uno está delante de sí; así que atienda a sí y vea y hábleme después. Y cuando hubiere hallado algo en estas cosas y hubiese hablado, no por eso piense ya haber hallado aquello que es inconmutable sobre todas las cosas, y existe inconmutablemente, y conoce inconmutablemente, y quiere inconmutablemente.

Ahora, si es por hallarse en ella estas tres cosas por lo que hay allí Trinidad, o si estas tres cosas se hallan en cada una para que cada una de ellas sea una terna, o si tal vez se realizan ambas cosas por modos maravillosos, simple y múltiplemente, siendo en sí para sí fin infinito, por el que es y se conoce a sí misma y se basta inconmutablemente a sí por la abundante magnitud de su unidad, ¿quién podrá fácilmente imaginarlo? ¿Quién podrá explicarlo de algún modo? ¿Quién se atreverá temerariamente a definirlo de cualquier modo?

CAPITULO XII

  1. ¡Adelante en tu confesión, oh fe mía! Di al Señor tu Dios: Santo, Santo, Santo, Señor Dios mío; en tu nombre, Padre; Hijo y Espíritu Santo, hemos sido bautizados 17, en tu nombre, Padre, Hijo y Espíritu Santo, bautizamos; porque también entre nosotros hizo Dios en su Cristo el cielo y la tierra, los espirituales y carnales de tu Iglesia; y nuestra tierra, antes de recibir la forma de tu doctrina, era invisible e incompuesta y estábamos cubiertos con las tinieblas de la ignorancia, porque a causa de la iniquidad instruiste al hombre 18, y tus juicios son como grandes abismos 19.

Mas, porque tu Espíritu era sobrellevado sobre las aguas, no abandonó tu misericordia nuestra miseria, y así dijiste Hágase la luz. Haced penitencia, porque se ha acercado el reino de los cielos: haced penitencia: hágase la luz 20. Y porque nuestra alma se había conturbado dentro de nosotros mismos, nos acordamos de ti, Señor, desde la tierra del Jordán y del monte igual a ti 21, pero hecho pequeño por causa nuestra; y así nos desagradaron nuestras tinieblas, y nos convertimos a ti y fue hecha la Luz. Y ved cómo, habiendo sido algún tiempo tinieblas, somos ahora luz en el Señor 22.

CAPITULO XIII

  1. Mas esto lo somos por fe, no por visión 23; porque por la esperanza somos hechos salvos; y la esperanza que ve no es esperanza 24. Todavía el abismo llama al abismo, mas ya es en la voz de tus cataratas 25. Ni aun aquel mismo que dice: No puedo hablaros como a espirituales, sino como a carnales 26, ni aun aquel mismo juzga haber alcanzado el término, y, olvidado de lo que queda atrás, se alarga hacia las cosas que tiene delante 27, y gime agobiado y tiene su alma sed del Dios vivo, como los ciervos de las fuentes de las aguas, y dice: ¿Cuándo llegaré? 28, deseoso de ser revestido de su habitáculo celestial 29: y llama al abismo inferior, diciendo: No queráis con formaros con este mundo, sino reformaros en la novedad de vuestra mente 30, y no queráis haceros niños en la inteligencia, sino sed pequeñitos por la malicia para que seáis perfectos en la mente 31, y ¡Oh necios gálatas!, ¿quién os fascinó? 32Mas no ya en su palabra, sino en la tuya, nos enviaste a tu Espíritu de lo alto por medio de aquel que ascendió a lo alto y abrió las cataratas de sus dones 33 para que las impetuosas corrientes del río alegrasen tu ciudad 34. Porque por él suspira el amigo del esposo 35, teniendo ya en él las primicias de su espíritu, mas todavía gimiendo en sí mismo, esperando la adopción, redención de su cuerpo 36. Por él suspira, porque es miembro de la esposa; y por él cela, porque es amigo del esposo: por él cela, no para sí, porque no ya con la voz suya, sino de tus cataratas, llama a otro abismo 37 al que celando teme, no sea que como la serpiente engañó con su astucia a Eva, así también sean corrompidas sus inteligencias, degenerando de aquella pureza que hay en nuestro esposo, tu Único 38. Y ésta es aquella luz de visión que gozaremos cuando le viéramos como es 39, y hayan pasado las lágrimas, que se han vuelto mi pan día y noche, en tanto que todos los días se me dice: ¿Dónde está tu Dios? 40

CAPITULO XIV

  1. También yo digo: ¿Dónde estás, Dios mío? He aquí que donde estás respiro en ti un poquito 41, al derramar mi alma sobre mí en el grito de alegría y alabanza del que celebra una festividad 42. Con todo, aún está triste mi alma, porque vuelve a caer y a ser abismo, o más bien siente que todavía es abismo.

Dícele mi fe, la que encendiste en la noche ante mis pies: ¿Por qué estás triste, alma mía, y por qué me conturbas? 43 Espera en el Señor; su palabra es lucerna para tus pies 44. Espera y persevera hasta que pase la noche, madre de los inicuos; hasta que pase la ira del Señor, de la cual fuimos hijos nosotros cuando fuimos tinieblas, cuyos residuos arrastramos aún en este cuerpo muerto por el pecado 45, hasta tanto que alboree el día y sean disipadas las sombras 46. Espera en el Señor: Mañana estaré ante él, y le contemplaré, y le alabaré eternamente 47. Mañana estaré ante él, y veré la salud de mi rostro 48, mi Dios, quien vivificará nuestros cuerpos mortales por causa del Espíritu que habita en nosotros 49, porque sobre nuestro interior tenebroso y fluido era sobrellevado misericordiosamente.

De ahí que hayamos recibido en este destierro una prenda, para que seamos ya luz, en tanto que somos hechos salvos por la esperanza, e hijos de la luz e hijos del día, no hijos de la noche ni de las tinieblas 50, lo que fuimos, sin embargo. Entre las cuales y nosotros, aun en esta incertidumbre de la ciencia humana„ sólo tú haces distinción, tú que pruebas nuestros corazones y llamas día a la luz y tinieblas a la noche 51. Porque ¿quién es el que nos discierne sino tú? Y ¿qué tenemos que no lo hayamos recibido de ti 52, nosotros, vasos de honor, sacados de la misma masa de la que han sido otros hechos para contumelia 53?

CAPITULO XV

  1. ¿Y quién sino tú, Dios nuestro, hizo para nosotros y sobre nosotros ese firmamento de autoridad en tu divina Escritura? Porque el cielo se plegará como un libro 54, mas ahora se extiende como una piel sobre nosotros 55. Porque de más sublime autoridad está revestida tu divina Escritura después que murieron a esta vida mortal aquellos mortales por cuyo medio nos dispensaste aquélla. Y tú sabes, Señor, tú sabes cómo vestiste de pieles a los hombres cuando se hicieron mortales por el pecado. Por eso extendiste como una piel el firmamento de tu libro, tus concordes palabras, las cuales por ministerio de mortales colocaste sobre nosotros. Porque con la muerte misma de éstos se extendió de modo sublime sobre todas las cosas que tiene debajo la solidez de la autoridad de tus palabras, dadas a luz por ellos la cual, viviendo ellos aquí, no se hallaba tan sublimemente extendida, pues todavía no habías extendido el cielo como una piel ni habías aún dilatado la fama de su muerte por todas partes.

  1. Veamos, Señor, los cielos, obra de tus dedos 56; purifica nuestros ojos de la nube con que los tienes velados. Allí está tu testimonio, dando sabiduría a los pequeñitos 57. Saca, Señor, tu alabanza de la boca de los niños, y que aún maman 58. Porque no conocemos otros libros que así destruyan la soberbia, que así destruyan al enemigo y defensor 59 que resiste a tu conciliación, defendiendo sus pecados. No conozco, Señor, no conozco otros oráculos tan castos que así me persuadan a la confesión, y sometan mi cerviz a tu yugo, y me inviten a servirte gratis. ¡Que yo los entienda, Padre bueno! Concédeme esto a mí, ya sometido, puesto que para los sometidos las has establecido.

  1. Otras aguas hay sobre este firmamento, a lo que yo creo inmortales y al abrigo de toda corrupción terrena. Alaben tu nombre, alábente los pueblos supracelestes de tus ángeles, los cuales no tienen necesidad de mirar este firmamento y conocer tu palabra leyendo. Porque ven siempre tu faz 60 y allí leen sin las sílabas de los tiempos lo que quiere tu voluntad eterna. Leen, eligen y aman; leen. siempre y nunca pasa lo que leen; porque eligiendo y amando leen la misma inconmutabilidad de tu consejo. No se cierra su códice ni se pliega su libro; porque tú mismo eres para ellos esto, y tú eres eternamente, porque tú los ordenaste sobre este firmamento, que afirmaste sobre la flaqueza de los pueblos inferiores, en donde viesen y conociesen tu misericordia, que te anuncia temporalmente a ti, que hiciste los tiempos. Porque en el cielo, Señor, está tu misericordia y tu verdad sobre las nubes 61. Pasan las nubes, mas el cielo permanece. Pasan los predicadores de tu palabra, de esta vida a otra vida; pero tu Escritura se extiende hasta el fin sobre los pueblos. Y pasarán el cielo y la tierra, pero tus palabras no pasarán 62; se plegará la piel, y el heno sobre el que se extendía pasará con su brillantez; mas tu palabra permanecerá eternamente 63. Lo cual se nos muestra ahora en el enigma de las nubes y en el espejo del cielo, no como realmente es; porque también nosotros, aunque seamos amados de tu Hijo, no se nos ha mostrado aún lo que seremos 64. Miró a través del velo de la carne y nos acarició y nos inflamó, y corrimos tras su aroma 65. Mas cuando apareciere, seremos semejantes a él, porque le veremos como es; como es, Señor, nuestro ver, que todavía no tenemos.

CAPITULO XVI

  1. Porque así como tú eres absolutamente, así tú solo conoces, tú que eres inconmutablemente y conoces inconmutablemente, y quieres inconmutablemente. Y tu esencia conoce y quiere inconmutablemente; y tu ciencia existe y quiere inconmutablemente, y tu voluntad existe y conoce inconmutablemente. Ni parece cosa justa en tu presencia que del mismo modo que se conoce a sí misma la luz inconmutable, sea así conocida del entendimiento mudable iluminado. De ahí que mi alma sea delante de ti como tierra sin agua 66; pues así como de suyo no puede iluminarse a sí misma, así tampoco puede saciarse de sí misma. Porque así como está en ti la fuente de la vida, así en tu luz veremos la luz 67.

CAPITULO XVII

  1. ¿Quién ha juntado a los amargados en una sociedad? Porque idéntico es para ellos el fin temporal y la felicidad terrena, por la que hacen todas las cosas, aunque fluctúen por la innumerable diversidad de cuidados. ¿Quién sino tú, Señor, que dijiste que se congregasen las aguas en una sola reunión y apareciese la tierra árida, sedienta de ti? Porque tuyo es el mar, y tú le hiciste, y tus manos plasmaron la tierra seca 68. Porque no se llama mar a la amargura de voluntades, sino a la reunión de aguas. Porque también tú enfrenas los malos apetitos de las almas y los pones límites hasta donde permites avanzar las aguas, para que se deshagan en ellas sus olas, y de este modo haces el mar según el orden de tu imperio que se extiende sobre todas las cosas.

  1. Pero las almas sedientas de ti y que aparecen ante ti separadas de la sociedad del mar por otro fin, tú las riegas con una fuente secreta y dulce, a fin de que la tierra dé su fruto. Da, sí; su fruto, y mandándolo tú, su Dios y Señor, produce nuestra alma obras de misericordia según su género, amando a su prójimo con el socorro de las necesidades carnales, teniendo en sí la semilla de aquél por razón de la semejanza, porque por nuestra flaqueza es por lo que nos compadecemos y movemos a socorrer a los indigentes, del mismo modo que quisiéramos nosotros que se nos socorriese si nos hallásemos en la misma necesidad; y ello no sólo en las cosas fáciles, como en hierba seminal, sino también en la protección de una ayuda robusta y fuerte, como árbol fructífero, esto es, benéfico, para arrancar al que padece injuria de la mano del poderoso; dándole sombra de protección con el roble poderoso del justo juicio.

CAPITULO XVIII

  1. De este modo, Señor, te ruego, de este modo te ruego que nazca -como tú lo haces, y como tú das la alegría y la facultad-, nazca de la tierra la verdad y mire la justicia, desde el cielo 69, y sean hechos luminares en el firmamento 70. Partamos con el hambriento nuestro pan, e introduzcamos en casa al necesitado sin techo, vistamos al desnudo y no despreciemos a los domésticos de nuestra semilla 71. A tales frutos nacidos en la tierra atiende, Señor, porque es bueno; y brote nuestra luz mañanera 72 y, obtenido, a cambio de esta inferior cosecha de la acción, la inteligencia de la palabra de la vida superior en las delicias de la contemplación, aparezcamos en el mundo como luminares, adheridos al firmamento de tu Escritura.

Allí, en efecto, discutes con nosotros, para que hagamos distinción entre las cosas inteligibles y sensibles, como entre el día y la noche y entre las almas dadas a las cosas inteligibles y a las sensibles, a fin de que no seas tú sólo ya el que en lo escondido de tu juicio, como antes de que fuera hecho el firmamento, hagas distinción entre la luz y las tinieblas, sino también tus espirituales, colocados y diferenciados en el mismo firmamento, luzcan tu gracia manifestada por todo el orbe sobre la tierra, y hagan distinción entre el día y la noche y signifiquen los tiempos 73, porque pararon los viejos y han sido creados otros nuevos 74, y porque ahora está más cerca nuestra salud que cuando creímos 75, y porque la noche ha precedido y se acercó el día 76, y porque bendices la corona de tu año 77, enviando operarios a tu mies, en cuya siembra otros habían trabajado 78, y enviándoles a otra sementera, cuya mies se recogerá al fin [del mundo].

Así cumples los votos del deseoso y bendices los años del justo, mas tú eres el mismo, y en tus años, que no mueren 79, preparas el hórreo para los años que pasan.

  1. Porque con eterno consejo derramas a sus propios tiempos bienes celestiales sobre la tierra; porque a uno le es dado por el espiritu la palabra de sabiduría, como a luminar mayor, en favor de aquellos que se deleitan con la luz de la verdad clara, como en el principio del día; a otro le es otorgada la palabra de ciencia, según el mismo Espíritu, como a luminar menor; a otro la fe, a otro el don de curaciones, a otro el poder de milagros, a otro la profecía, a otro la discreción de espíritus, a otro el don de lenguas; todos los cuales dones son como estrellas. Porque todos ellos los obra uno e idéntico Espíritu, que reparte sus dones a cada uno como le place, y hace aparecer estrellas en sitio visible para utilidad de todos 80. La palabra de la ciencia, en la que están contenidos todos los sacramentos que cambian con los tiempos, es semejada a la luna; mas la restante lista de dones, que hemos mencionado después como estrellas, cuanto más difieren de aquella claridad de la sabiduría de que goza el precitado día, tanto se hallan más en el principio de la noche. Porque tales dones eran necesarios a aquellos a quienes aquel tu siervo prudentísimo no podía hablar como a espirituales, sino como a carnales, aquel, digo, que hablaba la sabiduría entre los perfectos 81. Pero como hombre animal, como niño en Cristo que se alimenta de leche, mientras no se robustezca para tomar alimento sólido y fortalezca su vista para contemplar el sol, no abandone su noche, antes conténtese con la luz de la luna y de las estrellas. Estas cosas tienes dispuestas sapientísimamente para nosotros, Dios nuestro, en tu libro, en tu firmamento, a fin de que discernamos todas las cosas con admirable contemplación, aunque sea todavía según los signos, y los tiempos, y los días, y los años.

CAPITULO XIX

  1. Mas ante todo lavaos, purificaos, arrancad la maldad de vuestras almas y de la presencia de mi vista 82, a fin de que aparezca la tierra árida. Aprended a hacer bien, juzgad al pupilo, haced justicia a la viuda 83, para que la tierra produzca hierba tierna y árboles frutales; y luego venid, dice el Señor, disputemos, a fin de que sean hechos los luminares en el firmamento del cielo y luzcan sobre la tierra.

Quería saber del Maestro bueno aquel rico qué debía hacer para conseguir la vida eterna. Dígale el Maestro bueno -a quien él juzgaba hombre y nada más, pero que realmente es bueno porque es Dios-, dígale que si quiere conseguir la vida, guarde tus mandamientos separe de sí lo amargo de la malicia y de la iniquidad; que no mate, no fornique, no hurte, no diga falsos testimonios, a fin de que aparezca la tierra seca, y germine el honor de la madre y del padre y la dilección del prójimo.

Todo esto -dijo- lo he practicado. ¿De dónde, pues, tantas espinas si es tierra fructífera? Vete, arranca los espesos zarzales de la avaricia, vende lo que posees, y llénate de frutos dándolo todo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos, y sigue al Señor si quieres ser perfecto, en compañía de aquellos entre quienes habla la sabiduría, aquel que conoce qué se debe dar al día y qué a la noche, como lo conoces tú, a fin de que sean también para ti luminares en el firmamento del cielo, lo cual no se hará si no estuviese allí tu corazón, ni tampoco podrá ser si no estuviera allí tu tesoro 84, como oíste del Maestro bueno. Pero se contristó la tierra estéril y las espinas sofocaron la palabra 85.

  1. Pero vosotros, raza escogida 86, lo más débil del mundo 87, que dejasteis todas las cosas para seguir al Señor, id tras él, confundid a los fuertes; id tras él, pies especiosos, y lucid en el firmamento, para que los cielos narren su gloria dividiendo entre la luz de los perfectos, aunque no como la de los ángeles, y las tinieblas de los pequeñuelos, aunque no de los desesperados: lucid sobre toda tierra, y el día, encandeciente por el sol, anuncie al día la palabra de la sabiduría; y la noche, esclarecida por la luna, anuncie a la noche la palabra de la ciencia 88. La luna y las estrellas lucen en la noche, mas no las oscurece la noche, porque ellas mismas la iluminan, según su capacidad.

Ved aquí como si Dios dijera: Háganse luminares en el firmamento del cielo, y al punto se oyó un sonido del cielo, como si sonara un viento vehemente, y fueron vistas lenguas divididas como de fuego, el cual se puso sobre cada uno de ellos 89, y fueron hechos los luminares en el firmamento del cielo, teniendo palabras de vida. Discurrid por todas partes, fuegos santos, fuegos hermosos. Vosotros sois la luz del mundo, y no estáis debajo del celemín 90. Ha sido exaltado Aquel a quien os juntasteis, y os exaltará a vosotros. Discurrid y dadle a conocer a todas las gentes.

CAPITULO XX

  1. Conciba aún el mar, y dé a luz vuestras obras, y las aguas produzcan reptiles de almas vivas. Porque, separando lo precioso de lo vil, habéis sido hechos boca de Dios 91, por la que dice: Produzcan las aguas, no el alma viva que debe producir la tierra, sino reptiles de almas vivas y volátiles que, vuelen sobre la tierra. Porque tus sacramentos, ¡oh Dios! reptaron por las obras de tus santos en medio de las olas de las tentaciones del siglo, para imbuir a las gentes con tu nombre en tu bautismo. Y de ellos algunos fueron hechos grandezas maravillosas, como los grandes cetáceos, y las voces de tus nuncios volando sobre la tierra junto al firmamento de tu libro, propuesto a sí mismo como autoridad, bajo la cual revoloteen adondequiera que vayan. Porque no hay lengua ni palabras en las que no se oigan sus voces de ellos, habiéndose ,extendido por todo el mundo sus sonidos y llegado hasta los confines de la tierra sus palabras 92, porque tú, Señor, bendiciéndolas, multiplicaste éstas.

  1. ¿Miento yo, por ventura, o mezclo confundidas las cosas, y no distingo los claros conocimientos de estas cosas en el firmamento del cielo, así como las obras corporales en el proceloso mar y debajo del firmamento del cielo? Porque de las cosas susodichas existen nociones sólidas y cabales, que no reciben aumento de las generaciones, como las luces de la sabiduría y de la ciencia. De estas mismas cosas existen operaciones corporales muchas y varias, y creciendo una de otra multiplícanse con tu bendición, ¡oh Dios!, que has tenido a bien reparar el fastidio de los sentidos mortales, para que en el conocimiento del alma la cosa que es única sea por las mociones del cuerpo figurada y dicha de muchos modos. Las aguas produjeron estas cosas, mas en tu palabra. Las necesidades de los pueblos extraños a la eternidad de tu verdad produjeron estas cosas, pero en tu Evangelio; porque las mismas aguas arrojaron éstas, cuyo amargo languor fue causa de que éstas saliesen a luz por tu palabra.

  1. Hermosas son todas las cosas haciéndolas tú; mas he aquí que tú, que las has hecho todas, eres inenarrablemente más hermoso. Si Adán no hubiera caído, no se difundiera de su vientre la salazón del mar, el linaje humano profundamente curioso, y procelosamente hinchado, e inestablemente fluido; y así no hubiera sido necesario que tus ministros. obrasen místicos hechos y dichos corporal y sensiblemente en muchas aguas. Pues así se me han presentado ahora los reptiles y volátiles, por los cuales imbuidos los hombres e iniciados, sometidos a sacramentos corporales, no fuesen más allá, a no ser que el alma viviese espiritualmente en otro grado y mirase a la consumación después de la palabra del principio.

CAPITULO XXI

  1. Y por esta razón, por tu palabra, no ya la profundidad del mar, sino la tierra separada de lo amargo de las aguas, produce no los reptiles de almas vivas y los volátiles, sino el alma viva. Porque ya no tiene necesidad del bautismo, necesario para los gentiles, como la tenía cuando estaba cubierta por las aguas, pues ya no se entra de otro modo en el reino de los cielos desde que tú estableciste que se entrase de esa manera. Ni busca las grandezas de tus maravillas, para que tenga fe, puesto que no es de aquellos que no creen si no vieren signos y prodigios 93, estando ya separada la tierra fiel de las aguas del mar amargas en su infidelidad; y sabe que las lenguas son signos no para los fieles, sino para los infieles 94.

Tampoco tiene necesidad la tierra, que fundaste sobre las aguas, de este género volátil, que las aguas produjeron por tu palabra. Envía a ella tu palabra por medio de tus nuncios -puesto que, aunque narramos sus obras, tú eres, sin embargo, quien obras en ellos- y produzcan el alma viva. La tierra la produce, porque la tierra es causa de que éstas se obren en ella, como fue la causa el mar de que se produjesen los reptiles de alma viva y los volátiles que vuelan debajo del firmamento del cielo, de los cuales ya no tiene necesidad la tierra aunque coma el pez, sacado del profundo, en aquella mesa que preparaste delante de los fieles 95; porque por eso fue sacado del profundo, para que alimente a la tierra seca.

También las aves son generación marina: no obstante, multiplícanse sobre la tierra. Porque la infidelidad de los hombres fue causa de las primeras voces de los evangelizadores, aunque también los fieles son exhortados y bendecidos por ellos de mil modos de día en día. Mas el alma viviente toma su principio de la tierra, porque ya no aprovecha a los fieles, sino el contenerse del amor de este mundo, para que viva para ti su alma, que estaba muerta viviendo en delicias 96, en delicias mortíferas, Señor; porque tú solo eres del corazón puro sus delicias vitales.

  1. Trabajen, pues, ya en la tierra tus ministros, no como en las aguas de la infidelidad, anunciando y hablando por milagros, sacramentos y voces místicas que atraen la atención de la ignorancia, madre de la admiración, por el temor de estos signos misteriosos -porque tal es la entrada a la fe en los hijos de Adán olvidados de ti en tanto que se esconden de tu faz y se hacen abismo-, sino trabajen también como en la tierra seca, separada de los peligros del abismo, y sean para los fieles modelo viviendo entre ellos excitándolos a la imitación. Porque de este modo oyen no sólo para oír, sino también para obrar. Buscad a Dios y vivirá vuestra alma 97, para que la tierra produzca el alma viva. No queráis conformaros con este mundo 98, absteneos de él. Evitando aquellas cosas que apeteciéndolas muere, es como vive el alma. Absteneos de la cruel firmeza de la soberbia, de la indolente voluptuosidad de la lujuria y del nombre falaz de la ciencia, a fin de que sean las bestias amansadas, y los brutos domados, y las serpientes inocuas. Movimientos de alma son éstos de un sentido alegórico; pero el fausto del orgullo, y el deleite de la libídine, y el veneno de la curiosidad son movimientos de un alma muerta; porque no muere ésta de modo que carezca de todo movimiento, sino que muere apartándose de la fuente de la vida, y ya así es recibida por el mundo pasajero y se conforma con él.

  1. Pero tu palabra, ¡oh Dios!, es fuente de vida eterna y no pasa; por eso en tu palabra es cohibido aquel apartamiento de él, cuando se nos dice: No queráis conformaros con este siglo, para que la tierra produzca en la misma fuente de la vida el alma viviente, y en tu palabra, por medio de tus evangelistas, un alma continente, imitando a los imitadores de tu Cristo. Porque esto es lo que quieren decir las palabras según su género, porque la emulación del varón viene del amigo: Sed -dice- como yo, porque yo soy como vosotros 99. Así en el alma viva habrá bestias buenas por la mansedumbre de sus acciones. Porque tú lo has ordenado diciendo: Haz tus obras con mansedumbre y serás amado de todo hombre 100. También habrá brutos buenos, que no estarán hartos si comieren, ni necesitados si no comieren; y serpientes buenas, no perniciosas para dañar, sino astutas para cautelar, y que exploran la naturaleza temporal en tanto cuanto basta para que por la inteligencia de las cosas creadas se perciba la eternidad. Porque tales animales sirven a la razón cuando, refrenados para que no hagan progresos mortíferos, viven y son buenos.

CAPITULO XXII

  1. Porque he aquí, Señor Dios nuestro y creador nuestro, que cuando fueren cohibidas del amor del siglo aquellas afecciones con las cuales moriríamos viviendo mal, y comenzare a ser alma viviente viviendo bien, y fuere cumplida tu palabra, que dijiste por tu Apóstol: No queráis conformaron con este siglo, se seguirá también aquello otro que añadiste al punto y dijiste: Mas reformaos en la novedad de vuestra mente 101, no ya según su género, como imitando al prójimo que nos precede, ni viviendo según la autoridad de un hombre mejor. Porque no dijiste: «Sea hecho el hombre según su género», sino: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza 102, para que nosotros probemos cuál sea tu voluntad. Pues a este fin, aquel tu dispensador, engendrando hijos por el Evangelio y no queriendo tener siempre de párvulos a estos que él nutriera con leche y fomentara como una nodriza, dijo: Reformaos en la novedad de vuestra mente a fin de conocer la voluntad de Dios y qué sea lo bueno, acepto y perfecto 103. Y por eso no dices: Sea hecho el hombre, sino: Hagámosle; ni dices según su género, sino a imagen y semejanza nuestra. Porque, renovado en la mente y contemplando tu verdad inteligible, no necesita de hombre que se la muestre para que imite a su género, sino que, teniéndote por guía, él mismo conoce cuál sea tu voluntad y qué es lo bueno, acepto y perfecto; y ya capaz, tú le enseñes a ver la Trinidad de su Unidad o la Unidad de su Trinidad. Y por eso habiendo dicho en plural: Hagamos al hombre, añadió en singular: e hizo Dios al hombre; y a lo dicho en plural: a imagen nuestra, repuso en singular: a imagen de Dios. Así es como el hombre se renueva en el conocimiento de Dios según la imagen de aquel que le ha creado 104; y, hecho espiritual, juzga de todas las cosas, que ciertamente han de ser juzgadas; mas él de nadie es juzgado 105.

CAPITULO XXIII

  1. En cuanto a que juzga todas las cosas, es lo mismo que decir que tiene potestad sobre los peces del mar, y las aves del cielo, y todas las bestias y fieras, y toda la tierra, y todos los reptiles que reptan sobre la tierra. Esto lo ejecuta por la inteligencia, por medio de la cual percibe las cosas que son del Espíritu de Dios 106. Mas, por el contrario, el hombre constituido en tal honor no lo entendió, siendo comparado con los jumentos insensatos y hecho semejante a ellos 107.

Pero en tu Iglesia, ¡oh Dios nuestro!, conforme a la gracia que tú le has dado -porque somos obra de tus manos, creados para obras buenas 108-, tanto los que espiritualmente presiden como los que espiritualmente obedecen a los que presiden -porque tú hiciste al hombre de este modo varón y hembra 109 según tu gracia espiritual, en la que no hay según el sexo material varón ni hembra, por no haber judío, ni griego, ni esclavo, ni libre 110-, tanto, digo, los que presiden como los que obedecen, juzgan ya espirituales espiritualmente no de los conocimientos espirituales que brillan en el firmamento, porque no conviene juzgar de tan sublime autoridad; ni siquiera de tu mismo Libro, aunque haya algo en él que no luzca; porque sometemos a él nuestra inteligencia y tenemos por cierto aun aquello que está cerrado a nuestras miradas y que está dicho recta y verazmente.

Porque el hombre, aunque ya espiritual y renovado por el conocimiento de Dios según la imagen del que le ha creado, debe, sin embargo, ser así obrador de la ley y no juez 111. Ni tampoco juzga de aquella distinción entre hombres espirituales y carnales, que son, ¡oh Dios nuestro!, bien conocidos para tus ojos, aunque no se nos han manifestado a nosotros con obra alguna todavía para que les conozcamos por sus frutos 112; pero tú, Señor, ya les conoces, y los has dividido y llamado en secreto antes de que fuera hecho el firmamento.

Tampoco juzga el hombre, aunque espiritual, de los turbulentos pueblos de este mundo. Porque ¿qué le va a él en juzgar de los que están fuera 113, ignorando quién vendrá de allí a la dulzura de tu gracia y quién permanecerá en la perpetua amargura de la impiedad?

  1. Por eso el hombre, a quien tú hiciste a tu imagen, no recibió potestad sobre los luminares del cielo, ni sobre el mismo cielo invisible, ni sobre el día y la noche, que llamaste antes de la constitución del cielo; ni sobre la congregación de las aguas, que es el mar; sino que la recibió sobre los peces del mar, y las aves del cielo, y todas las bestias, y toda la tierra, y todos los reptiles que reptan sobre ella. Porque él juzga y aprueba lo que halla recto, y, al contrario, desaprueba lo que halla malo, sea en aquella solemnidad de sacramentos con que son iniciados los que tu misericordia busca en las aguas profundas, sea en aquella otra en que es presentado aquel pez que, sacado del profundo, come la tierra piadosa, sea, finalmente, en los signos de las palabras y en las voces sujetas a la autoridad de tu Libro, como revoloteando bajo el firmamento, interpretando, exponiendo, disertando, disputando, bendiciendo e invocándote con signos que brotan y suenan en la boca, para que el pueblo diga: Amén.

La causa de que deban ser enunciadas corporalmente todas estas voces es el abismo del mundo y la ceguera de la carne, por la que no pueden ser vistos los pensamientos, siendo necesario hacer ruido en los oídos. Así, aunque se multipliquen las aves sobre la tierra, con todo traen su origen de las aguas. Juzga también el que es espiritual, aprobando lo bueno y reprobando lo malo que hallare en las obras y costumbres de los fieles, de las limosnas como de tierra fructífera, y del alma viva por los afectos domeñados por la castidad, por medio de ayunos y de pensamientos piadosos, por la parte que en ellos toman los sentidos del cuerpo. Porque ahora se dice que juzga de aquellas cosas en las cuales tiene facultad de corregir.

CAPITULO XXIV

  1. Pero ¿qué es esto y qué misterio hay en ello? He aquí que tú, Señor, bendices a los hombres para que crezcan y se multipliquen y llenen la tierra. ¿Es verdad que no nos indicas nada con esto, a fin de que entendamos algún tanto por qué no bendijiste igualmente la luz, a la que llamaste día, ni el firmamento del cielo, ni a los luminares, ni a las estrellas, ni a la tierra, ni al mar? Yo diría que tú, nuestro Dios, que nos has creado a tu imagen, yo diría que tú quisiste otorgar propiamente este don de bendición al hombre, si no hubieras bendecido también de este modo a los peces y cetáceos, para que creciesen, y se multiplicasen, y llenasen las aguas del mar, y se multiplicasen las aves sobre la tierra.

Asimismo diría que esta bendición pertenece a aquellos géneros de cosas que, engendrando de sí mismos, se multiplican, si la hallase también en los arbustos, frutales y bestias de la tierra. Ahora bien, ni a las hierbas y plantas ni a las bestias y serpientes se ha dicho: Creced y multiplicaos, no obstante que también todas estas cosas aumenten y conserven su género engendrando, como los peces, las aves y los hombres.

  1. ¿Qué, pues? ¿Diré, ¡oh Luz mía, oh Verdad!, que huelga esto y que ha sido dicho en vano? De ningún modo, ¡oh Padre de la piedad!; lejos esté de tu siervo que diga semejante cosa de tu palabra. Y si yo no entiendo lo que quieres significar con esta expresión, usen de ella mejor los mejores, esto es, los que son más inteligentes que yo, cada cual según el saber que tú le hayas dado. Sea, pues, agradable ante tus ojos mi confesión, por la que te confieso, Señor, mi creencia de no haber tú hablado así en vano.

Ni tampoco callaré lo que se me ocurriere con ocasión de esta lectura. Porque ello es verdad y no veo nada que me impida entender de este modo las locuciones figuradas de tus libros, pues sé que lo que es entendido de un solo modo por la mente puede ser expresado de muchos por el cuerpo, y lo que se expresa de un modo por el cuerpo puede entenderse de muchos por la mente. Ved la simple dilección de Dios y del prójimo, con cuántos misterios y con cuántas lenguas, y en cada lengua, de cuán infinitos modos es enunciada corporalmente. Así es como crecen y se multiplican los fetos de las aguas.

Atiende nuevamente, cualquiera que seas tú el que esto lea; he aquí que de un solo modo presenta la Escritura y la voz pronuncia: En el principio hizo Dios el cielo y la tierra. ¿Por ventura no es cierto que puede entenderse esto de muchos modos, no por falacia del error, sino por los diversos géneros de interpretaciones verdaderas? Así es como crecen y se multiplican los fetos de los hombres.

  1. Y así, si entendemos las mismas naturalezas de las cosas no en sentido alegórico, sino propio, conviene la sentencia creced y multiplicaos a todas las cosas que son engendradas de semillas; pero si las tratamos en sentido figurado -lo que creo más bien que fue lo que intentó la Escritura, que no en vano atribuye esta bendición a solas las generaciones de las aguas y de los hombres-, hallaremos ciertamente multitudes, así en las criaturas espirituales y corporales como en el cielo y la tierra; en las almas justas e inicuas, como en la luz y las tinieblas; en los santos autores por quienes nos ha sido suministrada la Ley, como en el firmamento colocado entre las aguas; en la sociedad de los pueblos amargos, como en el mar; en el cielo de las almas pías, como en la tierra seca; en las obras de misericordia, según la vida presente, como en las hierbas seminales y en los árboles frutales; en los dones espirituales manifestados para utilidad, como en los luminares del cielo, y en los afectos formados por la templanza, como en el alma viva. En todas estas cosas hallamos multitudes, abundancias y aumentos; pero el que de tal modo crezca y se multiplique que, siendo una cosa sola, sea enunciada de muchos modos y que una sola enunciación sea entendida de muchas maneras, no lo hallamos sino en los signos corporalmente expresados y en las cosas inteligiblemente excogitadas.

Hemos entendido que estos signos corporalmente expresados son las generaciones de las aguas, por las causas necesarias de la carnal profundidad; y las cosas inteligiblemente excogitadas, las generaciones humanas, a causa de la fecundidad de la razón.

Y ésta es la causa por qué hemos creído que a uno y otro de estos géneros les ha sido dicho por ti, Señor: Creced y multiplicaos, porque por esta bendición entiendo que nos ha sido concedida por ti la facultad y poder de enunciar de muchos modos lo que hubiéramos entendido de uno solo y de entender de muchos modos lo que leyéremos enunciado oscuramente de un solo modo.

Y de esta manera es como se llenan las aguas del mar, que no se mueven sino con varios afectos, y así es como se llena la tierra de generaciones humanas, cuya aridez aparece en sus solicitudes y sobre las cuales domina la razón.

CAPITULO XXV

  1. También quiero decir, Señor Dios mío, lo que me advierte tu Escritura en lo que sigue; y lo diré sin avergonzarme, porque diré cosas verdaderas, inspirándome tú lo que de tales palabras quieres que diga. Porque no creo que diga verdad inspirándome otro fuera de ti, siendo tú la verdad, y todo hombre, mentiroso 114. Por eso, quien habla la mentira, habla de lo suyo 115. Luego para que yo hable la verdad debo hablar de lo tuyo.

He aquí que nos has dado para comida toda planta sativa que lleva simiente, la cual existe sobre toda tierra, y todo árbol que tiene en sí fruto de semilla sativa 116. Y no para nosotros solos, sino también para todas las aves del cielo y bestias de la tierra y serpientes; mas no para los peces y grandes cetáceos. Porque decíamos que por los frutos de la tierra se significaban y figuraban alegóricamente las obras de misericordia que son ofrecidas por la fructífera tierra para las necesidades de esta vida. Tal tierra era el piadoso Onesíforo, a cuya casa comunicaste misericordia por haber refrigerado frecuentemente a tu Paulo y no haber tenido rubor de sus cadenas 117.

Y esto hicieron otros hermanos que fructificaron con tal fruto, que suplieron desde Macedonia lo que le faltaba 118. Pero ¡cómo se duele de otros árboles que no le dieron el fruto debido, cuando dice: En mi primera defensa nadie me asistió, antes todos me abandonaron; no les sea esto imputado! 119 Porque estas cosas les son debidas a los que ministran la doctrina racional por medio de la inteligencia de los misterios divinos, y se les deben como a hombres; mas se les deben como a alma viva en cuanto se nos ofrecen para ser imitadas en toda suerte de continencia. También se les deben como a aves de cielo por sus bendiciones, que se multiplican sobre la tierra, porque su sonido se ha extendido por toda la tierra 120.

CAPITULO XXVI

  1. Apaciéntanse con estos alimentos quienes se gozan en ellos; mas no se gozan en ellos los que tienen a su vientre por Dios 121. Porque tampoco en aquellos que dan estas cosas es el fruto lo que dan, sino la intención con que lo dan. Y así veo con toda claridad de dónde se gozaba aquel que servía a Dios, no a su vientre; le veo y le doy el parabién con toda el alma. Porque había recibido de los filipenses las cosas que le habían enviado por Epafrodito; mas ya veo de dónde le venía el gozo. Veníale el gozo de allí, de donde se alimentaba, porque, hablando con verdad, dijo: Me he alegrado vehementemente en el Señor, porque al fin habéis brotado hacia mí en aquellos sentimientos en que antes abundabais y que os habían causado tedio 122. Estos, en efecto, con el largo tedio se habían marchitado y casi secado en orden a este fruto de buenas obras. Y se goza por ellos, no por él, porque brotaron, porque socorrieron su indigencia. Por esto dice a continuación: No digo esto porque me haya faltado algo; porque he aprendido a bastarme con las cosas que tengo. Sé lo que es tener poco y lo que es abundar; he probado todas las cosas y estoy hecho a todo: a estar harto, a tener hambre, a abundar y a padecer penuria; todo lo puedo en aquel que me conforta 123.

  1. ¿En qué, pues, te gozas, oh gran Pablo? ¿En qué te gozas? ¿En qué te apacientas, ¡oh hombre!, renovado en el conocimiento de Dios, según la imagen de aquel que te ha creado 124, ya alma viva por tan gran continencia, ya lengua voladora que habla misterios? Porque a tales animales les es debido este manjar. ¿Qué es lo que te alimenta? La alegría. Oigamos lo que sigue: Sin embargo -dice-, hicisteis bien participando de mi tribulación 125. De esto es de lo que se goza, de esto es de lo que se alimenta: porque obraron bien con él, no porque fuera aliviada su angustia, según aquel que te dice: En la tribulación me ensanchaste 126; porque también supo en ti, que eres quien le confortas, lo que es abundar y padecer penuria. Porque también vosotros, ¡oh filipenses!-dice-, sabéis que en el principio de mi predicación, cuando salí de Macedonia, ninguna iglesia me asistió con sus bienes en razón de lo dado y recibido, sino únicamente vosotros; porque una y más veces enviasteis a Tesalónica con qué atender a mis necesidades 127. Gózase ahora de que hayan vuelto a estas buenas obras, y se alegra que hayan brotado como la fertilidad del campo que revive.

  1. Pero ¿es acaso por razón de sus necesidades por lo que dijo: Me enviasteis para remedio de mis necesidades? ¿Es acaso por esto por lo que se goza? No es por esto. Mas ¿de dónde sabemos esto? De lo que él mismo añade, diciendo: No porque busque la dádiva, sino porque exijo el fruto 128. He aprendido de ti, Dios mío, a distinguir entre el don y el fruto. Don es la cosa que da quien socorre tales necesidades, como, por ejemplo, el dinero, la comida, la bebida, el vestido, el hospedaje, la ayuda. Mas el fruto es la buena y recta voluntad del dador. Porque no dice solamente el Maestro El que recibiere al profeta, sino que añadió en nombre del profeta. Ni dijo solamente: El que recibiere al justo, sino añadió: en nombre del justo; porque así es como recibí aquél la merced del profeta y éste la del justo. Ni dijo solamente: El que diera a uno de mis pequeñuelos un vaso de agua fría, sino que añadió: únicamente en nombre del discípulo; y así agregó: En verdad os digo que no perderá su recompensa. Don es recibir al profeta, recibir al justo, dar un vaso de agua fría al discípulo; fruto, hacer esto en nombre del profeta, en nombre del justo, en nombre del discípulo 129. Con el fruto era apacentado Elías por la viuda, que sabía que alimentaba a un hombre de Dios y como a tal le alimentaba; mas por el cuervo era alimentado con el don. Ni era el Elías interior, sino el exterior, el que era alimentado, y que a su vez era quien por falta de tal alimento podía destruirse.

CAPITULO XXVII

  1. Por eso diré lo que es verdadero en tu presencia, Señor. Cuando hombres idiotas e infieles 130 -para iniciar y ganar a los cuales son necesarios los sacramentos de iniciación y las grandezas de los milagros, los cuales creemos que han sido significados con los nombres de peces y cetáceos -reciben corporalmente a tus siervos para sustentarlos o ayudarlos en alguna necesidad de la vida presente, ignorando el motivo por qué lo deben hacer y a qué clase de aquéllos pertenezcan, y así ni aquéllos sustentan a éstos, ni éstos son sustentados por aquéllos; porque ni aquéllos obran estas cosas con santa y recta voluntad, ni éstos se alegran con las dádivas de aquéllos, en los que no ven todavía fruto. Porque, realmente, el alma se apacienta de aquello de que se alegra. Y ésta es la razón por que los peces y los cetáceos no comen de los manjares que no germinan, sino la tierra distinta y separada ya de la amargura de las olas marinas.

CAPITULO XXVIII

  1. Y viste, Señor, todas das cosas que hiciste y hallaste que todas eran muy buenas; también nosotros las vemos, y nos parecen todas muy buenas. En cada uno de los géneros de tus obras, cuando dijiste que fuesen y fueran hechas, viste que cada uno de ellos era bueno. Siete veces he contado que dice la Escritura que viste que era bueno lo que creaste, y la octava nos dices que viste todas las cosas que hiciste y que no sólo eran buenas, sino muy buenas, todas ellas en conjunto. Porque tomadas cada una de por sí, son todas buenas; pero todas ellas juntas son buenas y muy buenas. Esto mismo nos dicen también los cuerpos que son hermosos; porque más hermoso es sin comparación el cuerpo cuyos miembros todos son hermosos que no cada uno de los miembros, de cuya conexión ordenadísima se compone el conjunto, aunque cada uno en particular sea hermoso.

CAPITULO XXIX

  1. Y puse atención para ver si eran siete u ocho veces las que viste que eran buenas tus obras cuando te agradaron; mas en tu visión no hallé tiempos por los que entendiera que otras tantas veces viste lo que hiciste; y dije: ¡Oh Señor!, ¿acaso no es verdadera esta Escritura tuya, cuando tú, veraz y la misma Verdad 131, eres el que la has promulgado? ¿Por qué, pues, me dices tú que en tu visión no hay tiempos, si esta tu Escritura me dice que por cada uno de los días viste que las cosas que hiciste eran buenas, y contando las veces hallé ser otras tantas? A esto me dices tú -porque tú eres mi Dios-, y lo dices con voz fuerte en el oído interior a mí, tu siervo, rompiendo mi sordera y gritando: ¡Oh hombre!, lo que dice mi Escritura eso mismo digo yo; pero ella lo dice en orden al tiempo, mientras el tiempo no tiene que ver con mi palabra, que permanece conmigo igual en la eternidad; y así, aquellas cosas que vosotros veis por mi Espíritu, yo las veo; y asimismo, las que vosotros decís por mi Espíritu, yo las digo. Mas viéndolas vosotros temporalmente no las veo yo temporalmente, del mismo modo que diciéndolas vosotros temporalmente no las digo yo temporalmente.

CAPITULO XXX

  1. He oído, Señor Dios mío, y he gustado una gota de la dulzura de tu verdad, y he entendido que hay algunos a quienes desagradan tus obras, muchas de las cuales, dicen, las hiciste compelido por la necesidad, como la fábrica de los cielos y la composición de las estrellas; y esto, no de cosa tuya, sino que ya antes existían creadas en otra parte y por otro, y que tú las redujiste, compaginaste y entrelazaste, cuando de los enemigos vencidos fabricaste la fortaleza de este mundo, para que cautivos en esta construcción no pudieran rebelarse nuevamente contra ti; pero que otras cosas, como las carnes y los animales diminutos y todo lo que echa raíces en la tierra, ni las has hecho tú ni de ningún modo las has compaginado, sino que las has engendrado y formado una mente enemiga y una naturaleza diferente de ti y no creada por ti. Locos, dicen estas cosas porque no ven tus obras a través de tu Espíritu, ni te conocen en ellas.

CAPITULO XXXI

  1. Mas los que las ven a través de tu Espíritu, tú eres quien las ves en ellos. Y, por tanto, cuando ellos ven que son buenas, tú eres quien ve que son buenas, y cualesquiera que por ti les plazcan, tú eres quien les place en ellas, y los que por tu Espíritu nos placen, a ti te placen en nosotros. ¿Quién de los hombres sabe las cosas del hombre sino el espíritu del hombre que está en él? Así también, las cosas que son de Dios no las sabe nadie sino el Espíritu de Dios 132. Mas nosotros -dice-no hemos recibido el espíritu de este mundo, sino el espíritu que es de Dios, para que sepamos las cosas que nos han sido donadas por Dios 133. Mas siéntome tentado a preguntar: Ciertamente que nadie sabe las cosas que son de Dios sino el Espíritu de Dios; pero ¿cómo sabemos nosotros también las cosas que nos han sido donadas por Dios? Y oigo que se me responde: Las cosas que sabemos por su Espíritu, puede decirse que no las sabe nadie sino el Espíritu de Dios 134. Porque así como se ha dicho rectamente de aquellos que habían de hablar con el Espíritu de Dios: No sois vosotros los que habláis 135, así también de los que conocen las cosas por el Espíritu de Dios se dice rectamente: No sois vosotros los que conocéis; y, consiguientemente, a los que ven con el Espíritu de Dios se les dice no menos rectamente: No sois vosotros los que veis. Así, cuanto ven en el Espíritu de Dios que es bueno, no son ellos, sino es Dios el que ve que es bueno. Una cosa es, pues, que uno juzgue que es malo lo que es bueno, como hacen los que hemos dicho antes; otra, que lo que es bueno vea el hombre que es bueno, como sucede a muchos, a quienes agrada tu creación porque es buena, y, sin embargo, no les agradas tú en ella, por lo que quieren gozar más de ella que de ti; y otra, finalmente, el que cuando el hombre ve algo que es bueno, es Dios el que ve en él que es bueno, para que Dios sea amado en su obra, el cual no lo sería si no fuera por el Espíritu que nos ha dado; porque el amor de Dios se ha difundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado 136, por el cual vemos que es bueno cuanto de algún modo es, porque procede de aquel que es, no de cualquier modo, sino ser por esencia.

CAPITULO XXXII

  1. ¡Gracias te sean dadas, Señor! Vemos el cielo y la tierra, ya la parte corporal superior e inferior, ya la creación espiritual y corporal; y en el adorno de estas dos partes de que consta, ya la mole entera del mundo, ya la creación universal sin excepción, vemos la luz creada y dividida de las tinieblas. Vemos el firmamento del cielo, sea el que está entre las aguas espirituales superiores y las corporales inferiores, cuerpo primario del mundo; sea este espacio de aire -porque también esto se llama cielo- por el que vagan las aves del cielo entre las aguas que van sobre ellas en forma de vapor y caen en las noches serenas en forma de rocío, y estas aguas que corren graves sobre la tierra. Vemos en los vastos espacios del mar la belleza de las aguas reunidas, y la tierra seca, ya desnuda, ya formada de modo que fuere visible y compuesta y madre de hierbas y de árboles. Vemos de lo alto resplandecer los luminares: el sol, que se basta para el día, y la luna y las estrellas, que alegran la noche, y con todos los cuales se notan y significan los tiempos. Vemos toda la naturaleza húmeda, fecundada de peces y de monstruos y de aves, porque la grosura del aire que soporta el vuelo de las aves se forma con las emanaciones de las aguas. Vemos que la superficie de la tierra se hermosea con animales terrestres, y que el hombre, hecho a tu imagen y semejanza, por esta misma imagen y semejanza, esto es, en virtud de la razón y de la inteligencia, es antepuesto a todos los animales irracionales; mas al modo que en su alma una cosa es lo que domina consultando y otra lo que se somete obedeciendo, así fue hecha aún corporalmente para el hombre la mujer, la cual, aunque fuera igual en naturaleza racional a éste, fuera, sin embargo, en cuanto al sexo del cuerpo, sujeta al sexo masculino, del mismo modo que se somete el apetito de la acción para concebir de la razón de la mente la facilidad de obrar rectamente. Vemos estas cosas, cada una por sí buena y todas juntas muy buenas.

CAPITULO XXXIII

  1. Alábante tus obras para que te amemos, y amámoste para que te alaben tus obras, las cuales tienen por razón del tiempo principio y fin, nacimiento y ocaso, aumento y disminución, apariencia y privación. Tienen, pues, consiguientemente, mañana y tarde, parte oculta y parte manifiesta. Porque han sido hechas de la nada por ti, no de ti, ni de alguna cosa no tuya o que ya existiera antes, sino de la materia concretada, esto es, creada a un tiempo por ti, porque tú formaste sin ningún intermedio de tiempo su informidad. Porque siendo una cosa la materia del cielo y de la tierra y otra la forma del cielo y de la tierra, tú hiciste, sin embargo, a un tiempo las dos cosas, la materia de la nada absoluta, la forma del mundo de la materia informe, a fin de que la forma siguiese a la materia sin ninguna demora interpuesta.

CAPITULO XXXIV

  1. También consideramos la significación por qué cosas quisiste que éstas fueren hechas con tal orden o con tal orden descritas, y vimos, por ser cada cosa buena y todas juntas muy buenas, significada en tu Verbo, en tu Único, el cielo y la tierra, la cabeza y cuerpo de la Iglesia, en la :predestinación anterior a todos los tiempos sin mañana ni tarde. Pero cuando comenzaste a poner por obra temporalmente las cosas predestinadas para manifestar las cosas ocultas y componer nuestras descomposturas -porque sobre nosotros eran nuestros pecados y habíamos descendido lejos de ti al abismo tenebroso, sobre el que era sobrellevado tu Espíritu bueno para socorrernos en tiempo oportuno-, y justificaste a los impíos y los separaste de los inicuos, y afirmaste la autoridad de tu Libro entre los superiores, que sólo a ti serían dóciles, y los inferiores, que habían de sometérseles a éstos, y congregaste a la sociedad, de los infieles en una misma aspiración, a fin, de que apareciesen los anhelos de los fieles y te preparasen obras de misericordia, distribuyendo a los pobres las riquezas terrenas para adquirir las celestiales.

Luego encendiste ciertos luminares en el firmamento, tus santos, que tienen palabra de vida, y, llenos de dones espirituales, brillan con soberana autoridad.

Después, para instruir a las gentes infieles, produjiste los sacramentos y milagros visibles, y las voces de palabras según el firmamento de tu Libro -con que fuesen bendecidos también los fieles- de la materia corporal. Más tarde formaste el alma viva de los fieles por medio de los afectos ordenados con el vigor de la continencia, y, finalmente, renovaste a tu imagen y semejanza al alma, a ti solo sujeta y que no tiene necesidad ninguna de autoridad humana que imitar; y sometiste a la excelencia del entendimiento la acción racional, como al varón la mujer, y quisiste que todos tus ministerios, necesarios para perfeccionar a los fieles en esta vida, fuesen socorridos por los mismos fieles, en orden a las necesidades temporales, con obras fructuosas para lo futuro.

Vemos todas estas cosas y todas son muy buenas, porque tú las ves en nosotros, tú que nos diste el Espíritu con que las viéramos y en ellas te amáramos.

CAPITULO XXXV

  1. Señor Dios, danos la paz, puesto que nos has dado todas las cosas; la paz del descanso, la paz del sábado, la paz que no tiene tarde. Porque todo este orden hermosísimo de cosas muy buenas, terminados sus fines, ha de pasar; y por eso se hizo en ellas mañana y tarde.

CAPITULO XXXVI

  1. Mas el día séptimo no tiene tarde, ni tiene ocaso, porque lo santificaste para que durase eternamente, a fin de que así como tú descansaste el día séptimo después de tantas obras sumamente buenas como hiciste, aunque las hiciste estando quieto, así la voz de tu Libro nos advierte que también nosotros, después de nuestras obras, muy buenas, porque tú nos las has donado, descansaremos en ti el sábado de la vida eterna.

CAPITULO XXXVII

  1. Porque también entonces descansarás en nosotros, del mismo modo que ahora obras en nosotros; y así será aquel descanso tuyo por nosotros, como ahora son estas obras tuyas por nosotros. Tú, Señor, siempre obras y siempre estás quieto; ni ves en el tiempo, ni te mueves en el tiempo, ni descansas en el tiempo, y, sin embargo, tú eres el que haces la visión temporal y el tiempo mismo y el descanso del tiempo.

CAPITULO XXXVIII

  1. Nosotros, pues, vemos estas cosas, que has hecho, porque son; mas tú, porque las ves, son. Nosotros las vemos externamente, porque son, e internamente, porque son buenas; mas tú las viste hechas allí donde viste que debían ser hechas. Nosotros, en otro tiempo, nos hemos sentido movidos a obrar bien, después que nuestro corazón concibió de tu Espíritu; pero en el tiempo anterior fuimos movidos a obrar mal, abandonándote a ti; tú, en cambio, Dios, uno y bueno, nunca has cesado de hacer bien. Algunas de nuestras obras, por gracia tuya, son buenas; pero no sempiternas: después de ellas esperamos descansar en tu grande santificación. Mas tú, bien que no necesitas de ningún otro bien, estás quieto, porque tú mismo eres tu quietud. Pero ¿qué hombre dará esto a entender a otro hombre? ¿Qué ángel a otro ángel? ¿Qué ángel al hombre? A ti es a quien se debe pedir, en ti es en quien se debe buscar, a ti es a quien se debe llamar: así; así se recibirá, así se hallará y así se abrirá 137. Amén.